XXXVIII

Arreció en el curso del día el temporal, sin que su violencia estorbara a las valientes tropas isabelinas para lanzarse a la pelea. Desde el camastro donde yacía en la casa de Jado, daba Espartero las órdenes de ataque, previa la distribución de fuerzas en una y otra orilla, para operar concertadamente contra Luchana. La brigada Mayol, que se hallaba en Sestao, pasó el Galindo por el puente que habían construido los ingleses, y ocupó las alturas de Rentegui y la Torre de la Cuarentena frente a la desembocadura del Azúa. Y en tanto, inutilizado por el temporal el puente de barcas sobre el Nervión, pasaron este, en lanchones custodiados por las trincaduras de guerra, ocho compañías de cazadores, dos del primer regimiento de la Guardia, dos de Soria, dos de Borbón, una de Zaragoza y otra del 4.º de Ligeros, y fuerza de Ingenieros y Artillería. En la travesía penosa, los pobres soldados coreaban la furibunda cantata del temporal con sus exclamaciones de ciego entusiasmo. Los zurriagazos de granizo con que les castigaba la Naturaleza, les embravecía más. ¡Bonita ocasión para proclamar la Libertad y declararse dispuestos a horrendo sacrificio por tan voluble Diosa, que los infelices no habían visto nunca, ni sabían cómo era!... Desembarcados en la orilla derecha, se apresuraron a entrar en calor marchando contra el maldecido puente. La división del Barón de Meer, que había pasado el día batiéndose en las riberas del Azúa, reanudó sus ataques con más brío al verse reforzada; los cazadores se abalanzaron sobre el puente sin encomendarse a Dios ni al diablo, y no era floja temeridad la de aquellos locos, porque los carlistas habían cortado un tramo, y armado poderosas baterías por la otra parte, con cuyos fuegos y la fusilería incansable podrían abrasar a los mismos ángeles que se acercaran. Pocos ejemplos de arrojo personal que al de aquella noche puedan compararse ofrecerá seguramente la Historia militar del mundo; y por mucho que el narrador apure los resortes del lenguaje para describirlo, siempre ha de resultar como un combate fabuloso entre fingidos héroes de la Mitología o la Leyenda.

Luchaban unos y otros en la obscuridad de una noche glacial, pisando nieve, azotados por el granizo, calados hasta los huesos. Si a esto se añade que habían comido poco y mal, acrece la inverosimilitud de aquel esfuerzo, que empezó con una fanfarronería quijotesca y acabó con una realidad sublime. Rodaban los muertos sobre la nieve; se arrastraban los heridos entre peñas y charcos sin que nadie les socorriese; los vivos asaltaban el puente casi a ciegas y a gatas, y sin duda por no ver el peligro, lo acometieron y lo dominaron. En pleno día, y con buen tiempo, tal empeño no habría sido quizás más que una honrosa tentativa. El éxito se convirtió en brillante hazaña, la más gloriosa quizás de aquella enconada guerra. Pudo suceder que los carlistas, fiados en la inverosimilitud del movimiento isabelino, y estimándolo demencia y bravata, se descuidaran en acudir con todo su poder a la defensa. También ellos luchaban en las tinieblas, envueltos en la glacial vestimenta del granizo y la lluvia; también a ellos les entumecía y paralizaba el frío, y la nieve les negaba un suelo seguro para combatir... A todos les trataba por igual la Naturaleza. En una y otra parte caían en tropel, los más para no volver a levantarse. La virginal blancura de la nieve se teñía de sangre. A las imprecaciones y gritos de salvaje marcialidad, respondía el viento con bramidos más espantosos. Por fin, los liberales se calzaron el puente, lo hicieron suyo, y pisaron el fango nevado de la orilla izquierda del Azúa. Emprendieron al punto los ingenieros la compostura del tramo destruido, para que pudieran pasar cañones, caballos, y todo el ejército cristino.

No se daban cuenta los hasta entonces vencedores de la importancia de su victoria, ni acertaban a medir los obstáculos que, tomado el puente, habrían de encontrar todavía, pues los facciosos habían surcado de formidables trincheras los montes de Cabras y San Pablo. Como no las tomaran pronto los de acá, todo lo que habían hecho era una sangría inútil. Tan grande fue en los cristinos el impulso adquirido, y en tal grado de coraje y excitación se hallaban, que no dieron paz al cuerpo ni al ánimo respiro, para seguir en demanda de las trincheras, con la ambición loca de pisar también en ellas y de hacer trizas a los que las defendían. De las nueve a las diez de la noche se empeñaron furiosos duelos a la bayoneta en la aspereza de aquellos montes: los isabelinos trepando; los otros a pie firme en los inexpugnables zanjones. Rodaban por acá cuerpos destrozados. Allá espiraban otros. Tan pronto avanzaban subiendo los liberales, como retrocedían precipitados, con la nieve hasta las rodillas; se hundían en ella, salían furiosos, y las bayonetas llegaron a parecer instrumentos de la Naturaleza: el hielo y el granizo convertidos en afiladas puntas y movidos por el huracán.

Una batería enemiga, colocada sobre el flanco derecho de las tropas de Isabel, les sacudía sin cesar. Pero no hacían caso, y para concluir pronto y decidirlo de una vez, no había más recurso que el arma blanca. Repetidos los ataques en una gran extensión, pues las tropas del Barón de Meer pasaron a la orilla izquierda por un improvisado puente, las trincheras de los carlistas, hondas, labradas en terreno pedregoso y fuerte, continuaban inexpugnables. Eran hueso muy duro para que pudieran roerlo los de acá, enorme su extensión para que pudieran ganarlas por sorpresa. Y la noche no se aclaraba, ni disminuía la crudeza iracunda del temporal. Diríase que el suelo quería tragarse a los hombres y convertirse en inmenso pudridero y osario de todo lo viviente. Serían las diez cuando el animoso y experto General Oraa, a quien Espartero, por su enfermedad, había conferido el mando, vio la imposibilidad de avanzar, ya que no la de sostenerse, y pidió refuerzos. Espartero le envió al instante la primera brigada de la división de Ceballos Escalera; después la segunda, al mando de este. Siguieron la espantosa lucha, intentando escalar las trincheras, y cayendo de espaldas para volver a la embestida, sin desmayo, por entrar en calor. Fueron heridos el Barón de Meer, el Brigadier Méndez Vigo, y multitud de oficiales. El jefe de cazadores, Ulibarrena, lo había sido ya mortalmente en el ataque al puente de Luchana. Los soldados caían a centenares.

A las diez y media vio el General Oraa que habían llegado al límite del humano esfuerzo; pronto traspasarían la línea que separa los últimos alardes de la desesperación eficaz de los primeros espasmos de la impotencia, y ordenando conservar las posiciones y seguir combatiendo, bajó a la ría, pasó con dos ayudantes y el Coronel Toledo a la orilla izquierda, y encaminose, ganando minutos, a la residencia del General en jefe. Oía Don Baldomero desde su cama el estruendo de aquella tenaz contienda, y entre sus dolores que le retenían y sus cuidados de caudillo que de fuera le solicitaban, se revolvía inquieto, sin descanso, más castigado de la ansiedad que de la penosa cistitis. En el momento de su mayor quebranto llegó el valiente Oraa, y con militar rudeza le pintó en pocas palabras expresivas la situación apretada del ejército a la otra parte del río. Soltó al instante Espartero media docena de ternos gordos, y rechazando las ropas del camastro empezó a vestirse a toda prisa... «Voy ahora mismo, aunque me cueste la vida... ¡pues no faltaba más! Tomado el puente, ¿qué hemos de hacer más que uparnos arriba como fieras? ¿Qué hora es? Las once. ¡Bonita Noche Buena! Señores, hemos jurado perecer o salvar a Bilbao. Esta noche se cumplirá nuestro juramento».

Acudió un asistente a vestirle, y él, calzándose las botas, mandó que entraran los que permanecían en la estancia próxima aguardando su determinación. «Gurrea, adelante... Toledo, pase usted... Pase usted también, Fernando... Pues ya lo ven: voy a echar el resto. O ellos o yo... Ahora nos veremos las caras... Ya me van cargando a mí esos ojalateros... Mi caballo... pronto, mi caballo... Me ha dicho Oraa que ha muerto Ulibarrena... Les tengo que cobrar con réditos la vida de ese valiente... Venga el capote, el bastón... Ya estamos... ¡Pobres soldados, muertos de frío!... Allá voy, allá voy, y a Bilbao de cabeza... No quiero tomar nada... un poco de vino, y basta... Señores, el que quiera divertirse y oír cantar el gallo de Navidad, que venga conmigo...».

Sobreponiéndose a su dolencia y ahogando la horrorosa molestia y dolores que sufría, se le vio pronto en militar apostura, gallardo, bien plantado, risueño. Su rostro amarillo, en que se manifestaba un reciente derrame bilioso, se animó con el fuego que la pasión guerrera en su alma encendía. Brillaban sus ojos negros; bajo la piel de la mandíbula inferior, decorada con patillas cortas, se observaba la vibración del músculo; fruncía los labios con muequecillas reveladoras de impaciencia. Mal recortado el bigote, por el descuido propio de la enfermedad, ofrecía cerdosas puntas negras, y bajo el labio inferior la mosca se había extendido más de lo que consintiera la presunción. Aún no gastaba perilla. El bigote de moco daba a su fisonomía carácter militar, dentro del tono especial de la época: casi todos los sargentos de su ejército le imitaban en aquel estilo de decoración personal. Resultaban caras enjutas, secas, con algo de simbolismo masónico en la disposición triangular de los adornos capilares, y expresión de tenacidad y constancia.

Pisaba fuertemente el suelo para entrar en calor, y mientras afuera disponían el paso a la otra orilla. Su mal de la vejiga le obligó a tomar precauciones, previendo que en noche de largo batallar habían de faltarle hasta los minutos para las funciones más precisas. Y al propio tiempo no cesaba de dar prisa. Dijéronle que en cuanto volviesen las lanchas que habían llevado la segunda brigada de la división de Ceballos Escalera, pasaría el Cuartel general. Tal era el desasosiego de Espartero, que habría pasado solo en una tabla, y no pudiendo aguantarse más en aquella inacción, salió masticando la saliva, y escupiendo alguno que otro venablo y mitades de interjecciones crudas... Le dolían partes de su cuerpo de las más sensibles; le dolía la situación comprometidísima de su ejército; le dolía el amor propio.

Cuando llegó al sitio de embarque, advirtiéronle que su caballo ya iba navegando hacia Luchana. Empezaron a embarcar las compañías de Extremadura y casi toda la división de Minuisir. En la gabarra que más a mano encontró, embarcose el General con su plana mayor y agregados militares y paisanos. El corto bagaje que llevaba, con muy poca ropa, escasos alimentos, y algunos chismes y drogas, impedimenta impuesta por la enfermedad, embarcado fue en la misma lancha donde iba el caballo. Religioso y triste silencio imperó en la travesía. Nadie hablaba. Por un momento, en un desgarrón de las nubes, dejose ver la luna menguante con medio rostro apagado. El temporal remusgaba lejano. Eran las doce, la hora del Nacimiento de Jesús, que allí no anunciaron cantos de gallo ni festejó el rabel de inocentes pastores. Más bien las cornetas y cajas y el pavoroso silbar del viento, proclamaban la destrucción del mundo.