Luchana/XL
XL
Al apuntar el día, que como de los más chicos del año no empezó a despabilarse hasta las siete, ayudando a su pereza lo turbio del celaje, vieron los vencedores a los vencidos desfilando a toda prisa por los senderos que conducen a Erandio y Derio. Otros tomaban presurosos los caminos de Deusto, para pasar a la orilla izquierda por los puentes de barcas que tenían en San Mamés y en Olaveaga. «¡Lástima grande -dijo Espartero, viendo la desbandada del enemigo- no tener caballería disponible para que se fueran con todos los sacramentos!». Tomado también, sin disparar un tiro, el Molino de Viento, y dejando este bien guarnecido, así como el fuerte, siguió Espartero hacia el caserío de Archanda, donde ocupó la misma casa en que habían celebrado la Navidad, con espléndida cena, los jefes carlistas Eguía y Villarreal. Aún encontraron la mesa puesta, y en ella restos de manjares, todo en desorden, como si los comensales hubieran tenido que salir escapados, mascando aún, y con las servilletas prendidas. Invadida la casa por la Plana mayor y ayudantes, Espartero tomó asiento en el comedor y les dijo: «Ya ve España que he cumplido mi palabra. Salí para Bilbao, y en Bilbao estamos; al menos tenemos la llave de la puerta».
-Mi General -dijo Gurrea, que no cesaba de dar órdenes referentes a provisiones de boca-, he mandado que nos hagan café.
-Para ustedes. Yo sabes que ahora no lo tomo. Algo caliente tomaría yo... No he traído nada... No me dio tiempo a llenar la fiambrera... Oye, que me hagan unas sopas de ajo... Vino caliente quiero.
-¿Qué tal se encuentra usted, mi General? -le preguntó Carondelet-. ¿Apostamos a que el julepe de esta noche le sienta bien?... La gloria, entiendo yo, es buena medicina.
-Hombre, sí... Yo creí que estaría peor. La misma excitación nerviosa me ha sostenido... Hubo un momento, lo confieso, en que los ánimos querían marchárseme. Fue cuando pregunté: «¿Dónde está la Guardia?». Y de un montón de cadáveres blanqueados por la nieve salió una voz moribunda que me dijo: «Aquí está lo que queda de la Guardia Real». Al oír esto, sentí ese frío mortal que me sale de los riñones, y por el espinazo me sube a la nuca... ¡Pero qué demonio! Di algunas patadas, para soltar el frío y el miedo por las suelas de las botas... vamos, que eché un nudo a todos los recelos, y también a los dolores que me atenazaban las entrañas, y me dije: «No fastidiar ahora... A la obligación; a reventar aquí, o a vencer. Dios nos ha favorecido: mandó a los truenos que tocaran el himno...». No crean: cuando me eché de la cama, me daba el corazón que íbamos a cargarnos a toda la ojalatería habida y por haber... ¡Y eso que la noche, compañeros, ha sido de las que llaman a Dios de tú!
-Mi General -dijo D. Marcelino Oraa, entrando presuroso y risueño-, tengo una gallina asada, y me parece que después de lo que hemos hecho, bien podemos comérnosla tranquilamente.
-Sí, hombre, sí; venga: nos la comeremos entre los dos... Pero mande usted que la calienten.
-Ya están en ello. Los señores desocupantes nos han dejado la cocina encendida.
-¿Y hay fuego?
-Magnífico. Y ahora lo estamos atizando más.
-Pues vámonos allá... Estoy helado... A la cocina, señores.
Y camino del fogón, D. Baldomero, apoyado en el brazo de Carondelet, pues su dolor de riñones le molestaba más de la cuenta, decía: «¡Esos pobres soldados muertos de frío, al raso!... Que todos los cuerpos se provean de leña, que aquí la tendrían abundante los ojalateros... Que hagan hogueras... Y de rancho, que se les dé lo que haya, a discreción... Otro día se tasará; hoy no se tasa nada, pues ellos han dado a tutiplén su sangre y el fuego de sus corazones... Lo que yo digo: 'En días como este, debiera Dios hacer también algo extraordinario por los pobres soldados; y como es fiesta de Navidad, ¿por qué no manda caer una buena lluvia de pavos, pero asaditos, y de añadidura capones?'. Hombre, todo no ha de ser granizo y balas. Yo, señores, estoy que no puedo ya con mi alma. Y si a ustedes les parece, después que me haya comido mi parte de gallina y las sopas de ajo, si me las dan, descansaré un rato. Oraa, ¿a qué hora entramos en Bilbao?».
-Sobre las once me parece la mejor hora -dijo D. Marcelino con la boca llena-. Allí no se han enterado todavía. No tardarán en subir bandadas de patriotas. El cuento es que de nutrición están peor que nosotros, y tendremos que darles de lo nuestro.
Con estas bromas comían unos y otros, ofreciéndose recíprocamente y aceptando lo que cada cual tenía. Sin cesar entraban oficiales y paisanos más o menos armados, de los que se agregaron al Cuartel general.
«¡Hola, Uhagón! -dijo Espartero-. Ya hemos salvado a su pueblo. Ya estará usted tranquilo. ¿Ve usted cómo no hay plazo que no se cumpla?».
-Locos de contentos están mis pobres chimbos. Ya se oye el repicar de todas las campanas de Bilbao.
-¡Pobrecitos, qué ganas tendrán de vernos! Y yo a ellos también... Hola, Fernando: pase, pase. No creí que se hubiera usted atrevido a subir a este piso principal... bajando de las nubes. ¿Qué tal? ¿Presenció usted la locura de anoche? ¿Vino usted a retaguardia?
-No tan a retaguardia, mi General -dijo Calpena- que dejara de ver los milagros del soldado español.
-Milagro ha sido... bien dicho está. Vea usted, vea usted, señor madrileño, cómo aquí sabemos cumplir.
-Ya lo he visto, y si no lo viera, nunca lo hubiera creído. Nunca, digo yo, ha sido la verdad tan inverosímil.
-Ya tiene usted que contar... Siéntese donde pueda, y busque un plato, que quiero obsequiarle con un alón de gallina.
-Muchas gracias, mi General. Uhagón, Ordax y yo, merodeando en el Molino de Viento con otros amigos, hemos tenido la suerte de descubrir nada menos que un cordero asado, y una bandeja de arroz con leche.
-¡Hombre, qué suerte! ¿Y no ha quedado nada?
-Mi General: todo nos lo hemos comido.
-Bien: hay que tomar fuerzas para entrar en la plaza. Ya tiene usted a Bilbao libre, a Bilbao abierta. Y allí las muchachas bonitas esperando a la juventud. Entrarán ustedes conmigo.
-Si vuecencia nos lo permite, Uhagón y yo nos iremos por delante, a la descubierta, mi General. Los dos tenemos aquí familia.
-Enhorabuena: váyanse ahora mismo si gustan... y digan que a las once entraré con mi Estado Mayor a saludar a las autoridades de ese heroico pueblo, al pueblo todo, a la valiente guarnición, a la intrépida Milicia.
Anunció a la sazón un ayudante que por el camino de Deusto subía mucha gente, comisiones de la Diputación y Ayuntamiento, y medio pueblo detrás. No esperaron más Uhagón y Calpena, y se fueron monte abajo salvando trincheras; pero como por los mismos vericuetos subía bastante gente, y entre ella muchos conocidos de Uhagón, a cada instante habían de detenerse. Entre saludos aquí, abrazos allá, y el contestar a los vivas, y el dar noticia sintética de los combates de la noche anterior, emplearon cerca de dos horas en llegar a Deusto. Ardiendo en impaciencia, Calpena tiraba de su amigo como de una impedimenta fastidiosa y necesaria. Cuando llegaban a la Salve, Uhagón hubo de contener el paso vivo de Fernando, diciéndole: «No corras, que aunque volaras, no habríamos de llegar tan pronto como deseas. Afortunadamente, al entrar en mi pueblo, no necesitarás hacer averiguaciones para encontrar lo que buscas. Conozco a los Arratias, Sabino y Valentín; conozco la casa de la Ribera. Lo que siento es no poder acompañarte: ya comprendes que he de ir inmediatamente a mi casa, y antes de llegar a ella encontraré parientes, familia, que me cogerán y me secuestrarán. Si no quieres venirte conmigo a casa, yo buscaré persona que te llevará a la Ribera... No puedes perderte... Sigues por esta orilla del Nervión. Ves el paseo del Arenal, y adelante siempre, junto a la ría; ves el teatro, y adelante... Y ya estás allí... Miras las puertas de las tiendas, y donde veas una fragata a toda vela... una muestra con un barco pintado... allí es».
A poco de decir esto el bilbaíno, cayeron en un grupo entusiasta, frenético, en el cual más de veinte individuos abrazaron a Uhagón porque le conocían, a Calpena sin conocerle, y que quieras que no hubieron de detenerse a cantar odas y elegías ante los ahumados muros de San Agustín. Calpena no pudo ser insensible ni a las demostraciones de aquel patriotismo delirante, ni a la simpatía y afecto con que los desconocidos le llevaban de un lado a otro, enseñándole las gloriosas ruinas, los escenarios de muerte, trocados ya en históricos monumentos.
Viéndose separado de Uhagón, que en el barullo fue arrastrado lejos de su amigo, los que rodeaban a Calpena dijéronle con cariñosa urbanidad: «Ya encontraremos a Celestino. Usted se vendrá a mi casa». Y todos se brindaban a llevársele en cuanto vieran entrar al General victorioso. Agradecido, se excusó el madrileño cortésmente, y sin darse cuenta del tiempo que engañoso transcurría, se dejó querer, se dejó llevar. Llegados a la Cendeja, el gentío les estorbó el paso. Quisieron retroceder, y se encontraron frente a otro tumulto y vocerío más grandes. Espartero se aproximaba con todo su Estado Mayor para entrar solemnemente en la plaza como libertador glorioso. En los remolinos del gentío para abrir calle, viose Calpena separado de los desconocidos que le acompañaban; buscoles con la vista; pero ni ellos ni Uhagón aparecían entre las mil caras de la muchedumbre, las cuales por la unidad del sentimiento que expresaban parecían pertenecientes a un solo ser. Imposibilitado de avanzar, arrimose a un paredón, y vio al General a pie, avanzando con marcial gallardía por delante de San Agustín, y atravesando después por el paso que al efecto abrieron en la Batería de la Muerte. La exclamación popular en aquel hermoso momento; el estallido de la muchedumbre, confusa mezcla de entusiasmo, de gratitud, de duelo, de amor, fue como un llanto inmenso. Engranado en el conjunto, y partícipe de la total emoción, Calpena lloraba también con gritos de alegría.
Mientras Espartero abrazaba en el Arenal a los jefes de la Milicia, los remolinos de gente llevaron a D. Fernando de una parte a otra. No podía sustraerse al delirio del pueblo; sentía con él el júbilo de la victoria y el dejo amargo de los pasados sufrimientos. La ola humana, que reventaba en cánticos, en vivas y clamores diversos, le arrastraba. Se sintió ciudadano de la valerosa villa; se sintió sitiado, hambriento, moribundo, redimido al fin por el propio esfuerzo y el del héroe que en aquel instante confundía su legítimo orgullo con el del vecindario, y su fe con la fe bilbaína.
Hasta que fue pasando lo más fuerte de la emoción popular, no se vio Calpena fuera de la ola... Pensó en orientarse. Reconociendo el punto por donde había entrado, y observando el curso de la ría, restableció su rumbo. «Por esta orilla, siempre adelante», le había dicho Uhagón. No tardó en reconocer el Teatro, y hacia él se encaminaba, cuando se inició un movimiento de la multitud en la propia dirección. Vacilaron un instante los grupos delanteros. Aquí decían que el General iba al Ayuntamiento; acullá, que a la Diputación. Pero debieron de estar en lo cierto los que indicaban el primer punto, porque la masa de bilbaínos, ardiente, bulliciosa, entonando patrióticos cantos y enarbolando trofeos militares, corrió hacia la Ribera.
«Hacia allá vamos todos», se dijo Calpena, dejándose arrastrar nuevamente por la ola y arrimándose todo lo que pudo al pretil de la ría para no perder su derrotero. Miraba una por una las casas fronteras, y antes de que terminara la curva que en aquella parte describe la línea de edificios, obediente al curso del Nervión, vio encima de una puerta una hermosa fragata navegando a toda vela... ¡Allí era!... La multitud llenaba por completo la vía desde las casas hasta el río. Sobre el mar de cabezas en movimiento navegaba la fragata en dirección contraria, embistiendo con su gallarda proa la corriente humana. Así lo vio Calpena, observando al propio tiempo que en los balcones inmediatos al barco no había gente y que la puerta de la tienda estaba cerrada.
Agarrose al pretil para zafarse de la ola, como el náufrago que se agarra a la peña. Realmente, trazas de náufrago tenía. El fango le llegaba a las rodillas; temblaba de ansiedad, de frío...
FIN DE LUCHANA
Santander (San Quintín), Enero-Febrero de 1899.