Luchana/XXIV
XXIV
Cumpliéronse hacia el 8 de Noviembre los deseos de Zoilo, que tuvo la satisfacción de ver en los altos de Archanda numeroso ganado carlista que subía de Munguía. Traían gruesos cañones que emplazaron en Santo Domingo amenazando a Banderas. El 9 recorrió las líneas el general Eguía con su sombrero de copa forrado de hule y su largo levitón, metida en el bolsillo la única mano de que podía disponer. Todo indicaba que atacarían los fuertes exteriores, sin perjuicio de hostilizar el interior de la plaza. ¡Y Espartero sin parecer! En vano le llamaba el telégrafo de Miravilla, enarbolando sin cesar bolas y banderas. De Portugalete respondían con monótono lenguaje: «Ya vamos; esperarse un poco». Bilbao esperaba con estoica entereza, sin llegar aún a la suprema ocasión de apurar todas sus energías. Aún era grande el repuesto de fanatismo por la defensa, de coraje y de amor propio, que doblaban su fuerza con la sal y el picor de la jovialidad.
En la casa de Arratia, propiamente dicha, no había más novedad que la rotura de cristales y el apabullo de los bohardillones, con amago de incendio, que se cortó felizmente; en la familia no eran grandes tampoco las novedades, ni habían ocurrido sucesos que modificaran de un modo notorio la vida impuesta a todos por las circunstancias; pero algo pasaba en ella que, aun perteneciendo al orden obscuro y sin ningún brillo heroico, no merece el olvido. El narrador no dice nada. Deja que hable Prudencia, la cual, cogiendo a su hermano Valentín en el escritorio, donde acaloradamente disputaba con Vildósola sobre si era fácil o difícil tomar el fuerte de Banderas, le hizo subir, y por la escalera le manifestó lo que se copia: «Apártate, hermano, siquiera por un rato de estas novelerías de la guerra y del sitio, y ven en mi ayuda, por Dios, que ya principio a temer no sólo por la salud, sino por la vida de Ildefonso. ¿Has reparado cómo está? En quince días ha perdido la mitad de su peso, los dos tercios de sus carnes, y toda, absolutamente toda la alegría de su espíritu. ¿Qué es esto? ¿Es enfermedad, es tristeza, es pasión de ánimo?... Fíjate en aquella cara que languidece; en aquellos ojos, que tan pronto parecen muertos, tan pronto relampaguean; observa cómo al ponerse en pie se le tuerce todo el cuerpo... y se apoya en las paredes para no desplomarse, él antes tan erguido, tan fuerte, tan vivo, hierro y pólvora... No, no: Ildefonso no está bueno; Ildefonso no puede seguir así. Quiero que le vean los mejores médicos de Bilbao; quiero que acabéis pronto el sitio para llevármele a Francia, a la bendita Francia, lejos de estas luchas, de estos horrores... Valentín, por Dios, entra en su cuarto; no como otras veces, la entrada por la salida... acompáñale, dale conversación, háblale, como tú sabes hacerlo cuando quieres, con gracia... procura desviar su entendimiento de la idea que le está devorando... Yo he agotado mi labia... no he conseguido nada; no puedo más».
-Sí que lo haré... ¡Pobre Ildefonso! Ayer no me gustó... francamente... ¿Continúa sin apetito?
-Hoy no ha comido más que un poco de borona. Dice que no puede pasar otro alimento... borona, y si está quemada, oliendo a chamusquina, mejor... Oye lo que se me ha ocurrido: ¿si le habrán traído a ese estado los malditos inventos, en que tiene zambullida a todas horas su imaginación? ¿Esos planos que hace y deshace, y tacha y borra, y vuelta a pintar, con tantas rayas y letritas chicas, qué son? Pues ¿y cuando se está toda la noche llenando de numeritos un pliego de papel, y vengan numeritos, y numeritos, que parecen patas de pulga... y acaba un pliego y vuelta a empezar?...
-Mujer, son cálculos, dibujos... proyectos de alguna mecánica... qué sé yo... Entraré ahora mismo. Déjame solo con él... No te metas tú a farolear. Las mujeres, hablando más de la cuenta, lo echan todo a perder.
Entró Valentín en el cuarto de Ildefonso, y este, sin levantar los ojos del papel en que trazaba líneas y guarismos microscópicos, le dijo: «Parece que quieren quitaros Banderas. ¿Qué crees tú? ¿Se saldrán con la suya?».
-No debes tú pensar tanto en si toman o dejan, Ildefonso. De eso, de disputarles un palmo de terreno, nos cuidamos nosotros. Hazte cargo de que no estás en una plaza sitiada, y si tiran, que tiren.
Respondió Negretti entre suspiros, suspendiendo por un instante su trabajo, que no podía sustraerse a los sobresaltos y al terror del asedio, porque si Bilbao no era su patria, éralo de su esposa y de los hermanos de esta, a quienes como hermanos miraba; que habiendo cometido la insigne torpeza de servir a D. Carlos como industrial y maquinista mercenario, sin entender que en ello comprometía su neutralidad política, se encontraba en tristísima situación moral, huésped de un pueblo que los carlistas asesinaban con las armas fabricadas por Ildefonso Negretti. Hallábase condenado a martirio indecible, y cada vez que sonaba un disparo, sentía que los demonios corrían de un lado para otro en diferentes partes de su cuerpo, pero principalmente en la cabeza y en el corazón. Siempre había tenido gran afecto a Bilbao, y admiraba a los bilbaínos por su honradez y laboriosidad. Eran la flor y nata de los hombres... ¡Y él había hecho los proyectiles con que les abrasaban! No, no tenía consuelo. Gracias que las carcasas incendiarias no eran obra suya, sino del francés a quien llamaban Tutorras, y no servían para nada. Ya lo dijo él cuando las estaban construyendo. Pero a las granadas y bombas... por hijas las conocía. Él las engendró ¡ay!, para que destruyeran a la rica y noble Bilbao...
«¡Eh!... no sigas, no sigas -le dijo Valentín, echándole los brazos al cuello-. Ildefonso, ¿tú qué culpa tienes? Nosotros no te odiamos. Bilbao no te quiere mal... Ni una palabra más de guerra y sitio. A olvidar tocan».
-A eso voy, eso quiero: ahogar mis penas discurriendo, calculando.
-Pero no te metas muy a fondo en los cálculos -le dijo cariñoso su hermano-, que pudiera ser el remedio peor que la enfermedad... ¿Y eso qué es?... ¿puedo saberlo?
-Recordarás que una tarde, en Bermeo, viendo pasar hacia Levante un barco de vapor, te dije...
-Sí, me acuerdo: que la navegación al vapor, tal como hoy está el invento, no tiene porvenir, sobre todo en la guerra... Yo siempre dije que esas paletas al costado son buenas para navegar en ríos; pero en la mar, con tiempo duro, no hay gobierno posible. Viene mar gruesa, y la menor avería en las paletas deja la embarcación hecha una boya. Si el viento la hace escorar hasta mojar los penoles, ya tienes al animal con una pata debajo del agua y la otra en el aire. Esto es un engaña bobos.
-Los inconvenientes de las ruedas al costado, en el buque de vapor -dijo Negretti con la frialdad y convicción del hombre de ciencia-, quedarán vencidos cuando se aplique un nuevo invento, del cual se hicieron ensayos en Francia. Yo los he presenciado... Consiste en sustituir las dos ruedas por una sola.
-Ya... una sola rueda en el centro, funcionando dentro de un escotillón rectangular, abierto al agua. Eso es complicadísimo...
-Una sola rueda, Valentín, colocada a popa, en una perpendicular paralela al codaste.
-¿Rueda vertical, girando en sentido de la quilla? -dijo Valentín, con la incredulidad pintada en su atezado rostro-. ¿Y cómo la mueves?... ¿Con palancas, con bielas? ¿Cómo te gobiernas para que la transmisión funcione dentro del agua?
-No lo has comprendido. El problema es sencillísimo, algo por el estilo del famoso huevo de Colón. ¿No ves cómo anda un bote, una chalana, con un solo remo por la popa? El movimiento lateral de ese remo basta a imprimir a la embarcación una marcha uniforme, avante siempre en línea recta.
-Eso sí... la suma de impulsos laterales, alternos, en sesgo más bien, dan...
-En sesgo, eso es. Pues construye tú un remo que produzca esos impulsos en sucesión rotatoria...
-¡Un remo!...
-Llámalo rueda, pues se reduce a un movimiento circular.
-¿Con paletas que...?
-Resultará esto -dijo Negretti con aire de triunfo, mostrando un dibujo que a Valentín le pareció una rueda de fuegos artificiales-. ¿Me comprendes? Esto es una hélice. Aquí tienes la teoría muy bien expuesta. ¿Conoces tú la Rosca de Arquímedes?
-Mejor conozco las de harina.
-Sobre el eje reposan dos segmentos helizoidales...
-Mira, mira, a mí no me presentes el problema de la hélice, o de la rosca, en forma matemática. Soy yo muy bruto para entenderlo así. Explícamelo con ejemplos.
Diole Negretti explicaciones vulgares de la hélice como organismo de propulsión, añadiendo que no era invento suyo, sino de un francés que no había logrado aún llevarlo a la práctica, por las dificultades que ofrecen la rutina y la envidia a toda innovación grandiosa.
«Yo lo estudio, y si Dios me da vida y se acaba la guerra, trataré de hacer aquí un ensayo. He modificado la teoría del francés, haciendo más agudo el ángulo de las paletas con la normal del barco; y en cuanto a la transmisión, me lanzo a un sistema nuevo, que ahora estoy calculando...».
-Para que la transmisión sea práctica, la máquina tiene que colocarse a popa.
-¡Ah!, no. Yo me lanzo a colocar la máquina en el centro de la embarcación, sobre la cuaderna maestra.
-El barco ha de ser pequeño.
-Yo estudio mi proyecto en un barco ideal, de tamaño doble del mayor que hoy se conoce.
-¿A ver cuánto? Mi Victoriana tenía doscientos cuarenta pies. El mayor barco mercante que he visto no pasaba de trescientos.
-Pues mi barco mide cuatrocientos pies -dijo Negretti con expresión de iluminado.
-¿Y colocas el eje de tu máquina de vapor sobre la cuaderna maestra? -preguntó Valentín, más atento al desvarío pintado en los ojos de Ildefonso que al problema mecánico-. Y para transmitir el movimiento... ¿qué pones?, ¿un rosario de noria, un juego de codillos, ruedas dentadas, o qué?...
-No... pongo un árbol de acero.
-Que tendrá forzosamente ciento ochenta pies lo menos: ese árbol girará sobre su eje...
-Conectado con la hélice... ya ves qué cosa tan sencilla... Por el otro extremo le imprimirá movimiento una excéntrica.
-¿Qué diámetro tendrá ese arbolito?
-Pie y medio...
-Y de acero... todo forjado, naturalmente... Dime otra cosa: con semejante chocolatera andará tu nave... lo menos, lo menos diez millas.
-¡Veinte millas, Valentín; veinte millas por hora!
-Hombre, de poner... pon cien millas -dijo el marino sin disimular ya su burlón escepticismo-. Y otra cosa: ¿la hélice queda debajo del agua?
-Exactamente.
-Y el árbol tiene ciento ochenta pies... y es de acero... y el barco mide, entre perpendiculares...
-Cuatrocientos pies...
-Pues, hijo... avísame cuando todo eso esté, para ir a verlo. Y yo te pregunto: ¿de qué cargamos ese barco? Podríamos meter dentro de él una montaña.
-Justo: una montaña... -murmuró Negretti, engolfándose en su trabajo.
Salió el viejo marino de la estancia tan descorazonado y mustio, que Prudencia no tuvo que preguntarle su opinión acerca del desgraciado calculista. Para sí decía Valentín: «Es hombre al agua. ¡Pobre Ildefonso! Su talento macho acaba con él». Pero no queriendo alarmar a su hermana, atenuó su dictamen en esta forma: «Le encuentro un poco ido de la jícara; y si por un lado veo la causa del trastorno en esta tragedia del sitio, por otro paréceme que los cálculos, en vez de ser un remedio, le acaban de rematar. ¡No es mala rosca la que el pobre tiene dentro de su cabeza!... ¡Qué cosas me ha dicho; qué invenciones, hija, obra del mismo demonio!... ¡Figúrate tú un árbol de acero de ciento ochenta pies de largo y pie y medio de diámetro... puesto así en semejante forma, y la máquina en la cuaderna maestra!... Perdido, hija, perdido... Pero si le contrarías, es peor... Dejarle, dejarle que invente barcos monstruos, con hélices a popa, y un andar de ochenta millas por minuto... digo, por hora... Dejarle, dejarle... Yo traeré a D. José Caño que es el mejor médico del pueblo... Y entre tanto, cuida de hacerle comer... inventa tú también la manera de meter carga en esa bodega y víveres en esa gambuza... si no, tu marido casca... o se quedará lelo, que es peor... Yo volveré... voy a ver qué ocurre... Hace un rato que no se oyen tiros...».