XXIII

No se conformaba Aura con ignorar la suerte del menor de sus primos, y en la mañana del 26, a cuantos entraron en la casa preguntaba si sabían algo, si habían visto los muertos de Mallona. Nadie le dio razón. Todo aquel día, que lo fue de grande inquietud, porque en él dieron las compañías carlistas llamadas de argelinos un terrible asalto por Mallona, no llegó a la casa de Arratia noticia alguna de los hombres de la familia. Por la noche, sabedoras Aura y Prudencia de que a Víctor Gaminde le habían llevado herido a su casa, fueron corriendo allá. Prudencia no quería más que informarse y comadrear un poco, y dejando allí a su sobrina, se volvió para que Ildefonso no estuviera solo. Vio Aura al joven herido, y a la familia consternada: las hermanitas lloraban; la madre no sabía qué hacer, y el padre, D. Francisco Gaminde, persona en quien la bondad no excluía la entereza de carácter, sonreía con heroico dominio de sí mismo, asegurando que el puntazo del niño no era de muerte; le curarían, le darían buenos caldos para reponer la sangre perdida, y «¡hala, otra vez al puesto! Bilbao no quiere gallinas, sino buenos gallos con espolones». Todo se reducía a un desgarrón de bayoneta en el costado derecho, rozando las costillas. Hilas, esparadrapo, y a los tres días ya podía coger otra vez el chopo. También él lo cogería si fuera menester... Y en último caso, antes que consentir que el absoluto entrase en Bilbao, hasta las niñas, las bravas bilbaínas, tendrían que ir al fuego.

Conservaba el herido su buen humor, y no estaba conforme con que le metieran en la cama. En esto entraron dos de sus compañeros, y alegrándose mucho de verles, se lamentó de no poder estar enteramente curado al siguiente día, para volver allá. No había acabado de decirlo, cuando entró un tercer miliciano, manchado de sangre, la cara negra, de humo, de tizne, del obscuro fango de las baterías: era Zoilo, el mismísimo Zoilo, pero en tal facha, que Aura tardó en reconocerle; parecía más delgado, más alto... ¡qué cosa tan rara!... era otro... no, no... el mismo en espíritu; pero más estirado de cuerpo, ahuecada la voz, enflaquecido el rostro. A pesar de estas novedades de aspecto, bien se le reconocía en el mirar grave, en la arrogancia de su actitud sin asomos de fanfarronería, en el aplomo con que presentaba su rudeza ante personas finas de uno y otro sexo, no dejándose vencer de la cortedad. No había concluido de saludar a todos los presentes y de estrechar la mano de su amigo, cuando llegó presuroso Valentín, encargado de comunicar al Sr. Gaminde acuerdos importantes de la Junta, y de rogarle en nombre de sus compañeros que fuese al instante a donde estaban reunidos. Entre el cúmulo de asuntos diversos que este y el otro, reunidos al acaso, expresaban con conceptos tan diferentes, descolló un instante la voz del miliciano herido, diciendo: «Los héroes de Mallona han sido dos... el pobre Mendiburu, y otro que está presente. Cuando los primeros veinte argelinos entraron por la brecha, más parecidos a fieras que a hombres, cinco de nosotros se abalanzaron a ellos... De esos cinco, tres se quedaron a media distancia; dos solos avanzaron resueltos. De los dos, Mendiburu cayó muerto; el otro está vivo, y es este Luchu que ven ustedes aquí. Tras el muerto y el vivo corrimos los demás... No sé cómo fue aquello... un milagro, un sueño... no sé... Aún tengo dudas de que vivamos los que vivimos y de que quedaran en tierra destripados no sé cuántos argelinos... Ni sé cómo pudo pasar lo que pasó... no sé, no sé...».

Manifestó Zoilo, ante el relato de su hazaña, una calmosa modestia, sin hipócritas denegaciones ni alardes vanidosos. Su tío Valentín le dio una bofetada de cariño y tres besos que parecían mordidas, gritando: «¡Si es Arratia, bilbaíno de las Siete Calles!... y no hay más que decir». Gaminde, sin extremar la admiración, pues tales hechos debían considerarse, según él, como cumplimiento estricto del deber, no dijo más que: «Bilbao está lleno de estos cachorros, que saben cumplir. ¡Cualquier día entran aquí los absolutos! Vámonos, Valentín».

-Vámonos -dijo Arratia a su sobrina-, que es tarde. Al pasar te dejaré en casa.

-Vámonos, Luchu. Vente a descansar -dijo la niña al heroico joven.

Y eslabonándose unos a otros con aquel vámonos, salieron en cadena los cuatro. En la calle, se adelantaron prima y primo; detrás, las dos personas mayores hablaban de cosas graves.

«¿Es verdad que has hecho lo que cuenta Víctor?» preguntó la doncella.

-Di que nada... -replicó el mozo muy serio-. No me alabo yo de cosas que valen poco.

-Has sido muy valiente... no lo puedes negar.

-Más habría hecho si me dejaran... Pero no le dejan a uno. ¡Qué rabia! Si los demás hubieran querido, salimos y no queda un argelino para muestra.

-Has sido muy valiente -repitió Aura, parándose y mirándole a los ojos. Los de ella resplandecían de júbilo.

Valentín y Gaminde se habían quedado muy atrás. «No lo dude usted, D. Francisco -decía el primero-. Es noticia auténtica. La han traído dos artilleros facciosos que se pasaron esta noche».

-Pero no es creíble...

-Pues créalo usted. Levantan el sitio. No tienen municiones. Las que han repartido hoy son las últimas.

-No nos caerá esa breva, Valentín.

-Además, hay piques entre ellos. Villarreal y Simón de la Torre están a matar, y este se retiró hacia Munguía, negándose a obedecerle.

-Eso lo creo; pero no que se retiren.

-¡Que levantan el sitio, D. Francisco!

Al decir esto se aproximaban a la otra pareja, y Zoilo pescó el concepto «levantar el sitio». No pudo expresar la rabia que esto le produjo, porque llegaron a la tienda, y se vio rodeado de su padre, hermano y tía, que por su vuelta le felicitaban cariñosos. Valentín y el Sr. Gaminde siguieron hacia San Antón, mientras Zoilo, subiendo de mala gana al entresuelo, viose obligado a contestar a mil preguntas impertinentes. Él no había hecho nada de particular: no le hablaran, pues, de hazañas ni heroísmos. «Muy bien -díjole Sabino-: el buen soldado cumple con hacer lo que le manden, sin meterse a farolear. Cada cual en su deber, y luego Dios dispone». Aura le sacó golosinas que guardara para él, lo mejor que en la casa había. Pero el chico, tristemente impresionado por la frase de su tío levantan el sitio, no tenía ganas de comer. La indignación, el despecho le trastornaban. Sentía escarnecido su amor patrio, su risueña ilusión por los suelos. «¡Levantar el sitio! -exclamó golpeando en la mesa con el mango del cuchillo, cuando Aura y él se quedaron solos-. No, no: eso no puede ser. Si se retiran, tras ellos hay que ir, y trincarles de una oreja, ¡cobardes!, y volver a traerles a las trincheras... ¡Allí... fuego...! ¿No queríais sitio de Bilbao? Pues sitio de Bilbao... Firmes... hasta que no quede uno... ¡Qué rabia! ¡Retirarse cuando apenas habíamos empezado a cascarles!... ¿Qué dices, Aura? ¿Te burlas de mí?».

-Yo no me burlo, no... Me gusta verte tan fogoso -replicó la doncella-. Pero si ya has hecho bastante, si te has portado como un valiente, ¿a qué quieres más gloria, tonto?

-Yo no hice nada -afirmó el miliciano levantándose de golpe, fiero, ceñudo-. Esos niños bonitos se admiran de cualquier cosa... Ea, no quiero cenar. Más comida no me saques; no quiero... Me pone furioso eso de que levantan el sitio; y de la rabia que tengo, no puedo pasar la comida... Me haría daño; se me volvería veneno. Para mi hermano Martín guárdala; que vendrá luego, y vendrá muy contento si sabe lo que yo sé... Me voy a ver qué se dice. Estoy franco hasta las doce; pero no tengo sosiego hasta que sepa si seguimos o no seguimos. ¿Tú qué piensas?

-Pienso -dijo Aura- que sí, que levantan el sitio.

-¡Aura!

-Aguárdate... se retiran para organizarse mejor, y reunir más gente y más cañones y más balas. Cuando tengan todo eso, volverán. Se han propuesto coger a Bilbao, y lo cogerán si tú los dejas.

-¡Yo!... ¡Como no les deje yo!... Aura, no juegues... Si no te quisiera, me importaría poco... pero te quiero... Tú estás muy alta, yo muy bajo. Para llegar a ti, no más que un caminito hay: estrecho es y muy pendiente, formado todo de cuerpos carlistas; de cuerpos vivos, quiero decir, tan vivos que todos se echan el fusil a la cara cuando me ven. Pues por encima de todos esos cuerpos tengo que pasar para llegar arriba... y para pisar sobre ellos, y hacerles escalones míos, tengo que matarles antes... Con que hazte cuenta...

Aura sintió una corriente de frío intensísimo a lo largo de su espinazo. Dando diente con diente, le dijo: «Se retiran... volverán con más cañones, con más fusiles, con más balas... ¡Pobre Zoiluchu!».

-No me digas ¡pobre!... así como por lástima. Yo no soy ¡pobre!... ¿Y por qué tiemblas? Tienes frío...

-Sííí...

-¿Es de miedo?

-O de lo contrario... no sééé...

Retumbó en aquel instante un cañonazo que hizo estremecer la casa. Las mujeres chillaron, y oyose la voz de Sabino diciendo que era el fuego de la batería que ellos habían armado en Uribarri. De un brinco se abalanzó Zoilo a coger su fusil, y se lanzó a la escalera como una exhalación, sin que su padre ni su tía ni la misma Aura pudieran contenerle. De seis en seis escalones bajó, gritando: «¡Viva Isabel...» y ya estaba en la calle cuando acabó de decirlo: «...Segunda!».

Cañonearon toda la noche, y aunque siguieron el día 27 hostilizando la plaza, cundía de hora en hora la noticia de que levantaban el sitio, sin otra razón, a juicio de los bilbaínos, que el vigoroso escarmiento que recibieron al intentar la embestida de Mallona. El 28, flojos ya en sus ataques, empezaron a retirar alguna artillería de la que habían armado contra Banderas, y también por la parte de Ollargan. Al anochecer, las campanas de San Agustín anunciaron la retirada de considerable fuerza enemiga. Entregose Bilbao a demostraciones de júbilo; pero los muchachos no las tenían todas consigo. La pobrecita Aura, queriendo decir a su primo una frase consoladora, había hecho una profecía. Lo raro fue que Negretti opinaba lo propio, asegurando secamente que volverían. Dudábalo Valentín; declaraba Sabino que sería lo que Dios quisiese, y Martín, ávido de descanso y con vivas ganas de cambiar el bélico ardor por la pacífica lucha comercial, presagiaba conforme a sus deseos: «La lección ha sido dura, y no es fácil que vuelvan por otra». Como todos los puestos seguían guarnecidos, y los servicios de plaza no sufrieron interrupción, Zoilo no parecía por su casa; según informes de José María, trabajaba en la reparación de los fuertes de Mallona, Circo y barranco de Iturribide, desplegando una actividad loca, pues sus brazos infatigables no descansaban de día ni de noche, insensible a la lluvia y al frío. Se había metido un tiempo del Noroeste capaz de apagar los entusiasmos más ardientes y de entumecer los músculos más vigorosos. Pero al novel soldado no le importaba el temporal: sus compañeros y los trabajadores mercenarios turnaban; él no turnaba más que consigo mismo, y solía decir: «Esto es lo natural, Señor. Hago lo que debo, y debo hacer lo que puedo. Si puedo mucho, yo me sé por qué. ¡Hala!». Una noche (debió de ser la del 5) fue a su casa a mudarse. Aura le encontró más enjuto, el mirar más penetrante y luminoso, los rizos de la frente más juguetones, el rostro ennegrecido, las manos como enormes tenazas de acero. Era la encarnación de la fuerza física, alimentada por el horno interno, inextinguible, de la energía moral; formidable máquina muscular movida por la fe. «¡Cómo acertaste! -dijo a su prima, gozoso, echando chispas de sus ojos negros-. Vuelven... Otra vez ya sobre Bilbao. Ahora... dos docenas de argelinos, que me traigan».

-Te has empeñado en ello -dijo Aura, sonriendo, mirándole a los ojos-. Ya estás contento...

-Di que sí... Han vuelto porque yo lo he querido, como yo sé querer las cosas. Todo lo que se quiere con fuerza se tiene, Aura.

-Hombre, todo no.

-Yo digo que sí.

Metiose en el cuarto donde su tía le tenía preparado un buen lavatorio y ropa limpia, y cuando salió con la cabellera húmeda, en mechones duros y enroscados, semejantes a las serpientes de Medusa, se abrochaba con dificultad los botones del cuello de la camisa, por causa de la aspereza de sus dedos. «Aura, échame aquí una mano... Mientras la tía y la sobrina le pasaban los botoncitos, él en jarras, mirando al techo, decía: «Ahora se verá lo que es mi pueblo... Padre, ¿no sabe? Ya no manda Villarreal el ganado servil, sino el manco Eguía. A Villarreal me le han soplado en las Encartaciones para que no deje pasar a Espartero... ¡Si serán bobos!».

-Hijo -indicó Sabino-, no califiquemos... Lo que Dios disponga será. No sabemos nada.

-Yo sí sé una cosa... que Espartero pasará por encima de Villarreal, como yo paso por encima de esa estera; y que el Marqués de Casa-Eguía entrará en Bilbao dentro de dos meses, el día de Reyes... Vendrá de Rey Mago, montado en el burro de Churi, luciendo su sombrerito de copa forrado de hule.

-Hijo, no bromees con las cosas santas ni con los sucesos de la guerra, que están sujetos al azar y a mil eventualidades. Yo, qué quieres, siempre deseo la paz. A todas horas le pido a Dios...

-¿La paz?... Pues yo la guerra... yo le pido la guerra... y ya ven cómo me hace más caso que a usted.

-Hijo, no desvaríes. No intentemos penetrar los altos designios...

-Padre -añadió el miliciano ya vestido, ostentando su derrotado uniforme, gallardísimo siempre-, ¿a que no sabe usted lo que dijo Dios cuando hizo el mundo?

-Hombre, pues dijo... dijo... Aura, ¿qué fue lo que dijo?

-Pues, tío, me parece que dijo: «Hágase la luz».

-Y la luz fue hecha. Amén.

-No, no es eso -continuó Zoilo-. Después: más acá, cuando hizo a la humanidad.

-Dios no hizo a la humanidad toda entera de golpe y porrazo. No seas hereje... Dios hizo al primer hombre...

-Y a la primera mujer, y a poco ya estaba hecha la humanidad. Pues cuando Dios tuvo formada la humanidad, dijo: «¡Fuego!...» que quiere decir: «Hágase la guerra».

Cenaron sin Negretti, que, melancólico y enfermo, no salía de su cuarto; Martín y Valentín cenaban con sus amigos los de Vildósola; Churi se había largado a pescar su burro... que se le cayó al mar en aguas de Ontón, como burlescamente decía Zoilo; José María estaba en la tienda con los dos dependientes preparando un pedido de grilletes y jarcia que habían hecho aquella tarde los barcos de la Marina inglesa, Ringdorve y Sarracen. Al concluir de cenar, Prudencia fue llamada por Ildefonso, y Sabino se quedó dormidito, apoyando la frente en el piadoso libro de oraciones. Solos Aura y Zoilo, preguntole ella: «¿Por qué eres tan belicoso? ¿Por qué te ha dado por querer la guerra?».

-A quien quiero es a ti, que eres mi guerra, y mi Bilbao, y mi angélica Isabel... O te conquisto, o muero... ¡Conquistar, morir! Decir esto, ¿no es lo mismo que decir guerra?...

Sintió Aura, como en noche anterior, el frío intensísimo que le corría por el espinazo.

-¿Ya estás tiritando? Las mujeres quieren la paz: son medrosas... Yo te quiero a ti; me gusta la guerra, porque ella nos enseña a ganar lo imposible. Un querer fuerte, con mucho fuego dentro, y la voluntad como hierro bien batido, todo lo vence... ¿No crees tú lo mismo?

-Sííí...

-Pues prepárate. ¿Harás lo que yo te mande?

-Sííí...

-Pues nada... Yo me voy -dijo el galán mirando al pasillo, en cuyo término se oía la voz de Prudencia hablando con la criada.

-Hasta que Dios quiera.

Despidiose de la tía; esperó a que esta volviese a entrar en el cuarto de Ildefonso. Solos otra vez junto a la escalera, Zoilo repitió, no ya interrogando, sino con acento afirmativo: «Harás lo que te mande».

Asintió la joven con movimientos de cabeza. En esta llevaba un pañuelo de seda, cuyas puntas anudó sobre la boca, mordiendo el nudo. Sentía mucho frío y desmayo completo de la voluntad, correspondiente a un súbito agotamiento de su fuerza nerviosa. Se agarró al barandal de la escalera para no caer.

«Harás lo que te mande -repitió Zoilo, que habiendo bajado ya tres escalones, tenía su cabeza al nivel de la cintura de ella-. Pues lo primero... acércate más para decírtelo bajito... desconfía de Churi, que es muy malo... Desconfía también de la tía Prudencia...».

-¡Oh!, eso no... Prudencia me quiere.

-A ti, sí; pero a mí, no. Quiere más a otro... Paréceme que la siento... Adiós.