XXV

Consternada oyó Prudencia estas apreciaciones, que no hacían más que confirmarla en su pesimismo, y comunicando este a su sobrina, departieron ambas acerca del mejor modo de distraer al enfermo y apartar su espíritu así de la tenebrosa cavilación del sitio como de los malditos cálculos de mecánica, capaces de secar el cerebro más jugoso y firme. Aura entraba en el cuarto algunos ratitos, y procuraba, con grata conversación risueña, llevar su pensamiento a regiones apacibles. Desgraciadamente, la situación de la plaza sitiada, que en aquellos días de Noviembre se agravó con nuevos desastres y quebrantos, no favorecían los deseos de la joven. El tiroteo era continuo; a cada instante llegaba noticia de hundimientos de techos o de estropicios semejantes en diferentes puntos, y no había medio de ocultar a Negretti la verdad de tantas desdichas. Entró José María cuando menos se pensaba, con la triste certidumbre de que los facciosos habían tomado el fuerte de Banderas, y que también Capuchinos estaba al caer. Faltó poco para que Aura se echase a llorar de pena y rabia.

«No atribuyamos esto a negros ni a blancos -dijo Sabino con unción, que en aquel caso no era muy pertinente-: Dios es el que todo lo dispone. Ni ellos deben envanecerse, ni nosotros afligirnos demasiado. Los designios del Señor sobre todo... Si dispone que muramos, será porque nos conviene».

No pararon en esto las desdichas, pues al día siguiente se rindió San Mamés, tras una defensa briosa, y la misma suerte cupo a los fuertes de Luchana y Burceña.

«Ni nosotros ni ellos hemos de decidirlo -decía Sabino a su hijo Martín, que entró abatidísimo por la pérdida de casi toda la línea exterior, con lo que se debilitaba sensiblemente la defensa-. Con la conciencia tranquila acataremos lo que resulte».

«Pues yo no acato -gritó Valentín furioso, dando puñetazos-. Con fuertes o sin fuertes, Bilbao no se rinde; Bilbao perecerá, y que vengan por los escombros de las casas y por los huesos de los vecinos».

La opinión de Zoilo no se sabía, porque no aportaba por allí; continuaba peleando como un león en la batería nueva de la Cendeja. Martín, engranado espiritual y físicamente en la máquina de la opinión general, aseguraba, como su tío que Bilbao se mantendría firme, siempre batallador, siempre glorioso y grande. El comedido Arratia no se tenía por héroe; pero sabría ocupar el puesto que se le designara, fuese o no de peligro, y obedecería ciegamente las órdenes de sus jefes. Nadie le superaba en el cumplimiento estricto del deber.

En una nueva entrevista que tuvieron Negretti y Valentín, aquel le dijo: «Llevo cuenta aproximada de lo que va consumiendo el enemigo. Balas rasas de las que yo hice, han tirado como unas trescientas de a 24 y ochenta de a 36. Mis bombas de 14 pulgadas se van agotando... Usarán pronto otras, que ojalá estén peor fabricadas que las mías. De las de 7 mías han hecho gran consumo... Los botes de metralla de 36 y de 24 no me pertenecen: lo declaro en descargo de mi conciencia...». Más desesperanzado y pesimista salía cada vez Valentín de aquellas pláticas con su hermano, y al punto comunicaba sus impresiones a Prudencia para ver si entre los dos discurrían algún remedio. «Figúrate tú -le decía- si estará trastornado el hombre, que hoy, después de darme cuenta de las balas que arrojan los serviles, me ha largado más explicaciones de sus proyectos, sosteniendo que los barcos no se harán ya de madera, sino de hierro... todos de hierro... tú figúrate. Cierto que un casco metálico flota mientras esté vacío; pero échale a una embarcación de hierro de cuatrocientos pies máquina en proporción, y luego ese molinillo que él dice, de ciento ochenta pies... ¡Qué cosas discurre un cerebro desquiciado! Yo no he querido contrariarle, porque D. José Caño recomienda que se le deje en el pleno goce de su chocolatera, pues si le escondiéramos los papeles o se los quemáramos, tendría quizás accesos de furor... No, eso no: el tratamiento, ya sabes, es darle de comer todo lo que se pueda; estibarle bien, aunque sea de borona, y evitar que se le remonte el genio... Y cuando se acabe el sitio, si vivimos, te le llevas a Francia, que allí bien puede ser que el hombre despliegue con más tino sus invenciones. España no es país para eso: aquí inventamos guerras y trapisondas. Cosas de maquinaria, siempre vi que venían del extranjero... de donde deduzco que lo que aquí es locura, en otra parte no lo será».

Ni dentro ni fuera de España veía la buena mujer enmienda para el trastorno cerebral de su pobre marido, víctima, según ella, de su puntillosa rectitud y delicadeza... No, no debían ser los hombres tan rematados en la honradez. Prueba de las desventajas del excesivo puritanismo era Negretti, que se había pasado su vida trabajando, explotado por este y por el otro, con escasísimo provecho suyo y desgaste de sus notorias energías. Pensando en esto, Prudencia se aprestó a recabar dentro del matrimonio la autoridad que hasta entonces había ejercido su esposo, el cual, consultando a veces a su costilla, determinaba por sí y ante sí, conforme a su rígida conciencia. Ya esto no podía ser: hallábase Ildefonso incapacitado para el gobierno; ella, pues, asumía todos los poderes, disponiéndose a resolver cualquier asunto pendiente, aunque fuese de los más graves. Ciertamente, sus resoluciones serían menos rigoristas que las de Negretti, pero más prácticas, inspiradas siempre en el bien de todos, y en las eternas leyes del sentido común. Pensaba esto Prudencia, por encontrarse frente a un problema doméstico muy delicado; y después de mucho vacilar entre someterlo al dictamen y sentencia de Ildefonso o resolverlo por sí, se decidió por este último temperamento, como más cómodo y expedito. Sobre sí tomaba la responsabilidad y la gloria del caso.

Y que el problema era delicadísimo se mostrará con sólo enunciarlo. El 2 de Noviembre, uno de los días que mediaron entre el segundo y el tercer sitio de la valiente Bilbao, llegaron a esta tres correos de Castilla, escoltados por el batallón de Toro y otros refuerzos que fueron de Portugalete, al mando del brigadier D. Miguel Araoz. Recibiose en casa de Arratia, con varias cartas comerciales, una para Ildefonso Negretti. Cogiola Prudencia, y conociendo la letra del sobrescrito, la guardó, con ánimo de no entregarla a su marido mientras se hallase tan lastimosamente afectado del ánimo. Convenía evitarle quebraderos de cabeza, y alguno se traía la tal carta, de puño y letra del señor de Mendizábal. No era su ánimo abrirla, que esto habría sido contravenir la subordinación a su dueño y señor; pero pasó tiempo; Ildefonso no mejoraba; según las impresiones de Valentín y el dictamen de D. José Caño, su trastorno era indudable. No se hallaba, pues, en disposición de ocuparse de nada. Sentíase Prudencia abrasada en curiosidad por ver el contenido de la carta. ¿Qué inconveniente había ya en abrirla? La enfermedad de Ildefonso era la abdicación de la soberanía matrimonial, que de hecho a la mujer correspondía. Fortalecida su conciencia con estos razonamientos, hizo lo que no había hecho nunca: abrir una carta dirigida a su esposo.

Grande fue su asombro y disgusto al enterarse de lo que D. Juan Álvarez a Ildefonso escribiera. ¡Vaya por dónde salía el buen señor! Que si se presentaba D. Fernando Calpena a pedir a la niña en matrimonio, no se le pusiera ningún obstáculo, y se dispusiese el inmediato casamiento de Aura con el tal D. Fernando... Que este era un sujeto de elevadas prendas, nacido de padres de la más alta alcurnia... Que poseía regular fortuna, y la poseería aún más cuantiosa dentro de algún tiempo... y que patatín y que patatán... «¡Persona elevada! -decía para sí Prudencia, guardando la carta en los profundos abismos de un cofre donde permanecería sin ver la luz por los siglos de los siglos-. ¡Tan elevada que desaparece en los aires! Si este señor quiere tanto a la niña, ¿por qué no ha venido antes?... ¿Por qué la tiene en este abandono?... ¿Qué amor es ese que no se digna presentarse, ni siquiera escribir? Bajo mi responsabilidad, como mujer honrada y que mira por los suyos, me permito mandar a paseo al Sr. D. Juan de las Campanas, y disponer lo necesario para la felicidad de mi sobrina. ¡Sabe Dios en qué malos pasos andará el tal D. Fernando, y cuáles serán los motivos de su ausencia!... No, no: aquí no creemos en brujas, ni en elevados personajes que no se sabe de quién han nacido... ¡Pues si con tanta facha resulta que el Calpena es un perdido, uno de esos que escriben en los papeles, un gorrón, un cata-salsas...! No, no: bajo mi responsabilidad, la orden se acata, pero no se cumple. Si Ildefonso lo decidiera, seguramente añadiría una simpleza más a las muchas que ha hecho en su vida. Por ser tan rigorista está como está: pobre y arrumbado...».

Dicho esto, se afirmó en su resolución, y de tal modo expresaba su rostro la dureza de su carácter y el propósito de ir a su objeto sin vacilaciones ni melindres, que el entrecejo parecía más nebuloso, la mandíbula inferior más larga, las arrugas de su frente más hondas, y hasta podría creerse que le crecía el bigote. Sin consultar con Ildefonso ni darle cuenta de nada, pues el hombre no estaba para calentarse la cabeza, determinó encaminar pronta y hábilmente los acontecimientos hasta ver realizado su sueño de oro. ¡Oh, qué ideal! Casar a Aurorita con Martín. Si esto conseguía, más había hecho ella por el bien de la familia que todos los Arratias desde la quinta generación.

Comprendiendo la necesidad de colaboradores, pensó que debía comunicar sus planes a Sabino. Con Martín había que contar, sin duda, aleccionándole previamente, pues era también de la cepa de los delicados, de los rígidos, de conciencia irreductible... Se procuraría llevar las cosas por lo derecho, fomentando la afición y simpatía entre los dos seres que habían de casarse. Lo más difícil era convencer a la chiquilla y curarla de aquella ridícula deformación de su voluntad: el amor a un galán fantástico, volátil y perdidizo, que no parecía por ninguna parte. Pero si Aurora pecaba en ocasiones de independiente y arisca, sabiendo manejarla y aprovechar los giros de su imaginación y los desmayos de sus nervios, fácil era hacer de ella todo lo que se quería. Adelante, pues, y a trabajar con fe. En aquella familia de trabajadores, no había de quedarse atrás la valiente obrera de las artes pertenecientes al alma.

Así, mientras los carlistas, tomadas las posiciones principales de la línea exterior de defensa, armaban de noche, a la calladita, nuevas barricadas y parapetos para emplazar su artillería contra la pobre Bilbao, Prudencia y Sabino, paralelamente a la labor facciosa, dieron comienzo a sus trabajos de asedio para expugnar el corazón de Aura y establecer en él su dominio. «Es indispensable obrar con prontitud -decía la señora a su hermano-, y llegar al fin antes que se acabe el sitio». Y como manifestara Sabino que en tal negocio no convenían prisas que pudieran transcender a secuestro, se le hincharon las narices a Prudencia y contestó airada: «Tú siempre con tus calmas, con tu veremos y tu mañana será... Ya ves el pelo que has echado con tal sistema. Déjame a mí, que con los calzones de Ildefonso, llevándolos mejor que él y que todos vosotros, sabré realizar esta gran idea». Habíase guardado muy bien de comunicar a su hermano lo de la carta, temerosa de que saliese Sabino con la gaita del rigorismo y del caso de conciencia. ¡Otro que tal! ¡Así estaban todos tan perdidos! También ella tenía conciencia; pero una conciencia práctica, y con su conciencia práctica arreglaría las cosas de modo que cuando viniese el madrileñito con sus manos lavadas a pedir a la niña, pudiera ella (Prudencia) salir y decirle con mucha finura, haciéndose de nuevas: «¿Qué niña, señor? Usted se ha equivocado. Aurora Negretti es la señora de D. Martín de Arratia».