VI.—LA ORGÍA DE LA TRIPULACIÓN

ERA inútil pensar en seguir pescando mientras no volvieran a su poder las pailas para la preparación del trépang. Cierto es que hubieran podido secar al sol los moluscos; pero esta operación requería mucho tiempo, y no podían disponer de él a causa de la hostilidad constante de los salvajes.

Como había observado el piloto, no era probable que los australianos hubieran transportado muy lejos las pailas, tanto por su peso, relativamente grande, como por su ninguna utilidad para ellos. No podían, con todo, los pescadores perder el tiempo; porque si los fugitivos llegaban a los bosques de eucaliptos sin abandonar su presa, no les quedaba otro recurso al Capitán y los suyos que levar anclas y desplegar las velas, abandonando aquella bahía tan rica en olutarias.

Van-Stael se lanzó a todo correr por una de las gargantas de las rocas, seguido del piloto, de Cornelio y de Hans. Aunque aquel paso era áspero y difícil, lo atravesaron en pocos minutos y bajaron a la llanura.

La obscuridad era tan completa, que no podían distinguir los grupos de caníbales, aunque oían muy bien su salvaje clamoreo, alejándose hacia el Este, en dirección de la colina y el bosque.

—No están a más de una milla de aquí—dijo el Capitán, después de escuchar con atención un rato.

—Tratan de llegar al bosque—dijo Cornelio.

—¿Está lejos?—preguntó Van-Horn.

—Seis o siete millas.

—Hay que darse prisa, Capitán. Ya sabéis que los australianos son buenos andarines.

—También nosotros tenemos buenas piernas. Si logramos ponernos a tiro, les haremos fuego. ¡Adelante, y con cuidado para no caer en emboscadas!

—Y para ver si han abandonado las calderas—añadió Van-Horn.

Siguieron a buen paso, inclinándose hacia el Este; pero los australianos no se dormían tampoco en su marcha, pues la delantera que les llevaban no menguaba un ápice, a juzgar por el rumor de sus voces.

El Capitán, que no estaba tan ágil como los dos jóvenes, maldecía de la ligereza de los salvajes, y Van-Horn seguía a duras penas la marcha, resoplando como una foca.

De pronto, cuando llevaban andadas cerca de dos millas, el viejo piloto tropezó en un cuerpo duro, que despidió un sonido metálico.

El encontrón había sido tan brusco, que estuvo a punto de caerse; pero se repuso al momento, y exclamó: —¡No me había equivocado!

—¿Qué has encontrado, viejo?—le preguntó el Capitán.

—Ya os decía yo que no tardarían estos caníbales en desembarazarse de un peso inútil. Me ha faltado poco para romperme la cabeza contra una de nuestras calderas.

—¡Qué suerte! ¿Estará la otra por estos alrededores?

—Nada extraño sería. Los mismos motivos que han tenido para abandonar ésta tienen que inducirlos a soltar la otra.

—¡Silencio!—dijo Cornelio.

—¿Qué hay?

—No oigo más los gritos de los salvajes, tío.

—¿Habrán ya llegado al bosque?

—¿Habrán advertido que los seguimos?

—Preferiría que volviéramos a la playa, ahora que tenemos una caldera.

Podríamos muy bien pasarnos sin la otra.

—¡Oh, oh!—exclamó Van-Horn—. ¡A tierra todo el mundo!

Oíase en el aire un extraño ruido que se acercaba rápidamente. Los cuatro holandeses se dejaron caer al suelo, aunque Hans y Cornelio ignoraban el peligro que les amenazaba.

Poco después, a pocos pasos de ellos, oyeron un ligero golpe, como si un cuerpo duro hubiera tocado contra el suelo. Después volvieron a oír un ruido semejante; pero esta vez alejándose.

—Es un bomerang—dijo Van-Stael—. Esos tunos se han dado cuenta de que los seguimos.

—¿Es uno de esos palos ligeramente curvados, de que me hablaste?—preguntó Cornelio.

—Sí, y hubiera podido rompernos la cabeza a cualquiera de nosotros.

—Me parece que ha vuelto atrás después de tocar al suelo.

—Ha vuelto a la mano del hombre que lo lanzó.

—¿El bomerang?

—Sí, Cornelio. El bomerang, que es sencillamente un palo de unos tres pies de largo, algo redondo en uno de sus extremos, es un arma sorprendente; pero que sólo los australianos saben manejar. Lo lanzan hacia adelante, y después de dar en el punto a que lo dirigen, vuelve a sus manos, describiendo en el aire una curva parecida a una parábola. Si tiene ese hecho su razón en la forma especial del bomerang, o en la manera de arrojarlo, o en ambas cosas a la vez, no se sabe a ciencia cierta.

—¿Estará muy lejos el salvaje que lo ha lanzado?

—A cincuenta o sesenta pasos. ¿Distingues algo?

—Está tan obscuro, que no se ve a un hombre a quince pasos de distancia.

—Batámonos en retirada, Capitán—aconsejó Van-Horn—. Si se enteran de que no somos más que cuatro, se nos echarán encima. No hay tiempo que perder, porque dentro de media hora empezará a clarear.

—Y ¿qué hacemos con la paila?

—La llevaremos entre nosotros dos. Vuestros sobrinos, que son muy buenos tiradores, se encargarán de tener a raya a los salvajes.

—Tienes razón, viejo mío. Si el alba nos sorprende lejos del campamento, estos tunos se nos echarán encima y tendremos que abandonar la caldera. ¡Hans, Cornelio!: os confiamos nuestra defensa.

—El primero que se acerque demasiado es hombre muerto—dijo Cornelio—.

Mis balas van adonde yo las mando.

—Apresuraos, tío—dijo Hans—. Creo percibir sombras negras moviéndose a lo lejos.

—Partamos, Van-Horn.

Cargaron entre los dos con la caldera, que pesaba cerca de un quintal, y se pusieron en marcha, aligerando lo posible el paso, mientras los dos jóvenes, con los fusiles dispuestos, no perdían de vista a los salvajes, los cuales avanzaban en dispersión para presentar menos blanco a los tiros enemigos.

Ya no podía caber duda alguna. Advertidos de que los seguían, se detuvieron, preparándose a un nuevo asalto, pero con gran prudencia, pues ignoraban la fuerza de sus enemigos. De cuando en cuando, algún bomerang sonaba en el aire y volvía a las manos del que lo había arrojado; pero la obscuridad protegía a los cuatro holandeses, los cuales apresuraban su retirada para no ser descubiertos.

No podía tardar en ser de día, y si los australianos llegaban a verlos era segura su acometida, que sólo cuatro hombres, aun armados de fusiles y resueltos a defenderse, no eran bastantes para resistir.

—¡Adelante!—repetía Van-Stael, que trataba de adelantar camino—.

Pronto llegaremos al campamento, y, una vez allí, podremos refugiarnos en el junco.

El peso de la caldera les impedía caminar con rapidez; por otra parte, el terreno, pedregoso y cubierto de malezas, les obligaba a dar rodeos, haciéndoles perder un tiempo precioso.

Estaban ya a mil quinientos pasos de la cadena de peñas que limitaban la bahía, cuando los australianos, que hasta entonces los habían seguido andando a gatas, se pusieron en pie. ¿Se habían ya dado cuenta del exiguo número de sus enemigos y se decidían a asaltarlos?

—¡Hans! ¡Cornelio!—exclamó Van-Stael—. ¡Estad muy prevenidos!

Dos tiros de fusil le respondieron. Los dos valientes jóvenes habían comenzado el fuego, y sus balas debieron de hacer blanco, porque a los disparos siguieron rabiosos alaridos y gritos de dolor.

—¡Huíd!—gritó Van-Stael.

—Aún no, tío—dijo Cornelio—. Tira al centro de las filas, Hans, y no desperdicies las balas.

—Están sólo a cien pasos, y los veo muy bien, Cornelio.

—¡Fuego, pues!

Un momento después resonaron otros dos disparos. Los alaridos de los australianos les hicieron ver que también habían acertado en su puntería, poniendo a dos enemigos más fuera de combate.

Los dos jóvenes retrocedieron precipitadamente, cargando los fusiles, y llegaron adonde estaban el Capitán y el piloto, los cuales no habían abandonado la caldera.

—¿Estáis heridos?—les preguntó Van-Stael.

—No, a Dios gracias—respondieron.

—Poneos fuera del alcance de los bomerang. ¿Está lejos la bahía?

—Estamos ya muy cerca; pero empieza a clarear. Las estrellas brillan ya muy poco—dijo Hans.

—¡Un último esfuerzo, Van-Horn!

—Soy de hierro, Capitán.

—¡Helos ahí!—exclamó Cornelio—. ¡A mí, Hans!

Los australianos se acercaban a la carrera, dando gritos y blandiendo sus azagayas de puntas de hueso y sus hachas de piedra verde, sujetas a los mangos con goma xantorrea, que es solidísima.

A los primeros albores pudo distinguírseles fácilmente. Eran como trescientos o cuatrocientos; todos de mediana estatura y miembros débiles, cabezas lanudas y pechos cubiertos de tatuajes. Adornábanse con collares de dientes de animales y llevaban por toda vestimenta pieles de kanguro sobre los hombros. Iban pintados imitando esqueletos, como el jefe de la tribu que estaba preso a bordo del junco.

Guiábanlos tres jefes, fáciles de reconocer por las plumas de cacatúa con que se adornaban la cabeza y por las colas de perro salvaje que llevaban a la cintura.

Tampoco faltaban entre ellos algunos malgara docks, sacerdotes y médicos a un tiempo, que tanto curan heridas o enfermedades como celebran matrimonios.

Aquella turba feroz y hambrienta se disponía a arrojarse sobre los cuatro blancos, con cuyos cuerpos contaba para darse un banquete; pero el temor los tenía vacilantes.

Cornelio y Hans, parapetados tras de unos pedruscos, hacían fuego sin cesar, procurando herir a los jefes y a los sacerdotes, mientras su tío y el piloto se alejaban corriendo para llegar pronto a las peñas, de las cuales distaban ya muy poco. Tenían esperanza de llegar pronto a la orilla del mar si los dos valientes jóvenes conseguían retardar el asalto algunos minutos.

Los australianos, que temían que se les escapara su presa, no cejaban, a pesar de los incesantes disparos de Hans y de Cornelio.

Adelantábanse, aunque lentamente, blandiendo las azagayas, las hachas y los bomerang, vociferando como locos y prorrumpiendo en aullidos feroces cada vez que uno de ellos caía a tierra, muerto o herido por un disparo.

Los dos heroicos jóvenes seguían resistiendo, para dar tiempo a su tío y al piloto de llegar a la costa. Peleaban como soldados veteranos, cargando y descargando sus fusiles sin cesar un punto.

Cuando se vieron dentro del alcance del bomerang fueron retrocediendo paso a paso hasta ponerse a unos seiscientos de la costa, donde se apostaron tras de unas peñas.

—Que apuntes bien, Hans—dijo Cornelio—. El tío y Horn están ya cerca de las rocas, y si podemos retardar el avance de los salvajes unos cuantos minutos, la caldera estará a salvo. ¡Guárdate de los palos volantes y de las hachas!

—No temas, Cornelio; mis balas no se pierden.

—¡Fuego!

Otros dos salvajes, que se distinguían por sus desaforados gritos y que iban delante de los demás, animándolos, cayeron a unos cuatrocientos pasos de nuestros jóvenes. La muerte de aquellos dos hombres, uno de los cuales era brujo o sacerdote, pareció excitar la furia de los salvajes.

Abandonando toda precaución, avanzaron como un torrente impetuoso, dando gritos horribles y arrojando sus azagayas, sus hachas y sus bomerang.

No era ya posible detenerlos: para ello hubiera sido preciso un cañón cargado de metralla. Cornelio y Hans descargaron una vez más sus fusiles, y después huyeron, confiando su salvación a sus piernas.

El Capitán y Van-Horn habían ya llegado a las primeras rocas y las escalaban, empujando la caldera delante de ellos.

—¡Pronto, muchachos!—gritó Van-Stael, al ver a sus sobrinos seguidos por los caníbales.

—No temáis, tío—le contestó Cornelio—; tenemos buenas piernas.

Entre tanto los salvajes, aunque corrían a la desesperada, sin dejar de lanzar sus armas, no lograban alcanzar a los dos jóvenes, que corrían como ciervos.

En pocos momentos llegaron a las rocas y las escalaron sin detenerse.

Iban a volverse para disparar otra vez, cuando vieron al Capitán abandonar la caldera.

—¿Estás herido, tío?—le preguntó Cornelio, corriendo hacia él.

—¡No! ¿Oyes?... ¡Escucha tú también, Van-Horn!

Todos aguzaron los oídos. Mientras por el lado de tierra seguían oyéndose los gritos salvajes de los australianos, hacia la bahía percibíanse risotadas, cantos y gritos proferidos por voces roncas, como de borrachos.

—¡Gran Dios!—exclamó Van-Horn—. ¿Qué han hecho nuestros chinos?

—¿Se habrán vuelto locos de miedo?—dijo Cornelio.

—¡No! ¡Me temo que todos estén borrachos!—murmuró el Capitán, poniéndose pálido—. En mi camarote había cinco barriles de sciam-sciú. ¡Corramos pronto, amigos, o habrá una horrible matanza!

Abandonaron la caldera, que rodó hasta la llanura chocando de roca en roca, y con el corazón oprimido por la angustia y la frente bañada en frío sudor, atravesaron la última línea de rocas y bajaron hacia la playa.