VII.—LOS DEVORADORES
DE CARNE HUMANA

E

l Capitán no se había equivocado: en el campamento reinaba el desorden más espantoso.

La tripulación china, que los había abandonado vilmente en el momento en que iban a emprender la persecución de los salvajes para recobrar las calderas, no estaba a bordo del junco. Todos habían desembarcado, y estaban dispersos entre las tiendas, los depósitos de trépang y las hornillas; ¡pero en qué estado!

Aquellos miserables, en vez de prepararse para hacer frente a los australianos en el caso probable de que volvieran a presentarse, se habían aprovechado de la ausencia de los blancos para saquear la despensa del buque y el camarote del comandante.

Olvidando la más elemental prudencia, todos habían desembarcado, abandonando el junco, con peligro de que el viento o las corrientes lo arrojaran contra la costa, y se entregaron a una desenfrenada orgía.

Después de romper los barriles de carne salada y de comerse las conservas, cuyas cajas se veían esparcidas por el suelo, embistieron con el sciam-sciú del Capitán y se emborracharon por completo.

Unos yacían amontonados; otros seguían bebiendo y cantando con voces roncas y destempladas; los había en estado de verdadero delirio, que se peleaban como fieras, dándose furiosos puñetazos en las peladas cabezas, mientras que otros, que no habían perdido del todo los sentidos, se entregaban al juego en medio de atronador vocerío. El jefe de los pescadores y el contramaestre, agarrados del brazo, bailaban en torno de los barriles, declamando versos chinos.

Ninguno de aquellos beodos se acordaba de los salvajes, ni mucho menos del Capitán y sus compañeros, a quienes daban ya por muertos y asados.

Van-Stael, arrebatado de furor, se lanzó en medio de aquella patulea de borrachos, gritando: —¡Miserables! ¿Qué habéis hecho?

El jefe de los pescadores se le puso delante, vacilando sobre sus altos zuecos de planta de fieltro, diciendo: —¡Hola! ¡Os creía muerto, Capitán!

—¡Os habéis emborrachado, canallas!—le dijo Van-Stael, amenazándole con el puño.

—¡Sí, sí!—añadió el chino, tartamudeando—. ¡Bebed... el sciam-sciú es... excelente!... Aún... queda... Lo juro...

—Pero, ¡desgraciado!; ¿no oyes los gritos de los salvajes?

—¡Los salvajes!... ¡Ah, sí!... Bebamos sciam-sciú. ¡Bebamos!

—Te van a comer, ¡estúpido!... ¡A bordo! ¡A bordo! ¡Miserables!

El chino balanceó estúpidamente la cabeza y comenzó otra vez su baile alrededor de los barriles, acompañándose con cánticos. Van-Horn lo echó a rodar de un tremendo puntapié.

Entre tanto, Hans y Cornelio se habían precipitado hacia los otros para obligarles a huir en las chalupas; pero aquellos desgraciados ni atendían a razones ni llegaban a comprender el tremendo peligro en que estaban. Uno solo, menos ebrio que los demás, se apresuró a ganar una de las chalupas; pero los demás siguieron jugando, bebiendo, cantando o durmiendo.

—Tío—dijo Cornelio—; están todos borrachos perdidos y no es posible hacerles entrar en razón.

—¡Oh, miserables—exclamó el Capitán, empujando con rabia al maestro y al cabo de pescadores hacia las barcas—. ¡Esto era cuanto me faltaba!

¡Pronto, Van-Horn, Hans, Cornelio: coged a estos bribones y echadlos en las chalupas!

—¿Tendremos tiempo para eso? Oigo ya muy cerca los gritos de los australianos—dijo el piloto.

—Tratemos de salvar a los más que podamos.

¡Pronto, amigos! No perdamos los minutos, que son preciosos.

Lanzáronse los cuatro en medio de aquella turba de borrachos, que no querían atender a razones, y a puñetazos y puntapiés condujeron a diez o doce a la playa, y fueron arrojándolos uno a uno en la chalupa más cercana. Varios de ellos, testarudos, como todos los borrachos, se resistían a embarcarse, tratando de acercarse a los barriles para beber un último sorbo.

Los cuatro holandeses iban ya a traer a las chalupas a los demás chinos, cuando los salvajes, que desembocaban ya por las dos gargantas, entraron en el campamento con ímpetu irresistible.

—¡Huíd!—gritaron Van-Stael, Van-Horn y los dos jóvenes, echando mano de las armas.

Los chinos, al oír el clamoreo de los caníbales y al ver caer sobre ellos una lluvia de azagayas y bomerangs, comprendieron, al fin, el peligro que les amenazaba, y al punto se les disiparon los vapores de la borrachera. Por desgracia, era ya demasiado tarde para que pudieran embarcarse en las chalupas.

Los salvajes los rodearon al momento. El Capitán y sus compañeros habían tenido tiempo de huir hacia la playa, desde donde rompieron el fuego contra los indígenas, apuntando especialmente a los jefes y a los brujos.

¡Vanos esfuerzos! Los salvajes, a pesar de los estragos que las balas hacían en ellos, no retrocedían. Los chinos no caían sin defenderse, luchando desesperadamente a puñetazos y puntapiés y golpeando a los caníbales con las espumaderas, los arpones, los cuchillos y hasta con troncos encendidos que sacaban de las fornallas. Trataban a toda costa de llegar a la playa y ganar las chalupas, donde les esperaban el Capitán y sus compañeros.

Muchos antropófagos yacían en tierra, muertos o gravemente heridos; pero los chinos tenían pocas esperanzas de escapar, y no pocos de ellos habían sido muertos.

Dos veces había disparado Van-Horn las lantacas, aun a riesgo de herir o matar a algunos chinos, y dos veces también intentó Van-Stael abrirse paso por entre los caníbales para socorrer a aquellos desgraciados; pero todo fué inútil.

Al contrario, un centenar de aquellos salvajes intentaron acabar con los blancos y los chinos que presenciaban aquel furioso combate, y se dirigieron tumultuosamente a la playa.

No había que perder un momento. Para los tripulantes que se habían quedado en tierra no había ya salvación posible y los más de ellos habían ya perecido. No era prudente exponer a igual suerte a los que se habían salvado.

—¡A mí, Horn!—gritó el Capitán—. ¡A mí, Cornelio, Hans! ¡Salvemos a los hombres que están en las chalupas!

Manejando los fusiles como mazas, se arrojaron sobre los salvajes, matando a unos cuantos de ellos y logrando contenerlos por algunos instantes; pero los salvajes volvían a arremeter, animándose con gritos feroces.

—¡Huíd!—gritó el Capitán a los chinos de una de las chalupas, que parecían estar medio aturdidos.

En seguida se embarcó en la otra, seguido de Horn, Hans, Cornelio y un joven pescador, que había logrado abrirse paso hasta ellos a arponazos.

Empuñaron los remos y se alejaron a toda prisa, protegidos por los disparos de los dos jóvenes. Los chinos de la otra chalupa trataron de seguirlos; pero los salvajes lograron agarrarla por una de las bandas antes de que se alejara de la orilla y la volcaron con todos los desgraciados que conducía.

—¡A la lantaca, Horn!—dijo el Capitán con acento desesperado—.

¡Apunta bien!

Soltó Horn el remo; cargó rápidamente el cañoncito y regó la playa con una rociada de balines. Siete u ocho antropófagos cayeron; pero los otros se arrojaron al agua, y agarrando a los chinos por las trenzas y por los pies, los sacaron a tierra.

Por algunos instantes se oyeron los desesperados gritos de los amarillos, que a poco fueron sofocados por el espantoso vocerío de los salvajes.

Van-Stael, loco de dolor y de ira, quería volver a tierra para entablar una lucha suprema y morir o vencer; pero Van-Horn, Hans y Cornelio impelieron vigorosamente la chalupa hacia el junco.

Todo se había ya perdido, pues la tripulación había sido aniquilada.

Habría sido, pues, una verdadera locura y un sacrificio inútil entablar combate con enemigo tan numeroso.

—¡Dejadme ir a tierra!—exclamaba el pobre Capitán, mesándose el cabello—. ¡Dejad que vaya a vengar a mi tripulación!

—¿Para haceros matar, señor?—respondía el viejo piloto—. No; hemos hecho todo lo posible por salvarlos, y no debéis seguir exponiendo vuestra vida ni la de vuestros sobrinos.

La chalupa, después de atravesar la bahía, llegó hasta el junco, que había sido abandonado por la tripulación en masa. Subieron al puente, izaron la chalupa para impedir que los salvajes se apoderasen de ella y colocaron la lantaca en el castillo, cargándola de metralla.

—Señor—dijo Van-Horn, acercándose al Capitán, que dirigía miradas feroces sobre los salvajes, esparcidos por la playa—. Creo que nada tenemos ya que hacer en esta bahía.

—¿Qué quieres decir, Horn?

—Que lo mejor sería desplegar velas y hacernos a la mar, antes de que los salvajes encuentren el medio de intentar el abordaje del junco.

—¿Y pretendes que abandone a los chinos?

—No habrán dejado uno vivo, señor. Mirad: encienden grandes hogueras en la playa.

—Es que no debemos dejarles que se los coman tranquilamente, Horn.

Tenemos aún una lantaca y nuestros fusiles.

—Y los salvajes se parapetarán detrás de las rocas, poniéndose así a cubierto de nuestras balas.

—¿Y crees tú que los chinos hayan muerto todos? ¿Habrá alguno vivo?

—Se le oiría gritar o lo veríamos. Los caníbales están todos en la playa y en medio de ellos no veo más que muertos.

—Es verdad—murmuró Van-Stael con amargura—. Los han matado a todos y me han inutilizado todo el trépang. ¡Qué pérdida, Van-Horn!

—Nosotros no tenemos la culpa de que se hayan emborrachado nuestros marineros, señor. Si no se hubieran aprovechado de nuestra ausencia para abandonarse a sus instintos rapaces, todos estarían vivos y a bordo de este buque.

—Es verdad. Nosotros lo hubiéramos intentado todo por salvarles. Pero ¿qué dirá nuestro armador al vernos regresar sin olutarias y sin tripulación?

—Peor caso es el de muchos otros pescadores, que perdieron los buques y la vida.

—Es cierto, Van-Horn.

—Partamos, señor. Sólo somos cinco y los antropófagos son, por lo menos, cuatrocientos. Si nos abordan estamos perdidos.

—Bueno, pues levemos anclas y a desplegar velas, Van-Horn. No quiero que mis sobrinos caigan en poder de esos salvajes.

—Señor Hans, señor Cornelio, y tú, Lu-Hang—dijo el piloto dirigiéndose a los jóvenes y al pescador—, ayudadme.

—Levemos el ancla de popa—dijo el Capitán—. El viento sopla del Este, y pondremos la proa hacia la salida de la bahía.

Van-Horn subió al castillo para examinar antes la posición del ancla; pero a poco se le vió palidecer y hacer un gesto de furor.

—¡Capitán!—exclamó con voz descompuesta.

—¿Qué ocurre?—preguntó Van-Stael.

—La cadena está cortada y el ancla perdida.

—¿Cortada? ¡Imposible! Era muy gruesa y además bastante sólida.

—¡También ha desaparecido la de proa!—gritó Cornelio, que había subido también al castillo.

Van-Stael se asomó a la proa y vió que, en efecto, estaba también rota la cadena de la segunda ancla.

Sólo había un pedazo de ella pendiente del escobén. El último anillo parecía haber sido roto a hachazos.

Van-Stael se acercó al joven pescador chino y sacudiéndole vigorosamente le dijo apretando los dientes: —¡Canalla! ¿Qué habéis hecho durante nuestra ausencia? ¿No os bastaba con saquear la despensa de los víveres y la de mi camarote, sino que aun queríais que naufragara el buque?

—No, señor—respondió el chino—. Ninguno de nosotros ha cortado la cadena. Lo juro por Buddha y Confucio.

—¿Estás seguro, Lu-Hang?

—Sí, Capitán. Yo estaba en el puente cuando mis compatriotas tuvieron la desdichada idea de embriagarse con vuestro sciam-sciú, y no vi a ninguno romper las cadenas.

—¿Y quién supones entonces que pueda haber sido?

—No lo sé, señor.

A poco el Capitán se dió un golpe en la frente y lanzó un grito.

—¡Van-Horn!—exclamó.

—¡Señor!

—¿Dónde está el salvaje que hicimos prisionero?

—Debe de estar aún en la cala.

—¡Vamos a ver!

Bajaron a la cámara de proa y pasaron después a la estiba; pero el salvaje no estaba ya allí. En el sitio que había ocupado se veían algunos trozos de cuerda deshilachados, como si hubieran sido roídos por unos dientes fuertes.

—¡Ahora lo comprendo!—exclamó Van-Stael—. El muy pillo, aprovechando la orgía de los chinos, cortó las cuerdas con los dientes y rompió las cadenas a hachazos para que el junco embarrancase en las escolleras de la bahía!

—¿Y por qué no se mueve el barco si no está anclado? El reflujo ha debido llevarle fuera de la bahía.

—Tengo miedo de comprender tus palabras, Van-Horn.

—¿Las comprendéis?

—Sí; estamos embarrancados.

—Tengo ese temor, Capitán.

—Subamos, Van-Horn.

Abandonaron la estiba y subieron a cubierta, asomándose por la amura de babor. Sólo entonces advirtieron que la nave estaba ligeramente inclinada y que su carena se apoyaba a estribor sobre un banco de arena cubierto por media braza de agua.

—Estamos embarrancados—dijo el Capitán, secándose el frío sudor que le bañaba la frente—. ¿Baja la marea?

—Sí, Capitán.

—¿Qué hora es?

—Las once.

—Dentro de cuatro horas será la pleamar. Esperemos con confianza que nos ponga a flote.

—¿Y si no llega la marea a desencallarnos?

—Tenemos la chalupa y nos encomendaremos a Dios y a las olas.