V.—EL ASALTO NOCTURNO

VAN-STAEL era un marino valiente y un hombre de gran energía, y la tripulación no lo ignoraba. Profundo conocedor de los hombres de raza amarilla, sabía que la más pequeña debilidad de su parte podría serle funesta, comprometiendo el éxito de la empresa que tan felizmente habían comenzado.

Su actitud resuelta produjo excelente efecto en la tripulación, turbulenta por naturaleza, pero también muy cobarde. Los pescadores fueron los primeros en ponerse al trabajo, imitándoles los preparadores, los cuales encendieron las fornallas; pero ni unos ni otros trabajaban con la diligencia de los días precedentes.

El miedo los tenía cohibidos, y a no ser por la persuasión en que estaban de no ser Van-Stael hombre que pasara por movimiento mal hecho, no habrían tardado en refugiarse en el junco, abandonando el trépang que se oreaba bajo los toldos.

A pesar de la activa vigilancia del Capitán, del Piloto y de los dos jóvenes, cambiaban entre ellos rápidas palabras, señalando la altura donde habían visto brillar el fuego misterioso, y echaban ojeadas temerosas a las peñas que rodeaban la bahía, como si temieran ver aparecer de improviso a los salvajes.

Tampoco estaban muy tranquilos el Capitán y sus compañeros. Presentían algo grave. Temían que los salvajes estuvieran preparando algún furioso asalto nocturno. Aunque nada sospechoso se viera ni se oyera en la llanura, había muchos indicios de que los salvajes tramaban algún plan.

Hacia el Mediodía habían visto muchas bandadas de aves salir volando de los bosques de eucaliptos y dirigirse hacia el Norte. Eran papagayos del tamaño de tórtolas, con las plumas amarillas, verdes y azules, pertenecientes a la especie de los trichoglosses; chiorias-alba, especie de palomas algo mayores que las nuestras y con el plumaje blanquecino; milvus, de plumas rizadas, blancas y negras; cacatúas y palomas magníficas, del tamaño de faisanes y con las plumas del pecho azules, con reflejos metálicos, y las del dorso verdes obscuras, con reflejos dorados.

Si estos pájaros abandonaban aquellos bosques en tan gran número debía de ser por algún grave motivo. La presencia de unos cuantos salvajes no habría bastado para espantarlos.

Más tarde, el Capitán y Cornelio, que se habían encaramado en lo alto de una roca para observar la llanura, vieron salir de aquellos bosques muchos warangales huyendo hacia el Sur.

Los perros salvajes, llamados dingos, se parecen más a las zorras que a los lobos. Son fuertes y fieros, y cuando están reunidos no le temen al hombre. Si huían era, sin duda, porque no se tenían allí por seguros.

A la caída de la tarde, algunos casoares, grandes aves que tienen, a veces, hasta cinco pies de alto y cuyas alas están reducidas a una especie de muñones, que no les permite volar, huyeron a todo correr por la llanura.

—Querido Cornelio—dijo el Capitán bastante inquieto—, creo que se nos prepara una mala noche.

—¿Temes un asalto?

—Sí, hijo mío.

—Somos cuarenta, tío querido.

—Por lo que se ve, sigues contando con los chinos. A los primeros disparos huirán a las chalupas, y nos dejarán solos.

—Es que tenemos dos lantacas a bordo, y podríamos desembarcarlas.

—Es verdad; pero no bastarán para rechazar a esa canalla.

—¿Temes que sean muchos?

—En las costas meridionales de Australia quedan pocos indígenas, porque los colonos ingleses han ido acabando poco a poco con todos ellos; pero aquí en las septentrionales los hay todavía en gran número, y podríamos tener que vérnoslas con cuatrocientos o quinientos hombres.

—Un verdadero ejército para nosotros, que ni siquiera podemos contar con los chinos. La cosa se pone seria, tío.

—Sí, Cornelio.

—Refugiémonos en el junco. Me han dicho que los salvajes australianos no tienen canoas.

—Es verdad; pero ¿y nuestro trépang? Si se dan cuenta de que hemos abandonado la playa, saquearán el campamento, y en pocas horas perderemos el trabajo de siete días, y con él muchos miles de pesos, pues ya tenemos recogida una verdadera fortuna en moluscos.

—Y ¿no podríamos embarcarlo?

—Es demasiado pronto, y se echaría a perder.

—Pues estamos en una cruel disyuntiva, tío. ¿Crees que los chinos dormirán en tierra? Yo tengo mis dudas.

—Les obligaré a ello, aunque tenga que emplear la fuerza. Si los salvajes nos ven en gran número, podrán detenerse; pero si sólo se encuentran con nosotros cuatro, no dudarán en asaltar el campamento.

Bajemos, Cornelio.

Había cerrado la noche, una noche obscura como boca de lobo, pues la luna se había ya puesto y el cielo estaba cubierto de grandes nubarrones, que un viento cálido empujaba hacia el golfo de Carpentaria.

Los chinos habían ya suspendido el trabajo, y después de cenar se habían agrupado en la playa, discutiendo animadamente con el Piloto y con Hans.

No querían pasar la noche en tierra, y todos estaban resueltos a retirarse a bordo del junco.

Cuando el Capitán y Cornelio llegaron al campamento habían ya botado al agua las chalupas y estaban embarcándose en ellas, a pesar de las amenazas de Van-Horn.

La llegada de Van-Stael los contuvo.

—¿Dónde vais?—les preguntó el Capitán amartillando resueltamente el fusil.

—A bordo—dijeron algunos.

—¡A bordo, hato de haraganes! ¿Vais a abandonar el trépang?

¡Desembarcad, o al primero que toque un remo lo mato como a un perro!

Aquí nos quedamos nosotros, y aquí os quedaréis vosotros también.

—Es que los salvajes nos amenazan, señor—dijo un cabo de pescadores.

—También amenazan a mi trépang, y no me da la gana de perderlo—respondió Van-Stael—. ¡A tierra, os repito!...

—Defended vos vuestro trépang—dijo una voz.

—¡Eh, tunante; ven aquí a repetir esas palabras, si te atreves, o deja al menos que yo te vea la cara!—dijo el Capitán, perdiendo la paciencia.

Ninguno respondió; pero tampoco ninguno hizo el menor ademán para saltar en tierra.

—¡Ah! ¿Os rebeláis?—exclamó el Capitán—. ¡Van-Horn, Cornelio, Hans, desembarcad las lantacas, y si estos hombres intentan alejarse, haced fuego contra las chalupas!

El Piloto y los dos hermanos no se hicieron repetir la orden. Se agarraron a los bordes de las chalupas y con dos vigorosos empujones las embarrancaron en la playa, sacando a tierra las dos lantacas.

Los chinos, que tenían más miedo al Capitán que a los salvajes, bajaron a tierra, aunque murmurando.

Van-Stael, para animarles un poco, hizo destapar un barrilito de sam-sciú, especie de aguardiente de arroz fermentado que se fabrica en China, y lo distribuyó abundantemente entre todos. Si sabía hacerse temer de aquella gente, sabía también hacerse querer.

—¡Animo!—les dijo—. No somos tan pocos que nos vayamos a dejar comer de un bocado por los australianos, y ni las armas, ni la pólvora, ni las balas nos faltan. Mostremos a estos brutos cómo se defienden los hombres de mar.

Estas animosas palabras produjeron poco efecto en la tripulación china, que, en vez de acampar junto a las fornallas y los toldos, se quedó en la playa, para poderse embarcar más fácilmente. Decididamente, los holandeses no debían contar para nada con aquellos hombres, más dispuestos a huir que a ayudarlos.

Van-Stael tenía que resignarse; pero no dejó de tomar sus medidas para defenderse de los antropófagos.

Hizo colocar las dos lantacas en la playa, de manera que batieran los dos pasos abiertos entre las rocas de la costa y por las cuales podían desembocar los indígenas. Después mandó traer a tierra un centenar de botellas vacías, que hizo reducir a cascos, los cuales esparció alrededor de los toldos de trépang. Aquellas puntas agudas y cortantes eran un serio obstáculo para los pies desnudos de los antropófagos.

Terminados aquellos preparativos, esperó tranquilamente la acometida del enemigo, haciendo él la primera guardia en compañía de Hans y de seis chinos, escogidos entre los mejores. Van-Horn y Cornelio debían relevarle a media noche.

Esta era obscura y muy a propósito para un asalto. Los silbidos del viento, al pasar por entre las peñas, y el ruido del oleaje al batir en las escolleras, bastaban para impedir que pudiera sentirse la aproximación de un ejército de salvajes.

Van-Stael y Hans estaban muy apercibidos y no apartaban la vista de las peñas. De vez en cuando, mientras los chinos, más espantados que nunca, permanecían amontonados junto a las tiendas, llegaban hasta los depósitos de trépang, temerosos de que los indígenas los estuvieran saqueando, o reconocían la playa para asegurarse de que las anclas del junco seguían sólidamente agarradas a los fondos.

Ningún indígena se veía por allí, ni la menor sombra humana se dejaba ver por las escolleras ni por las rocas que rodeaban la bahía. Sin duda los antropófagos no se atrevían aún a dar el asalto.

A media noche, Van-Horn y Cornelio, que sólo habían dormido con un ojo, como suele decirse, entraron a hacer la segunda guardia con diez chinos.

—¿Nada de nuevo, tío?—preguntó Cornelio al Capitán.

—Hasta ahora no; pero no os descuidéis, pues temo que la noche no pase sin alarmas.

Entró en la tienda con Hans, que se caía de sueño, y el piloto y Cornelio se sentaron junto al fuego con los fusiles entre las rodillas.

Media hora llevarían velando cuando oyeron a corta distancia lúgubres aullidos.

—Los warangales—dijo Van-Horn, levantándose—. ¿Cómo se atreven a llegar tanto aquí esos perros salvajes? ¿Qué os parece, señor Cornelio?

—Algún perro hambriento—respondió el joven.

—¡Hum! No me parece eso.

—Pues ¿qué creéis que sea?

—Tal vez una señal.

—Pues a mí me han parecido esos aullidos naturales.

—¿Veis algo?

—No.

En aquel instante se oyó de nuevo el aullido, pero más cercano.

—No es un warangal, señor Cornelio—dijo Van-Horn, palideciendo—.

Esto es una señal; no me equivoco.

—¿Se acercarán los salvajes?—preguntó el joven, levantándose con rapidez.

—¡Silencio!

—¿Habéis oído algo?

—Mirad allí, junto a las hornillas. ¿Veis algo?

—Sí, descubro una sombra negra. La noche está obscura; pero la veo moverse.

—Y yo veo otras sombras bajar por las rocas.

—Es verdad. Ahora veremos.

Cornelio salió del espacio iluminado por el fuego, se echó a tierra y apuntó. Iba ya a disparar, cuando entre los hornillos estallaron gritos agudos, a los que respondieron otros, cerca de los depósitos de trépang. No eran gritos de guerra o de triunfo, sino alaridos dolorosos.

—¡Ah!—exclamó Van-Horn—. Los vidrios de las botellas destrozan los pies de los caníbales. ¡Fuego contra ellos!

Se dirigió hacia la lantaca, que tenía cerca, y después de apuntarla hacia las sombras que se movían, la disparó, cubriéndolas de una lluvia de metralla. Al cañonazo siguieron otros siete u ocho disparos de los chinos de guardia.

Los gritos, de dolor se trocaron en tremendo vocerío. Una masa enorme de cuerpos humanos se precipitaba por las rocas con velocidad vertiginosa: eran ciento, doscientos, cuatrocientos; porque parecía que no acababan nunca.

Van-Stael, Hans y los chinos, despertados por el vocerío y los disparos, se pusieron en pie; pero mientras los dos primeros se dirigían hacia los depósitos de trépang, para evitar que fueran saqueados, los chinos huían en tropel hacia la playa para embarcarse en las chalupas.

—¡Adelante, muchachos!—había gritado el Capitán; pero sólo siete u ocho hombres le siguieron.

Eran un puñado de hombres contra un ejército; pero no cabían vacilaciones en aquellos momentos.

El Capitán y los suyos avanzaron descargando los fusiles contra las espesas filas de los asaltantes, mientras el piloto, que se había quedado solo, disparaba la lantaca, sembrando la muerte con una granizada de hierro y de plomo.

De pronto, los antropófagos se detuvieron en su formidable asalto. Los que llegaron primero a los depósitos de trépang, al pisar con los pies desnudos sobre los vidrios, se echaron atrás, dando alaridos. Algunos, que cayeron entre los pedazos de botellas, que les cortaban las carnes, se retorcían desesperadamente, regando el terreno de sangre. Los otros, espantados y no sabiendo de qué peligro se trataba, se detuvieron también vacilantes, hasta que, al fin, optaron por volver las espaldas y huir hacia las peñas.

Una doble descarga de las lantacas y los fusiles apresuró su retirada, y en breve desaparecieron todos por la vertiente opuesta.

—¡Bravo, valientes muchachos!—gritó Van-Stael—. Es una lección que no olvidarán en mucho tiempo. ¡A los depósitos de trépang, amigos míos!

Veo algunos indígenas moverse por allí.

Se lanzó hacia las tiendas, entre las cuales se revolcaban algunos australianos en las últimas convulsiones de la agonía; y cuando estuvo cerca dió un grito de furor.

—¡Oh!... ¡Miserables!

—¿Qué pasa, tío?—preguntaron Hans y Cornelio, que habían acudido a la exclamación de Van-Stael.

—¡Que estamos arruinados, hijos míos!

—¿Han saqueado los depósitos?

—Peor que eso. Nos han imposibilitado para pescar más, pues han robado las calderas, y no tenemos otras.

—¡Las calderas!—exclamó Cornelio.

—Sí, sobrino—dijo el Capitán con voz ronca—. ¿Cómo vamos a preparar en adelante el trépang? La estación de pesca apenas ha comenzado y no tenemos aún más que la décima parte de la carga.

—¡Sigámosles, tío!—exclamó Cornelio.

—¿A quiénes? ¿A los ladrones?

—Y ¿por qué no? ¿Vais a volver a Timor con esas pocas olutarias, mientras podemos pescar diez veces más?

—Yo opino lo mismo—dijo Hans—. Aprovechemos los momentos para seguirlos.

—Pero ¿querrán venir con nosotros los chinos?

—No, señor—dijo Van-Horn, acercándose—. Esos cobardes se han embarcado y se resistirán a volver a tierra.

—¡Canallas!—exclamó el Capitán con ira—. ¡Ahora todo se ha perdido!

—Y ¿qué pueden hacer los australianos con nuestras calderas? Estoy seguro, Capitán, de que las han abandonado en la llanura, para no cargar con un peso inútil, que les estorbaría en su fuga.

—Tal vez tengas razón, mi viejo Horn. Vaya, no perdamos tiempo; y si los salvajes están todavía a tiro de fusil, tratemos de aligerar su retirada. Al ser asaltados, quizá abandonen las calderas. ¡Andando; a escalar las rocas!