Los gusanos/Tercera parte
Tercera parte
Que nadie, si es cuerdo y sabio,
debe herir ni con el labio;
pues, aunque curarse pueda
siempre al ultraje le queda
la cicatriz del agravio.
Manolo fué medidor. Tuvo la media fanega y la romana, y el pueblo de Montivega depositó su confianza en Manolo. Este fué el definidor de la riqueza, porque empezó por determinar la cantidad de ella en capacidad ó en peso; y después, determinó el precio, porque él era quien conocía la importancia de la demanda y de la oferta.
Manolo supo aprovecharse de las lecciones que le dieron. Aquella media fanega limpia y de zunchos dorados, y aquella romana limpia y de hierro bruñido, parecían vírgenes vestales; pero también las vestales solían perder su virginidad.
Un vendedor de granos le enseñó á meter la media en el montón, con tal habilidad, que parecía llena, y no lo estaba, y le enseñó á enrasar, con tal arte, que, hacia en el centro, rebajaba en un centímetro la debida altura del grano. Un comprador le enseñó á dar disimuladamente unos golpecitos á la media para dejarla bien repleta, y á enrasar bombeando la superficie, para que la medida fuese excesiva. Compradores y vendedores le enseñaron á colocar mal, en la romana, el gancho de carga, para marcar un peso que no era el exacto.
Después, los vendedores le enseñaron á que las ofertas fuesen pequeñas, y defender así el precio; y le enseñaron los compradores á que acumulase las demandas para conseguir así una baja del artículo.
Aprendió también á comprar fiado, y pagar cuando bajaba el precio; y á vender fiado, y cobrar cuando el precio aumentaba.
Manolo se vió dueño de la sublime sabiduría que tiene culto en algunos bolsillos y templo en muchos corazones. A sus derechos de medidor agregó las gratificaciones que le producían el fraude y el corretaje de las ventas, y empezó, con paso tranquilo y seguro, á ser en el pueblo el depositario comercial. Vivía con Petra y con la familia de ésta en una casa de alquiler. La de Manolo quedó para guardar envases. Detrás de ésta, y con entrada por otra calle, había una casita cuyo infeliz dueño murió dejando viuda á una pobre anciana. Esta, para pagar el entierro de segunda, según orden del sacristán, por tratarse de un propietario, pidió á Manolo unas pesetas, entregándole la escritura de la casa. Pasó un mes, reclamó el medidor, la vieja propuso que le comprase la casa, hizo remilgos Manolo, aseguró que le costaría mucho el arreglo de los títulos y de la testamentaría, y por poco dinero se quedó con la casa de la viuda.
En seguida abrió una puerta de comunicación entre las dos viviendas, y empezó á restaurarlas para habitar allí.
Pero Manolo, muy experto ya en los malos tratos, leyó la escritura, Y vió con asombro, que le habían vendido más terreno que el comprado por la edificación. Lo mismo halló en la escritura de su casita, y dedujo que la faja de terreno adosada á ambas casas, que labraba el alguacil, unida al solar de las escuelas, y que pasaba por ser propiedad del señor Romualdo, había sido corral de las dos casas. Claro es que Pocapena, en cada labor anual, y por orden de Romualdo, le había añadido un pie de salida. Manolo mandó al albañil que cercase el solar con arreglo á la linde indicada por la labor.
Pocapena no protestó, porque le debía unas pesetas á Manolo, y éste le dijo en la taberna del Pellejero, y delante de los consumidores:
-Oye, alguacil; ¿hacemos un trato?
-Vamos allá.
-Hoy, día de la fecha, ni yo te debo ni tú me debes.
-Por mí, hecho.
-Pues pago un frasco de vino.
-Y muchas gracias por todo.
Romualdo tampoco protestó, y cuando Manolo le decía:
-Está usted más sano que un zorzal.
Contestaba el viejo:
-Que Dios te atienda lo mismo que á mí.
Algunos meses después, tenía Manolo una de las mejores casas del pueblo, pero debía á Deogracias más de cuatro mil pesetas, y como ambos tenían interés en que la cuenta se saldase, una mañana, en la secretaría del Ayuntamiento, tomando café con cargo á resultas del ejercicio anterior por limpieza y arbolado, decía Deogracias á sus amigos:
-Por el distrito del Prado presentaremos para concejales á los mismos que salen, y por el distrito del Monte, que no hay más que una vacante, presentaremos á Manolo, el medidor. Sí, hombre; en los Ayuntamientos hace falta gente así. Los señoritos no entienden de administrar ni lo suyo, están atontados, temen que les comprometan, y se enfadan si no les comprometen; los comerciantes no van más que á su negocio, y los labradores no debemos copar el cabildo. ¿Estamos?
-Lo que usted diga.
-Pero Romualdo se ha dejado decir que no quiere concejales sin elección en las urnas, y eso es una barbaridad, por que lo que hace falta es que el pueblo se acostumbre á no votar, y eso es ahora más fácil, porque. el voto es obligatorio, y lo que más nos gusta á todos es no cumplir con la obligación.
-¡Y que es la fija!
-Pues bien. Romualdo quiere presentar a su yerno por el distrito del Monte.
-Se le excluye del Censo.
-Ya nos hicieron eso una vez, y sin embargo, sacamos triunfante á nuestro candidato.
-Se le empapela.
-Ya lo hicimos nosotros una vez, y no nos sirvió para nada.
-Pues, ¡á votar!
-¿Y vamos á gastarnos los cuartos, ó hacérselos gastar á Manolo, con riesgo de perder?
-También es verdad.
-Si Romualdo presenta á su yerno, votaremos nosotros al hijo.
-¿Al Cuatezón?
-Ese. Ya sabéis que los cuñados nunca se han podido ver; que por sus disputas han estado expuestos á morir en presidio, y que gracias á la pachorra de Romualdo, viven en paz, al parecer. Así que en las elecciones les pongamos el uno enfrente del otro, se hacen cisco, y se acabó la tranquilidad en la casa.
-¡Eso! ¡eso!
-¡Pero que muy bien pensado!
Deogracias sabía que sus discretos amigos contarían esta conversación, y cuando Romualdo la supo, desistió de intervenir en las elecciones. Manolo fué elegido concejal y teniente-alcalde del distrito que representaba; la media y la romana pasaron á manos del tío Román, el seudo-suegro; y, Manolo fué quien tuvo la feliz idea de arrendar el impuesto de Consumos en pública subasta.
Venció en ella un mayoral de Deogracias, y fué benigno con los labradores en la cobranza del impuesto sobre el consumo del ganado; pero cercó el caserío con tanta vigilancia, que hizo imposible el matute.
Acababa de regresar Gregorio Ruiz, favorecido por dos gracias de indulto, después de cumplir su condena por encubridor, y sin que se le conociese ningún capital, puso una tienda de comestibles, en el ventorro próximo al pueblo, en la carretera de la ermita.
A quien compraba en el ventorro le daba Gregorio una factura de azúcar. Se enseñaba la factura al vigilante, y éste dejaba pasar libremente al supuesto comprador de un artículo exento del tributo. El arrendatario, Deogracias y Manolo, recibieron avisos de que Gregorio llenaba de matute el pueblo, y no hicieron caso. Pero se llegó al punto de que los dos tenderos de la población, acosados para el pago de letras, y sin vender absolutamente nada, pensaron en suspender sus pagos, y Manolo les salvó del compromiso quedándose con las tiendas. En seguida cerró Gregorio el ventorro, y por bocón, empezó á revelar el chanchullo en que había tomado parte, y tuvo que desterrarse huyendo de la paliza que le preparaban Deogracias, Manolo, el rematante y Román.
Los vecinos hubieron de sucumbir á las exigencias del único tendero. Esta tiranía no afectó á los labradores, satisfechos del arrendatario, y que provistos de los principales artículos de alimentación, pagaban, respecto á ellos, el impuesto establecido.
La tiranía gravó sobre los pobres, pero el soberano pueblo elector depuso sus iras cuando vió que Manolo fiaba, y que, para cobrar lo fiado, facilitaba trabajo en las obras emprendidas por el Ayuntamiento.
Crecían, sin embargo, extraordinariamente, las deudas de los braceros; y Manolo, á quien todo el pueblo llamaba el señor Manuel, buscó la manera de que los pobres robasen para que él pudiese robar á los pobres.
Hallóse inspirado una tarde, y subió al casino. Deogracias jugaba al mús; y Manuel le dijo:
-Por ahí andan unos forasteros buscándole á usted.
Deogracias dejó la partida; salió á la calle con Manolo; y al verles, murmuró Romualdo:
-Junta de rabadanes, oveja muerta.
Ya en la plaza, preguntó Deogracias:
-¿No los conoces?
-Ni usted.
-Pues, ¿qué?
-¿Pues, ¿qué ocurre?
-Sí, ya se concluyó el Agosto.
-Estaremos más tranquilos. Cédame usted uno de sus molinos.
-¿Tienes aceituna?
-Más que usted, y más que nadie en el pueblo.
-Pues explícate.
-Allá voy.
Y corno, al caer la tarde, se retirase Romualdo á su casa, y viese juntos y solos á los dos rabadanes, dijo:
-Para una oveja, es mucha conversación. ¡Dios nos coja confesados!
El día siguiente, los encargados de las tiendas del señor Manuel dijeron que tenían orden de no fiar.
Hubo ruegos, insultos y amenazas. Un grupo de jornaleros rodeó á Manolo en la plaza de la iglesia.
-Haced un motín; entrad en mis almacenes; y llevaos lo que queráis. Corno ha sido en una alteración de orden público, yo conseguiré después una indemnización que me pagará el Ayuntamiento.
-¿Y si vamos á presidio?
-Siendo muchos no os llevarán á todos.
-Pero irá alguno.
-Y, ¿qué queréis que haga yo? Si os fío me arruino, porque no tendré para pagar las letras. ¿Queréis que me arruine?; pues me arruinaré por vosotros; y luego trabajaré como he trabajado siempre. Pero, si me arruino, y cierro, ¿de dónde van á sacar vuestras mujeres el avío?
-Eso es verdad.
-Pues ea. Ya decían por ahí que ibais á matarme.
-Eso no lo ha pensado ninguno de nosotros.
-Lo mismo he dicho yo. ¿Es que no me conocéis?; ¿es que no nos queremos?
-¡Que sí!, ¡que sí!
-Voy á decir que os fíen; pero la mitad de lo que os fiaban antes. ¿Es eso?
-¡Viva el señor Manuel!
-Pero es una entretenida para vosotros y para mí. Dentro de ocho días volveremos á estar lo mismo. Esto lo tiene que arreglar el Ayuntamiento, y ahora voy allí, y hablaré claro. Pero allí hay cuatro memos que los habéis votado, porque no sabéis lo que votáis; y, si estuviéramos solos los amigos del señor Deogracias, ya estaba esto arreglado.
-¡Pues que se arregle!
-Ea, que me voy al Ayuntamiento. Venid conmigo para que los otros no crean que me habéis querido pegar, y salgo huyendo.
-¡Viva el señor Manuel!
Ante la Casa de la Villa se reunieron todos los electores, ignorantes, tozudos y gregarios. Los enemigos de Deogracias no se atrevieron á asistir á la sesión; y en ella se aseguró á Manolo el pago de las deudas de los obreros; y se acordó trampear, como fuese posible, hasta empezar la recolección de la aceituna; y hacer público que empezarían pronto las obras de drageo en el río.
El soberano pueblo calló porque le fiaban; aceptó los géneros y los precios que le impusieron; y el señor Manuel apareció como la sublime víctima propiciatoria.
El sábado trajo Román, que había estado en el campo, la triste noticia de haberse presentado en Navalarga una partida de bandidos. El capitán se llamaba Frasquito La Unción, porque con él llegaba la muerte.
El domingo, en el atrio de la parroquia, al terminar la misa mayor, se habló de la partida. Asustaba la idea de volver á los tiempos pasados. Era preciso recoger la aceituna en cuanto fuese posible.
El martes, á medio día, se notó inusitada agitación dentro de la casa de Deogracias. Un criado fué corriendo en busca del señor Manuel; éste fué corriendo á casa de Deogracias; y después volvió corriendo á la suya; montó con su seudo-cuñado en la tartana; y, corriendo, salieron al campo. Regresaron al anochecer; fueron á casa de Deogracias; se retiraron á la suya; no salieron á la calle, y se acostaron pronto. Todo ello fué la comidilla del vulgo durante el miércoles.
En la mañana del jueves, Deogracias escribió al juez, al alcalde, y al comandante del Puesto, suplicándoles que le favoreciesen con su visita. Acudieron también á la reunión Manolo y su cuñado.
Servidos los dulces, el vino, los cigarros y el café, Deogracias dijo así:
-He molestado á ustedes haciéndoles venir á esta su casa, porque no quiero que el pueblo se aperciba de lo que ocurre, antes que ustedes autoricen la publicidad.
-No tengo cerillas, dijo el juez.
-Anteayer, y, sin duda por la reja de mi habitación echaron esta carta que yo leí interpretando que, bajo pena de muerte, pusiese dos mil pesetas en la cruz del camino viejo de Navalarga con la carretera que va á la capital. Mi amigo, el señor Manuel, se encargó de esta comisión, y yo se lo agradezco con toda mi alma. Y, para el buen orden, cuente usted ahora lo que hizo.
-Yo fui con éste que está presente. Bajamos la loma para desembocar en la carretera, y llegamos; cogí los billetes; los puse en el suelo; coloqué encima una piedra; volví á subir á la tartana; y echamos cuesta arriba. Al llegar á lo alto de la loma, paré. Entre los juncos de las charcas, que hay en linde de la carretera, se movía gente. Y cuando lo mirábamos, aparecieron al lado nuestro tres hombres con la cara tiznada, y nos dijeron: ¡adelante!
-Adelante, adelante, adelante. Lo dijeron tres veces.
-Jorobar!-murmuró el juez.
El alcalde se rascaba en la pierna derecha los picotazos de una pulga. El cabo chupaba tenazmente el puro; se atusaba el bigote; y subía, ó bajaba, el limpísimo cinturón.
-Yo -continuó el señor Deogracias- no quise dar á ustedes noticia de ello, porque no debía, por una pérdida de dos mil pesetas, producir una alarma en el vecindario. Pero hoy, al regresar la criada Rufina de hacer la compra del fresco, y, al vaciar la cesta, halló esta otra carta donde se me dice que no leí bien la anterior; que no son 2.000 pesetas, sino 20.000 pesetas, las que debo entregar; y que esperan las dieciocho mil antes del lunes.
-¡Una friolera!- dijo el alcalde.
-Vengan esas misivas.
-Aquí las tiene usted, señor juez.
-Sí, lo de siempre: la letra está contracta, ó séase contrahecha.
-¿Qué me aconsejan ustedes?
El comandante del Puesto se levantó.
-Siéntese usted.
-N o, señor Deogracias. Yo nada puedo aconsejar. Mi deber es, al oír la confidencia de usted, contando con la aprobación de las autoridades que están presentes, salir en seguida á hacer un reconocimiento, y exponer el resultado á la superioridad.
-En eso tiene razón -dijo el alcalde.
No pareció Deogracias muy satisfecho, pero despidió cortésmente al cabo.
Llegó éste al cuartel, y poco después, acompañado de un guardia, salía al ruedo. Pasando frente á la ermita, se acercó á las tapias para encender un pitillo, y oró en silencio.
-¡Bendito San Roque, abogado contra todas las pestes!, me falta un mes para retirarme sin una mala nota. Haz que no me revienten estas farsas infames de los rústicos bribones.
Aquella noche se marcharon reunidos, Deogracias, Manuel, el alcalde y el síndico. Llegaron á la más próxima estación de ferrocarril, montaron en el tren, y de madrugada, se apearon en la capital de la provincia.
Al día siguiente, acompañados del diputado provincial, celebraron una conferencia con el señor gobernador, y Deogracias resumió así las conclusiones:
Enviar al pueblo un sargento y cuatro parejas expertas en la vida del campo.
Confiar á esta fuerza la custodia de la propiedad rústica, quedando la fuerza del Puesto dedicada á sostener el orden en la población.
Comenzar en seguida, para dar jornales, la recolección de la aceituna.
Tener la tolerancia posible con los rebuscadores de aceituna, á pesar de hallarse prohibido el rebusco.
El Ayuntamiento se comprometió á alojar dignamente al sargento y á los guardias, fuera del poblado, y en el sitio más conveniente para ejercer la debida vigilancia.
El Ayuntamiento, en sesión extraordinaria, haría ostensible su gratitud al señor gobernador y al señor diputado provincial.
Satisfechos de sus gestiones, Deogracias, Manuel, el alcalde y el síndico regresaron al pueblo.
También regresó el comandante del Puesto; y hubo de confesar, como lo hizo presente á su jefe, que todas las gentes, de todos los cortijos, de todos los molinos y de todas las casas de los plantíos, habían visto á Frasquito La Unción; pero unos le hallaron rubio; otros, moreno; otros, viejo; otros, joven; otros, alto; otros, bajo; y todos le vieron admirable jinete sobre su jaca torda, ó negra rodada, ó alazana; que bebía en blanco, que no bebía en blanco; y que era calzada de uno, de dos, de tres, ó de los cuatro remos.
El sargento y su fuerza fueron alojados en el hermoso casón de un plantío del señor Deogracias; y se les advirtió que todos sus gastos los abonaba el Ayuntamiento de la villa.
El sargento era necesariamente un hombre de bien. Se le había ordenado que fuese tolerante con el rebusco; que protegiese las principales haciendas y la persona del señor Deogracias; y que capturase á Frasquito La Unción. El sargento cumplió con las instrucciones recibidas; y Deogracias, y su hacienda, estuvieron bien guardadas. El comandante del Puesto empleó su fuerza en la cuotidiana vigilancia de los caminos. El resto del campo fué presa de la rapiña. Nadie quería trabajar á jornal ni á destajo: era mas productivo lanzarse al rebusco. Y el rebusco consistía en apalear brutalmente las posturas; cargar á hecho; y dejar entre los terrones mucha aceituna que se estropeaba; el verdadero rebusco no existía.
Manolo, en el molino del señor Deogracias, compraba á muy bajo precio lo rebuscado. Las prensas hidráulicas trabajaban de día y de noche; el hogar de las calderas no se apagaba nunca; se acondicionaban nuevas tinajas para guardar el aceite; y la ganancia era enorme. Allí fué casi toda la cosecha de aquel pueblo, y el rebusco y el robo hecho en los pueblos inmediatos. Llegó el jefe de la línea á sospechar la farsa infame de los rústicos bribones, y frunció el entrecejo. Comprendieron Deogracias y Manuel que habían traspasado los prudentes límites; que á los guardias y á sus jefes era posible engañarles abusando de su buena fe, pero no era posible sobornarlos ni esperar que encubriesen un delito tan escandaloso; y Deogracias y Manuel temieron la tormenta que se les venía encima, precisamente cuando la recolección terminaba, y cuando ya iban á solicitar que se retirase la fuerza.
Entonces se supo que Frasquito La Unción y su partida habían matado á un hombre en un cortijo de Navalarga.
¡Frasquito La Unción!
Deogracias y Manuel se miraron con asombro. Ellos habían ideado el supuesto bandido, y aparecía con carne y hueso.
Montó á caballo el Jefe de la Línea decidido á concluir con aquella comedia, y á meter en la cárcel los comediantes. Pidió una pareja al Puesto, la unió al sargento y á la fuerza que ésta mandaba, y fué al cortijo. Efectivamente, al clarear el día habían llegado un hombre, caballero en un penco, y cuatro hombres á pie. El jinete dijo que era Frasqueta La Unción, y pidió almuerzo para él y para su partida. Se les sirvió, bebieron, se emborracharon; les dió el casero todas las monedas que tenía; se las repartieron y se las estuvieron jugando. El pobre casero recibió orden de alejarse un cuarto de legua; y comprendiendo que su esposa iba á ser víctima de la lujuria de aquellos hombres, se negó á obedecer. Empezó la disputa: unos corrían tras la mujer, y otros sujetaban al casero; y oyendo éste los gritos de su esposa, dió un puntapié á Frasqueta La Unción, que disparó sobre el marido. Cuando se disponían á rematarle vieron que un gañán, que se acercaba al cortijo echaba á correr; y comprendiendo que no le podrían alcanzar, se marcharon.
El casero vivía aun; y acompañado de su mujer, fué trasladado, por orden del Jefe de la Línea, á Vallindo que era la población más próxima.
Frasqueta La Unción existía.
Los pundonorosos guardias y su digno jefe cercaron durante la noche el cerro inmediato. Los bandidos beodos y sin cabalgaduras no habrían podido alejarse mucho. A las dos de la madrugada se oyó en el monte, el relincho de un caballo; y el jefe mandó estrechar el cerco. Al amanecer, se entregó la partida con la humildad de un perrito faldero.
La pareja destacada volvió á Montivega; y el resto de la fuerza, custodiando á los presos, marchó á Vallindo.
Allí fueron también el alcalde, Deogracias, Manuel y el síndico. Felicitaron calurosamente al jefe de la línea, y como notasen su frialdad, se marcharon en el tren, á cumplimentar al gobernador, y á manifestarle su gratitud. Y cuando éste supo las trapazas de aquellos lugareños, se resignó, y no quiso promover la persecución de un delito que, al fin, no podía probarse.
El señor Manuel ganó en aquel negocio algunos miles de duros.
El ideado Frasqueta La Unción pasó á ser bandolero efectivo; era Gregario Ruiz.
Deogracias, asustado de la responsabilidad que pudo corresponderle cedió el cacicazgo á Manuel, y se retiró á la vida privada.
El señor Manuel sirvió al señor Segundo é influyó para que en el terreno de éste se construyesen las escuelas. Y así, teniendo contentos á los amigos y á los adversarios, consiguió que en el solar inmediato á su casa se formase un lindo paseo. Entonces sustituyó la cerca de tapia por una verja muy bonita, é hizo por el paseo la entrada principal de su hotel.
La obesa Petra pasaba el tiempo abanicándose. La señora Fulgencia trataba á los criados despóticamente. Román, dedicado al molino, servía de maquilero, de maestro y de administrador. Quintín, hermano de Petra, regentaba los dos comercios, y competía con su padre en habilidad para robar á los clientes. Era imposible consumir la renta; D. Manuel fué rico; muy rico, y el médico y el cura le convencieron de que debía cuidar la salud de su cuerpo y la de su alma.
Llegó á llorar la muerte de Romualdo.
Y llegó á ser beato y á ser histérico.
Una tarde fué con Petra, en su tartana, á Vallindo. A lo lejos vió un hombre sentado en la cuneta, le reconoció, y paró el coche.
-¡Eh! tío Gusano.
-Bien, gracias, ¿y tú?
-¿No me conoces?
-¿Y tú?
-Digo, que si no me conoces.
-Digo que si no te conoces.
-¿He cambialo mucho?
-Hace tiempo.
-Estoy enfermo.
-¿Qué tienes?
-No duermo.
-Ya te lo anuncié.
-¿Cuándo?
-Una tarde. Dijiste que la virtud no daba nada. Y da eso: el dormir bien.
-Estás como siempre.¿Cobrás la peseta?
-Todos los sábados. Gracias. No te mueras, porque yo viva.
-Si me muero no te faltará la peseta. Lo tengo ya dispuesto.
-Pues Dios te lo pague. Iré al cementerio á pedirtela.
-Adiós, tío Gusano.
-Adiós, los dos.
Al llegar al paso á nivel en la vía férrea, la espantada mula arrastró la tartana, y ésta fué deshecha por el tren.
Manuel, Petra y su criado perecieron instantáneamente.