Los derechos de la salud: 26


Escena VII

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(ROBERTO y RENATA)

ROBERTO.- (Se extiende perezosamente sobre el diván, cada vez más dominado por la fatiga. El calmante va amodorrándolo poco a poco.)

RENATA.- (Después de acompañar a ALBERTINA y a RAMOS, se vuelve al escritorio disponiéndose a trabajar. La fatiga la invade también visiblemente.)

ROBERTO.- (Adivinando la presencia de RENATA.) Renata. ¿Qué hace usted?

RENATA.- Pongo en orden estas pruebas para corregirlas.

ROBERTO.- ¿De modo que no quiere descansar?

RENATA.- Estoy desvelada y aprovecho el tiempo. (Pausa larga. ROBERTO se revuelve sin encontrar una postura cómoda.)

ROBERTO.- Renata. ¿Sabe usted que los niños la extrañan mucho?

RENATA.- No tanto. Dice Albertina que revolotean alegremente. (Pausa más larga.)

ROBERTO.- Renata. Acérquese usted, venga un momento.

RENATA.- Con mucho placer.

ROBERTO.- Siéntese a mi lado. (Después de un momento con voz y ademanes languidecientes.) El doctor Ramos acaba de llamarme ingenuo por mi fe en las fuerzas conservadoras del instinto. ¿Qué piensa usted?

RENATA.- Que tiene usted razón.

ROBERTO.- ¿Y por qué piensa así?

RENATA.- Porque también creo.

ROBERTO.- ¿Usted no teme que ese optimismo pueda ser criminal?

RENATA.- No le entiendo.

ROBERTO.- ¿No ha llegado a pensar que puede ser un pretexto para disculpar bajos, innobles apetitos?...

RENATA.- Cabe en lo posible, tanto que es lo más frecuente ver desnaturalizada la misión inequívoca de los sentidos. Por eso seguramente el doctor Ramos le llamaba a usted ingenuo.

ROBERTO.- ¿Luego usted cree que nada tenemos que reprocharnos?

RENATA.- (Inquieta.) ¿Quienes?...

ROBERTO.- Nosotros. Usted y yo...

RENATA.- Roberto, ¿por qué habla así?

ROBERTO.- ¿Piensa que nada tenemos que reprocharnos?

RENATA.- No. No prosiga usted. No le entiendo. No quisiera entenderlo.

ROBERTO.- Nuestros destinos están ligados ya. Venga, venga. Hablemos serenamente del porvenir.

RENATA.- No, calle usted; calle usted. Una palabra más y comenzaremos a ser criminales, horriblemente criminales. ¡Oh por qué todo ha de ser así!...

ROBERTO.- Renata. Yo la he amado...

RENATA.- Basta, Roberto. Hemos concluido. Acaba usted de romper el encanto...

ROBERTO.- Venga, Renata, venga. ¿Por qué mentir?...

RENATA.- ¿Por qué? ¡Oh! ¡Mire usted un momento hacía allí!... (Señalando la habitación de Luisa.)

ROBERTO.- No se mira hacia atrás. El lamento de los exhaustos no llega a la caravana ascendente de peregrinos de lo eterno. No llega, no llega, no llega...

RENATA.- Se acabó, Roberto.

ROBERTO.- No llega... No llega... No llega... (Se duerme.)

RENATA.- (Se vuelve y al verlo dormido.) ¡Oh!... Era la fatiga... El delirio lo hizo hablar... (Lo contempla un momento.) ¡Oh! Pobre compañero... ¡Noble amigo!... (Dominada, vencida por la ternura, languideciendo con sensualismo enfermizo, se deja caer en la silla, besa levemente a ROBERTO en la frente, reclina la cabeza y queda adormecida.)