Los derechos de la salud: 04


Escena III editar

(Dichos, menos MIJITA)

ALBERTINA.- ¡La buena Mijita!... Espero que no lo habrás tomado en cuenta.

LUISA.- ¿No te sientas?

ALBERTINA.- Claro que sí. ¿Mi marido no ha estado por acá? Roberto lo llamó por teléfono esta mañana. Te aseguro que fue una sorpresa, pues no esperábamos que regresaran tan pronto. ¿Por qué no avisaron que venían? Habríamos ido a recibirlos a la estación.

LUISA.- Fue repentino el viaje. Imagínate que media hora antes de salir el tren me dice Roberto: ¡nos vamos ahora mismo!

ALBERTINA.- ¡Es raro!

LUISA.- Pretextó un llamado urgente, por despacho telegráfico, despacho que, por cierto no me ha mostrado.

ALBERTINA.- Como de costumbre. Me figuro tu inquietud pensando en que podría haberles sucedido algo a los nenes o a Renata.

LUISA.- A ese respecto no me asaltó el menor temor, te lo aseguro. Roberto hubiera tratado de prevenirme. Por otra parte, estoy habituada a sus misterios y no trato de descifrarlos. En él, lo más enigmático es lo menos importante. Sólo sabe ocultar las trivialidades.

ALBERTINA.- Parece que estuvieras resentida.

LUISA.- No.

ALBERTINA.- Apuesto a que hay confidencia en puerta. (Con exageración cómica.) Habla, mujer. Desahoga tus penas. ¿Qué te ha hecho ese monstruo de infidelidad?

LUISA.- No pensé hacer ningún reproche.

ALBERTINA.- Confía en mí. Cuenta, muchacha.

LUISA.- Y en último caso el tono que adoptas no es el más aparente para provocar confidencias.

ALBERTINA.- ¿Te has ofendido? Perdóname. Como te conozco muy bien y conozco igualmente a tu esposo, no pude colocarme en situación de tragedia.

LUISA.- Pues nada ocurre. Ni tragedia, ni sainete.

ALBERTINA.- Punto y aparte, entonces.

LUISA.- Como gustes.

ALBERTINA.- (Con extrañeza.) ¡Oh!... ¿Qué tienes, Luisa?... ¿Por qué me tratas así? No creía haber merecido tanta acritud por poner un poco de mi buen humor en mi empeño de desvanecer, quien sabe qué cavilosidades tuyas. Dime, ¿a qué puedo atribuirlas?... Debe mediar algún motivo grave para que hayas llegado a olvidar los respetos debidos a nuestra vieja amistad.

LUISA.- ¡Oh, cuánta solemnidad!... (Remedando.) «Los respetos debidos a nuestra vieja amistad». ¡Tonta!

ALBERTINA.- (Ofendida.) ¡Luisa!

LUISA.- No retiro la palabra. ¡Tonta!... ¡Tonta y tonta!... ¡En el acto pídame usted perdón de sus sospechas!

ALBERTINA.- ¡Será posible que no acabe de comprenderte!

LUISA.- La culpa es tuya. No soy tan complicada.

ALBERTINA.- Confesarás cuando menos que estabas de mal humor...

LUISA.- ¡Oh, perspicacia! ¡Sí, Albertina! Ya que tan necesario es, te diré que me impacienta un poco el tono incrédulo y protector de tus palabras. Advierte que me negabas el derecho de tener una complicación en mi vida...

ALBERTINA.- ¿El derecho?... No te entiendo.

LUISA.- La posibilidad, si quieres, si te resulta más claro.

ALBERTINA.- Bien remota, por cierto.

LUISA.- Tú no lo crees así.

ALBERTINA.- No eres poco exigente que digamos. Tienes un marido que te adora y a quien adoras, un par de chicos que son una gloria y el amor de una hermana modelo, vives entre espíritus simples y buenos como el tuyo... Nadie mejor resguardado de las tormentas de la vida.

LUISA.- ¡Oh! No hay puerto seguro para todos los vientos.

ALBERTINA.- Está claro, sí hemos de ir a los extremos, si hemos de pensar en las fatalidades irremediables de la existencia.

LUISA.- ¡Las fatalidades irremediables! ¿Y por qué no descontarlas del haber de nuestra dicha?...

ALBERTINA.- Sencillamente porque... Porque nos quedaríamos sin capital... Pero, ¿a qué viene tanto pesimismo, mujer? ¿Será que te han impresionado las tonterías de Mijita?

LUISA.- Nada me decía la pobre vieja. Fui yo quien...

ALBERTINA.- ¿Tú?

LUISA.- Sí, yo.

ALBERTINA.- No deja de ser una maldad asustar a la infeliz viejita. Por otra parte no te alabo el gusto de gastar bromas tan lúgubres.

LUISA.- Hablaba muy seriamente. Quise obligarla a confesar lo que ninguno de los que me rodean ignora y todos quieren ocultarse.

ALBERTINA.- ¡Dios nos ampare! Linda esperanza nos dejas, mujer, si con semejante salud que te rebosa empiezas a creerte camino del otro mundo! ¿Estás en tu juicio?...

LUISA.- ¡Uff!.. Siempre lo mismo. La piadosa y compasiva digresión! ¡Oh, hazme el favor de no continuar así, si no quieres verme de nuevo irritada!

ALBERTINA.- ¡Pero Luisa!

LUISA.- Calla. No te fatigues en persuadirme, en ilusionarme. Me hace más daño la caritativa ficción de ustedes, que el mismo mal que me roba la vida.

ALBERTINA.- Estás diciendo cosas absurdas, mujer.

LUISA.- (Irónica.) Sí, absurdas. Desde hace un año mis sentidos y mis facultades están en bancarrota. Me he idiotizado. He perdido la ponderación de las cosas y de los hechos. Nada. Ni veo, ni oigo, ni palpo, ni presiento, ni discierno. Me ataca una enfermedad que me tiene no sé cuantos días a las puertas de la muerte, salvo de sus garras providencialmente y entro a convalecer. Comienzo a experimentar la alegría del retoñar de mis fuerzas y vuelven a mi espíritu las golondrinas de la esperanza. Unas horas más, un día, quizás un mes... Me aguardan todos los dones de la plenitud de la vida. Pero pasa la hora, el día, el mes. La meta se ha alejado. ¡Sin embargo, nada es la nueva distancia para la certidumbre del completo revivir! Vamos de nuevo hacia ella, pero de nuevo se distancia... Y muchas veces más la buscamos en vano. ¡Oh! entonces las golondrinas empiezan a emigrar, sin que baste a retenerlas el cálido optimismo de los míos. Las he visto irse, Albertina, una por una en las alternativas de esta convalecencia que no acaba nunca, que acabará conmigo.

ALBERTINA.- ¡Oh, imaginación!

LUISA.- ¡No, no es la imaginación!... Es la realidad cruel de mi dolencia sin lenitivos. Y si ella no bastara a convencerme de que estoy irremisiblemente condenada, ahí están ustedes ahuyentando las últimas golondrinas; mi marido, mi hermana, la vieja criada, los amigos y hasta los extraños.

ALBERTINA.- ¿Nosotros?

LUISA.- Ustedes, ustedes, ustedes. Se les lee en los rostros la sentencia irremisible. ¡Oh! Si tú hubieras visto como he visto yo al pobre Roberto tan sufrido, tan enérgico, tan fuerte, tan consolador con su optimismo irradiante, durante la enfermedad, y en los primeros días de la convalecencia, ir hora por hora cediendo y quebrantándose hasta derrumbarse en la congoja de la desesperanza y la piedad. Su optimismo de hoy es una mediocre simulación caritativa. Caritativa ¿me comprendes?... Y luego mi hermana, un caso estupendo de fatalismo y resignación, y los sobresaltos de la triste Mijita, ese fiel animal doméstico que gira en torno mío, azorada, con el presentimiento de la catástrofe inminente, gruñendo a todos los rumbos en celoso acecho del enemigo que sabe que ha de llegar y de quien quisiera protegerme y defenderme con todas sus fuerzas. Y luego... y luego la profilaxis... ¡Ah, la profilaxis, la higiene!... Un trabajo de araña, sutil, sutilísimo. Una tela dorada por mil pretextos y engañifas con que lo van envolviendo a uno sin que lo sienta hasta dejarlo aislado de sus semejantes para que no los contamine.

ALBERTINA.- (Conmovida.) No prosigas, Luisa, no prosigas. Eso es falso... ¡Tú deliras!... ¡No continúes que me afligirás también a mí con tus cavilaciones!... Estás viendo fantasmas, mujer...

LUISA.- Y lo dices tú, Albertina, tú que hace un momento al entrar aquí, me volvías la cara para que en los transportes de mi efusión cariñosa no fuera a inocularte los gérmenes del mal terrible.

ALBERTINA.- ¿Yo?

LUISA.- Tú. No te dejaste besar en la boca. Comprendo ese sentimiento. Hice mal. Tienes hijos además... A los míos ya no puedo besarlos...

ALBERTINA.- ¡Oh! ¿Eso era todo?... Ahora verás como te engañas... (Besándola.) ¿Lo ves? Te beso en la boca, bebo tu aliento... ¿Te has convencido? Y te beso otra vez, y otra... y otra...

LUISA.- (Incrédula.) ¡Ahora! ¡Por caridad!...

ALBERTINA.- (Ofendida.) Perdóname entonces...

LUISA.- (Reaccionando emocionada.) No te enfades... Soy injusta. ¡Gracias, Albertina, gracias! ¡Ah, si tú quisieras comprenderme, sí quisieras ser mi confidente, el amigo fuerte, el amigo leal, sin prejuicios y sincero que me hace falta!

ALBERTINA.- Lo soy, Luisa.

LUISA.- ¿Me dirás la verdad?

ALBERTINA.- (Impaciente.) ¿Pero qué verdad, hija, quieres que te diga? No pienses encontrar en mí un cómplice que ampare y aliente tus preocupaciones. Eso nunca.

LUISA.- No me sirves, entonces. Estoy harta de ficción. Necesito un espíritu capaz de acompañarme en las horas de la desesperanza, necesito verdad y buena fe. Dime, dime que es cierto que estoy condenada, que debo morir fatalmente. Dímelo. Yo no le temo a la muerte. Tengo miedo de la vida que me espera despojada de todos sus derechos. Me horroriza la perspectiva de verme convertida en mísero pingajo humano, expuesta a la piadosa condolencia de la gente. ¿No me entiendes? No quiero que me tengan lástima. Quiero afrontar el porvenir, como he afrontado la vida, serena y tranquilamente, confortada con el apoyo de espíritus afines. Basta de caridad. Bastantes energías me ha robado mi mal. No quisiera que mi altivez se acabara de relajar. Hay quienes experimentan la voluptuosidad de la conmiseración que inspiran. Yo no, me oyes, no. ¡No, no! (La fatiga que debe ir sintiendo creciente se resuelve en un acceso de tos.)

ALBERTINA.- No te exaltes, que te fatigas. ¿Lo ves?

LUISA.- (Dominándose un instante.) Contesta, contesta este argumento... ¡Desmiénteme!... ¡Oh, me sofoco!... (Huyendo a toser a la habitación inmediata.) ¡Un instante! ...Perdóname... (Mutis, tosiendo.)