Los condenados: 27


Escena XI editar

PATERNOY; SANTAMONA, por el fondo, con un tajo de hierbas aromáticas.


PATERNOY.- (Paseándose inquieto por la escena.) ¡Fatal complicación!

SANTAMONA.- (Con tristeza.) Pues en el río no está.

PATERNOY.- Se ha ido a pescar a otra parte, a la mar bravía.

SANTAMONA.- Lejos están los mares de Dios.

PATERNOY.- Más cerca de lo que tú crees. ¿Qué traes ahí?

SANTAMONA.- Es mi pasión. Adornar las viviendas con romero y tomillo, y aromatizarlas después de bien limpias.

PATERNOY.- Si se pudiera hacer lo mismo en las conciencias.

SANTAMONA.- Algo se pega de las viviendas a las almas.

PATERNOY.- (Oliendo los ramos.) Esto refresca el espíritu. Es como tu conciencia, que trasciende a las purezas del campo y a la paz de la Naturaleza. Pero en mala ocasión lo has traído, pobre santica.

SANTAMONA.- ¿Por qué, hijo? (Se sienta, y extiende los ramos en la falda.)

PATERNOY.- Porque mal dicen estos emblemas de la inocencia en la guarida de un criminal.

SANTAMONA.- ¿Qué ocurre? (Alarmada.) He visto por ahí gente alborotada, rondadores de semblante ceñudo. Antes entró aquí Barbués...

PATERNOY.- Aguárdale, y verás algún paso doloroso, que desgraciadamente ni tú ni yo podremos evitar.

SANTAMONA.- Tú, sí; tú puedes evitarlo, porque a ti, malos y buenos, te respetan y te aman. Tu autoridad se impondrá hoy como siempre. No permitas que entre aquí la maldad.

PATERNOY.- ¡Ay, la maldad no tiene que entrar aquí, porque está dentro!

SANTAMONA.- (Haciendo ademán de recoger los ramos.) ¡Dentro!

PATERNOY.- Sí: recoge, recoge. Llévate el ramaje oloroso para tu casita, que más bien es santuario.

SANTAMONA.- ¿Pero es criminal? ¿Lo sabes ya?

PATERNOY.- Casi, casi.

SANTAMONA.- (Con gravedad, levantándose.) Santiago, no se puede juzgar a nadie sin ver su interior. ¿Has visto tú el de ese desdichado?

PATERNOY.- No.

SANTAMONA.- Pues Dios, que lo ve y lo conoce, le dará su merecido. (Cariñosamente.) Santiago, angelote mío, maravilla de esta tierra ansotana, no permitas que persigan cruelmente al prójimo, que le acosen, que le cacen como a las fieras del monte.

PATERNOY.- (Con profunda tristeza, cogiendo maquinalmente un ramo.) No podré impedirlo.

SANTAMONA.- Criminal o inocente, ampárale, escúdale tú. Así serás digno de tu nombre cristiano y de los dones que ha derramado el Señor sobre ti. Eres bueno, buenísimo; pues aspira a ser perfecto. ¿Lo harás? ¿Impedirás toda acción inhumana? Entre imitar a Barbués o imitar a ése... (Señalando al Cristo.) elige.

PATERNOY.- (Meditabundo.) Se elige lo mejor, pero sólo se hace lo posible.

SANTAMONA.- (Hablando con el Cristo.) ¿Verdad, Jesús mío, que con tu amparo impediremos la maldad?

PATERNOY.- Ayúdame tú.

SANTAMONA.- (Con una idea súbita.) Pongamos todo esto a los pies de la Santísima imagen. (Coge los ramos y entrega uno de los mayores a PATERNOY.) ¿Ves...? el laurel robusto y fragante, tu conciencia; que desprecia las tempestades, siempre mirando al cielo... Ponlo, ponlo tú, que eres más alto. Yo no alcanzo. Soy muy chica.

PATERNOY.- (Poniendo los ramos a los pies del Cristo, en una repisa, que debe estar preparada, para hacerlo rápidamente.) Dame acá... Así... ahora, aquí...

SANTAMONA.- (Contemplando la imagen.) Bien... ¡Qué precioso!

PATERNOY.- (Poniendo más ramos, y sin volver la cabeza.) Pues, sí, viejecilla cándida, yo haré lo que pueda. Por de pronto, urge separar a Salomé de ese hombre.

SANTAMONA.- (Sorprendida.) ¡Separarla!

PATERNOY.- (Volviéndose, concluida la operación.) Sí: imposible que continúe a su lado.

SANTAMONA.- ¿Por qué?...