Los condenados: 18


Escena II

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JOSÉ LEÓN, SALOMÉ.


SALOMÉ.- ¿Qué recado es ése?

JOSÉ LEÓN.- (Meditabundo, mirando al suelo.) Nada... Solicitando el arriendo de esa finquita... ya sabes... Allí estaremos muy bien, y podremos vivir, ¡ay! (Suspirando fuerte.) mejor que en estas desdichadas y tristes ruinas.

SALOMÉ.- ¡Oh, sí; esto es muy triste!... Esa torre, la negrura de esas piedras... Pero nada me agobia el alma como la vecindad de la maldita viuda... (JOSÉ LEÓN, abstraído, no la oye.) Feliciana, hombre, ¿no oyes lo que te digo?

JOSÉ LEÓN.- ¿Feliciana?... ¿Y qué te importa?

SALOMÉ.- La aborrezco... ¡Dios me lo perdone!... desde que me dijeron que la habías tratado en Sangüesa.

JOSÉ LEÓN.- (Sentándose a su lado.) ¡Bah, bah! No te ocupes de eso, vida mía. (Queriendo mudar de conversación.)

SALOMÉ.- ¡Cuánto me gusta que me llames vida mía! Vida mía, vida tuya; es decir, que soy tu propia vida.

JOSÉ LEÓN.- (Con ternura.) Y mi esperanza, y mi ser todo. Sin ti, no habría en mi alma más que tinieblas. Yo soy el mal, Salomé; y siendo el mal, he ganado el bien. ¡Qué cosa más rara! te he ganado a ti, te poseo, eres mía. Soy un réprobo que se cuela en el Paraíso. Eso de que Dios castiga a los malos, no es verdad siempre. A mí me ha premiado... ya ves.

SALOMÉ.- ¡Lisonjero!... Por decirme una flor, no blasfemes.

JOSÉ LEÓN.- Pues sólo te diré que te adoro, que quisiera tener muchas almas, para con todas ellas, adorarte; para, con todas ellas despreciar por ti los trabajos, las miserias, las persecuciones; para, con todas ellas, fundir mi voluntad en la tuya, y ser al fin a tu imagen y semejanza.

SALOMÉ.- (Suspirando fuerte.) León de mi vida, tú no eres bueno.

JOSÉ LEÓN.- ¿Por qué lo dices?

SALOMÉ.- Tu conciencia no está tranquila.

JOSÉ LEÓN.- (Con tristeza.) No.

SALOMÉ.- (Parando de devanar, le mira fijamente.) Mírame, León. No sé qué veo en tus ojos... una sombra de cosa negra que anda por dentro...

JOSÉ LEÓN.- Puede ser.

SALOMÉ.- Algún recuerdito malo. Cuéntamelo todo. ¿No dices que mi vida es tu vida? Pues que sean míos tus secretos.

JOSÉ LEÓN.- ¡Mis secretos! Ya posees algunos.

SALOMÉ.- Sí; me has confesado una falta grave... la tremenda mentira que soltaste aquella tarde cuando Santiago te interrogó. Falso es también el nombre de don Fernando de Azlor. El verdadero ¡gracias a Dios! me lo has dicho a mí.

JOSÉ LEÓN.- (Vivamente.) A ti sola... Cállate.

SALOMÉ.- Gran pecado es usar un nombre falso. ¡Ah, la mentira! Aún vivimos en ella, León. (Con profunda pena.) Seis días hace que salí de casa de mi tío; ¡qué tarde aquella, qué vergüenza, qué angustia! salí con la certeza de que nos íbamos a casar en seguida, y todavía...

JOSÉ LEÓN.- Pero ¿qué culpa tengo yo de que la misma tarde de San Pedro hiciera la gracia de morirse el curita de Biniés, que me había prometido casarnos?

SALOMÉ.- Sí... ya sé que no es culpa tuya...

JOSÉ LEÓN.- Nos casaremos... y pronto... A todo trance he de conseguir el molino y la huerta... ¡Verás qué hermosura de casita!... ¡Viviremos tan bien, tan bien...! No como ahora, hija mía; que esto no es vivir, pues cuando se carece hasta de lo más preciso para la subsistencia...

SALOMÉ.- Pero no faltan almas piadosas que nos amparen. Tenemos a esa bendita Santamona, que nos trae víveres de lo que recoge en las casas de los ricos. (Mirando al fondo.) Aquí está ya.