Los condenados: 17
ACTO II
editarHabitación humilde, construida sobre las ruinas de un edificio de Templarios. La mitad de la decoración, a la derecha, representa una arquitectura antigua y robusta, de gruesos sillares. La otra mitad, de construcción pobre, de adobes o tapiería ligera. Al fondo, una puerta ancha, que da al campo. A la derecha, escalera de piedra que conduce a las ruinas de una torre. En primer término, a la derecha, un paramento de estilo románico, en el cual un Crucifijo grande, tallado en el muro. Bajo la escalera, un hueco practicable. A la izquierda, una puerta ordinaria, que conduce a las habitaciones interiores. Al fondo, un arcón grande. En el centro, hacia la izquierda, una mesa rústica, algunas sillas o banquetas; en los muros, aperos agrícolas colgados. Madejas de hilo, colgadas de un palo, y una cesta con gruesos ovillos de hilo. Una devanadera. Es de día.
Escena I
editarSALOMÉ, devanando; JOSÉ LEÓN, dormido sobre el arcón; luego GINÉS, que entra por el fondo.
SALOMÉ.- (Mirando a JOSÉ LEÓN con ternura.) ¡Pobrecito mío; le ha rendido el cansancio!... Tejeré hasta concluir las diez varas... ¡Virgen Santísima, que un hombre como éste, con crianza de caballero y estudios de persona fina, se vea obligado a cortar leña, a hacer carbón y a estos rudos menesteres...! ¡Oh, no; yo trabajaré para que él descanse!
GINÉS.- (Entra por el fondo con algunos instrumentos de labranza y herramientas, que deja en un rincón.) Ea, ya tenemos aquí lo último que quedaba en la casa de Biniés.
SALOMÉ.- ¿Has traído agua?
GINÉS.- Sí, señora; y he encendido la lumbre. No falta más que las especies nutritivas, vitalibus alimentis, sin lo cual excusada es la lumbre.
SALOMÉ.- Aguarda un poco, hombre. Verás cómo el Señor nos manda algo.
GINÉS.- ¡El Señor! ¡Fíese usted del Señor!...
SALOMÉ.- Verás cómo sí. Ginés, eres hombre de poca fe.
GINÉS.- ¡Oh, no, señora; fe no me falta! Yo creo en la misericordia divina; sé que al fin he de salvarme, a pesar de lo mucho que peco. La verdad: he sido malo hasta dejármelo de sobra. ¡Mire usted que abandonar a las santísimas Madres de la Esclavitud de Berdún, que me criaron, enseñándome a sacristán y jardinero... y lanzarme a una vida vagabunda por zancas y barrancas, vericuetos y llanuras sin fin!... ¡Y meterme a cómico trashumante, primero, a mercachifle después, entre hijos de tantas madres...! Pero bien lo pago, bien. Porque estos ayunos mayores, este miedo a la Guardia civil, ¿que son sino el palo que levanta sobre mí Su Divina Majestad?
SALOMÉ.- Al fin, Ginesillo, nos reconciliaremos con Dios, y seremos felices y buenos.
GINÉS.- Amén... ¿Quiere que vaya a la huerta de Bellido, ahí, detrás de la torre, y pida patatas, una col... et religua?
SALOMÉ.- (Vivamente.) ¿Qué has dicho? ¡Si no te callas...! Antes pediré yo limosna por los caminos que humillarme a Feliciana, la viuda escandalosa...
GINÉS.- Si está en Ansó... Rara vez viene acá.
SALOMÉ.- Mejor... Ginés, no, no... Huye del demonio...
GINÉS.- ¿El demonio?... ¡Si es muy guapa!
SALOMÉ.- (Enojada.) Tonto... ¿qué sabes tú?
JOSÉ LEÓN.- (Que despierta y se incorpora.) ¡Ginés!
GINÉS.- ¿Qué?
JOSÉ LEÓN.- ¿Has concluido la mudanza? ¿Está aquí todo, la herramienta, los aperos, los sacos de hilaza?
SALOMÉ.- Todo está aquí.
GINÉS.- Menos la maleta chica, que no he podido encontrar.
JOSÉ LEÓN.- ¿Se habrá perdido?
GINÉS.- No lo creo. Se encargó de traerla la tía Blasa, y... no sé.
JOSÉ LEÓN.- Si se pierde... Pero nada hay en ella que pueda comprometerme... al menos no recuerdo... Bueno: ¿irás pronto a ese recado?
GINÉS.- Ahora mismo. Y permita San Pascasio bendito, abogado de las respuestas favorables, que la tengamos conforme a nuestros deseos. (JOSÉ LEÓN indica por señas a GINÉS que no hable de aquel asunto delante de SALOMÉ.) ¡Ah, sí!
JOSÉ LEÓN.- (En voz baja.) ¿Llevas la carta?
GINÉS.- Aquí la tengo.
JOSÉ LEÓN.- Pues date prisa... ¡Vivo, Ginés!
GINÉS.- ¡Volando! (Vase por el fondo.)