Los bandos de Castilla: 24
Capítulo XXIII
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Mientras Ramiro de Linares era tan esmeradamente cuidado en uno de los más retirados aposentos del edificio de Alanza, reuniéronse una mañana en el salón del mismo alcázar el noble Mauricio de Monfort y don Pelayo de Luna.
-Ya presumo, dijo el primero, que venís deseoso de saber lo que nos anuncia el eco del clarín que se acaba de oír en el puente levadizo. No sería malo que esos bárbaros de Aragón hubiesen vuelto a traspasar los lindes de Castilla.
-Indolencias siempre, respondió don Pelayo, de la maldita corte de Segovia. ¿Por qué diablos no publican de una vez la paz que ya está secretamente concluida? Reniego del hombre sin carácter por cuyas venas circula, en lugar de sangre ardiente, insustancial agua de fresa. Ayer mismo salí de aquella corte infernal por no serme ya posible el presenciar tamaña irresolución y falta de toda energía. No andan las cosas tan en popa como solían, y harto hay que temer que así que rompa esa embravecida borrasca se hunda para siempre nuestro barco.
-¡Qué decís!, interrumpió Monfort, ¿tan seria es la conjuración que amenaza al condestable?
-¡Seria!..., y aún mucho más de lo que os la pinto. Muy poco hay que esperar del rey don Juan: si nosotros mismos no nos reunimos para atacar con mano armada el bando de los contrarios; por Santiago, caballero Monfort, que nos arrojaran en parte donde nunca más embracemos la rodela. Pero, ¿en qué sótano se ha metido ese demonio de Alanza?... Sepamos de una vez lo que significa el son de aquella corneta.
-¿Qué significa?, dijo entrando don Rodrigo, ahí lo tenéis: acábame de entregar ese maldito pliego que a no engañarme es un cartel de desafío. -Al decir esto volvíalo por todos lados como si de esta manera hubiese querido penetrar su contenido; pero después de examinarlo tan minuciosamente por la superficie, lo puso en manos del caballero Monfort.
-Para mí son garabatos, dijo francamente Mauricio, quien participaba de la ignorancia general en los hidalgos de aquel siglo. Un sabio monje que había en el castillo de mi padre quiso enseñarme a escribir; pero viendo que por más que lo hacía no alcanzaba de mi diestra que formase letra alguna, sino el borronear corvos alfanjes y algunas puntas de lanza, cansóse de su trabajo y dejóme dar pábulo a mis inclinaciones favoritas.
-Venga acá ese papelucho, replicó el de Luna, pues me precio de unir algunos conocimientos a la profesión de las armas.
-Bravo, gritó Monfort, y díganos su reverencia lo que canta esa misiva.
-Un desafío formal, por vida de San Lorenzo: y os aseguro que es el más raro cartel que jamás haya pasado por un puente levadizo: por decir estoy que me parece una chanza.
-Pues desearía saber, interrumpió don Rodrigo, quién es el guapo que se atreve a chancearse conmigo en semejante materia..., leed, leed por vida vuestra, noble Pelayo de Luna.
-Que me place, dijo éste, y en alta e inteligible voz empezó de esta manera:
-«Yo, Roberto de Maristany, Roldán por sobrenombre, y yo, Pedro Gutierre, molinero de Navarra...»
-¿Estáis loco?, atajóle don Rodrigo.
Dígoos, voto a mí, que no leo más ni menos de lo que el mensaje canta. -Y atando el hilo de su lectura prosiguió diciendo:
-«Y yo Pedro Gutierre, molinero de Navarra, con auxilio de los que hacen con nosotros causa común en tan singular querella, sobre todo de un valiente caballero llamado por ahora el holgazán de San Servando, participamos a vosotros Pelayo de Luna, Rodrigo de Alanza, y cuantos sean vuestros aliados y cómplices, que en atención a que robasteis sin más ni más a una noble doncella llamada Matilde de Urgel y a otra que la servía, encerrándolas ilegal y violentamente en ese castillo, donde detenéis también a un célebre paladín que campea bajo el nombre del caballero del Cisne, os pedimos y requerimos que dichas nobles y libres personas, a saber: la ilustre Matilde con su doncella, y el famoso campeón del Cisne con los demás objetos a ellos pertenecientes, nos sean remitidos después de una hora de recibida la presente a nosotros mismos, o a aquellos a quienes facultaremos para recibirlos, sin que les sea hecho daño, injuria ni desaguisado alguno. De otra manera, desde ahora os declaramos malandrines y traidores, y haremos todo género de esfuerzo para aniquilarlos y para destruiros.
»Firmado por Nos, hoy día víspera de San Macario, en las gradas de la cruz que llaman de la encrucijada, entre las torres de Alanza y las murallas de Segovia».
Más abajo de este escrito veíase una lanza groseramente dibujada con una nota que decía ser aquella la firma del intrépido Roldán; después de tan respetable emblema, hallábase cierta cruz que servía de otro tanto al molinero, y un poco más adelante tropezaban los ojos con letras trazadas por mano menos delicada que atrevida, en las cuales se leía: «el holgazán de San Servando».
Atentos por demás estuvieron los dos caballeros a la lectura de esta singular epístola, y mirándose uno a otro cuando concluyó don Pelayo, como en muestras de la extrañeza que les causaba. Monfort fue el primero que rompió aquel silencio soltando una carcajada violenta, en lo que imitóle, aunque con más moderación, el hijo del condestable. Únicamente el de Alanza conservó la gravedad, y aun manifestóse algo colérico por aquella súbita y destemplada alegría.
-Sabéis lo que francamente os digo, caballeros, que obraríais mejor en pensar lo que debemos hacer, que en dejaros arrastrar de importunas risotadas.
-Nadie diría, respondió Monfort, sino que aún os silban por las orejas las saetas que nos dispararon en la batalla de Aivar. De otra suerte no os hiciese perder el buen humor un cartel de desafío enviado por un holgazán y un molinero.
-Por San Andrés, Mauricio respondió Rodrigo, quisiera que semejante aventura sólo concerniese a tu persona: sabed que no obrarán tales pícaros con ese atrevimiento, si no se viesen favorecidos por alguno capaz de sostenerlos. Por desgracia no faltan cuadrillas de salteadores en nuestras selvas, y yo sé que nada desean tanto como vengarse de mí, por lo muy riguroso que anduve en defender de sus dardos a las liebres y a los venados que las pueblan. Porque hice atar a uno de esos ladrones en las astas de un ciervo montés, que le dio la muerte en menos de cinco minutos, hanme arrojado más flechas que todo el ejército de Aragón en la última campaña.
-Y bien, ¿qué noticias traes?, dijo a un escudero que entraba en el salón, ¿has hecho el reconocimiento que te dije?, ¿pudiste calcular el número de esos vagabundos?
Según se puede colegir por los que se descubren desde la torre más alta, habrá como unos doscientos hombres.
-¡Valiente trago!, exclamó don Rodrigo: ¿ven aquí, señores míos, a lo que me ha expuesto la condescendencia de que sea siempre mi castillo el teatro de vuestros malditos planes? De tal manera y con tal sigilo los concebisteis y llevasteis a efecto, que reunido habéis en torno todas las abejas de la comarca.
-Los zánganos queréis decir, interrumpió Monfort, pues no merecen otro nombre las hordas de gente holgazana, que en vez de ganar honradamente su vida, pásanla por bosques y encrucijadas a expensas de los ciervos que matan, y de los pasajeros que limpian. Zánganos, repito, porque si bien parecen abajas, no tienen travesura ni aguijones.
-¡No tienen aguijones!, respondió el de Alanza, ¿pues qué nombre daréis a esas flechas de tras pies con las que atraviesan la armadura de más fino temple, excepto las mallas de Vizcaya, y que dan siempre en el blanco, aunque no les presente más campo que la línea de un cabello?
-Ea, basta, señor caballero, interrumpió don Pelayo; reunid la gente de vuestro alcázar, y salgamos a dispersarles. Un solo paladín, un hombre de armas siquiera, basta para poner en huida a veinte de esos cobardes.
-Basta y sobre, interrumpió Monfort, y si algún escrúpulo me queda, es el de enristrar la lanza contra canalla tan pérfida.
- No dejarais de tener razón si se hablase de los moros de Granada, caballero de Luna, o si tuviésemos que haberlas con franceses de la frontera, Mauricio de Monfort; pero se trata de paisanos de Castilla, bravos, valientes y tercos, de robusto puño y de brazo muy certero, contra quienes no tenemos más ventajas que las de nuestras armaduras y caballos, harto débiles por cierto si continúan abroquelándose en los bosques. Habláis de hacer una salida, y apenas tenemos el número necesario de guerreros para la defensa del castillo, estando mis mejores hombres de armas haciendo cada día generosa muestra de su denuedo y pujanza en la vanguardia del ejército.
-Sin embargo, dijo el de Luna, no creo que debamos temer que asalten este castillo.
-No lo temo porque les falta un capitán que les mande, porque carecen de máquinas guerreras, y porque están destituidos de conocimientos militares; pero como pudiesen contar con alguno de estos recursos, no dejaríamos de hallarnos en presto y notable aprieto. Añadid a eso que ocupaba la corte de sí misma, y aburrida con el continuo espectáculo de tantas luchas y guerras intestinas, no hace caso de semejantes contiendas, y hállase sobrado débil para impedir que se tomen a viva fuerza los alcázares.
Y es tal, sobre todo, dijo don Pelayo, la persecución que en el día arman a nuestro partido, que en vez de darnos socorro, verían nuestra destrucción los grandes con extraordinario júbilo.
-Pues enviad un mensaje a los amigos, diciéndoles que preparen sus gentes para correr al auxilio de tres caballeros sitiados en el castillo feudal de don Rodrigo, por un molinero y un vagabundo.
-La chanza no es de sazón, noble Mauricio: ¿a quién diablos queréis que me dirija?... Astorga y Castromerin se hallan en el ejército, y Villena y Santillana al lado de don Enrique para concluir esa perezosa paz que nunca acabará de publicarse.
-Pues lo mejor que hay que obrar en tan singular apuro, dijo el de Luna, es enviarles un mensaje, intimándoles que se retiren, a ver si se gana algún tiempo y cambian de aspecto los asuntos.
-Cuando dais ese consejo, respondió el de Alanza, supongo que sabréis de escribir. No nos falta quien se encargue del pliego, pero sí lo necesario a fin de extender la carta. Vive Dios, que si fuera posible hallar el escritorio del antiguo capellán del alcázar, que se murió por no poder tolerar mis malas mañas, estaríamos medianamente socorridos.
-A lo que presumo, dijo el escudero, está en el último aposento de la torre que mira a la ermita de Alanza, pues lo conservaba la pobre Bárbara como un recuerdo de aquel santo hombre.
-¿Allí donde murió hace pocos días esa carcomida vieja?, preguntóle don Rodrigo.
-Precisamente, prosiguió el soldado, y donde se halla aún su desagradable esqueleto, arrojando inmunda peste.
-¡Pícaro!, gritó el de Alanza, ¿y tienes el insolente descaro de decirlo en mi presencia?
-Es que la otra noche subí una luz a la torre para alumbrar el cadáver que yo mismo había envuelto en una sábana blanca; pues bien..., pero, señor, os suplico no os alteréis en manera alguna...
-Prosigue, holgazán, prosigue: y como no acabes pronto ese desventurado cuento, yo haré que vengan a refrescarte la memoria.
-Dejé la luz junto al cadáver de la vieja, y quise rezarla un rato a fin de que perdonase las indecentes injurias que le dije el otro día para hacerla salir de la estancia donde hilaba. Apenas había empezado mi plegaria silenciosa, parecióme que se movía el cadáver debajo de la sábana, y oí una voz peregrina que en medio de la quietud de la noche entonaba cierta canción misteriosa y melancólica. A tan desusado incidente temblé, me estremecí; y aunque al través de una aspillera quise averiguar si el canto venía de persona humana, no descubrí alma viviente en todo el campo, y salí con precipitación del aposento, sin que después de esta ocurrencia se haya atrevido a entrar en él ninguno de mis camaradas.
-Miserable cobarde, dijo don Rodrigo, ¿y eres tú aquel valiente Bullanga que acometía el primero los más erguidos alcázares? Vete de mi presencia, poltrón, y como no me traigas la escribanía que te digo, hete de arrancar los ojos y meter en lugar de ellos un par de ascuas ardiendo.
-Iré, dijo Bullanga entre dientes y encaminándose a la torre; pero Merlín me ha asegurado mil veces que he de morir a las manos de un desalmado hechicero; y cuando le conté mi negra aventura confirmóme que sin duda era el diablo el que cantaba. Voy a probar si le encuentro y me hace la merced de subir por el tintero, pues nada tiene que recelar de parte del demonio, si es cierto lo que por ahí dicen que es ahijado suyo.
Prepárese el señor de Luna a escribir una respuesta a ese atrevido cartel, conforme voy a dictársela, dijo Rodrigo en cuanto salió el escudero.
-Más gustaría responderles con la punta de la lanza; pero no habiendo otro recurso, aquí me tenéis dispuesto a todo lo que gustaréis.
Trajeron dentro de un rato la escribanía que pidieran; y sentóse ante una mesa el hijo del condestable mientras dictábale su amigo una carta concebida en los términos siguientes:
«D. Rodrigo de Alcalá, señor del alcázar de Alanza, y los caballeros de hidalga cuna que en su compañía se hallan, no reciben carteles provocativos de siervos ni de vasallos. Si hay entre ellos alguno que aspire al derecho de caballero, debe saber que se degrada con mezclarse entre gentes de baja y perversa ralea. Por lo que respecta a los prisioneros que hemos hecho, usaremos de ellos según nuestra voluntad y talante, sin aguardar el beneplácito de salteadores de caminos, a quienes participamos por un movimiento por un movimiento de caridad cristiana, que hemos elevado una horca de cuarenta codos en el patio grande de nuestro castillo, a fin de que luzcan su habilidad y se gallardeen en ella a medida que los vayamos cazando».
Una vez cerrado el pliego, mandáronlo llevar al paisano que trajera el de Roldán y sus camaradas, y esperaba la respuesta a poca distancia del castillo.
Habiendo desempeñado este audaz mensajero su comisión de la manera que se ha dicho, volviese al cuartel general de las tropas aliadas, establecido, según se manifestaba en la demanda, al pie de la cruz poco distante de aquel ominoso alcázar. Hallábase en ella Roberto de Maristany con algunos de los vasallos de Ramiro, el molinero que había dado acogida al caballero del Cisne, y varios amigos y dependientes suyos que acudieron recelosos de que no hubiese acaecido algún desmán a tan célebre guerrero. Veíase también entre ellos un paladín cubierto de armas negras con la visera caída, llevando el séquito de unos ochenta hombres de armas, robustos, obedientes y resueltos. Era el caso que habiendo hallado a Roldán con la tropa que le obedecía, hablóle privadamente, y enterado sin duda del objeto de su expedición, quiso acompañarle en ella y coadyuvar con todas sus fuerzas al logro de tan osada y recomendable empresa. Además de tales gentes, notábase asimismo gran número de los flecheros que andaban divagando por aquellos campos, los cuales, como temiera el de Alanza, aprovechaban gustosos la ocasión de acometerle. Si bien los soldados de Roldán ofrecían en su aspecto un aire imponente y guerrero, no dejaba de observarse igual marcialidad en los que determinadamente seguían al paladín que hemos dicho, y se firmaba en la carta el holgazán de San Servando. Y sea por el mayor número de hombres de armas que iban a sus órdenes, ya por ciertos indicios de pericia militar y elevado nacimiento que se traslucían en él, profesábanle cierto respeto, y obedecíanle todos con absoluta confianza. Hasta los mismos paisanos de las selvas se manifestaban a su presencia disciplinados y comedidos, dando bien a comprender que solo de su valor esperaban el buen éxito de su temerario arrojo. A él, pues, y al buen Roberto dirigióse el mensajero, y presentóles la respuesta que le habían entregado en el castillo de Alanza.
-Por el báculo de San Macario, gritó Roldán, aquel báculo digo que llevó más ovejas al redil que ningún otro cayado sea de mitrado abad o de reverendo obispo, desearía comprender lo que canta ese pergamino viejo. Pero siempre encomendaba al diablo al que cuando era más joven quiso enseñarme a leer, y más me alegraba el corazón la vista de un zafio lencero, que la de un tieso doctor con sus hábitos de ceremonia.
-Dijo, y entregó la carta al molinero, el cual, abriendo extraordinariamente los ojos y la boca, pasóla al campeón de las armas negras, como si fuese para él un animal del otro mundo.
-¡Con que al fin he de ser yo el escribiente y el intérprete!, dijo el caballero, vaya, pues, estadme atentos mientras leo lo que contiene el tal escrito.
-¡disponer a su talante de la doncella de Urgel, y del caballero del Cisne!, exclamó Roldán así que acabó el incógnito la lectura: ¿estáis bien seguro, noble señor, de que dice ese mensaje lo mismo que nos leísteis?
-Segurísimo, honrado Roberto, y aún más lo estoy de que son muy capaces de obrar con la misma ferocidad y arrogancia que se explican.
-Pues no hay, dijo el molinero, sino apoderados del castillo, aunque hubiésemos de arrancar con nuestras propias manos cada una de sus piedras.
-No obstante, repuso el incógnito, tal vez sea un ardid para ganar tiempo; pero si no me engaño ahí tenéis al gitano Merlín, que viene a darnos cuenta de lo que pasa en Alanza.
-Acércate, hijo del diablo, gritóle Roldán, y mira a que desesperado término nos traen tus ponzoñosos avisos. Bien haces en volver los ojos tiernamente hacia ese roble, porque entre sus altas ramas echarás ahora mismo la última cabriola.
-No será antes de librar a la hija de Armengol y al noble campeón del Cisne, respondió Merlín. Sabed que cuando cumplió la cita que yo le dí al pie del torreón donde guardaban entonces a la inocente Matilde, tuvo la maldita ocurrencia de cantarnos un romance a eso de la media noche. Venía de Segovia el caballero Monfort, y acudiendo a los ecos de aquella música intempestiva y nocturna, estúvolo escuchando desde muy corta distancia. En cuanto lo reparó don Ramiro fuese arrogante hacia él preguntándole quién era, y después de no sé qué dimes y diretes, cometieron la sandez de echar mano a las espadas y acuchillarse muy a su sabor, cual si fuesen dos mortales enemigos. El del Cisne estaba herido, el de Monfort es robusto, y aquel cayó por lo tanto sobre la ensangrentada yerba exánime y sin aliento. Su contrario trató de rociarle el rostro, y al levantarle la visera reconoció fácilmente las varoniles facciones de Ramiro de Linares. Allí fueron los lamentos y el renegar de sí mismo; mas no pudiendo remediar el mal que estaba ya hecho, mandólo subir al castillo, donde sis revelar su nombre atiende a su curación, en agradecimiento a la mucha cortesía de que ha usado con él en varias justas y torneos. De consiguiente corre el peligroso riesgo de que descubran quién es, y se venguen en su sangre el de Alanza y el de Luna.
-No se vengarán, por vida de San Jenaro, mientras mi brazo pueda empuñar una espada, dijo Roldán poniéndose en pie y mirando con inflados ojos a los soldados y flecheros que acudieron impacientes a saber la decisión de aquel consejo de guerra.
-¿Y cómo es, preguntó a Merlín el de las armas sombrías, que nada nos dices con referencia a Matilde?
-Matilde, respondió el gitano, ha logrado por medio de Monfort el poder curar las llagas del caballero del Cisne, y parece como resuelta a morir desde que la desgracia de este único amigo se agrega a la prisión del conde Arnaldo. Ella me envía a deciros, que no perdonéis diligencia para asaltar el alcázar y libertar al héroe del aragón, que actualmente se halla en él por haber querido socorrerla.
¿Lo oís?, ¿lo oís, bravos y ardientes amigos?, gritó el caballero a la multitud que le rodeaba: preparaos a la vez y arrojémonos contra aquella perniciosa guarida, mientras nos prometen ocasión algo oportuna el retardo de la paz y las jaranas de Segovia.
-Harto preparados y resueltos nos hallamos, respondió el de Maristany: llevadnos, noble señor, al duro asalto; llevadnos donde muramos por Linares y Matilde, o les demos la suspirada libertad gloriosos y triunfantes.
Percibióse en esto un murmullo de voces y un ruido de armaduras que anunciaba el entusiasmo de aquellos guerreros. ¡Pimentel!, clamaban unos; ¡Matilde!, respondían otros; ¡muerte al de Alanza y al de Luna!, gritaban todos ardiendo en bélica saña.
-ánimo, hijos míos, exclamó el paladín de los lúgubres arneses: ese marcial movimiento es el presagio feliz de nuestro triunfo: hoy daremos al mundo un ejemplo de generosa amistad, y purgaremos esta comarca de los monstruos que la infestan.
Alzaron aquellos valientes mil bulliciosos clamores, y retiróse el caballero don Roberto y el gitanillo Merlín para enterarse algo a fondo de la situación del castillo, y ver de combinar el plan más favorable y la hora más conveniente de atacarlo.
Tan prontas y ejecutivas fueron las hostiles disposiciones que tomaron, que no sin justísima causa, desde el romper de la aurora hubieron de alarmar súbitamente a los jefes y guarnición del fuerte alcázar de Alanza.
-Venid, venid con mil diablos, decía don Rodrigo al de Luna y a Monfort; corred y veréis desde esta ventana el alarde que hacen esos pícaros de avanzar y acometernos. Por Santiago juraría que levantan parapetos enfrente de las murallas, mientras aquellas muchedumbre de flecheros que aparece entre las primeras líneas de los árboles del bosque, ya indica la negra nube precursora del granizo.
Acudieron los dos caballeros a las voces de Rodrigo, y en tanto que observaban los movimientos de los sitiadores, tocó la corneta el de Alanza, y reuniendo sus gentes mandóles correr a las murallas y ocupar el puesto que ya tenían señalado.
-Mauricio, añadió volviéndose al de Monfort, encargarte debes del lado que corresponde al oriente: tú, noble don Pelayo, defenderás el opuesto; y yo con veinte y cinco de mis mejores soldados recorreré incesantemente todo el muro. Obre todo, amigos míos, no os ciñáis a la defensa de un solo sitio; preciso es que nos hallemos en ciento; que nos multipliquemos, por decirlo así, de tal manera, que nuestro brazo siembre por mil partes la confianza en nuestras gentes y el terror en los contrarios. Escasos somos en número; pero la actividad, la pericia y el valor, pueden darnos admirables ventajas sobre una turba de villanos y bandidos. ¡Hola! ¡Anselmo!, manda hervir calderas de aceite y de pez para rociar los cráneos de esos rebeldes: amontónense las piedras, ármense las ballestas, y enarbólese en la torre más alta del castillo la antigua bandera de los señores de Alanza: poco saben esos bribones a qué casta de pájaros andan buscando quimera. Encerrad todas las mujeres en la capilla del alcázar para que no nos aturdan con sus gritos, y recen tranquilamente en ella en disposición de escarmentarlos para siempre.
-En cuanto hubo dicho esto fuéronse los tres barones a los muros del castillo, donde aguardaron con grave calma e imponente esfuerzo el recio y denodado ataque que les estaba amenazando.