Los bandos de Castilla: 23


Capítulo XXII editar

Lance nocturno.


La noche cubría la tierra con su manto, y su silencio profundo reinaba en derredor de las almenas de Alanza, levemente interrumpido por el sonoro murmullo del raudal que bañaba aquellos campos, bajando con manso ruido desde el centro de la sierra. Nubes densas y flotantes corrían por la estrellada bóveda del cielo: lanzaban luna creciente débil y argentada lumbre, y todo manifestaba la hora del universal descanso.

Salía entonces el caballero del Cisne vestido de todas armas de la más cercana selva, donde permaneciera oculto y dejara su bridón atado a los mismos árboles, y enderezaba el paso lento hacia aquel triste y misterioso edificio. Habiendo dado la vuelta en derredor de los muros, detúvose pensativo al pie de uno de sus erguidos torreones, y con los brazos cruzados sobre el pecho, contemplólo largo espacio mientras brillaba su alto yelmo al plateado vislumbre que despide el melancólico astro de la noche. Aguardaba, confiado en las promesas de Merlín, que le hicieran cierta seña desde la robusta torre, e iba atisbando sus claraboyas y rejas no sin agitación curiosa, deteniéndose algunas veces en su callado paseo, y otras aplicando el oído cual si anhelase percibir alguna voz que le llamara. Desvanecida, empero, esta presunción, volvía el paladín a su incertidumbre primera, hasta que el murmullo del arroyo o el suspiro del viento de la sierra engañaban nuevamente su acalorado deseo. Después de dos horas mortales la campana del castillo señaló la media noche: oyóse entonces el grito de las centinelas y un lejano rumor de pasos y armaduras, dando la idea de que iban a relevarlas. Pasó, no obstante, aquel momentáneo ruido; volvió todo a caer en un sepulcral silencio, y el ánimo del caballero en la indecisión y el desaliento que inspira el ver desvanecido un débil rayo de esperanza. Otra hora había lentamente corrido desde que sonó la que hemos dicho, y lleno de inquietud y zozobra iba a regresar a la selva, cuando le pareció distinguir el reflejo de una luz pálida en los aposentos superiores de la torre. Estúvola mirando con cierto enajenamiento cansado de verla brillar siempre inmóvil, y apoyándose contra un árbol corpulento que allí mismo se elevaba, sin nunca apartar los ojos de su llama moribunda, cantó con voz tímida y doliente este antiguo romance:


La vuelta del Cruzado.

Cubre del Albión los campos
noche silenciosa y triste,
y al pie de antiguo castillo
un paladín se distingue.
Lleva brillante armadura,
victoriosa espada ciñe,
y en su alto yelmo tremolan
plumas de varios matices.
Vuelve del mágico oriente
donde intrépido y felice,
fue terror de los infieles
en las más sangrientas lides.
Canta, empero, sus pesares
a la hermosa que allí vive:
pesares que el eco blando
muy tiernamente repite.
¡Ay!, ¡quién sabe si a sus cuitas
dejó ya de ser sensible!...,
que la porfía y la ausencia
mayores constancias rinden.
«Grata mi canción escucha,
gallarda joven, le dice,
y mis ardientes suspiros
eterna pasión te inspiren.
Ellos mi ardor mitigaban
en los áridos países,
que del Jordán milagroso
baña la corriente humilde.
Entregado allí mil veces
a memorias juveniles,
lágrimas de entrambos ojos
verter lánguido me hiciste.
Llevan tu plácido nombre
cien palmeras, y esculpíle
también por las altas peñas,
que aquel lugar santo ciñen.
Repitiéralo soberbio
al poner la lanza en ristre,
arremetiendo impetuoso
con pujantes adalides.
Luché, vencí; sin aliento
unos a mis plantas vide,
otros perdón alcanzaron
y en tu nombre fueron libres.
Mas, ¿de qué, fortuna ingrata,
a un desdichado le sirve
besar ausente los grillos,
que un tiempo arrastró felice?
La beldad por quien constante,
mísero amador, suspires,
ensálzanla trovadores
en voluptuosos festines.
Los requiebros allí escucha
de guerreros más gentiles,
y hónranla de nuevo amante
cien regalados rubíes.
¡Oh!, ¡nunca de Sión volvieran
en busca de prez tan triste
los sin ventura nacidos,
los burlados paladines!»
Así dijo el caballero,
porque la dama insensible
desoye un canto más dulce
que el del moribundo Cisne.
De nube sutil saliendo
la luna en tanto despide
un melancólico rayo,
que al héroe doliente aflige.
Del solitario castillo
las galerías distingue,
y hasta las lindas labores
de sus góticos perfiles.
Ya el paladín se marchaba;
mas vuelve a mirarlo y gime,
y una lágrima en su rostro
fugitiva se percibe.
De nuevo a la selva oscura
el lento paso dirige,
cruza en el pecho ambos brazos,
y sollozando repite:
«¡Nunca de Salen volvieran
en busca de prez tan triste,
los sin ventura nacidos,
los burlados paladines!»


Apenas finalizaba la última estancia, observó que le habían escuchado dos hombres de armas desde las plantas acuáticas del frondoso cuanto humilde riachuelo que iba lentamente humedeciendo aquellos prados. Dirigióse con altanería hacia ellos el caballero, y díjoles en tono bastante áspero:

-¿Quién va allá?, ¿es amigo o enemigo?

-Alto, detente, le gritaron; y si aprecias la vida dinos tú mismo quién eres.

-Adivínalo si te place en el modo de esgrimir una hoja toledana.

Echaron sin más ceremonia mano a las espadas, habiendo mandado el guerrero del bosque al otro que iba con él, que se mantuviese quieto. Pero el éxito no anduvo por largo tiempo indeciso: el caballero del Cisne se hallaba entonces sin fuerzas, y el que escuchó su romance parecía bastante diestro y vigoroso. De consiguiente derribólo a las primeras cuchilladas, y corriendo encima de él, mandóle con arrogancia que se rindiese y declarase el objeto que allí le traía, amenazándole de lo contrario con la muerte, para lo cual introducía la punta del acero por entre las barras de su calada visera. Viendo que nada le hablaba, mandó a su escudero que trajese agua del cercano arroyo, y empezó a rociarle el rostro después de haber desatado las correas de su yelmo. Escapándose entonces la luna de entre un grupo de nubes que la tuvieron momentáneamente oculta, derramaba sus limpios rayos sobre el lánguido semblante del desmayado adalid, a quien continuaba prodigando su contrario los más atentos y obsequiosos servicios.

-Corre, corre, dijo, repentinamente al escudero al distinguir las facciones del caballero del Cisne: vuelve por vida tuya al raudal y llena de agua mi propio casco. ¡Es posible que haya visto caer tan fácilmente la mejor lanza de aragón y de Castilla!, bien he pagado por cierto la cortesía de que usó conmigo en las justas de Segovia. Dame ese yelmo, Guzmán, prosiguió diciendo al escudero que ya volvía, dame ese yelmo, te digo, y sosténlo por la espalda mientras yo le baño el rostro. Ya vuelve, ya vuelve en sí: ánimo, hijo del ilustre de don Íñigo; nada temáis, en nombre del cielo os lo juro; la suerte os ha hecho caer en manos de Mauricio de Monfort, el más ardiente de vuestros admiradores..., pero ¡oh Dios!, todo fue ilusión..., mírale, oh Guzmán, mírale pálido y exánime a pesar de su denuedo y del glorioso renombre que lo hiciera tan famoso.

-Pues no hay más, señor, dijo el escudero, sino llevarlo al castillo donde veamos de curarle las heridas, y detener sobre todo la sangre que va saliendo por ellas.

-Dices bien, respondió el caballero, sólo recelo que le conozcan don Pelayo o don Rodrigo, y que no haya en el alcázar quien sepa razonablemente el arte de cirujano. No obstante, continuó dándose una palmada en la frente, como pudiera hacer de modo que Matilde de Urgel le viese y le cuidase..., no hay que preguntar si será diestra en arte tan precioso y divino, pues forma parte esencial de educación algo noble y esmerada, y la hija de Armengol la ha recibido muy culta en las monjas parisienses de San Dionisio. Por la virgen de Monserrate que si llego a conseguir esto, yo haré en cuanto a lo demás que pase el del Cisne por uno de mis amigos; a cuyo efecto ya tendrás cuenta, oh Guzmán, de esparcir esta voz por el alcázar, y aun de andar en derredor del aposento donde coloqué a don Ramiro, para alejar de allí a los curiosos e importunos.

Introdujo Monfort al ilustre herido en el castillo de Alanza, y haciéndolo pasar por cierto amigo que acababa de tener un desgraciado encuentro, acomodólo en estancia bastante bien alhajada, no lejos de la que entonces con su doncella ocupaba la dulcísima Matilde. Enseguida pudo enterar a esta joven de todo lo que ocurría, la cual no acababa de expresar su noble agradecimiento, al oír que la sería permitido cicatrizar las heridas del caballero del Cisne. Ya sabía por el gitano que el hijo de don Íñigo iba a enristrar la lanza para libertarla; pero el haberla destinado por aquellos días aposento más suntuoso en razón de las miras que secretamente tenían con ella don Pelayo y don Rodrigo, y la casualidad de emplear este último hasta muy entrada la noche el astuto y tracista Merlín, frustraron el plan concebido, y sumergieron nuevamente a Matilde en la desolación y el cautiverio.

Cuando acompañada de Monfort y de su doncella se acercó al lecho del caballero del Cisne, hallaron que aún no había recobrado el conocimiento. Examinó Matilde sus heridas, y ayudados por los dos que iban con ella delicadamente vendólas con cierto decoro y primorosa eficacia, que a tiro de arcabuz indicaban no sé qué agradable mezcla de compasión y de ternura. Sabido es que en aquellos siglos heroicos o caballerescos, las mujeres de alta clase estaban iniciadas en los secretos de la cirugía, y que era bastante común debiese un paladín la curación de sus heridas a los cuidados de la hermosa cuyos ojos habían abierto otra más profunda en su alma.

Así se pasó todo el día siguiente, y ya se ocultaba el sol entre los montes cuando recobró el caballero del Cisne el uso de sus sentidos. Cual si despertara de largo y confuso sueño, vagaba su débil espíritu entre mil ideas incoherentes y revueltas. Incapaz de recordar exactamente las circunstancias que habían dado margen a su último combate, ni de seguir la cadena de los acontecimientos que le traían a tan desagradable término, no sabía en qué fijarse, y aun dudaba si le estaban fascinando las ilusorias imágenes de algún momentáneo deliquio. Al dolor que le causaban las heridas, a su debilidad y pocas fuerzas, mezclábanse recuerdos vagos de enemistad y refriegas; veía ardientes caballos arrojándose unos contra otros, chocar y derribarse en la arena; oía el sonoro ruido de trompetas y armaduras, los gritos de los combatientes y el fragoso tumulto de una reñida batalla. En esto hizo un esfuerzo por apartar la cortina del lecho donde le habían colocado, y al lograrlo, aunque con bastante dificultad, hallóse lleno de sorpresa en aposento tan magnífico y suntuoso, que le confirmó la idea de que sólo la mágica oscilación de un sueño podía de repente transportarle desde ensangrentada pendencia a un encantado castillo. Ya se puede presumir que esta ilusión sería maravillosamente sostenida al ver entrar con silenciosos pasos en la misma estancia una dama cuya belleza y compostura indicaban desde lejos esmerada educación y el más noble nacimiento. Otra joven la seguía con las mismas precauciones, destinada, según pudo juzgar el doliente, a su particular servicio.

Lance tan singular e imprevisto era una especie de aparición celestial para el caballero del Cisne, quien al afecto de salir de la curiosidad y admiración con que luchaba, iba a dirigir la palabra a la más ilustre de ellas, cuando con el dedo en la boca le hizo seña de que guardase silencio. Entretanto descubrió la sirvienta el pecho de don Ramiro, y examinando sus llagas la ruborosa Matilde, vio con singular complacencia que le daban fundadas esperanzas de cicatrizarse en breve. Manifestó una modestia y simplicidad tan llenas de gracia y decoro en el desempeño de este servicio, que aun en siglos más civilizados habría desvanecido cuanto pudiese ofender la delicadeza de la más tímida doncella de su sexo. No era una verdad tierna inclinada sobre el lecho de gentil y lastimado caballero, a fin de catarle y vendar suavemente sus heridas..., desvanecíase esta idea para hacer lugar a la de un espíritu bienhechor que desviaba con angelical influjo la guadaña de la muerte. Dios Matilde algunas órdenes en su dialecto provincial a la sirvienta que iba con ella, la que habituada sin duda a ayudarla en lances de la misma especie, ejecutólas con notable prontitud e inteligencia.

Los acentos de una lengua extraña parecen regularmente duros a los oídos de aquel que no la comprende; pero saliendo limpios y sonoros de la boca de Matilde, produjeron el efecto mágico y novelesco que atribuye la imaginación a los encantos de aquellos genios, que se complace en crear durante sus más poéticos arrebatos. Verdad es que no eran inteligibles al doliente don Ramiro; pero el suave metal de la voz que los pronunciaba, y la mirada bondadosa y tímida que los ennoblecía, hacíanlos llegar hasta el corazón, y excitaban suavísima ternura. Dejóse vendar el hijo de don Íñigo sin abrir nunca los labios, y sólo se determinó a practicarlo al ver que le abandonaba el ángel a quien tantos favores debía.

-Celestial criatura, díjola sin conocerla a causa de su debilidad, del desorden de las ideas, y de la luz algo sombría que daban al aposento los pintados vidrios de la gótica ventana: celestial criatura, os doy las más sinceras gracias por tanta oficiosidad y cortesía; sólo deseara saber a quien debo esos singulares beneficios.

-Si logro la dicha de que os sean agradables, os suplico que observéis severo silencio, hasta tanto que lo podáis romper con mi permiso.

-Así diciendo, una sonrisa leve animó momentáneamente su hermosísimo semblante, en el cual se leían no sé qué indicios de un melancólico abatimiento.

-Yo callaré cuando sepa quien sois y el nombre de la generosa belleza que, según me plazco en creer, os ha enviado tan oportunamente a socorrerme. Desde ahora vuelvo a jurarla el justo reconocimiento a que su ternura y sus bondades le dan un derecho para siempre sagrado: desde ahora...

-No os fatiguéis, señor caballero, y desvaneced toda suerte de ilusiones peligrosas. A mí nadie me envía; os sirvo por amistad y por ley de agradecimiento. El héroe que a pesar de sus heridas arriesgóse a combatir por la desgraciada Matilde, es justo que sea curado y socorrido por ella. Aun prescindiendo de esta nueva obligación ¡cuántas, señor caballero, cuántas no os debe la antigua casa de Urgel para que de repente las olviden sus infelices herederos!

-¡Matilde!, exclamó el herido, ¿es posible que seáis vos? Ahora recuerdo los sucesos que han motivado mis heridas, aunque no puedo atinar como nos dejan estar juntos.

-Todo prometo explicároslo; pero aguardaremos para ello a que el descanso os restituya las fuerzas.

No podemos decir si la hermosa Blanca de Castromerin hubiera quedado muy complacida al ver la tierna emoción con que su caballero fijara los blandos ojos en las nobles facciones de Matilde, y en aquellos dulcísimos luceros que brillaban suavemente por entre sombríos párpados, lo que diera margen a un célebre trovador para compararlos a la estrella vespertina, vibrando sus trémulos rayos al través de una selva de jazmines. Pero Ramiro era demasiado buen amante para manifestar a otra dama que a la suya más que cortesanía y agradecimiento. Cual si la hija de Armengol lo hubiese previsto, apresuróse a desvanecer su error, haciéndole comprender que no lo cuidaba por particular encargo de ninguna otra persona interesada en su suerte; mas como a pesar de sus talentos y alma grande, no estaba exenta Matilde de algunas flaquezas peculiares a la especie humana, no pudo menos de suspirar secretamente al ver que la ternura y el enajenamiento manifestados por Ramiro a su bienhechora, cambiábanse de repente en amistoso respeto, sabiendo que los debía a la hermana del conde Arnaldo. Pensativa y bondadosa cedió a las impacientes súplicas del caballero, y refirióle los últimos acaecimientos enterándole de cuanto debía a la cortés correspondencia de Mauricio de Monfort, su admirador y su amigo.

-Una sola palabra, dijo el del Cisne después de haberla escuchado con la mayor atención; una sola palabra y prometo moderar mi curiosidad importuna. ¿Sabéis lo que ha sido de un guerrero veterano llamado Roberto de Maristany?

-Siento, respondió Matilde, no poder satisfacer a vuestra pregunta; pero estaré a la mira haciendo por enterarme de cuanto ha ocurrido y suceda. Entretanto acordaos de que no podéis hablar sin permiso de vuestro médico, el cual, puesto que ignora el arte de hacer las heridas, se precia de tal cual inteligencia en el modo de curarlas. Si os abandonaseis en manos de cualquiera de los guerreros que ejercen la cirugía en este castillo, estoy segura de que ni en cuatro meses os vestiríais la coraza.

-¿Y vos, generosa Matilde, cuánto tiempo necesitáis para ponerme en estado de ceñirla?

-Ocho días solamente, con tal que seáis dócil a mis mandatos.

-Lo seré, no lo dudéis; pues vivimos en un tiempo en que todo buen caballero debe desear hallarse en disposición de poner la lanza en ristre. Sabe Dios si apetezco montar a caballo para volar al socorro de mis amigos; libertaros a vos, cara Matilde; salvar al noble Arnaldo, y correr a la ilustre joven..., -aquí se detuvo temeroso de ofender a la hija de Armengol, nombrando a Blanca de Castromerin.

-A la ilustre joven queréis decir, continuó Matilde atando el hilo de su interrumpido discurso, por quien tan esforzadamente peleasteis en el torneo de Segovia.

A pesar de la sangre que había perdido nuestro héroe, encendiéronse en rápido fuego sus mejillas al ver que había dejado traslucir su cariño a la heredera de Castromerin, sin embargo de sus esfuerzos para ocultarlo; por lo que penetrando Matilde la lucha interior que lo agitaba, apresuróse con generosa ternura a suavizarla o distraerla.

Permitidme, le dijo, que haga valer la autoridad de médico para imponeros nuevamente el más profundo silencio: de otra manera no vería recompensadas mis oficiosas atenciones, ni agradecieras al caballero de Monfort lo mucho que arriesga en socorrernos.

Perdón, amable Matilde, vuelvo a decir que callaré, y que no tendréis motivo de reprenderme; pero ¿no es cierto que parezco destinado a causar la desdicha de cuantos me manifiestan algún interés? Honróme el conde de Urgel con su amistad, y aherrojado lo tiene el vengativo condestable de Castilla; funestas han sido mis miradas a la más linda de las damas de esta comarca; y por socorrerme el caballero Monfort, puede de un instante a otro perecer a las manos de un aleve. Ya veis, oh Matilde, cuán desgraciado es el guerrero a quien auxiliáis bondadosa: abandonadlo, abandonadlo al influjo de su estrella, o temed de lo contrario el peso de las desgracias que despiadadamente le persiguen.

-Mal interpretáis, señor caballero, los favores del Altísimo; con su ayuda humillasteis el orgullo de los enemigos de vuestro rey, cuando parecía haber llegado a su colmo; con su ayuda ennoblecisteis y ensalzasteis las banderas de aragón, y acabáis de hallar en medio de vuestros mismo verdugos quien os proteja y os cure. Alentaos, pues, y creed que os ha conservado el cielo para obrar por vuestro medio acciones dignas de aplauso y de recordación eterna. Así que toméis la bebida que os traerá mi doncella, procurad conciliar un apacible descanso desvaneciendo de vuestra imaginación toda idea que no os sea grata y deliciosa.

Dócil el caballero a los preceptos de Matilde, bebió el calmante que le había preparado con sus propias manos, el cual procurándole un sueño tranquilo dulcificó de tal suerte el hervor de su sangre, que la hija de Armengol hallóle al siguiente día sin ningún síntoma de calentura.