Los bandos de Castilla: 25


Capítulo XXIV editar

Continuación.


Comúnmente en los momentos del peligro es cuando se abandona el corazón a dulcísimas confianzas. Una agitación general nos hace manifestar a pesar nuestro ciertas emociones, que en tiempos naturalmente tranquilos hubiéramos disimulado sin duda, puesto que no nos fuera posible el sacudirlas. Sorprendióse Matilde de la secreta satisfacción que sentía hallándose junto a Ramiro en un instante en que todo anunciaba el peligro y la desesperación en torno de ellos. Así es que al tomarle el pulso, al preguntarle por su salud, era tan blando, tan afectuoso su acento, que en él se echaba de ver tomaba por el herido un interés más vehemente del que acaso se figuraba ella misma. Temblábale la mano, espiraba la palabra entre sus labios, y sólo la fría pregunta de Ramiro; ¿sois vos, buena Matilde?, pudo hacerla volver en su acuerdo y disipar su ilusión, recordándola que el afecto que sentía no hallaba por su mal la menor correspondencia. Escapóle una leve sonrisa; pero apenas entendióse lo que respondió al caballero, mientras las preguntas que le dirigió desde entonces volvieron a tomar el carácter grave y poco sensible de una amistad respetuosa.

-Encuéntrome, le dijo el del Cisne, mucho más aliviado de lo que pudiera prometerme, gracias a vuestra ciencia y esmero, amada Matilde.

Llámame amada Matilde, pensó interiormente la hija de Armengol; pero en tono tan poco tierno, que no guarda la menor armonía con la dulzura de estas palabras. Su casco de acero, su perro favorito le serán quizás más apreciables que la huérfana infeliz de San Servando.

-Los dolores de mi cuerpo, continuó el hijo de Pimentel, son leve cosa comparados con las inquietudes de mi espíritu. Según el diálogo de dos hombres de armas que se han detenido frente de la puerta de mi cuarto, veo que el de Alanza y el de Luna se hallan en el castillo y no en la corte o el ejército donde yo les suponía. Y si es esto así, ¿cómo me será posible tomar la vuelta de Asturias adonde me llaman imperiosos deberes?

Ya no habla de Arnaldo ni de Matilde, pensó nuevamente la huérfana; ya no ocupamos en su pecho sino un lugar secundario: el cielo me castiga con justicia por haber fijado tanto tiempo mis ideas en ese buen caballero.

Después de haberme acusado tan generosamente a sí misma, enteróle de que don Rodrigo y don Pelayo se disponían a hacer frente a una tropa de guerreros y paisanos que tenían sitiado aquel castillo.

-¿Y por dicha no sabéis de dónde vienen?, siguió preguntándola el del Cisne: decid, Matilde, ¿no os es conocido su objeto, ni bajo qué ilustre campeón se reúnen y acometen, ni reparasteis tampoco en los timbres de las banderas que tremolan?

-Nada he visto, nada sé, respondió suavemente la hermana del conde Arnaldo: sólo me ocupa el interés de serviros, y de que cuanto antes veáis satisfechos vuestros más dulces deseos.

No tuvo tiempo de responderla el caballero, porque el ruidoso y marcial movimiento que rato había empezara a percibirse en el alcázar, efecto de los preparativos de defensa que se hacían, subió considerablemente, cambiándose en volcánico tumulto y en continuos clamores. Los veloces pasos de los hombres de armas que corrían a las murallas resonaban por los ángulos, por los corredores, por las escaleras de altas torres, y por las prolongadas galerías. Veíanse los barones del alcázar animando a los guerreros, indicándoles lo que debían hacer; y sus voces eran frecuentemente sofocadas por el estrépito mismo de las armas, y por los gritos de guerra en que prorrumpían los soldados. Por muy terrible que fuese semejante escena, y sin embargo de que aumentase su horror la idea de la que iba por momentos a seguirla, mezclábase en ella cierto impulso heroico y sublime, al cual se prestaba el espíritu exaltado de Matilde aun en aquellos instantes de confusión y peligro. Brillaban sus negros ojos, a pesar de que perdieran sus mejillas los suavísimos colores, y resplandecía en su semblante y ademanes no sé qué mezcla de temor y entusiasmo, mientras iba repitiendo en voz baja aquel sagrado texto: «ya se ven brillar los escudos de acero, ya se percibe el silbido de las flechas, el sacudimiento de los venablos y lanzas, y distínguese la imperiosa voz del capitán en medio de los gritos de mil y mil combatientes.»

Pero el caballero del Cisne, semejante al belicoso caballo de este sublime pasaje, ardía de impaciencia al verse sujeto y detenido en el lecho a causa de sus heridas, y hubiera dado cuanto poseía para poder tomar parte en el combate atroz que ya le estaba anunciando aquel espantoso tumulto.

-¡Ah!, ¿si pudiese arrastrarme, exclamó, arrastrarme siquiera hasta aquella ventana, para ver los nobles hechos con que van a distinguirse tantos valientes!... ¡Si pudiera a lo menos disparar una ballesta, o levantar una maza, aunque únicamente fuese para descargar un solo golpe!... ¡Vive Dios!, ¡vive Dios!, ¡me arrancaría las entrañas al verme en situación tan crítica encadenado y sin fuerzas!

-En nombre del cielo moderad esa inquietud, díjole Matilde; templad esa amargura: el estrépito ha de repente cesado, y acaso ya no tendrá lugar el combate que temíamos.

-Nada entendéis en eso, Matilde, respondió el caballero con tono de impaciencia, este silencio solamente prueba que los hombres de armas ya coronan los altos muros, aguardando con imponente calma el embravecido asalto. Lo que oíamos entonces no era más que el bramido precursor del huracán; ahora, empero, está próximo a estallar sobre nuestras propias cabezas..., no hay remedio, quiero probar el asomarme a la ventana.

-No lo lograréis, dijo Matilde con interés y dulzura, y tales esfuerzos retardarán vuestro restablecimiento. Pero al ver su inquietud y su desasosiego:

-Yo misma me colocaré en ella, añadió resuelta, y os iré enterando de cuanto ocurra.

-Os lo prohíbo, Matilde, os lo prohíbo, exclamó con viveza el caballero; cada ventana, cada claraboya va a servir de blanco a los flecheros, y una saeta disparada al azar...

-¡Oh Dios!, yo la bendeciría..., dijo la noble virgen en voz baja, y subiendo un par de escalones construidos debajo de la ventana gótica.

-¡Matilde!, ¡amada Matilde!, prosiguió Ramiro, ved que no se trata ahora de pasatiempos de doncellas: no os expongáis a recibir alguna herida, tal vez, ¡ay de mí!, alguna herida mortal...; ¿quisierais, imprudente niña, que hubiese de echarme en cara el haber sido la causa de vuestra temprana muerte, y que semejante recuerdo envenenase el resto de mis días?... ¡Oh Dios!, no me escucha..., ¡en nombre de la Virgen, cubríos siquiera con aquel escudo, y mostrad el cuerpo lo menos que pudiereis!

Siguió Matilde este último consejo, y descolgando el escudo de que le hablaba el caballero, colocóse en la ventana de manera que sin correr un gran peligro podía observar cuanto pasaba en el campo, e instruir a Ramiro acerca de la audacia, intrepidez y pericia de los sitiadores. La situación, por otra parte, del aposento no podía ser más ventajosa para ello; pues colocado en un ángulo del cuerpo principal del edificio, no sólo dominaba todo el país donde se había elevado su gran mole, sino también las fortificaciones exteriores, contra las cuales parecían dirigirse los primeros esfuerzos de los contrarios. Consistían éstas en una especie de barbacana o reducto, ni muy ancho, ni muy elevado, que servía de defensa y parapetó a la principal puerta del alcázar. Sin embargo, un foso bastante profundo lo separaba de él, por manera que aun en el caso de que cayese en manos del enemigo, era fácil cortar toda la comunicación, retirando algunas tablas que formaban un puente provisional y endeble. Había también en el parapeto una puerta de socorro practicada con bastante disimulo en el muro de su espalda, la que venía a caer frente de la del castillo, y rodeándolo en toda su circunferencia espesas, robustas y puntiagudas estacas. Del número de guerreros destinados a la defensa de este punto, dedujo la generosa Matilde que temían los de Alanza ser atacados por él, cuyo recelo confirmaron desde poco los sitiadores moviendo todas sus fuerzas hacia la misma barbacana de que hablamos. Comunicó la doncella todas esas observaciones a Ramiro de Linares, añadiéndole que una nube de flecheros aparecía junto al bosque, cuyo número no era fácil de calcular, en razón de que la mayor parte de ellos se ocultaba entre los árboles.

-¿Bajó qué bandera marchan, bajo qué insignias campean?, preguntó el caballero.

-La verdad es, respondió Matilde, que no descubro insignia ni bandera alguna.

-¡Cosa bien extraña por cierto!, replicó el del Cisne: ¿quién vio atacar a ordenados escuadrones fuerte castillo feudal sin marchar a banderas desplegadas? ¿Y podréis decirme a lo menos cuáles son sus capitanes?

-Un caballero cubierto de negros arneses es el más notable entre ellos, pues que cuantos le rodean respetan y obedecen sus órdenes.

-¿Y qué armas ostenta su escudo?

-Paréceme distinguir una joven puesta de rodillas, brillando en campo de plata con las manos levantadas y la cabellera tendida.

-¡Doncella en campo de plata!, repitió admirado el caballero del Cisne: a la verdad que no acierto quién haga ostentación de una insignia, que en el lance en que me veo pudiera adoptar por mía ¿Y os sería fácil leer lo que dice la divisa, Matilde?

-Imposible: aun para reconocer la empresa he tenido que espiar el momento en que los rayos del sol hiriesen el limpio escudo.

-Decidme, ¿no distinguís otros jefes?

-Desde esta ventana sólo se descubre el que os he dicho: acaso se hallen por la opuesta parte del alcázar, donde también es probable estén preparando otro asalto; pero helos allí que ya avanzan... ¡Dios de Israel, protegednos!, ¡qué espectáculo tan terrible!, los que marchan en la primera línea van cubiertos de anchos broqueles, e impelen delante de ellos una especie de muro de tablas: síguenles sus compañeros armando sendas ballestas con flechas largas y agudas... ¡Perdona, oh Dios de los ejércitos, perdona a las débiles criaturas que te ofrecen la ira de sus corazones, en vez del pío holocausto de su recíproco amor y de su reconocimiento!

Aquí fue interrumpida por la señal del ataque que repentinamente dieron las trompetas del incógnito y las bocinas de los flecheros, a las que contestaron los de don Rodrigo con timbales y clarines tocando cierta marcha oriental, adoptada por los moros en el acto de trabarse la pelea. Los gritos de ambos partidos aumentaban el tumulto: ¡San Jorge!, decían los sitiadores, y ¡Alanza!, los que desesperadamente defendían el alcázar de este nombre.

Golpes, ardides y esfuerzos siguieron súbitamente a esas demostraciones hostiles. Los flecheros de aquellos bosques acostumbrados a hacer uso del arco contra los venados, lobos y jabalíes que andaban por la sierra, y en las guerras intestinas que se suscitaban todos los días entre poderosos barones, tenían un ojo tan certero, que todas las aberturas de las murallas donde aparecía alguno de los soldados de Alanza, eran el blanco de infinitas saetas, muchas de las cuales no dejaban de penetrar silbando por las angostísimas aspilleras. No es decir por esto que las disparasen al azar: cada flecha llevaba su particular destino bien hacia lo alto de las almenas, bien al través de las claraboyas o boquerones donde se movía un penacho, o donde suponían que pudiese ocultarse algún guerrero. Descargas tan cuerdamente asestadas y sostenidas mataron a dos o tres hombres de la guarnición, e hirieron a otros muchos; mas no por eso lograron los de fuera infundirles desaliento; pues llenos de confianza en su propia intrepidez y en el abrigo que les procuraba el alcázar, mostraban una obstinación en defenderse igual al encarnizamiento de los que les acometían. Hacían llover sobre ellos robustas piedras, dardos y calderas de pez e hirviente aceite, con lo que causaban al enemigo más estragos de los que recibir podían en el murado recinto. Manifestábase tal el coraje y el odio de ambos partidos, que el silbar de las flechas y venablos era sólo interrumpido por los grandes gritos que alzaban los combatientes, cuando experimentaban alguna notable pérdida de sus contrarios.

-¿Y es posible, exclamó Ramiro, que haya de permanecer en este lecho como un perro sujeto a al cadena, mientras otros están disputando una victoria de tal peso para nosotros, que nos puede procurar la libertad y librarnos de la muerte? Subid, subid otra vez a la ventana, buena y generosa Matilde, teniendo el cuidado de cubriros bien con el escudo: subid y decidme por vida vuestra si continúan avanzando llenos de entusiasmo y fervor los sitiadores.

Con un valor fortificado por cierta súplica que dirigiera mentalmente al cielo durante aquel intervalo, volvióse a colocar Matilde en la peligrosa ventana, tomando las posibles precauciones para no ser vista desde fuera.

-Y bien: ¿qué es lo que descubrís, Matilde?

-Nubes de flechas que deslumbran mis ojos, y no me dejan distinguir siquiera los hombres que las disparan.

-¡Flechas!, ¡flechas!, interrumpió el caballero, ¿qué diablos de mal pueden hacer con ellas a esas murallas de piedra? ¡Ah!, no tremolarán sus insignias en las torres de Alanza, si no tratan de asaltarlas a viva fuerza. Pero, Matilde, buscadme al paladín de la virgen, y decidme de su denuedo y conducta, pues por el carácter del capitán vendremos en conocimiento del valor de los soldados.

-No le veo, no le veo, respondió la doncella.

-¡Cobarde!, ¡mal caballero!, interrumpió el del Cisne; ¿sería capaz de soltar el gobernalle cuando brama más recio el huracán?

-No tal, respondió Matilde, no lo suelta, don Ramiro; claramente le descubro marchando a la cabeza de un denodado escuadrón hacia la estacada del parapeto. Ese ruido son los hachazos con que derriban y rompen los aguzados troncos que la forman El negro penacho del caballero ondea sobre los soldados, que se inclinaron para esta operación, como el cuervo que ya vuela por encima de un campo de batalla aguardando el momento de verlo cubierto de cadáveres. Abrieron una brecha..., arrójanse a ella..., recházanlos..., el barón de Alanza pelea al frente de los que defienden el reducto: reconózcolo en la clava que maneja, en la furia con que avanza y en la agigantada estatura. Pero revuelven los sitiadores contra los sitiados; a palmos, a palmos es la brecha atacada y defendida; combaten furiosamente los guerreros cuerpo a cuerpo... ¡Dios mío!, ¡qué cuadro tan sangriento y espantoso!..., ¡se asemejan en su cólera a dos ensañados océanos que impeliese el uno contra el otro el ímpetu de cien huracanes!

Volvió un momento la cabeza la tímida hermana de Arnaldo, por no estar sus ojos acostumbrados a tan horrorosas y desesperadas escenas.

-No los perdáis de vista, Matilde, díjola impaciente el del Cisne, y sin ocurrírsele cuál podía ser la causa que la obligaba a retirarse: ya no se disparan tantas flechas desde que han venido a las manos; el peligro no es tan grave, el interés es mayor; continuad por Dios diciéndome lo que ocurre.

Resignada y obediente volvió a subir Matilde el escalón, que por un impulso maquinal bajara retrocediendo, y otra vez fijó la vista en el campo de batalla.

-¡Virgen santa!, exclamó, Rodrigo de Alanza y el paladín de las armas negras luchan como dos atletas sobre lo más alto de la brecha en medio de la gritería de los feroces soldados, que los atizan y hostigan como se hace con los perros y los toros. Bien se echa de ver en tan bárbaros clamores la importancia que cada partido espera del éxito de ese singular combate. ¡Proteja el cielo la causa del aherrojado y del cautivo!

-Y elevando entonces un doloroso grito: -¡Cayó!..., dijo Matilde.

-¿Quién?, preguntó vivamente el caballero; ¡en nombre de San Cervantes!, decidme, ¿quién ha caído?

-El de los negros arneses, respondió la doncella consternada y angustiosa; pero alzando al mismo tiempo un clamor de júbilo: -No, no, dijo, ¡gloria al Dios de los ejércitos!, ya se levanta el héroe; ya está en pie; ya combate como si tuviese su brazo la pujanza de veinte guerreros. ¡Cielos!, vuela su espada en mil pedazos; pero echa mano al hacha de un soldado y cierra contra el de Alanza sin darle tiempo de respirar si quiera. Tiembla el gigante..., vacila, como una robusta encina bajo la segur del leñador..., ¡cayó!, ¡cayó!...

-¿Quién, vuelvo a decir?, ¿el brutal barón de Alanza?, exclamó Ramiro.

-El de Alanza, sí, el de Alanza. Arrojándose sus soldados a socorrerle llevando a su frente a don Pelayo de Luna: arrebatan al herido de las garras de sus contrarios, y entran lo exánime en el alcázar mientras el campeón de la virgen se ve detenido en su gloriosa victoria.

-Pero los sitiadores, preguntó el del Cisne, ¿han logrado colocarse en la parte interior de la estacada?

-Lo lograron, lo lograron..., y estrechan a los sitiados en las últimas barreras: fijan las escalas para asaltarlas, y suben unos sobre la espalda de otros, llenando la tela del muro como un enjambre de abejas. Arrójanles desde arriba piedras, aceite hirviendo, troncos de árboles, y cuando hieren alguno, otro ocupa inmediatamente el sitio que defendía. ¡Poderoso Dios!, ¿has criado al hombre a imagen tuya para verlo destruir por mano de sus semejantes?

-No penséis en eso, amiga mía; el momento no es a propósito para dar cabida a tales ideas. Decidme qué partido es el que queda vencedor.

-Dóblanse las escalas debajo de los que subían por ellas, prosiguió Matilde; caen en el suelo heridos, moribundos o maltrechos, y los del castillo han vuelto con esto a recuperar la ventaja.

-¡Por la lanza de San Jorge!, ¿serían tan cobardes los sitiadores que ya les hiciese desmayar este primer contratiempo?

-No, no, que ya vuelven al asalto con más encono y bravura. ¡Válgame Dios!, siempre el caballero negro combate en primera fila: acércase ahora con el hacha en la mano a la puerta del reducto... ¿oís los tremendos golpes que descarga en ella?, ellos por sí solos sofocan el tumulto de las armas y los desesperados clamores de tan fieros combatientes: Llueva sobre el casco del audaz campeón furiosa granizada de piedras, flechas y troncos; pero él hace tanto caso de eso como si fuesen leves plumas o balsámicos aromas.

-¡Por vida de San Crisóstomo!, dijo enérgicamente el del Cisne incorporándose en el lecho; no conozco más que un hombre en toda España capaz de descargar unos golpes tan recios y furibundos. Continuad, Matilde.

-Cede la acerada puerta; rómpela el paladín de la virgen; húndese con ruido infernal; todos se precipitan por ella, y el reducto cae en manos de los sitiadores. ¡Dios mío!, ¡Dios mío!, ahora arrojan al foso a los infelices que lo defendieron. Yo les veo dando vueltas y estrellándose de cabeza contra las mismas piedras del muro: ¡oh hombres!, ¡si sois verdaderamente tales, economizad la sangre de los que ya no pueden resistiros!

-Pero el puente, interrumpióla don Ramiro, el puente que comunica con el castillo ¿ha caído también en poder de los que atacan?

-Nada de eso: don Pelayo, después de haber entrado en el alcázar con unos cuantos de los de su comitiva, ha logrado quebrantar las tablas que lo formaban. ¿oís, noble don Ramiro, oís los gritos que anuncian el triste destino de aquellos que no han podido seguirle? ¡Ay de mí!, ¡ya veo que ofrece la victoria un espectáculo más doloroso aún que el combate mismo!

Y ahora, ¿qué es lo que hacen?, observadlo bien, Matilde, pues en momentos como estos el derramamiento de sangre no debe causarnos impresión ni oscurecer nuestros ojos.

-Parece que cesó la matanza, satisfizo la doncella: nuestros amigos se hacen fuertes en la barbacana que han ganado, y les ofrece un abrigo contra las flechas que disparan desde lo alto del alcázar.

-No, no creo que abandonen una empresa tan gloriosamente comenzada: grande confianza me inspira el bravo campeón cuya hacha ha derribado al de Alcalá y ha hecho astillas la puerta. ¡Jamás hubiera creído que hubiese dos hombres dotados de tal ímpetu y pujanza! ¡Una virgen en campo de plata, con el cabello tendido y las manos en alto implorando la misericordia del cielo! Si no estuviera preso diría, al ver su coraje y su divisa, que no puede ser otro que él mismo.

-Escuchad, Matilde, ¿no podéis distinguir en el caballero negro ninguna otra señal por la que vengamos a rastrear su verdadero nombre?

-Nada más distingo en él. Oscuros y sombríos son los arneses que lleva como las alas del murciélago sin que otra insignia resplandezca en su persona; pero después de haberle visto desplegar tan gallardamente en la pelea su vigor y su bravura, reconocerle quisiera entre cien mil combatientes. Lánzase con tanta serenidad a lo más revuelto de la refriega, como si se tratara de las delicias de un festín. Brilla en su aire y movimientos algo de más noble e imponente que la fuerza corporal: toda la elevación de un grande espíritu, toda la energía de un héroe resplandece en cada uno de los golpes con que amedrenta, desbarata y aniquila a sus contrarios. ¡Cuánto recuerdan a mi corazón sensible estas nobles cualidades el carácter impetuoso y brillante de mi hermano!... ¡perdónele Dios, no obstante, la sangre que ahora ha vertido! De todas maneras hay algo de sobrenatural y sublime en el espectáculo de un solo hombre, aterrando con la fuerza de su brazo a inmensa y desalmada muchedumbre!

-¡Matilde!, con tales palabras acabáis de pintar a un héroe. Por lo demás no penséis que tomen los sitiadores algunos momentos de reposo sino para recobrar las fuerzas, y revolver otra vez contra esos lóbregos muros. Conducidos por un jefe tan valiente, ni el temor ni los peligros podrán hacerles desistir de una empresa, que las dificultades mismas hacen más grande y gloriosa. Juro por la señora de mis pensamientos, que consintiera sufrir diez años de cautiverio, por el goce de pelear un solo día al lado de ese paladín triunfante, en una lucha tan noble cual la que ahora se presenta.

-¡Ay de mí!, exclamó Matilde bajando de la ventana y acercándose al lecho del herido, esa indiscreta impaciencia, esa sed de gloria que os agita en medio de la debilidad y la flaqueza retardan en gran manera vuestra cura. ¡Cómo pensáis en hacer heridas a los demás, antes que se hallen las vuestras perfectamente cerradas!

-¡Oh Matilde!, vos no podéis comprender lo que sufre el hombre, a quien alienta el verdadero espíritu de la caballería, al verse encadenado y en inacción vergonzosa como un monje o una dueña, mientras oye el belicoso rumor de victoriosas hazañas. La afición a los combates es la esencia de nuestra vida, y el polvo que se eleva en medio de las batallas la atmósfera donde más libremente respiramos. Sólo apreciamos la existencia en cuanto nos proporciona ocasiones de ceñir brillantes lauros y adquirir grande renombre. Tales son, noble doncella, las leyes de la caballería, leyes que juramos obedecer, y a las que sacrificar debemos lo que tiene el hombre de más precioso y de más caro.

-Y todo eso que decís, oh valiente caballero, ¿no pudiera interpretarse como un sacrificio al genio de la vanagloria, una ofrenda pasada por llama impura para colocarla en las impías aras de Moloc? Cuando rompe la muerte la lanza del hombre guerrero, cuando lo derriba con golpe mortal de su caballo de batalla, ¿qué le resta, decidme, en premio de la sangre que ha vertido, de las fatigas que ha pasado, de las amargas lágrimas que sus temerarias proezas han hecho derramar en el mundo?

-¡Qué le resta!, exclamó Ramiro, ¡qué le resta!..., la gloria, o joven, la gloria que inmortaliza su nombre y hace respetable y sagrada la losa de su sepulcro.

-¡La gloria!, repuso Matilde: ¡ay de mí!..., ¿el trofeo queréis decir de armas cubiertas de orín, pendientes del árbol silvestre que sombrea la tumba de un héroe? Y si no consiste en eso, ¿consistirá en la inscripción medio borrada por el tiempo, que el más hábil de los monjes puede descifrar apenas al curioso peregrino? ¿Y es esa recompensa suficiente para consagrar a sus aras los más suaves afectos de la vida, y desgraciadamente pasarla en sumergir cien familias en el luto y la miseria? ¡Oh Dios!, ¿es posible que los desaliñados versos de un bardo errante, que las proclamas de un heraldo vagabundo, hayan de tener tanto prestigio que les sean sacrificadas la paz, la felicidad, las más dulces emociones? ¡Quién diría que tal pudiese el deseo de figurar en una de esas incultas poesías que los trovadores cantan en magníficos festines, mientras entusiasman a los convidados las protestas y los brindis!

-Por San Andrés, Matilde, exclamó impaciente el caballero, que habláis en orden a materias, para vos según vislumbro absolutamente desconocidas. En vano quisierais extinguir la pura llama del valor caballeresco, aquella llama que distingue al noble del plebeyo, y al caballero del villano, que nos hace anteponer el limpio honor a la vida, sobrellevar mil fatigas, sufrimientos y asperezas, y que nos enseña a no tener miedo sino a la vileza y a la infamia. Pues que, Matilde, ¿no podéis apreciar en su justo valor el sublime fuego que hace palpitar a una doncella ilustre, cuando ejecuta su amante célebres proezas que justifican el cariño que ella le tiene? ¡La caballería!, ¡la caballería!..., he aquí lo que alimenta en pecho hidalgo la generosidad y el heroísmo; he aquí la que socorre al desvalido, protege al huérfano, y hace impotente y odiosa la tiranía y la barbarie. Sin ella fuera la nobleza un nombre vano, y nadie hallaría protección en su broquel y en su lanza.

-En efecto, dijo Matilde, mis ideas no estarán nunca conformes con las de los que hacen gala de esos marciales sentimientos, porque los varones más esclarecidos de mi linaje perecieron en el campo de batalla, o en calabozos oscuros por dejarse arrebatar de esa pasión impetuosa. Hace ya tiempo que no suena la campana de San Servando para convocar a mil guerreros en torno del señor feudal, porque sus fieles vasallos gimen bajo la coyunda de ominosa servidumbre. Tenéis razón, señor caballero; hasta tanto que la bandera de mis padres vuelva a ondear triunfante en los muros de Balaguer o en los torreones de Lérida, la pobre huérfana de Armengol no debe hablar de heroicos hechos ni de sangrientos combates.

Pronunció Matilde esas palabras con cierta sensibilidad y fiereza realzadas por un acento algo patético, muy conveniente a la aflicción que le causaba la memoria del eclipsado esplendor de su familia, y el haberla supuesto el caballero del Cisne incapaz de penetrarse de aquel sublime entusiasmo, que en la carrera del ingenio y de las armas produce los grandes hombres.

-¡Cuán poco, cuán poco conoce la hidalguía de mi pecho, pensaba interiormente la doncella, si lo cree capaz de bajeza y cobardía porque no apruebo esa sed de venganza y de gloria, que sofoca en el ánimo de un guerrero toda venturosa idea de felicidad doméstica! ¡Pluguiese al cielo que mi sangre derramada gota a gota pudiera restablecer la paz entre Aragón y Castilla! ¡Pluguiese al cielo que tuviese la virtud de romper las cadenas de mi hermano, y las de ese mismo joven que tanto me menosprecia!... Entonces viera si la hija de Armengol, aunque sin brillantez ni opulencia, sabría morir con tanto valor por él como esa dama de Austrias que llamaba el otro día en medio de sus delirios!

-¡Fijó entonces los ojos en el caballero del Cisne, y contemplándolo tiernamente, prosiguió con voz muy suave diciendo de esta manera:

-Ya duerme: el cansancio y la fatiga le han procurado un reposo que trataba él de evitar, y que le es tan necesario. ¡Ay de mí!, ¿seré culpable en mirarle, quizás por la vez postrera? ¡Quién sabe!, ¡acaso dentro muy breves instantes no serán ya animadas esas varoniles facciones por el alma fogosa e intrépida, que les presta aún en el sueño mismo una dignidad tan noble! ¡Acaso se verá súbitamente extinguido el resplandor de sus ojos, borrado el carmín de sus entreabiertos labios, pálidas esas mejillas, y al más vil de los impíos satélites que defienden el alcázar arrastrando con los pies sus ensangrentados miembros!... ¡Oh Arnaldo! ¡Oh hermano mío!, ¿es posible que me hagan olvidar de tu ternura las gracias de un paladín que no corresponde a mis afectos?, ¡qué dirías, oh valiente guerrero, si te refiriese alguno en el negro calabozo donde te habrán sumergido, las lágrimas que derrama, y no por ti, la desconsolada Matilde! ¡y qué sé yo si todas las desgracias que nos suceden no son más que el castigo de ese desnaturalizado cariño! Pero he de hacer un esfuerzo para destruir tal flaqueza, aunque tan áspera lucha hubiese de costarme la vida.

Envolvióse en su velo y se sentó a poca distancia del lecho del herido, volviéndole la espalda y armándose de valor, no solamente para sobrellevar los peligros que la amenazaban, sino al efecto de resistir los amorosos movimientos de su pecho, aún más terribles para ella que el cautiverio y la muerte.