Los bailes campestres
En una ocasión, hallándose en la romería de San Juan, o en la de San Pedro, o en la de San Roque, o en la de Santiago, o en la de los Mártires, pues la crónica no lo fija bien; hallándose, digo, en una de estas romerías más de nueve petimetres santanderinos, y no menos de diez damiselas de copete, y hallándose más que regularmente aburridos, lo cual es de necesidad en una romería mientras en ella no se hace otra cosa que ver, oír y brujulear, resolvieron los primeros proponer a las segundas, con las respetuosas salvedades de costumbre, un honesto entretenimiento que, ajustándose en lo posible al carácter del sitio y de la ocasión, fuese digno de las distinguidas personas que se aburrían. Las pudibundas jóvenes aceptaron la propuesta en cuanto al fin. Por lo que hace al modo, los atentísimos galanes, después de discurrir breves instantes, no hallaron, así por razón de honestidad como por razón de sitio, causa, etc., nada más a propósito que un baile improvisado. Las mujeres de entonces, como las de ahora, juzgaban de buena fe que no era un abuso de lenguaje, o, cuando menos, un error de observación, la honestidad del baile; y no dudaron un instante en aceptar el propuesto, con tal que fuese por lo fino, y no al grosero estilo de los populares, como los que tenían delante y formaban el principal objeto de la romería; exigencia que manifiesta bien claro, que también, en el concepto de aquellas escrupulosas beldades, las cabriolas y escarceos, según que se ejecuten de abajo arriba (more plebeyo) o de acá para allá y en derredor (more aristrocrático) son pecaminosos y groseros, o edificantes y solemnes... Digo, pues, que se aceptó la proposición del baile con la restricción consabida, y añado que los proponentes se adhirieron a ella con tanta mayor decisión, cuanto que, a fuer de señores, nunca entró en sus ánimos bailar de otra manera. Acto continuo se procedió a la ejecución del pensamiento. Para teatro de la fiesta se eligió una pradera separada de la romería por un regato, o por un seto trasparente, pues sobre este punto tampoco están las crónicas muy de acuerdo, y para orquesta se ajustaron, por horas, un violinista y un gaitero trashumantes, de los muchos que había en la romería y acaso los únicos que a la sazón se hallaban desocupados. No estaban los sedicientes músicos muy diestros en materia de aires señoriles, pero eran muy amables y pacientes los obsequiosos petimetres; y a fuerza de piafes y silbidos, lograron enseñar al violinista el wals de las patatas. No así al gaitero, que era de suyo más torpe; pero en cambio, sabía tocar el «Ay, ay, ay, mutillac,» el cual aire se aceptó para rigodón, baile que ni de oídas conocía el violinista. Adquiridos tan indispensables elementos, diose principio, a las seis de la tarde, a la distinguida diversión, con no poca sorpresa y hasta admiración de la gente menuda, que invadió bien pronto la pradera, formando ancho y respetuoso círculo alrededor de los danzantes. Por aquel entonces aún no se conocía en España la polka, y el baile de los señores no solamente no se había aclimatado entre la gente del pueblo, sino que aun entre los señores mismos eran limitadísimos los aptos para un lance improvisado como el que se refiere. Y por cierto que debía de haber algo de ignominia en ser de los ineptos, porque es cosa averiguada que, antes de confesarse tal uno de ellos, coram pópulo, deslizábase rápido, y primero se dejaba descuartizar que presentarse a media legua del baile.
El de que voy hablando concluyó al anochecer; y como fue tan grato a los que en él tomaron parte, hablaron éstos del asunto en la ciudad, cundió su fama en paseos y salones, y, por si iban mal dadas, aprendieron a bailar los jóvenes que aún no sabían, y los que sabían mal, se perfeccionaron. Los que pasaban por núcleo de la elegancia y daban el tono en el pueblo, tomaron el lance todavía más por lo serio, y convencidos de que con el aspecto que la cosa presentaba se hacía indispensable su concurrencia en bien de la culta sociedad, que oficialmente parecía aceptar la innovación, no dudaron en hacer un sacrificio, comprometiendo, desde luego, hasta cuatro músicos de profesión para la próxima romería.
A la cual concurrió el señorío en doble número que a las anteriores, llevado de la tentación de la orquesta, con cuya salsa, y la buena disposición en que se hallaban los ánimos, se hizo una pepitoria de bailoteo que tuvo que ver.
Tanto, que en la siguiente romería hubo hasta seis músicos y venticinco parejas de primera fuerza.
Y así, creciendo siempre la fama y el éxito de los bailes campestres, llegaron a hacerse de primera necesidad en todas las romerías próximas a la ciudad, y a tal altura permanecieron durante algunos años.
Al cabo de ellos, notóse que la afluencia de curiosos era sobradamente numerosa; se temió, no sin fundamento, un atropello feroz en el caso probable de una paliza popular; viose, con justificable desagrado, que el gremio de modistas y de costureras, aprovechándose de los perdidos ecos de la orquesta, bailaba también a su compás en un prado inmediato; y por último, se observó con indignación que más de una pareja de aquel campo, intrusándose a la descuidada en el vecino, danzaban en él después con una familiaridad que rayaba en provocación.
A todo esto, la polka había atravesado ya la frontera, y se establecía entre nosotros, no como un huésped, sino como un conquistador. Recordarán ustedes que había sombreros a la polka, y pantalones a la polka, enaguas a la polka y hasta natillas a la polka. Los chicos la tarareaban en la calle, y las fregonas la piafaban en la fuente; vinieron maestros de allende el Pirineo que la enseñaban en veinte lecciones, y las tomaban con avidez las jóvenes distinguidas y los hombres elegantes. Con aquella conquista famosa los salones de baile sufrieron una trasformación radical; porque la polka no era un baile, sino todo un sistema, toda una época. No se olvide que en la polka primitiva había su poco de dislocación, mucho contoneo, y que hasta se exigían, para bailarla en regia, tacones de metal en las botas. De modo que bailar la polka era dar un espectáculo, punto más curioso que el que dar pudieran la Güy Stephan o la Petra Cámara. Pero este espectáculo, si bien en los salones de la ciudad era de buen tono ante una escogida y culta concurrencia, delante de un populacho grosero y sobre la yerba de un prado de Cueto o de Miranda, se prestaba a mil inconvenientes, el menor de los cuales era el ridículo.
Por eso, y por las observaciones y peligros que más atrás apunté, los señores bailarines de las romerías determinaron amparar su diversión favorita con un muro sólido y elevado, contra la curiosidad irreverente de la muchedumbre.
Y hete aquí que junto al campo de la romería se alquiló una huerta de altas tapias, y se sorrapeó una parte de ella, y se puso a la puerta un hombre con orden terminante de no dejar entrar a nadie que no fuese presentado o acompañado por alguno de los señores que mandaban allí.
Con esta garantía de seguridad y de independencia, los bailes campestres adquirieron nuevo vigor, y los autores de tan saludable pensamiento merecieron bien de la culta sociedad santanderina.
Pasaron así algunos años, y los elegantes directores de la ya popular diversión veraniega, cediendo a los rigores del tiempo, que en su marcha inalterable todo lo agosta, lo arruga y lo encanece, tuvieron que abandonar como actores aquel teatro, y limitarse al papel más cómodo, aunque menos deleitoso, de espectadores.
La generación que se presentó a sucederlos en el cargo que dejaban, considerando, a la primera ojeada, que celebrándose algunas romerías a mucha distancia de la población, era preciso, para volver con el crepúsculo a casa, suspender el baile apenas empezado, o empezarle con los garbanzos aún entre los dientes; considerando además que para las señoras, rendidas de brincar, era demasiado largo y penoso, y hasta peligroso, el camino por las callejas de San Juan y San Pedro, y considerando otras varias circunstancias no menos graves, y por último, que la gente del buen tono nada tenía que ver con las rosquillas, cazuelas de guisado, perés y otros groseros excesos de las romerías.
Decretó que en adelante los bailes campestres, respetando, enhorabuena, como motivo de ellos, las romerías, tendrían lugar, por las de San Juan, San Pedro y San Roque, en las huertas de la Atalaya, y por las de Santiago y los Mártires, en las de Miranda. Y así se hizo con gran éxito y por largo tiempo.
Este período de los bailes campestres, que pudiera llamarse su edad media, bien merece una especial mención. Entonces entré yo en escena; quiero decir que empecé a bailar en ellos. Y lo advierto, no tanto por motivar la historia que, a fuer de agradecido, voy a hacer, cuanto porque tengan más fuerza de verdad los detalles que apunte.
Y sucedía entonces que una comisión, nombrada por elección de la que cesaba, formaba una lista con los nombres de las personas que juzgaba dignas de tan señalada honra. Esta lista se presentaba a cada uno de los inscritos en ella, quien ponía al margen de su nombre su conformidad, a no tener luto reciente, o estar enfermo de gravedad. La primera vez que se me buscó a mí con tal objeto, creí desmayarme de emoción; y con mano trémula escribí en el correspondiente lugar del catálogo un SÍ tan gordo como dos ciruelas. Y no extrañe nadie el suceso. Tenía diez y nueve años, precisamente la edad, entonces, en que sentándole a uno mal los juegos y entretenimientos de los muchachos, no podía, sin embargo, entrar en la esfera de acción de los hombres; y así, sin saber a qué zona arrimarse, porque en ambas estorbaba, le aquejaba cada pesadumbre que le partía. Además, en las listas de socios para los bailes de campo no figuraba sino lo escogido de la juventud del pueblo, según el criterio de la comisión; de manera, que verse llamado por ella en lances semejantes, era la declaración solemne y oficial, no solamente de que salía uno de la categoría de chiquillo y entraba en la de mozo, sino en la de mozo distinguido, activo y útil. No era uno masa, no era vulgo. Con tan honrosa credencial, estaba yo autorizado para saludar en el paseo a las señoritas más encopetadas, para tomar sorbete en el salón principal del Suizo, para codearme con los hombres elegantes, y, sobre todo, para entrar sin obstáculo en los círculos cuyas puertas se cerraban, por razón de lustre, a la inmensa mayoría de mis conciudadanos. ¿Era esto costal de paja? Queda, pues, bien justificada mi emoción al poner el primer sí donde le puse.
El mismo corredor de las lista; nos entregaba la víspera del baile una credencial de socio y tres billetes de convite, impresos en cartulina, con letras de oro, y rubricados por la comisión. Distribuidos éstos con las más exquisitas precauciones, a fin de que los objetos de nuestras atenciones no fuesen indignos de la dignidad de la fiesta, llegábase uno con la credencial a la huerta de Aspeazu, o a la de mi amigo Mazarrasa; y allí estaba lo bueno, es decir, un gran cuadro de terreno al aire libre, cuidadosamente sorrapeado y regado; dos docenas de farolillos de vidrio y hoja de lata, fijos sobre otros tantos mangos de cabretón, que le circuían; ocho o diez músicos agrupados en un ángulo, y el mismísimo repartidor, que guardaba la puerta y recibía los billetes. Nada digo de la concurrencia, porque ya se sabe que era lo más selecto de la población. Pues bien, todo ello junto no nos costaba al día siguiente más de tres pesetas a cada socio.¡Con tan liviano presupuesto se procuraba a la florida juventud santanderina el más apetitoso deleite de cuantos ofrecérsele podían!
Saboreándole como un niño un caramelo, con temor de que se acabase, consumía cada baile de los cuatro o cinco que se le daban en todo el verano; de modo que era una pena que desgarraba el alma ver en tales ocasiones aproximarse la noche. Si ésta se presentaba serena y despejada, menos mal, porque se encendían los farolillos y continuaba la danza otra hora más; pero si Cabarga se encapotaba y era la brisa húmeda, síntomas infalibles de lluvia inmediata, daba la comisión las órdenes oportunas a los músicos, después de tomar las de las señoras; y allí nos tenían ustedes bajando a Santander, al compás de un paso doble, cada uno con su cada una, ofreciéndoles aquí la mano para saltar una zanja, y allá el pañuelo para sacudir el polvo... ¡Y era de ver, si llovía, cómo las delicadas sílfides, sacando fuerzas de flaqueza, arremetían con el lodo, cubriéndose el busto con la falda del vestido! ¡Y era hasta de admirar aquella procesión de blancas enaguas, iluminadas apenas por la mortecina luz de los veinticuatro faroles que enarbolaban los más obsequiosos acompañantes, a guisa de maceros o reyes de armas, en sus diestras!
«¡Aquí de don Quijote!» pensaba yo una noche que tal sucedía. «¿Qué hiciera con nosotros el valeroso manchego, si en esta guisa nos hallara? ¿No arremetería furioso contra esta muchedumbre, tomándola por escuadrón de fantasmas, o por sarta de disciplinantes? ¿Creería, si se lo jurasen, que erais, entre tanto barro y azotadas, como vais, por la cellisca, las más mimadas flores del hermoso jardín de la Montaña!»
Si al llegar a la población no había llovido ni cabía temor de que lloviera ya, hacía alto la comitiva en la Alameda chica, o en el Muelle, frente al Suizo; y en cualquiera de estos dos sitios continuaba la danza hasta las once... Y cuidado con reírse, jóvenes pizpiretas de hoy, que empezáis a bailar a la hora en que, rendidos, lo dejábamos nosotros; que aún no soy viejo, y sin embargo, bailé en dos ocasiones y en distintos años (¡Dios me lo perdone!) delante de la Capitanía del Puerto; lo cual quiere decir que, si no vosotras, algunas de vuestras hermanas me sirvieron allí de pareja; allí, sobre las mismas losas en que se arrastran las narrias y se celebran los cabildos de los mareantes de Abajo, y se bergan las barricas de aceite!
Pero estos inconvenientes, a pesar de justificarlos la costumbre, no podían menos de obrar de una manera desagradable en el ánimo de los hombres llamados a fomentarla y a perfeccionarla en lo posible. Así fue que un día, dándose a pensar muy seriamente sobre el asunto, concluyeron con este fundadísimo razonamiento: «Toda vez que no formamos ya parte de las masas, y somos independientes, y nada tenemos que ver con las fiestas de la muchedumbre, ¿por qué hemos de dar nuestros bailes precisamente en días de romería? Y si, prescindiendo, como debemos prescindir, de esta causa, elegimos los que más nos acomoden del verano para bailar, ¿por qué no hemos de hacerlo a la puerta de casa y con toda tranquilidad?»-Y aquellos infatigables reformadores columbraron al punto, en el barrio de Santa Lucía, la huerta de Noriega; en la cual huerta había un juego de bolos, y el cual juego de bolos estaba rodeado de un cobertizo de tablas, a modo de pesebrera; y exclamaron: -Voi-ci notr'affaire; es decir, aquí está lo que necesitamos: amparo contra el relente y la lluvia, proximidad al hogar de cada uno, e independencia absoluta. Para corresponder a este esfuerzo, los demás socios se comprometieron a serio, por lo menos, de cuatro bailes en cada temporada, lográndose de este modo que en la primera se diesen seis, de los cuales el menos favorecido se acabó a las once, porque había empezado a las ocho, por aquello de que estaba a la puerta de casa. Cubrióse, para alguno de ellos, el salón-bolera con un pabellón o bóveda de rústicas guirnaldas; y con esta mejora y otras análogas, pasó la cuota individual por encima de cinco pesetas.
Al siguiente año se alumbró la huerta con gas; y como a sus fulgores se veía muy claro, presentáronse las damas, muy compuestas, a las nueve; no empezaron a bailar hasta las diez; las más rendidas lo dejaron a las doce... y subió la cuota a treinta reales.
Estos despilfarros puede decirse que señalan el comienzo de la era moderna de los bailes campestres de Santander.
Entre tanto, las costureras, que habían venido siguiéndolos desde los prados de San Juan hasta las huertas del Alta, y rindiéndoles culto a sus propias expensas, prescindieron también del motivo de las romerías para bailar, y también se bajaron a la población para bailar más tranquilas, y pujaron el alquiler de la mismísima huerta de Santa Lucía, y no hallaron sosiego hasta que lograron bailar en ella con el mismo gas y el propio decorado de las señoras, aunque en distintos días.
Este y otros disgustos análogos pusieron a los provocados en la necesidad de hacer un esfuerzo heroico... y le hicieron, a fe mía.
Media docena de esos hombres de buen gusto, que a todo van a un baile más que a bailar, se hicieron las siguientes reflexiones: «Que la pasión de la danza tiene hondas raíces en la buena sociedad de este pueblo, es innegable: nosotros la hemos visto bailar sobre el húmedo retoño de las praderas, entre las coles y cebollinos de las huertas, sobre los guijarros de la Alameda y sobre los adoquines del Muelle; derretirse los sesos bajo un sol africano a las cuatro de la tarde, por llegar a las cinco a la romería y bailar en ella hasta las siete; volver después, al crepúsculo, medio a tientas, por callejas y senderos, y aliquando meterse en barro hasta las corvas... y siempre impávidas, y siempre pidiendo ¡más! Esta devoción raya en fanatismo, y está exigiendo a gritos un templo que vamos a proporcionarle nosotros, sin miedo de que nos falte nunca el concurso de los fieles para sostener el culto.»
Y alguno de aquellos hombres, con un desprendimiento digno de su carácter, anticipó una cantidad efectiva, en la cual los duros entraban por miles. Adquiriéronse terrenos y plantas y arbustos al efecto, y vinieron jardineros de extranjis, que cobran caro, eso sí, pero que bordan cuanto ejecutan en el arte; y allá van candelabros, y allá van surtidores, y canastillas, y glorietas, y toldos y diabluras. Arreglado el salón al gusto de los más flamantes modelos, redactóse una constitución fundamental; elevóse, según ella, a doce el número de bailes en cada verano, y el de los de compromiso para cada socio, y la cuota de éstos a dos duros por cada uno de aquéllos, y se prohibió la entrada en el salón, en noches de fiesta, a toda persona del pueblo que se hubiese negado a ser suscriptor. Imprimióse una lista con los nombres de más de doscientas personas barbadas que aceptaron las bases citadas, y otras que no necesito citar, y, por último, encomendóse la administración y casi dirección de todo este laberinto, a la Guantería, acto que, por sí solo, daba la vida, el calor y la perdurabilidad a aquel cuerpo tan bizarramente construido.
Como vivo y elocuente testimonio de la exactitud de mis ponderaciones, ahí está, entre las dos Alamedas, en frente del antiguo Reganche, y cada día más frondoso, más cultivado, más pulido, más bello, el famoso jardín, o salón de Bailes de Campo, delicia de los madrileños, y asombro de los castellanos de Amusco y Becerril, que nos visitan durante la estación de los baños de mar.
Las fiestas que en él se celebran no afectan ya peculiar y exclusivamente a un grupo determinado de personas: son otros tantos acontecimientos que preocupan, agitan y remueven a las tres cuartas partes de la población: a la una, porque es la que baila allí; a la otra, porque va a ver bailar, o a pasearse por los jardines, o a cenar en el ambigú; y a la otra, porque... juzguen ustedes: la otra tiene que subdividirse en tres grupos; el destino del primero es situarse en la calle de Vargas, frente a la puerta del salón, donde se pasa dos horas, a pie firme, como un soldado ruso, escuchando la música y contemplando el alumbrado del local; el segundo se coloca en la Alameda chica para revistar escrupulosamente los trajes de las señoras que van a bailar; y el tercero, se encierra en casa para, en un caso de apuro, disculpar al día siguiente, con un supuesto dolor de cabeza, su ausencia del baile, que, en rigor, fue motivada por la falta de un vestido, o de un billete de invitación, o de ambas cosas.
Entre la gente que baila y brujulea, se halla la gran mayoría de los forasteros que a la sazón residen en la ciudad; con lo cual queda dicho que el salón campestre, en los quince años que cuenta de vida, hase visto hollado por los pies más insignes que en aristocracia, belleza, política, ciencias, artes, literatura, armas... y tauromaquia, ha producido y sostiene el suelo español. Y por si tanta honra pareciese escasa al lector, quiero que sepa que también regias plantas de dos dinastías se han deslizado sobre el polvo de aquel rústico pavimento. ¿A qué decir más en abono de sus timbres de nobleza?
De su crédito en la plaza, pregúntese a Romea, Teodora Lamadrid, Arjona, la Ristori y otras celebridades escénicas. Todas ellas, al buscar en el domingo, día clásico de huelga y despilfarro en los laboriosos pueblos de provincias; al buscar, repito, en el domingo el desquite de las flojedades de entrada de toda la semana, se han hallado con el baile campestre que les arrebataba, en masa, la concurrencia más cara, más abundante y más lujosa, es decir, el alma del negocio. Por eso, antes que con el público, estos artistas insignes dieron últimamente en la feliz ocurrencia de ponerse de acuerdo con la junta directiva del baile, que, en honor de la verdad, casi siempre ha accedido a respetar los días festivos, dejándolos para dar culto a Talía y Melpómene, visto que la saltarina Terpsícore no se ha de ver desairada aunque toque a función en noche de Difuntos.
Sobre este pueblo ha llovido en pocos años cuantas plagas son imaginables: crisis económicas que han reducido a polvo en una noche fortunas tradicionales; epidemias asoladoras que han diezmado las familias y cubierto de luto a la población. Todo en ella ha cambiado de aspecto a los rudos embates de la calamidad, todo... menos los bailes campestres, que entre las ruinas del comercio y la melancolía del luto, se les ha visto retoñar al verano siguiente más concurridos, más ruidosos y más animados que nunca. Sin embargo, el mismo público que gime y se lamenta durante el invierno, es el que baila en el verano. ¡Inescrutables misterios de la humanidad, que yo respeto y admiro!
Por eso los tales bailes son la única curiosidad que podemos ofrecer ya en Santander a los forasteros que nos visitan durante el estío; el único aliciente, el mejor cebo.
Y en verdad que es muy justificable el afán con que le tragan los unos, y la especie de orgullo con que se le brindan los otros. Nuestro salón campestre, en una noche de baile, es una cosa encantadora: aquel conjunto de bellezas, así humanas como rústicas y de artificio; aquel enjambre de mujeres hechiceras, arrastrando el lujo y la vaporosidad de sus trajes y prendidos entre el otro lujo exuberante de la vegetación, a media noche, a la luz misteriosa que producen los destellos del gas quebrándose en el verde follaje de los árboles; los ecos de la invisible orquesta, el ambiente, la... Vamos, que tiene aquello algo de fantástico que no se comprende bien a no contemplarlo.
Los famosos jardines parisienses de Mabille son mucho más espléndidos que los de la calle de Vargas; el lujo de las mujeres que en aquéllos bailan, quizá es más deslumbrante que el de las que asisten a éstos; pero ¡qué diferencia entre el efecto que en el ánimo produce la contemplación de uno y de otro cuadro! Lo primero que lamenta un hombre honrado en Mabille, al ver aquellas beldades, hez de la sociedad, verdaderos sepulcros blanqueados, entregarse a los más repugnantes alardes de impudor, entre las frenéticas dislocaciones del obsceno cancán, es que a tanto y tan asqueroso vicio se haya erigido un templo tan hermoso; y como consecuencia de tan oportuna lamentación, échase uno a considerar lo que aquello sería y el apacible deleite que ofreciera si, en lugar de las turbas de impúdicas artificiales bellezas que se subastan allí, haciendo, para lograrlos mejor, una repugnante gimnasia, lo poblaran mujeres honradas y de buena educación.
Pues bien, este deseo se cumple hoy en Santander por una rarísima excepción entre todos los pueblos de España. En algunos de ellos, y por motivos extraordinarios, se ha visto bailar en el campo a la gente del buen tono, una vez, dos, tres... las que ustedes quieran; pero repetirse estos bailes con tal éxito y de manera que la repetición haya llegado a crear una necesidad pública, una costumbre característica ya de toda una clase social, precisamente la más remilgada y escrupulosa, gloria es que, por extraño privilegio, corresponde a Santander.
-Y ¿por qué? -me han preguntado al notarlo más de un forastero.
-¿Por qué vuela el ave? ¿por qué corre el gamo? -les he respondido yo-; y ¿por qué se dan los dátiles en Berbería, y las naranjas en Murcia, y el arroz en Valencia? Pues por causas análogas, por razones idénticas se dan aquí los bailes campestres, como en ninguna otra parte; y en vano se afanarán ustedes por aclimatarlos en sus respectivos países, como fuera ocioso que nos empeñáramos nosotros en propagar en éste la palmera, el guayabo... o las academias. Los bailes campestres germinan y se desarrollan aquí espontáneamente, como la hiedra y los poleos, y viven y se reproducen, a pesar de todos los pesares, y son un artículo veraniego de primera necesidad, un rasgo peculiarísimo, que forma parte de nuestro carácter, un detalle de nuestro tipo, como, en concepto de los señores de Madril que nos conocen de oídas, las sardinas, las narrias, los cuévanos y las amas de leche.
Deben, pues, desechar su pesadumbre aquellos seres pusilánimes que temen que llegue un día en que el salón-jardín de la calle de Vargas cese en el destino que hoy tan gloriosamente cumple. En todo caso, si ese templo se destruyese, pues condición es de toda humana obra el ser efímera y perecedera, otro tan suntuoso se alzaría de contado para sustituirle: yo lo fío16. Sin teatro y sin escuelas podríamos vivir; ¡pero sin bailes campestres!... ¡Horror!
Notas:
16: La profecía se ha cumplido este año. En el jardín de la calle de Vargas se acaba de construir un Circo ecuestre; pero los bailes se han trasladado al espacioso salón del Casino del Sardinero. (1885).