Un marino
Marino, como ustedes saben muy bien, significa, genéricamente, hombre que se dedica a la navegación, que profesa la náutica, empleado en la marina, etc., etc.
Pero «un marino» en Santander, hasta hace muy pocos años, hasta que llegó a la clásica tierra de los garbanzos ese airecillo que aclimató la crinolina en Bezana y la cerveza en San Román, significaba otra cosa más concreta y determinada. «Un marino» significaba, precisamente, un joven de veinte a treinta años, con patillas a la catalana, tostado de rostro, cargado de espaldas, de andar tardo y oscilante, como buque entre dos mares, con chaquetón pardo abotonado, gorra azul con galón de oro y botón de ancla, corbata de seda negra al desgaire, botas de agua, mucha greña, y cada puño como una mandarria.
«Un marino» no era capitán, ni contramaestre, ni simplemente marinero; era, por precisión, tercero, o examinado de segundo, o, a lo sumo, piloto en efectividad.
Cuando estudiaba en el Instituto, no se había embarcado jamás, y, sin embargo, ya era tostado de color y cargado de hombros, y se balanceaba al andar... en fin, ya olía a brea y alquitrán. Cualquiera diría que, como destinado a la mar, estaba construido de macho de trinquete o de piezas de cuaderna, y no de carne y hueso como nosotros.
Entonces se llamaba náutico, y largaba cada piña que derrengaba.
La clase de filosofía que contaba con un par de estos alumnos que sacase la cara por ella, ya se creía capaz de hacer frente a la pandilla de Cuco, el del muelle de las Naos, o al rebaño de mozos más aguerridos de Monte.
Correrla, entre nosotros, equivalía a pasar las horas de la cátedra jugando a paso en el Prado de Viñas, o pescando luciatos en el Paredón, o acometiendo alguna empresa inocente en el Alta.
Correrla en compañía de un par de náuticos, era provocar a todo bicho viviente, hundir a cales cuanto sombrero alto se viese sobre cabeza de aldeano, llegar a regiones inexploradas, tocar todo lo prohibido, buscar por entradas difíciles salidas imposibles, volver, en fin, a casa desgarrados y sucios, muertos de fatiga, cubiertos de cardenales y sangrando por las narices.
Pero por más que entre los filósofos y los náuticos hubiese algunas individualidades unidas por vínculo amistoso, colectivamente las clases eran incompatibles; se repelían entre sí, se separaban como el agua y el aceite. Por supuesto, que allí el aceite eran los náuticos; es decir, los que siempre quedaban encima.
Por ellos no había conserje, cargos ni títulos dignos de su consideración, y pasaban por en medio del mismísimo claustro de profesores, sin ocurrírseles llevar la mano a la visera por vía de saludo. Sólo temían y respetaban, y hasta querían, a su propio catedrático, el que ya no existe, don Fernando Montalvo.
Este inflexible, recto e ilustradísimo profesor, parecía nacido para domar aquella raza especial de estudiantes. Su vastísima instrucción, su carácter un tanto excéntrico, su proverbial voluntad de hierro, su continente severo e impasible, le investían en cátedra de cierta majestad sui géneris contra la que rara vez osaba rebelarse el alumno más díscolo. Sobre su mesa y bajo su mano, el reglamento disciplinario del Instituto adquiría todo el color de las terribles Ordenanzas de mar. ¡Ay del que infringiera sus bases! Así se hacía respetar. Su mayor deleite era enseñar lo mucho que él sabía, estudiar para saber más, y dar un estrecho abrazo, a vuelta de viaje, a un discípulo suyo. Así se hacía querer.
Con este método, su pequeña república era una balsa de aceite; mas cuando, por una rara casualidad, dejaba de serlo, yo no sé a qué comparar el aspecto que tomaba la cátedra, sino al de una jaula de leones en el momento en que el terrible y severo domador esgrime entre ellos el sangriento látigo, y los humilla y arrincona amontonados y gruñendo. Temblaban los cristales, rompíanse los bancos, y el suelo se conmovía. No era de envidiar la situación del bedel a quien se encomendaba el peligroso encargo de encerrar en el número once a los condenados a este castigo después de la refriega. Por eso, toda atención con ellos le parecía poca antes de dar vuelta a la llave que los aseguraba.
En cambio, se la echaba de autoridad inexorable con nosotros, que marchábamos al calabozo como borregos al corral. ¡Así son las cosas de este pícaro mundo!
Concluidos sus estudios preparatorios en el Instituto, y después de hacer su primer viaje en calidad de agregado, era cuando dejaba el náutico este nombre y tomaba el de marino, con todos los honores inherentes a la categoría.
A su retorno era la envidia de los humanistas, no por lo que había navegado, ni por lo que había visto, ni por lo que le habían engordado los puños y crecido las barbas, ni por el ruido sordo que al andar producía con las botas de agua, sino porque traía la picadura de la Habana a granel en los bolsillos del chaquetón, y para hacer un cigarro derramaba en el suelo tabaco para otros dos.
Recordarle en tales momentos antiguos títulos de amistad, era todo nuestro afán, y hallar su memoria accesible a los evocados recuerdos, el mejor negocio para nosotros, condenados a fumar anís a pasto, y, lo que aún era peor, los pitillos de cinco al cuarto que vendía Godos en la subida de los Remedios; pitillos que trascendían a demonios desde media legua, y lo mismo tumbaban chicos que canas un vendaval recio.
Tras el puñado de tabaco y la caricia subsiguiente, que era un coquetazo que nos hacía ver las estrellas, venía la convidada en el café de La Marina, que ya no existe, ni tampoco la casa en que se hallaba en la calle del Arcillero.
El marino se atizaba, de dos sorbos, una copa de ron o de ginebra; nosotros libábamos otra de licor de rosa, mojando en ella, con mucho pulso, un canutillo de a dos cuartos.
Durante los tragos, los mordiscos al pastel y las chupadas a los cigarros, el convidante narraba sus primera borrascas en la mar y sus aventuras en los puertos.
Por de contado que la noche antes del día en que se hizo a la vela para Santander, armó con otros camaradas de profesión la gran culebra, en la cual hubo todo aquello de echar los muebles a la calle, entrar la policía, apagar la luz, saltar por la ventana, cerrar la puerta por fuera, tirar la llave a la alcantarilla, etc., etc.
Y debía ser verdad, porque las que armaba aquí se le parecían mucho.
Si al salir de casa encontraba usted un sereno con un ojo borrado, los cristales de un café hechos trizas, las puertas de una taberna fuera de quicio, cambiados los letreros de las tiendas de una calle, de modo que sobre una botica se leyese, por ejemplo: Quincalla y clavazón, y sobre una ferretería Almacén de comestibles; si con algo de esto, o con todo ello junto, o con mucho más, se encontraba usted, repito, al salir de su casa, y preguntaba por los autores de las fechorías.
-«Los marinos,» -le respondían al punto.
Quiénes, de los conocidos en el pueblo, no había para qué inquerir. ¿Qué más daba? Todos eran lo mismo...
Por aquel entonces se habló mucho en Santander de la Berrona, que salía todas las noches, a las altas horas, no se sabía de dónde, y recorría varias calles determinadas. La Berrona era un animal, un fantasma o un demonio muy grande, con dos ojos como dos hogueras, muchos pies y dos cuernos muy largos y muy derechos. Al andar hacía un ruido como de cadenas y cacerolas de latón que chocasen entre sí, y lanzaba berridos tremebundos, muy roncos y muy lentos, como las notas del piporro en las procesiones de la catedral.
Las comadres, al sentirla de lejos, trancaban las puertas; los chicos soñaban con ella, y los mismos serenos, que han sido aquí siempre hombres muy templados, al atisbarla en lontananza, hacían como que no habían visto nada y se iban por otra calle opuesta.
Pues señor, la cosa llegó a excitar vivamente la atención de la autoridad, y el miedo del barrio rayó en espanto; la Berrona seguía, sin embargo, haciendo todas las noches su horripilante procesión.-Que la van a coger, que ya se sabe de dónde sale, que es de carne, que es un espíritu, que muerde, que cocea, que busca chiquillos para sacarles el sebo, que los serenos, que la policía, que cazarla a tiros... y nadie se atrevía a pedirle el pasaporte.
Al cabo, la delación de un pinche de billar hizo luz en el horrible caos, y el misterio se aclaró. ¿Saben ustedes lo que era la Berrona? Una docena de marinos que salían de un café muy popular en Santander, por lo antiguo y por lo especial de su parroquia (el cual café no nombro porque aún se conserva tan boyante como entonces, aunque más tabernizado); una docena de marinos agrupados de cierta manera y tapados hasta la rodilla con el paño de cubrir la mesa de billar del susodicho café. Los ojos del fantasma eran dos linternas, los cuernos dos tacos, y la causa del ruido metálico, una batería completa de cocina, bien manejada debajo del paño. En cuanto a los berridos, un amigo mío, que por cierto no era marino, aunque formaba con ellos muchas veces, sabía darlos como el mejor piporro; los marinos de la Berrona no hacían más que acompañarle en el tono que podían.
Aunque el marino era con frecuencia perteneciente a las principales familias de la población, no había que buscarle en la Alameda, ni en el salón del Suizo, ni en los bailes de formalidad. Semejantes atmósferas le asfixiaban. Sus terrenos preferidos eran los cafés de segundo orden y todas las calles de la población, siendo de noche. Como extraordinarios, las romerías cercanas y los jaleos de las sociedades Sin nombre, Unión soltera y otras ejusdem farinae.
En los cafés jugaba al billar o al dominó, aunque prefería el papel de espectador, con el santo fin de divertirse a costa de algún jugador distraído o atrabiliario.
En las calles, ya conocemos el género de las diversiones a que se dedicaba.
En las romerías, indispensablemente había de pegarse de cachetes con los zapateros.-«Los zapateros» eran entonces otro gremio especialísimo que no comprendía, según la acepción popular del título, a todos cuantos machacaban suela y tiraban del cabo, así en un portal como detrás de un vidriera. El tipo del individuo de ese gremio era un joven de pelos y bigotes erizados, pálido de cutis, hundido de vientre, con las manos muy sucias, chaquetilla a media espalda, pantalón de campana, gorrita en la cabeza, sin chaleco y con la camisa muy sacada sobre la cintura. Los zapateros frecuentaban todos o la mayor parte de los sitios de recreo de los marinos, por lo mismo que éstos, donde quiera que los hallaban, los abrasaban a epigramas y los acribillaban a burlas de todos géneros. De aquí la tirria que se profesaban y los bofetones que se sacudían.
En las sociedades a las que, corno se ha dicho, concurría alguna vez el marino, no bailaba ni enamoraba. Lo mismo que en los demás teatros en que le hemos visto, en aquellas su único afán era armarla... mejor cuanto más gorda. Si por epílogo había bofetadas, retemejor. Precisamente el esgrimir los puños era, como se habrá observado, su gran delicia.
De ordinario usaba un lenguaje especialísimo, un caló, digámoslo así, que en nada se parecía al de los demás marinos de la tierra, entre quienes es cosa corriente aplicar a todo el tecnicismo náutico. No llamaba a nadie ni a nada por su nombre verdadero, y los que usaba en sustitución, tomados del lenguaje popular de Santander, eran en alto grado expresivos y adecuados.
-Vengo de casa del señor de Viruta, -decía, por ejemplo, muy serio.
Y usted, que no conocía a semejante persona, se devanaba los sesos inútilmente por averiguar quién era, hasta que el otro, extrañándose de tanta torpeza, le decía que el señor de Viruta era Fulano de Tal. Y entonces tenía usted que soltar la carcajada, porque Fulano de Tal era un carpintero, largo, seco y doblado, casi enroscado, como las cintas de madera o virutas que sacaba con su garlopa.
Refiriendo una rumantela, y ponderando una bofetada que en ella había dado, decía, verbigracia.
-Vamos, que le casqué la sopera.
Lo cual significaba que había abierto la cabeza a su contrario.
-Saca esa cerraja, -decía, aludiendo al reló que uno llevaba en el bolsillo, para que se mirase en él la hora.
Si se quejaba de la caldera, debía entenderse que le dolía el estómago.
Para los vocablos finos era aún más original. Los usaba de los más exquisitos, a juzgar por la eufonía, tanto, que para convencerse de que muchos de ellos eran rematados desatinos, había que analizarlos muy al pormenor. No tenía acopio hecho de estos términos; pero sí una facilidad asombrosa, una especie de máquina para producirlos cuando los necesitaba. Ejemplo al canto.
Salía yo una noche del teatro; y, como rapaz que a la sazón era, caminaba más que de prisa, casi asustado de verme fuera de mi casa a horas tan avanzadas; como que quizás era aquella la vez primera que yo las oía sonar hallándome al raso. Pisaba yo recio y menudito saboreando in mente los episodios de la comedia que acababa de ver, cuando al entrar en la calle de la Blanca sacáronme de mis meditaciones fuertes y descompasados gritos que daban dos hombres riñendo en uno de los extremos de la calle. Paréme a escuchar, no sé si por miedo o por prudencia, y al punto conocí la voz de uno de ellos, marino de profesión, aún no piloto, y que más de dos veces me había honrado en el Instituto con sus testimonios de cariño a su manera. Llegaba la refriega a su desenlace, cuando de ella me enteré yo. Y dijo la voz que me era desconocida, a vueltas de algunas interpelaciones cáusticas y violentas de ambas partes:
-¡A mi no me venga usted con cacofonías!
Y respondió en el acto la voz que yo conocía, en un tono que tanto picaba en burlón como en iracundo:
-¡Ni usted a mí con términos fisimánicos!
En seguida se oyó, retumbando en la calle solitaria, el ruido de una sublime bofetada, y el de un hombre que cae al suelo, rompiendo, al pasar, con la cabeza, el tablero de una tienda, o cosa así.
Conociendo, como yo conocía al uno, no era muy aventurado creer que el derribado por la bofetada tenía que ser el otro, por recio que fuese. Sin embargo, para cerciorarme del todo, a pesar del miedo que tenía, acerquéme al lugar de la catástrofe, y encontré el cuadro como yo me lo imaginaba; sólo que entonces conocí también al caído, gran pedante y muy trapisondista.
Ahora bien; ni ustedes, ni yo, ni el que lo dijo, sabemos lo que significa la palabra fisimánicos. Pero a él le habían amenazado con cacofonías, y necesitaba responder con algo que sonase aún mejor, y largó fisimánicos, y por si aún era poco, la bofetada que, como él decía, nunca estaba de más.
Con narrar ya algunos capítulos de la vida y milagros de este marino, que mucho ha es capitán y buen amigo mío, saldría muy a mi placer de la tarea en que estoy empeñado, puesto que él ha sido el modelo más perfecto de la figura que voy garrapateando; pero me temo que no había de agradarle la exhibición de esos detalles de su legítima pertenencia. Harto satisfecho me juzgaré si me perdona la frescura con que he sacado a relucir, de golpe y porrazo, el que él sacudió en la calle de la Blanca sobre su cacofónico adversario, que ya no existe, razón por la cual no solicito también su indulgencia.
Era cosa de caérsele a uno la baba el oír a dos marinos hablar entre sí en el caló, cuyas muestras he presentado; y si la conversación versaba sobre costumbres de lejanos países, como la costa de África, adonde iban algunos, o Sierra-Leona, adonde los llevaban los cruceros ingleses, había para desternillarse de risa.
Diera yo aquí de buena gana un modelo de esos diálogos o de esas relaciones; pero me abstengo de hacerlo, porque no puedo copiar junto a las palabras los ademanes, las inflexiones de la voz, la expresión de los ojos... y la de las manos; sí, señor, la de aquellas manos robustas, velludas, entreabiertas siempre y accionando de un modo tan pintoresco como elocuente. Tampoco me sería lícito, ni conveniente, la reproducción de ciertas interjecciones indispensables para el colorido, ni podrían pasar muchas comparaciones, llenas, por otra parte, de gracia y de verdad.-Suplan, pues, esta omisión con su propia memoria aquellos de mis lectores que conocieron el tipo, y los que no, perdónenmela en gracia del motivo que me obliga a incurrir en ella.
Deteniéndose un momento a considerar los gustos y las inclinaciones de un marino en los ejemplos que dejo citados y en otros del mismo género, que no consigno por muchas razones a cual más atendible, hay que convenir en que había en su carácter mucho de pueril; era ni más ni menos que un muchacho con barbas y mucha fuerza; inquieto, enredador, caprichoso, alegre, indiferente a todos los sucesos del mundo, y apegado con invencible pasión a las calles, a los tipos, a las costumbres de su pueblo natal. Por él suspiraba en Londres, y en Nueva-York, y en los puertos más concurridos y llenos de maravillas. En el mismo Covent-Garden recordaba con envidia los tinglados de volatines del Juego de la pelota, y daba todos los primores artísticos o industriales que se le pusieran delante, por el sublime placer de pegar una soba a Capa-rota, o un par de escobazos en la cara al pinche de la taberna del Tío Pío cuando la sacase por el ventanillo, a las altas horas de la noche, para responder a la voz traidora que desde la calle le había pedido medio de anisete. Le llamaban más la atención las barracas hediondas del muelle Anaos que los grandes docks del Támesis; y acordándose de la romería del Carmen, era capaz de echarse a llorar en medio de Hyde-Park, si en él se encontraba el domingo siguiente al día 15 de julio.
Figúrense ustedes lo que sería este hombre cuando hallaba en extranjis, como él decía, un paisano suyo. Para correrla con él, le parecía poco el mundo entonces, y aún se creía capaz de arremeter con éxito a una escuadra de polizontes.
Por eso prefería los viajes a la Habana. Allí tenía un amigo de la infancia en cada esquina, y mientras estaba con ellos gozaba a sus anchas, porque podía comer, hablar y armarlas al estilo de Santander.
Así se conservaba este tipo, íntegro en todos sus detalles, hasta que ascendía a capitán. Entonces, empezando por largar el chaquetón y por vestirse la levita de paño fino, y por echarse el gran reló y la no pequeña cadena de oro, y hasta el odiado sombrero de copa, como hombre a quien se encomendaban intereses cuantiosos con absoluta confianza, revestíase de formalidad y desaparecía casi por completo de la escena en que le hemos estudiado.
Decir al lector que hombres de semejante temple eran en la mar modelos de arrojo y valor, lo creo excusado. Quizá sepa también por la fama, y si no lo sabrá ahora, que esta cualidad no era la única prenda que los adornaba como marinos; realzábanlos más y más su rara inteligencia en la profesión azarosa, y un corazón generoso que siempre los tenía dispuestos a sacrificar su vida por la del último grumete de a bordo.
Hacia el año 50, época en que empezaron a transformarse radicalmente las costumbres populares de Santander, fue cuando el marino acabó de perder sus detalles típicos.
Desde entonces acá, a los que le han ido sucediendo en las diversas jerarquías de la carrera, confundidos en el porte y la conducta con las demás clases sociales de levita y sombrero de copa, apenas se les distingue en el paseo o en los salones por lo atezado del rostro o la pesadez de las manos.
Y la súbita metamorfosis ha sido tan profunda, que llega hoy hasta las mismas raíces de la clase.
Más de dos veces he ido al Instituto, en estos últimos años, con el solo intento de contemplar el tipo del antiguo náutico: no he podido hallarle. Los alumnos de esta escuela, ni en figura, ni en porte, ni en costumbres, se distinguen ya de los rapazuelos humanistas con quienes se asocian tan íntimamente como dos gotas de agua.
Como no es de mi incumbencia averiguar el porqué de las personas y de las cosas que expongo en mi pobre galería, dejo al filósofo lector la tarea de explicar ese fenómeno de transformación, que consigno como un hecho notorio.
Sin embargo de lo dicho sobre semejante cambio, los marinos actuales que proceden de la partida de la Berrona y de otras sus coetáneas, aún conservan, para un ojo práctico, ciertos resabios de aquella época; examinándolos con cuidado, aún se ve asomar bajo sus hábitos nuevos la hilaza del antiguo chaquetón de paño pardo; aún hablan como entonces si se les sabe tirar de la lengua, y es cosa probada que toman de mejor gana una cazuela de sardinas en la taberna de Regatillo, que un biftec en el restaurant del Occidente. Seguro estoy de que no me desmentirá el aserto mi amigo, el de la consabida nocturna bofetada fisarmánica. ¡Cuántos ratos deliciosos suele éste proporcionarme, sin percatarse de ello, con sus narraciones de pura casta! ¡Con qué fruición, pueril quizá, pero disculpable, me digo después de oírle: «-¡Aún queda un marino!...» ¡Y qué tentaciones me acometen otra vez de publicar aquí algunas de esas narraciones!
Para no incurrir en semejante pecado, cierro el registro con un punto final... mas no sin dejar consignada antes, y como un acto de justicia, la siguiente declaración:
Los marinos de Santander, al vestirse la levita de hoy, no se han dejado la abnegación, la pericia, ni el heroísmo, en el burdo chaquetón de ayer.