- I -

Nos despedimos de él dieciséis años ha, y ya era viejo entonces. Iba Muelle arriba, descollando su gigantesca arboladura sobre un enjambre de pescadoras y granujas que le rodeaban. Gemían unas, suspiraban otras, y se secaban los ojos muy a menudo con la orilla del delantal, o con el dorso de la mano, mientras hormigueaban entre ellas los muchachos con el escozor de la curiosidad. Hablaba él con todos sin mirar a nadie, forjando los secos razonamientos a empellones, como si derribara las palabras de sus hombros y les diera el acento con los puños. Quien sólo le viera y no le escuchara, tomárale por fiero capataz de un rebaño de esclavos, y no por el paño de lágrimas de aquella turba de afligidos.

En tanto, cerca del promontorio de San Martín balanceábase un buque del Estado, arrojando de sus entrañas de hierro, entre sordos mugidos, espesa columna de humo que el fresco Nordeste impelía hacia la ciudad, como si fuera el adiós fervoroso con que se despedían de ella, y de cuanto en ella dejaban, quizá para siempre, agrupados junto a la borda, los valientes pescadores santanderinos, arrancados de sus hogares por la última leva.

Ya la describí entonces con sus menores detalles, y los nombres de sus héroes llegaron más allá de las fronteras de su tierra patria, no por virtud del artista que trazó el cuadro, sino por la importancia del sujeto de él. Pero de todos aquellos nombres, ninguno sonó tan recio como el de Tremontorio, el arisco y hercúleo marinero del Cabildo de Abajo, curtido por todos los climas y batido por todos los mares del mundo. Esta preeminencia, y alguna razón de arte, que se expondrá en sitio conveniente de este cuadro, me obligan a trazarle para que sepa el curioso lector qué fue de aquel castizo personaje desde que, en la apuntada solemne ocasión, se separó de él el último de los granujas que le habían rodeado, y sólo y triste y refunfuñando, comenzó a subir lentamente los carcomidos e inseguros peldaños de la escalera de su casa.

Al llegar al fementido buhardillón en que le conocimos, trancó la puerta por dentro, sentóse con dificultad sobre un casi invisible taburete de pino, cargó la pipa, encendióla, chupó; y cuando espesas nubes de humo le envolvían la cabeza, la dejó caer entre sus nervudas, angulosas y curtidas manos, después de afirmar los codos sobre las rodillas. Así permaneció largo rato, oyendo los alaridos que de vez en cuando lanzaba la mujer del Tuerto en el buhardillón contiguo. Luego notó que le llamaban, y gruñó al conocer la voz; pero, aunque de muy mala gana, alzóse del banquillo y salió al balcón, En el de la otra buhardilla le esperaba la mujer del Tuerto, con los párpados hechos ascuas, las greñas sobre los ojos, la cara embadurnada con la pringue de las manos disuelta en lágrimas, en mangas de camisa, desceñido el refajo y medio descubierto el enjuto seno.

Al ver a Tremontorio, comenzó a gemir y a echar por la boca preguntas y exclamaciones a torrentes, mientras revolvía el bardal de su cabellera con las puntas de los trémulos y crispados dedos de sus manos.

-¿Se fue el venturao de Dios?... ¡Muriático de mis entrañas!... ¿Lloraba, tío Miguel?... ¿Sa alcordó anguna vez de mí?... ¡Dígamelo, tío Tremontorio, que se me está partiendo el alma de pura congoja!... ¿Irá muy lejos?... ¿Volverá?... ¿Tardará mucho?... ¡Ay de mí, probe!... ¡Sola me dejó y sin arrimo!... ¡Hasta el de las inocentes criaturas me falta!... ¡Las que parí, tío Miguel; las que crié a mis pechos! ¡Me las han arrancao de casa!... ¡Bien sé yo quién!... ¡Bien sé yo por qué!... ¡Pero al otro mundo no ha de ir a pagarlo la muy sinvergüenza, cuentera y borrachona!...

Y en esto miraba al balcón de su suegra, echando todo el desaliñado busto fuera de la balaustrada. Tremontorio no hacía más que contemplarla por debajo de sus cejas grises, pero ¡qué celajes de su mirada! No la dulcificó el viejo marinero cuando la sardinera volvió a encararse con él; antes bien, cargó de nubes el ya tempestuoso cariz de su entrecejo, y por toda respuesta a tantas preguntas y declamaciones, largó a su vecina, a quemarropa, con la voz de un cañonazo, esta sola palabra:

-¡Bribona!

En seguida viró en redondo, con la calma y la solemnidad de un navío de tres puentes; se encerró en su guarida, tendióse sobre el jergón, y así le cogió la noche.

También había vuelto del Muelle el tío Bolina, y encerrado estaba en su casa con su mujer y sus nietezuelos, desnudos, sucios y medio atolondrados desde la despedida de su padre, el atribulado Tuerto.

Al ver la sardinera que por aquel día no había modo de reñir con nadie desde el balcón, encerróse también en su caverna; sacó de un escondrijo una botella de aguardiente, bebióse cerca de la mitad; y cuando los vapores de aquel veneno comenzaron a adormecerla, acercóse balbuciente y con paso mal seguro a la sucia y fementida cama, y en ella se desplomó, revolcándose allí como cerdo en su pocilga.


- II -

Cambié de observatorio, por razones que no le importan un rábano al lector, y durante tres años nada supe de estos personajes. Un día me llevaron mis recuerdos y mis inclinaciones a visitar la calle en que los había conocido. Busqué con afán la casa que habitaron; pero no di con ella. En su lugar se alzaba otra flamante con balcones de hierro y vidrieras con cortinillas. Ni rastros quedaban allí de la gente que yo iba buscando. Pregunté por ella a un antiguo convecino, y me dio estas noticias solas:

Al año de marcharse el Tuerto, que aún andaba en la Armada, murió de viejo su padre, el tío Bolina; y la viuda de éste, seis meses después, de soledad... y también de vieja. Entonces recogió la sardinera sus hijos, y desapareció con ellos de la casa y de la calle. Cuando va Tremontorio juzgaba excesiva la soledad de su buhardillón, pues la vecindad de Bolina era una necesidad para su alma, aunque él creía otra cosa, antojósele al propietario derribar la casa y construir otra capaz de más lucidos inquilinos; con lo cual, el célibe pescador trasladó sus penates a una bodega de la calle del Arrabal, donde vivía desde entonces, dedicando, como de costumbre, a hacer redes primorosas, todo el tiempo que le dejaba libre la lancha en que tenía una soldada.

Andando los meses, volví a verle en el Muelle, unas veces con el cesto de los aparejos al brazo y el sueste en la cabeza, de vuelta de la mar; y otras arrimado a las jambas de una puerta, silencioso y encorvado, como esas cariátides de la Arquitectura que sostienen bóvedas con las espaldas. Y no le vi más en mucho tiempo.

Ocurrió por entonces en España uno de esos acontecimientos que hacen raya en la historia de los pueblos; marejadas de fondo, como diría Tremontorio, cuyas ondas, bajo un cielo sereno, sin saberse en dónde nacen, son más impetuosas a medida que caminan; y llegan a la costa, y baten sus peñascos, y no hay entre ellos cueva, ni boquete, ni escondrijo donde la furia no meta su desgreñada cabeza con pavoroso estruendo, ni puerto tan seguro que no reciba sus espumas y sienta estremecerse el limpio cristal de sus aguas. Así se hizo sentir la fuerza de aquel acontecimiento excepcional, hasta en los hogares más apartados del calor de la política y de las pasiones de partido.

En otra parte he hablado yo del desdeñoso estoicismo de los mareantes de Santander enfrente de la maravillosa transformación que venía verificándose en esta ciudad, así en lo moral como en lo material. El empuje de este vértigo reformista derribaba sus apiñadas viviendas y secaba los fondeaderos tradicionales de sus lanchas, pues se echaban al hombro los pobres harapos de su ajuar, buscaban otro agujero en que meterse con ellos y un nuevo sitio en que fondear sus embarcaciones, sin volver la vista atrás, ni dárselas una higa por todo el ruido y aparato de la nueva civilización que los iba acorralando poco a poco. Para ellos no había en el mundo cosa seria y bien ordenada sino la mar, y la mar la había hecho Dios con el exclusivo objeto de que pescaran en ella los matriculados. Esta mar, es decir, cuanto de ella abarca la vista de un marinero desde la punta de Cabo Mayor; sus celajes, sus pescados, sus brisas y sus tormentas; las costeras del besugo, del bonito, de la sardina; los asuntos del Cabildo; el escaso valor del otro (jamás hubo avenencia entre el de Arriba y el de Abajo), y lo poco más que pudiera relacionarse con estos particulares, eran el mundo de estas honradas gentes. Todo lo restante no valía a sus ojos una sula. Fuera del gremio, no conocían a nadie en el pueblo; y de las diversas clases y categorías de éste, sólo citaban alguna que otra vez, pero como quien habla de cosas del otro mundo, a los comerciantes del Muelle. Así vivían apegados, desde tiempo inmemorial, a lo exclusivamente suyo; y en usos, traje, acento, y hasta lengua, fueron siempre en Santander lo que el peñasco en la mar: bello para el artista; un estorbo para los múltiples fines de las humanas ambiciones.

En tal estado de virginidad recibió esta gente las primeras noticias del acontecimiento de que íbamos hablando. No hay para qué decir que no hizo maldito el caso de él. Pero cuando, abiertas las válvulas a todos los pareceres y a todas las ideas, fue llegada la hora de echarse cada cual, a campo-travieso, en busca de terreno para alzar una cátedra en él, ¿qué doctor, por corto que fuera de alcances, no había de descubrir, a la primera mirada, el mejor de los terrenos para aquellos fines en la pura, tradicional, primitiva sencillez de la clase marinera? Así fue que, lloviendo sobre ella apóstoles de la flamante doctrina, comenzó a reblandecerse al son de tantos himnos y jaculatorias, y acabó por quedar encantada sin saber de qué, como el hombre de las selvas al oír las melodías de una flauta. Desde entonces se lanzó, con la pasión de los niños en libertad, a balbucir palabras, que no entendía, del nuevo vocabulario político; a las manifestaciones públicas; al club y a las urnas electorales, siendo muy de advertir que en este entusiasmo iban siempre delante las hembras, las cuales hubieran llegado a emular las glorias de las calceteras de Robespierre, si las circunstancias lo hubieran exigido. Jamás se ha visto una transformación más radical ni en menos tiempo.

Sin embargo, no hubo medio de meter el diente a Tremontorio. Estaba fondeado a dos anclas en su puerto natural, y no había fuerzas humanas que le sacaran de allí.

-¡A predicar al limbo, tiña, que está lleno de inocentes! -decía a los catequistas que se atrevían a hablarle... desde lejos-. ¡Pero a mí!... Yo ya sé que si quiero comer tengo que jalar del remo y jugarme la vida en la mar seis veces a la semana... ¡Allí sus quisiera yo ver, tiña!

Si se le replicaba que precisamente para mejorar las condiciones del oficio era para lo que se le quería atraer al partido, añadía hecho un veneno:

-Pamemas, tiña; que si tan bueno fuera lo que tenéis a la mano, no vos acordarais de ofrecérmelo a mí; sus lo guardarais para vusotros, retiña... ¡Si soy mule viejo!... ¡no vus canséis en calarme la sereña!

Y no mordía la ujana, el muy ladino.

En éstas y otras, presentósele un día el Tuerto con las manos en los bolsillos y la cara hecha un vinagre.

-¿De ónde vienes, tiña? -le preguntó el viejo mareante, abrazando con cariño, pero muy admirado, al aparecido.

-Del departamento -respondió el Tuerto.

-¡Del departamento! ¿Pues no mandaste carta de allá, hace ocho días, para mí a Patuca, que sabe leer y escrebir?

-Cierto.

-Pus ná me decías entonces de venir tan aína. ¿Cómo es eso, tiña?

-Porque al otro día de escribirle a usté se pronunció la gente de la freata.

-¡Tiña! ¿Y tú también?

-No, señor...; pero me vi revuelto en la tremolina, sin saber cómo.

-¿Y a cuántos prenunciaos colgaron de las gavias?

-A denguno.

-¡Retiña! ¿Cuándo se vio eso?... ¿Y serás capaz de venirte sin licencia?

-No, señor; traigo un pase.

-Pos ¿quién te le dio, cuando debieron haberte leído la sentencia de muerte?

-Un cabo de cañón y un terrestre de mucha soflama que mandaban allí.

-¿Y el señor comandante y los oficiales?

-Harto tuvieron que hacer con tomar puerto en la cámara, después de tumbar a media docena de pronunciaos.

-Pero, retiña, ¿cómo no te ahorcaron al saltar a tierra?

-Porque se tuvo por bueno el pase que me dieron a bordo, firmado por el terrestre.

-¿Y eres tú capaz de tomar cosa anguna de un terrestre que se mete a mandar en una freata de guerra?

-¡Pero si no había otro remedio, puño!; y además, yo era ya cumplido, y de un día o otro tenían que despacharme.

- ¡Con su cuenta y razón, tiña; no de ese modo!... ¡Un terrestre! ¡A la Ferrolana pudo haberse atracado él a repartir licencias cuando dábamos la vuelta al mundo! ¡Bien saben ellos ónde se meten!... ¡Harto será, tiña, que no te güelvan a llamar; porque la ley es ley, y el que la hace la paga, si no es hoy, mañana!

-Pues, puño, con golverme por onde vine... Así como así, pa ver lo que yo acabo de ver, morirse es mejor, cuanti más golver al servicio.

-¿Qué vistes, hombre?

-¡Lo último, puño; lo último que me quedaba por ver! Y créalo, tío Tremontorio: más me apesaumbra esto, que el venir con el pase del terrestre.

-Pero ¿qué vistes?

-¡Pásmese, hombre! Ahora mesmo, al pasar por el Muelle, he visto a la mi mujer vestida de comedianta, con un gorro a modo de pimiento, una casulla con estrellas, y un pendón lleno de letreros, y más de un centenar de babiecas detrás de ella echando vivas yo no sé a qué.

-Eso es de todos los días, hijo; y no te pasmara si hubieras visto lo que yo voy viendo. Pero no tiene ella la culpa, tiña; que si no la pagaran por eso, no lo hiciera.

- ¡Tarascona!..., la he de romper los pocos huesos que la dejé sanos... Pero ¿y los hijos, tío Tremontorio? ¿Qué será de ellos con esa madre? Quiero ir ahora mismo a su casa para recogerlos.

-¿A su casa, tiña? ¿Onde está ella? ¿Sabe naide si tiene casa la tu mujer?

-¿Pus ónde duerme, puño?

-Onde le coge la cafetera, hijo; con el ite que no la suelta dende que anda con esa arboladura por las calles.

-¿Y los hijos?

-Los hijos, sí no hay quien por caridá los recoja a las puertas del Muelle por la noche, allí se la pasan a la timperie... Bien sé yo, tiña, quién los quita el hambre y los da abrigo muchas veces; pero uno no puede estar en todas partes, ni ellos acuden a uno siempre que debieran... Porque, retiña, la verdá es que se han hecho ya a la bribia; y por el carís que traen, van a hacer buena a su madre.

El Tuerto no quiso oír más, y salió de la bodega de Tremontorio, echando llamas por los torcidos ojos y maldiciones por la boca.


- III -

Creía el valiente veterano de la Ferrolana que, aunque con trabajillos, lograría irse haciendo a los nuevos resabios del gremio, y vivir en paz, si no a gusto, los pocos años que le quedaban de vida; y por conseguido lo daba ya, cuando cayó sobre sus anchas espaldas el peso insoportable de un infortunio con que jamás había soñado. Este golpe de muerte fue la abolición de las matrículas y la supresión de los cabildos, decretadas por el Gobierno imperante.

Creyó volverse loco con la noticia, y tardó muchos días en tragarla por cierta. Cuando no pudo negarla, no le cabía en su casa, y se largaba a la ajena, o al Muelle, a desahogar la ira con el primer camarada que se hallaba a sus alcances.

-No hay otro remedio que tragarlo, tío Tremontorio -le decían otros pescadores un tanto desengañados, pues cuando pidieron, por extrañas sugestiones, la abolición de las matrículas con el fin de verse libres de las levas, nadie les dijo, ni ellos lo cavilaron, que al desprenderse de una carga tan pesada, perdían, en consecuencia, el monopolio del mar y del puerto, que era la recompensa de ella.

-¡Que no hay otro remedio! -exclamaba Tremontorio, haciendo crujir los puños-. ¡Eso lo veremos, tiña! ¿Quién lo ha mandao?

-El gubierno de arriba.

-¿Quiénes son esos gubiernos pa meterse en la hacienda de los mareantes? ¿Qué saben ellos de cosas de la mar?

-El que manda, manda, tío Tremontorio.

-¡No en mi casa, tiña!

-Pues la ley es ley ahora y siempre.

-¡Por eso mesmo; a la ley me agarro, y viva la de nusotros!

-Pero una ley mata a otra, y la nueva es la que vale. -¡En lo terrestre, pase; pero no en lo de la mar!

-Pero, hombre, y dempués de bien desaminao, ¿qué vale too ello? Y aunque valiera, si nos quitan las levas...

-¡Las levas..., retiña! Siempre las tenéis delante de los ojos pa espantarvos el sueño... Dos me cogieron a mí, y vos digo que no me pesa ahora que salí de ellas... Más debiera espantarvos esto otro... Sí, señor, tiña; y ciegos sois si no lo habéis visto bien claro. Con esa orden de arriba se dice: «Abro la puerta a la mar...»; y allá voy yo, y allá vas tú.... y allá van ellos, ¡tiña! porque detrás de nusotros podrá ir, con la ley en la mano, el raquero del Puntal, el chalupero de las Presas y toos los tiñosos de la costa de la badía... Y esto no lo aguanto yo, retiña; que la mar se hizo pa los hombres que deben andar en ella y han andao siempre. ¿Ónde se ha visto que la gente del muergo sea quién pa dir conmigo a la pesca de altura?... Vos digo que no tendréis vergüenza si vos dejáis igualar por esa grumetería... ¡Pos dígote al respetive de lo de los cabildos! ¿Qué semos ya los mareantes sin ellos? ¿Aónde vas tú? ¿Aónde voy yo, que valgamos dos luciatos? Quiere decirse, tiña, que, de hoy palante, tanto da ser callealtero como de nusotros...; toos seremos unos... ¡Pa ellos estaba, retiña!

-Too eso está muy bueno; pero considere que está escrito en ley allá arriba, y que de na sirve lo que nusotros estipulemos acá abajo.

-Ya verás si sirve, tiña. Por de plonto, sepan esos gubiernos que Tremontorio no güelve más a la mar con esa ley.

Y no volvió el testarudo veterano. Las redes le dieron para casa y pan, y el canon de su lancha para compaño. Pero advirtió, andando el tiempo, que, a pesar de la nueva ley, la mar no había sido profanada por los anfibios de la costa de la bahía; y como además se aburría mucho estando siempre en tierra, y la mar le jalaba como cosa propia, resolvióse a estudiar el punto más a fondo, por si podían conciliarse su tesón y sus deseos. La nueva ley abolía, es cierto, la antigua matrícula; pero exigía, en cambio, una inscripción que daba a los inscritos privilegios parecidos a los que tuvieron los matriculados; y en cuanto a los cabildos, también quedaba algo, a modo de gremio, para sustituirlos.

No le llenó el ojo nada de esto a Tremontorio, pero, al cabo, era algo que ponía centinelas a la puerta de la mar; y como además le ponderaron mucho las ventajas sus compañeros de fatigas, y él tenía grandes deseos de conformarse, conformóse, aunque a regañadientes, y volvió a su lancha.

Para entonces, los diez años ocurridos desde que le conocimos en La leva, ya sesentón, habían hecho honda mella en su persona. Estaba más encorvado, más flaco, algo trémulo, y con la greña, las patillas y las cejas enteramente blancas, muy ásperas y muy largas. Pero su vestido, como su carácter, era el de siempre: el mismo gorro catalán, la misma camisa de bayeta verde sobre la de estopa interior, los mismos calzones pardos de ancha campana y amarrados a la cintura con una correa, y los mismos zapatos, sin tacones y sin lustre, sobre el pie desnudo.

Consigno este dato porque a la sazón no era ya este traje el característico del oficio. En los años pasados desde el consabido acontecimiento, la gente marinera había ido confundiéndose en todo en la terrestre, así en ideas como en hábitos y costumbres. Lo cual no dejaba de exasperar a Tremontorio, y dábale a menudo ocasión de fulminar sus embreados apóstrofes sobre los pinturines pescadores que caían por su banda.

En una de estas ocasiones le vi yo en el muelle. Estaba hecho una tempestad en medio de un grupo heterogéneo y abigarrado, aunque se componía exclusivamente de marineros. La verdad es que, siendo Tremontorio el único que se hallaba en carácter allí, y, como si dijéramos, en su propia casa, parecía el intruso y el pegadizo entre tantos degenerados.

-Ya se ve, tiña -decía cuando yo pasaba, y, por eso me detuve a escuchar-: dende que vais al voto y a esos pedriques con el señorío, pudiente, y andáis tan empavesaos, ¿qué vus ha de paicer este patache carbonero? Pus, tiña, de mi madera sois, con toa esa fantesía; y el más o el menos de trapo, no le hace al casco tener los fondos mejores... Ni barrunto que de ayer acá vos haya caído denguna herencia de repente pa echarvos tanta guinda... Onde se ve la gente es en el mar, ¡retiña!; ¡y que se diga muy recio sí en más de tres duros y medio17 que ya cuento, le he pedido a anguno remolque allí!

Replicóle uno que «el andar bien portao no quitaba fuerza ni valor a la presona».

- ¡Taday, niquetrefe! -díjole Tremontorio con el mayor desprecio- Si sois valientes entoavía y jaláis del remo como yo, es porque lo habéis mamao, y allá vos queda... Eso es del cabildo de abajo, sépastelo bien... ¡Retiña, qué gracia!... Pero que vos dé otro tanto la vida que traéis... ¡Surbia vos dará!

-Y lo que usté no guipa, porque ya está fuera de combate -respondiéronle en son de zumba.

-¡Pintura digo yo a eso! -replicó el veterano con mucho retintín-; aunque bien desaminao el ite de ese particular, ¿qué tenéis ya que recibir de naide? ¿Qué vus falta? Vusotros, el relós de plata; vusotros, la bota fina; vusotros, el camisolín de plegues; vusotros, la cachucha de rasolís... Pus ya, retiña, por poco más, echarvos el bastón y la casaca, y dirvos al Suizo, con los señores del muelle, a tomar chocolate con esponjao y leer los boletines de arriba... Las rentas no han de faltarvos pa sostener el señorío, porque ya tenéis una ración de hambre y otra de necesidá... ¡Retiña con la piojera de tres gavias!

Dijo, miró con ira a los zumbones que le rodeaban, y rompió el cerco, bamboleándose al andar, como buque de mucho porte que toma la barra seguro de llegar al puerto.


- IV -

Amaneció un día con el viento al Sur, casi en calma: el cielo sonrosado con algunas nubes aturbonadas; la bahía, como un espejo; la mar, como un lago, la temperatura, a placer; el campo, verde y fragante; las flores, meciéndose sobre los tallos; los árboles, entreabriendo sus hinchadas yemas y asomando por ellas las tiernas esmaltadas hojas, que se estremecían y se desplegaban al sentir por primera vez el calor de los rayos del sol vivificante; la sonora voz de las campanas de todos los templos, llenando de armonías el espacio, y el movimiento y la circulación, interrumpidos por la solemnidad de los días anteriores, restableciéndose bulliciosos en todas las arterias de la población.

-¡Hermoso día! -exclamaban las gentes de tierra, encaminándose a continuar los suspendidos negocios, o frotándose las manos a la puerta del almacén, o contemplando la naturaleza desde las entreabiertas vidrieras del gabinete. Y el fervoroso cristiano que volvía del templo, lleno su corazón de místicos regocijos; y el célibe egoísta que, empuñando el roten, se desperezaba a la puerta de su, casa, dispuesto a emprender el higiénico paseo extramuros; el labrador afanoso que arreaba la yunta y dirigía el arado para abrir el primer surco en su heredad; y el bracero menesteroso..., cada cual a su manera, saludaba con himnos del corazón aquel inolvidable Sábado de Gloria de 1878.

Así llegó el sol a la mitad de su carrera, el afán de los hombres al descanso del mediodía. Entonces se alzaron súbitamente remolinos de polvo en las calles de la ciudad; azotó la cara de los transeúntes una ráfaga de viento húmedo y frío; oyóse el chasquido de algunas vidrieras sacudidas contra la pared; cubrió los cerros del Oeste un velo achubascado; nublóse repentinamente el sol; tomó la bahía un color verdoso con fajas blanquecinas y rizadas, y comenzó a estrellarse contra las fachadas traseras de la población una lluvia gruesa y fría.

-Un galernazo -dijo la gente con mucho sosiego-. Después del Sur, era de esperar.

Y el que tenía qué, se puso a comer, y el que había comido ya, se tendió a dormir la siesta o a chupar el clásico cigarro delante de una taza de café.

Según la gente de tierra, no había ocurrido hasta entonces cosa que no fuera en Santander muy natural y corriente; y en verdad que no era para dejar pálido a nadie la rotura de algunos vidrios, unos cuantos paraguas vueltos del revés, tal cual sombrero arrancado de su correspondiente cabeza y alguna que otra falda encaramada más arriba de lo acostumbrado.

Y, sin embargo, uno de aquellos instantes, pasados casi inadvertidamente para la gente de la ciudad, había producido, a la vista de ella, como quien dice, el desastre más espantoso que registran los cántabros anales.

Noticias de él fueron los alaridos que comenzaron a oírse luego por las calles entre la gente marinera; madres clamando por sus hijos, esposas por sus maridos, hijos por sus padres, hermanas por sus hermanos. Aquello era una desolación, y sus clamores atravesaban el alma como un puñal. Corrían los desventurados pálidos los rostros y los ojos sin lágrimas, porque para los grandes dolores no existe el consuelo de ellas, buscando en los ojos de los demás una respuesta que nadie podía darles, y el contristado espectador se agregaba a ellos y los seguía como si el mismo infortunio los empujara. El rumbo de tan tristes cortejos era el muelle, donde había ya una muchedumbre con los ojos clavados en la boca del puerto. El temporal había cesado casi por completo en tierra, y de la mar sólo se veía una parte de su furia, estrellándose espumosa y rugiente sobre las tristes Quebrantas. Conocíase una parte del desastre: lo que de él habían presenciado los pescadores de tres lanchas, únicas que hasta aquella hora habían logrado volver al puerto. Citábanse nombres y se pintaban escenas de horror y de heroismo. Las lanchas habían llegado medio anegadas; sus tripulantes, con la palidez de la muerte en el semblante, mudos y consternados con las ropas ceñidas al cuerpo, empapadas en agua; muchos de ellos, con el hercúleo torso desnudo. No les aterraba solamente la idea del peligro en que se habían hallado, pues de otros no menores habían salido con sereno espíritu, sino el cuadro de muerte y desolación que habían contemplado sus ojos entre la furia de la galerna.

Hablábase mucho en los apretados corrillos; oíanse los lamentos de los que ya nada esperaban y de los que temían, y no faltaba quien, para desvanecer tristes presentimientos, hiciera risueños cálculos; pero siempre flotaba sobre el llanto y las conversaciones, como respuesta a una pregunta que no se cesaba de hacer, esta frase:

Todas están allá!

¡Todas! ¡Nunca esta palabra tuvo sonido tan triste y pavoroso! Todas; es decir, todas las lanchas de altura estaban en la mar, y sólo tres habían vuelto al puerto.

Corriendo aquellos minutos, que parecían siglos, viose otra, y luego la quinta, rebasando del promontorio de San Martín. Cada una de ellas fue saludada con un rumor que no puede pintarse con palabras ni con sonidos.

Cerca ya del anochecer, y después de dos horas de esperar en vano los que en el puerto lloraban, y cuando la vista más sutil no había podido distinguir desde los puntos más elevados de la costa ninguna lancha en el mar, y había tiempo sobrado para tener noticias de las que pudieran haberse refugiado en boquetes o ensenadas, faltaban siete.

Preguntóse por ellas a todos los puertos y fondeaderos del litoral; pero aquellas preguntas se cruzaban en el camino con otras análogas que los preguntados hacían a Santander, y sólo sirvieron para dar a conocer en su horrible extensión el desastre de aquel día memorable. Desde Fuenterrabía a Cabo Mayor, había hundido el azote de la galerna en los abismos del mar TRESCIENTOS OCHO hombres en brevísimos instantes. En este espantoso cúmulo de víctimas, tocábanle SESENTA al gremio santanderino. ¡Jamás la muerte acechó a los hombres con mayor astucia, ni los hirió con más implacable saña!

Aunque la caridad, virtud de los cielos, amparó entonces, como siempre, por igual a todos los desvalidos, cada corazón sintió lo que estaba más patente en su memoria, y la mía la ocupó toda Tremontorio.

Preguntando por él, supe que también había salido a la mar aquel día, y que era de los pocos que se habían salvado de la catástrofe casi milagrosamente; pero que, con lo terrible del trance, los golpes y la frialdad del agua, a sus muchos años, habíase puesto a punto de morir.

No me satisfice con estas noticias, y quise verle, y lo conseguí.

Le hallé tendido en un pobre lecho, pálido, cadavérico, pero muy tranquilo y en reposo. Cuidábale otro marinero, que a su lado estaba de pie y con los brazos cruzados sobre el pecho. No me era extraño este personaje; y, en efecto, después de contemplarle unos instantes, conocí en él al Tuerto. Pero ¡qué viejo, qué encanecido, qué anguloso y encorvado le hallé!

Como mi presencia no podía chocar allí en aquellos días en que la caridad no cesaba de llamar a las puertas de los náufragos, logré que el viejo pescador me recibiera mucho mejor de lo que yo esperaba de su dureza habitual.

-Y ¿cómo se encuentra usted ahora? -llegué a preguntarle.

-Con el práctico a bordo18 desde ayer -me respondió con su voz de siempre, aunque más premiosa.

-Será por exceso de precaución -díjele, comprendiendo su náutica alegoría y deseando darle alientos.

-¡Qué precaución ni qué... tiña! -me replicó muy fosco-. Soy ya casco viejo, vengo desarbolao, el puerto es oscuro y la barra angosta...; ¿para cuándo es el práctico, si no es para ahora mesmo?

-Tiene usted razón -le dije, viéndole tan sereno-. En estos trances se prueba el temple del espíritu. Ya veo que el de usted no necesita remolque.

-No, gracias a Dios, que me da más de lo que merezco. Ochenta años; no haber hecho mal a naide en una vida tan larga; haber corrido tantos temporales, y venir a morir en mi cama, como buen cristiano y al lado de un amigo, ¿no fuera cubicia y desvergüenza pedir más, retiña?

Lo admirable de estas palabras está en que eran ingenuas, como todas las que salieron de la misma boca durante tantos años.

Seguimos hablando por el estilo, cuidando yo de encomendar la menor parte de la tarea al enfermo para no fatigarle, y conduje la conversación al extremo que deseaba.

Y preguntéle, después de encauzada a mi gusto:

-Pero ¿no hay algún síntoma, algún anuncio de esos temporales?

-¡Anuncio!... -exclamó Tremontorio mirándome, con una sonrisa más amarga que el agua de las olas-. ¡Anuncio, retiña!... ¡Pues si hubiera anuncio de eso!... Está usté en su lancha como la hoja en el árbol, ni quieto ni andando. la tierra a la vista, la mar como una taza de caldo; un si no es de turbonada al horizonte... ¡Retiña!, ná, porque así se puede estar un mes entero... Este carís no es pa que naide pique las amarras... Pues, de súpito, le da a usté en la cara un poco de brisa; oserva usté al Noroeste, y ve usté venir echando millas, a modo de una jumera, encima de una mancha parda que va cubriendo la mar, con un rute-rute, que no paece sino que el agua se despeña por las costas abajo. Al verlo y al oírlo, la sangre se cuaja en el cuerpo, y los pelos se ponen de punta; arma usté los remos, isa una miaja de trapo pa ver de correr por delante, y, ¡tiña!, antes que se dé la primer estropá, ya está aquello encima.

-¿A qué llama usted aquello?

-¿Aquello?... Aquello, señor, yo no sé qué sea, si no es la ira de Dios que pasa; aquello es la última; la de abrir la escotilla de las culpas y encomendarse a la Virgen Santísima; la de dejar la tierra para sinfinito y clamar por los suyos los que tienen en ellas las alas del corazón.

-Bien; pero ¿qué sucede allí en esos momentos terribles?

-Y ¿lo sabe anguno, por si acaso?... ¡Retiña!, faltan ojos y tiempo pa mirarlo... Está usté en un jirvor de espuma, que zarandea la lancha como si fuera cáscara de nuez; ese jirvor se levanta, se levanta.... y vuelve a bajar; y al bajar, cae sobre usté; y al caer, usté no sabe si caen peñas o qué cae, porque quebranta y ajoga al mesmo tiempo; y al abrir usté los ojos, ¡tiña!, ni hombre, ni lancha, ni remo, ni costa, ni cielo, ni ná. ¡Allí no hay más que estruendo y golpes, y espuma y desamparo!...; ¡ni voz para clamar a Dios, porque en aquella tremolina no se oye uno a sí mesmo! Un trastazo le echa a pique, y otro le saca a flote; la cabeza se atontece, y el que mejor sabe anadar, trata de olvidarlo para acabar cuanto antes.

-Pues a usted de algo le ha servido el saber nadar, puesto que logró salvarse donde tantos otros perecieron.

Miróme el hombre con torvo ceño, y díjome con profundísima convicción:

-¡Ni pizca, tiña!

-¿Cómo salió usted a tierra, si no?

-Porque Dios quiso, y ciego será quien no lo vea.

Metióme en mayor curiosidad esta respuesta, y rogué al valiente pescador que me contara el suceso. Resistióse a complacerme, con bruscas evasivas, y entonces tomó parte en la conversación el Tuerto, y me dijo:

-Verá usté lo que pasó, señor, porque juntos nos salvamos los dos. Llevónos la galerna, en un decir Jesús, a dos cables de San Pedro del Mar; y cuando contábamos que no pararíamos hasta embarrancar en la arena, un maretazo, como yo no he visto otro, nos puso la lancha quilla arriba. Al salir yo a flote, de todos mis catorce compañeros no quedaba más que éste, a unas seis brazas de mí. A los demás -añadió el Tuerto con voz trémula y muy conmovido- no he vuelto a verlos hasta la hora presente. Como la lancha había quedado entre dos aguas, tuve la suerte de agarrarme a ella; pero ese infeliz se vio sin otro amparo que sus remos naturales, y no era poco, porque, a saber anadar, no hay merluza que le meta mano. En esto, la mar nos fue atracando el uno al otro; y ya estábamos al habla, cuando la suerte le puso un remo delante. Agarróse a él y descansó una miaja. Pero notaba yo que no se valía más que de un brazo para agarrarse, y no sacaba el otro hacia el remo, ni le movía para ayudarse. -« ¡Anade y atráquese -le gritaba yo- hasta que llegue a darle una mano, que dispués ya podrá agarrarse a la lancha! -¡Qué más quisiera yo que poder anadar, retiña! -me respondió-. Pues ¿por qué no puede? -Porque me jalan muchos los calzones. Paece que tengo toda la mar metida en ellos; y a más a más, se me ha saltao el botón de la cintura. -¡Arríelos, puño! -¡Tiña, que no puedo! -¿Por qué? -Porque esta mañana se me rompió la cinta del escapulario y le guardé en la faltriquera. -¿Y qué? -Que si arrío los calzones, se va a pique con ellos la Virgen del Carmen19. -¿Y qué que se vaya, hombre, si no es más que la estampa de ella? -Pero está bendita, ¡retiña!; y si ella se va a fondo, ¿quién me sacara de aquí, animal?» Hay que tener en cuenta, señor, que la mar era un infierno, y tan pronto nos sorbía como nos soltaba. A cada palabra un maretazo nos tapaba el resuello o nos cubría con más de diez brazas; y al salir a flote, no hallaba uno quien le respondiera, o asomaba por onde menos era de esperar. Dios quiso que no nos separáramos cosa mayor en aquel tiempo, que fue mucho menos del que yo empleo en contarlo; porque la sola vista de otro ser humano le anima a uno a bregar en tales casos. ¡No sabe usté la agonía que se pasaba en el instante en que al salir a flote se veía uno solo! Volviendo al caso, digo que al hablar este compañero las últimas palabras que yo he repetido, vínose encima de mí, sin saber cómo, y agarróse a la lancha. Al mismo tiempo se alzó a barlovento una mar como no ha visto igual hombre nacido; pensé que aquel era el fin, no de nuestras vidas, sino del mundo entero; desplomósenos encima, y para mi cuenta, entonces, allí fenecimos, porque ni más vi, ni más oí, ni más sentido me quedó que una chispa de él para acabar una promesa que estaba haciendo a la Virgen del Mar (y cumplí al otro día, como era justo). Pero, a lo que paece, aquel desplome de agua nos echó a tierra con la rompiente, porque allí nos encontramos los dos al volver del atontamiento, cerca de unos baos de la lancha y con astillas de ella entre las manos. Vino gente, nos recogió, nos dio abrigo y aquí nos trajo: al señor, en el estado en que usté le ve, o poco menos; y a mí, como si nada hubiera pasado, que de algo vale el no ser viejo y haber sorbido mucha desgracia. Lo cierto es, señor, que si el estar los dos vivos no es un milagro de Dios, no he visto cosa que más se le asemeje.

-¿De modo que usted -dije al Tuerto con la intención de saber algo de su vida desde que volvió del servicio- ha dejado su casa por venir a cuidar a su amigo?

-Mi casa es ésta -respondió secamente el Tuerto.

-¿No tiene usted familia?

-Me queda un hijo, que anda navegando en un vapor; todo lo demás está ya en el otro mundo..., no contando al señor, que ha sido un padre para mis hijos y para mí.

Muy poco más duró nuestra conversación. Al despedirme, tendía la mano a aquellos heroicos y honrados marineros, y dije al moribundo Alcides del Cabildo de Abajo:

-Hasta la vista, amigo.

-Y ¿por qué no, tiña? -me respondió, dando a mis palabras mayor alcance del que yo les había dado-. Mareantes semos todos de la mar de acá, y en rumbo vamos del mesmo puerto. Si el diablo no nos le cierra, yo mañana y usté otro día, en él hemos de fondear.

-Quiéralo Dios así -repuse desde lo íntimo de mi corazón, pensando en las virtudes de aquel hombre admirable.


- V -

Dos días después, subía por la cuesta de la Ribera un carro fúnebre conduciendo un ataúd enorme, y seguido de numeroso cortejo. Pregunté, y supe que en aquel ataúd iba el cadáver de Tremontorio. ¡Dios sabe lo que pasó entonces por mi alma! El cortejo se componía casi exclusivamente de gente marinera, y preciso fue que me lo advirtiesen para que yo cayera en ello, pues, a juzgar por el vestido, lo mismo podían ser aquellos hombres jornaleros de taller, o caldistas al menudeo: tanto abundaba entre ellos el hongo fino, la americana, la gorrita de seda, el pantalón ceñido y hasta los botitos de charol. Ni huellas del traje clásico de los días de fiesta de los castizos mareantes: la ceñida chaqueta y los pantalones y la boina de paño azul oscuro, ésta con profusa borla de cordoncillo de seda negra; corbata, negra también y también de seda, anudada sobre el pecho y medio cubierta por el ancho cuello doblado de una camisa sin planchar; zapato casi bajo y media de color. El Tuerto, que iba materialmente embutido entre las dos ballestas traseras del carro, era el único que recordaba un poco lo que él mismo había sido antes. La raza indígena pura del mareante santanderino, tal cual existía aún, desde tiempo inmemorial, diez u once años ha, iba en aquel ataúd a enterrarse con Tremontorio, porque bien puede asegurarse que éste fue el último de los ejemplares castizos y pintorescos de ella.

Justo es, por tanto, que yo le registre en mi cartera antes de que se pierda en la memoria de los hombres.

Sobre los restantes del gremio ha pasado ya el prosaico rasero que nivela y confunde y amontona clases, lenguas y aspiraciones.

La filosofía lo aplaude y lo ensalza como una conquista. Hace bien, si tiene razón; pero yo lo deploro, porque el arte lo llora.



Notas:

17: Más de setenta años.

18: Recibido el Viático.

19: Hecho y dicho rigurosamente históricos.