Los abismos
de Felipe Trigo
Segunda parte
Capítulo VII

Capítulo VII

¿Qué estaba sucediendo, en suma, detrás del misterio impenetrable? ¿Qué extraña tormenta continuaba condensándose alrededor de su empeño, de su obra... del drama de luz y de esperanza que iba a recibir en esta noche la pública sanción?

Eran las ocho.

Inquieto el autor, vagaba por las calles.

La boca le amargaba. Los ojos brillábanle febriles.

¡Cuán áspera la cuesta arriba de la fama!

Miraba en torno suyo las cosas, sin ver, y únicamente veía, sin querer mirarla, la confusión tremenda de su espíritu.

Se acercaba al Español.

¿Por qué a esta hora?... No lo sabía. Lanzado de todas partes, repelido de todos los amores por los torvos enigmas del recelo y sintiendo roto el nexo de su vida emocional de hombre con su vida de ensueños de poeta, una desolada seducción de horror de abismo atraíale al teatro donde por él, y un poco fatídicamente, los carteles anunciaban Los abismos.

Se ahogaba. Su angustia hubiésele clamado piedad, en un grito, a no supiese quién capaz de concedérsela.

Sentía más que nunca la fe en sí propio, y por paradoja inconcebible, para el augurio de triunfo, en tanto que la Prensa otras veces adversa y los enemigos de siempre le aclamaban, persistían vueltos contra él los amigos entrañables, los cariños indudables..., el de su adorada mujer buena entre ellos, el de su bella mujer inteligente, tan inexplicablemente hostil, ahora con su triste pasividad, con su glacialidad, con sus herméticos silencios.

¡Libia!

¡Ah, por vez primera ella no iría a serle, desde un palco, el ángel de hermosura a quien pidiésele consuelo o rindiésela victoria cuando hubiesen de llamarle los aplausos de mera estimación o los bravos delirantes!... Quiso la fatalidad agravarla su dolencia, dejándola en cama desde ayer, y el infeliz se había alejado de la esfinge bella y de la casa, a vagar, a cenar, a afrontar solo su ventura o su infortunio.

Llegó al Español.

Los abismos, volvió a leer, casi espantado, en los carteles.

Ante las cerradas puertas aguardaban algunos grupos de impacientes.


NO HAY BILLETES


decía un aviso en las taquillas.

Sonrió. Ambiente de triunfo inmenso, sin embargo. Los periódicos publicaban su retrato y reproducían escenas de la obra.

Iba a alejarse, cierto únicamente de haber llegado aquí en las nerviosas incoherencias que siempre invadíanle al estrenar, y más hoy, que hallábase a ellas de manera tan cruel abandonado, y sintió una mano que le caía en el hombro y una voz afectuosa:

-Hola, ¿adónde vas?

¡Luís!

Al verle se enojó. Su presencia ratificaba la persecución implacable que ya duraba tantos días. A pesar de la expectación despertada y mantenida en torno al drama, el terco obstinábase en que no le interesaría al público y debiera no estrenarse. Ayer, hoy y esta misma tarde, en fin, le había estado agotando la paciencia para que aun lo retirase de la escena...; y acaso por huirle, por no escucharle más, por no verle de nuevo aparecer y tener al fin que contestarle a bofetones, el irritado amigo del buen amigo insoportablemente extraño había escapado de su casa.

-Qué, ¿adónde vas?

-¿Adónde voy?

-Sí.

-¿Me buscabas?

-No. Te encuentro. Pasaba por aquí. ¿Y tú, por qué vienes tan temprano?

-¡Pues... no sé! Pasaba también. Voy a cenar.

-¿Dónde?

-En cualquier parte.

-Vamos, entonces. Te acompañaré. Tampoco yo he cenado.

Vaciló Eliseo, se encogió de hombros y marcharon por la calle del Príncipe hasta un inmediato restorán.

No hablaban. Refugiados en un gabinete que con sus claras sedas parecía más dispuesto para las alegrías de una pareja de amor que no para la esquiva gravedad de ellos, acomodáronse frente a frente en la blanca mesa llena de flores.

Un camarero cancillerescamente ceñido en su frac les servía.

Al concluir la sopa, Luis prorrumpió:

-¡Oye, Eliseo! Tú debías acercarte al Español en un instante, ver al director, concertar una disculpa y retirar el drama. Tú debías...

Se contuvo, al duro rebrillar de una mirada de Eliseo; de una mirada de lástima y de ira, como la que puede merecer la insistencia de un demente.

Siguieron mudos la cena.

Hosco el autor, pensaba, aun queriendo disculpar a este amigo y a Astor, y a Ambroa y a Mari, que no eran literatos, que no eran del oficio, lo cual, si acreditábales a sus consejos buena fe, les quitaba autoridad y explicaba, dentro de lo que pudiera ser explicable en lo absurdo, sus timideces y torpezas.

No obstante, se le imponía la tal tenacidad de ellos, de Luis, principalmente, obstinado en acompañarle ahora con el duelo sombrío y mudo que a un niño a quien fuese a sobrevenirle una desgracia, inevitable por su propia y voluntariosa ceguedad, y con el alma y la boca amargas comía poco de los platos que iban desfilando por la mesa.

Luis, observando siempre al disgustado displicente, no les dispensaba mucho más honor.

-¡Oye, Eliseo! -tornó a decir, hacia el final de la cena, con insensata y monótona firmeza, cortando el lúgubre silencio-. Tú, créeme, ¡aun estás a tiempo!... debías ir al teatro, ver al director, y evitarle al público ese drama.

Levantó la cólera a Eliseo.

Su mano, que empuñaba el palo de la silla, sintió el ímpetu de estampárselo al amigo en la cabeza.

Pero el amigo, el fiel amigo raro de la infancia, sonreía, lleno, en su obcecación inverosímil, de resignación y de bondad... y Eliseo volvió a sentarse.

-Luis -exigió no obstante, intimador-, si tienes otras razones que las que me has hecho escuchar con paciencia tantas y tantas veces, dímelas; si no, es inútil que te aferres en tu empeño; y sea cual haya de ser mi éxito esta noche, tú y yo habremos de salir de aquí separados para siempre.

Acabó Luis de mondar una manzana, la dejó luego sin comerla, y repuso:

-Bien, sí, atiéndeme. En primer lugar, tu drama es un drama que no es tuyo, sino un hecho de la vida galante de Madrid, y tan reciente, que aun lo tiene todo el mundo en la memoria.

-¿Y en segundo lugar?... Porque eso no me importa; es lo mismo que me dices siempre, lo mismo que todos repetís, y siempre he podido responderos que el drama es mío, aunque basado en un suceso real, desde el punto en que son míos, absolutamente míos, el conflicto sentimental, la solución y el comentario. ¿Qué obra artística moderna has visto tú que no se funde en un hecho de la vida del autor o de los otros?

-En segundo lugar, que justamente esa solución es disparatada y chocaría con el público sentir. De modo que, si lo que hay en tu obra de interesante y pintoresco no es tuyo, y, en cambio, lo que hay tuyo es falso, o repugna, al menos, a la social conciencia... ¿quieres decirme qué es lo que al éxito le fías?

¡No, no era un literato, no era un artista ni un psicólogo capaz de comprender, el pobre Luis, sólo grande allá entre sus enfermos!... Le miró Eliseo con pena.

Éste, y los demás amigos, y su propia mujer, de sobra honesta y honradamente rectilínea para entender tampoco el perdón a una traición inicua, temían, con cariñoso afán ya harto molesto, ver públicamente en ridículo al valiente innovador que tomaba de la vida misma, para mayor sinceridad, el tema de sus filosofías.

Se levantó, y díscolamente, con aires de consumación de la anunciada ruptura, fue a la percha a coger el abrigo y el sombrero.

Pero el terco, inmóvil, le hizo detenerse, con tanta más certera eficacia cuanto que fue más melancólico y suave el tono de su voz:

-Tú, además..., y advierte que empiezo a decirte algo nuevo, Eliseo, no tienes derecho alguno a remover la pesadumbre, la vergüenza, el infinito dolor de una pecadora que de sobra estará ansiando el amparo en el olvido.

-¿Por qué no? -respondió Eliseo, girando rápido hacia él-; si lo tuvo la crónica periodística para entregarle a la publicidad el hecho escueto, que en su mero aspecto de escándalo sólo pudo interesarle a la curiosidad malsana de las gentes, ¡ha de negársele al arte, que al limitarse, después de todo, a recordarlo y a estudiarlo, lo embellece y ennoblece!... Yo no incurro en la indiscreción de quebrantar secreto alguno sacándolo a la luz desde su escondida intimidad, sino que lo recojo del ambiente de la calle a que ya la Prensa hubo de lanzarlo.

Marcó una pausa, se acercó unos pasos, y apoyó:

-Dime: el drama histórico, ¿qué es?.. ¿No se han llevado al teatro mil veces pedazos vivos de la Historia, infamias de reinas, de reyes, próximos o lejanos hasta poder avergonzarlos a ellos mismos o a sus egregios descendientes?... Pues este sería un drama de la historia anónimo actual, y con la ventaja de una menor crueldad para la infeliz mujer, cuya persona queda siquiera tan oculta como estaba debajo del suceso.

No acertaba el torpe tenaz a replicarle, como tantas otras veces que había necesitado oponer sus argumentos a los verdaderos argumentos del acosado sin razón, y éste terminó generosamente desdeñoso:

-Luego, yo no trato de la pecadora para nada, Luis; trato del pecado; y en última consecuencia, no añado ni un átomo más de infamia a la infamia (si la hubo) de su culpa: antes al revés, la explico y la sincero. ¡Derecho, pues, el mío, de caridad para con ella!

Luis alzó lentamente la cabeza, y deslizó con miedo y amargura:

-¿Y... para con él? Porque, aunque así fuera, restaría algo absolutamente digno de respeto en la desgracia del marido.

-¿Del marido?... ¡Ni sé quién sea, ni él sabrá tampoco su desgracia!

-¡Por lo mismo!... No sabes quién es, y acaso lo sepan otros y pueda ser algún infortunado que esta noche asistiría al estreno para hallarse envuelto en un escarnio tanto más feroz cuanto que se le hubiese de arrojar a una víctima indefensa e inocente.

Se inmutó Eliseo ante esta sombra de justa inculpación; pero se recobró a la seguridad de sí mismo, y en el fondo de ella encontró él el fuego de su réplica definitiva y formidable:

-¡Oh, Luis! Fíjate en que desde hace un mes, y con insistencias bien bizarras, me estás pidiendo para un desconocido, cuyo daño no habré en manera alguna de acrecer, lo que yo no puedo concederte. Hablas en nombre de un altruismo sensiblero, impropio de ti, del cirujano que hasta matar sabría bajo la fe impasible de la Ciencia, y te respondo en nombre de la Belleza del Arte, perennes también sobre los pobres posibles dolores de la vida fugaz, y más nobles y más altos y respetables que la propia vida desde que son sus flores divinas y sagradas. Tengo la persuasión de haber tocado la cima de todos mis alientos, de haber hecho refulgir en esta obra los máximos esplendores de mi arte, capaces de marcarme el porvenir, si alguna vez he de merecerlo, con el nivel definitivo de la gloria, y ya ves lo que habría de dejar renunciado, renunciando todo eso (que es más aún que mi existir), por el vano y sentimental respeto a la desdicha de un hombre que habría de conocer ni pudiese jamás, siquiera, agradecerme tan inmenso sacrificio. ¡Oh, Luis -recalcó acercándose y vertiendo en el acento las vehemencias de su alma-; fíjate en lo que me pides, y no insistas; porque es tanto, tanto de mi ensueño, tanto del tesoro de mis esperanzas e ilusiones, tanto de mi carne y de mi sangre mismas, que habría al fin de saber que con ello hubiera incluso de afrontar la muerte, y daríale mi drama al Arte y a la Gloria!

No se conmovía, no se convencía Luis. Apenas había recibido la ardorosísima protesta con una vibración de asombro en la faz, y Eliseo se alejó de él, arrojándole fríamente desdeñoso:

-¡Tú no puedes entender lo que es para un artista el abismo de cielo de la Gloria!

Llegó a la percha, nuevamente. Descolgaba el abrigo y el sombrero. Se los puso. Iba a salir, y aun le escuchó a la como lejana y aterrada voz del testarudo:

-No sabes quién es, ese infeliz, y puede ser quizá... ¡un amigo tuyo!... ¡un pariente mío!. ¡yo! ¡tú!... cualquiera, en fin: un hombre de honor que no sospeche su infortunio en la íntegra virtud aparente de su esposa... ¡En nombre de él, por última vez, Eliseo, te imploro un poco de esa misma piedad que es el alma de tu drama!

La respuesta fue un portazo de hastío y desabrimiento.

El autor escapó a la calle.

Libre del impertinente, respiró.

Nada pensó, por un rato. Marchaba al teatro de sus triunfos, con la compacta masa de público que ya también se dirigía al estreno. Coches, automóviles, gentes a pie, por la acera, entre las cuales predominaban las graves etiquetas de los hombres y los claros faustos de las damas. El todo Madrid de las solemnes fiestas.

Le miraban muchos, le saludaban algunos, y sentíase más que nunca envuelto en los halagos de la curiosidad y la admiración.

-¡Ése! ¡ése es! -oyó que uno decíale a unas señoras.

Mas no hubo avanzado doscientos metros, sin que el reposo momentáneo de su espíritu se turbase con una visión horrenda de aquella tenacidad, de aquel penoso y crispado sobresalto que le había advertido al amigo fiel, y de aquel recóndito sentido que podrían transparentar sus últimas palabras.

«¡Yo! ¡Tú! ¡Un hombre de honor que no sospeche si quiera su desdicha en la íntegra virtud aparente de su esposa!»

Dejó de mirar a los que pasaban, a los que le miraban, y perdido y como protegido en un grupo de viandantes más modestos, que no le conocerían, retardó la marcha mirando al suelo.

O las tales frases serían la aplicación estúpida e incongruente de un altruismo bizantino, o querrían significar que... que él... ¡él! ¡Eliseo! ¡el autor mismo que había hecho un drama de una historia de la calle..., fuese la ridícula víctima inocente de la historia de ignominia!

-«¡Yo! ¡Tú! ¡Un hombre de honor que ni sospeche siquiera...!»

Galvánico, de un salto horrible el corazón, le detuvo. Creyó que a sus propios pies abriérase una sima que le haría rodar eternamente, a un paso más, y, rápido, eléctrico también, sin ver ya coches, ni gentes, ni nada, todo envuelto en las repentinas negruras de antro que le cegaban el alma y los ojos, hendió la creciente marca de multitud, hacia el restorán.

¡Luis tendría que decirle la verdad desnuda! ¡Tendría que disiparle, con el fondo de las sinceridades de su ser, la mortal congoja que artero o torpe habíale sepultado en las entrañas!

Llegó. Subió. Abrió loco la puerta, y tuvo en su insensatez que pararse murmullando disculpas y perdones.

Luis no estaba. El coquetón gabinete que ambos ocuparon minutos antes, tenía ya su pareja de amor en un viejo señor de barbas canas y en una elegantísima cocota. Ella despojábase de sus pieles de renard el desnudo escote. A Eliseo le parecieron repulsivos.

Cerró. No supo darle cuenta el camarero, que cruzaba el corredor con servicio nuevo, de adónde Luis habría partido.

En vano el atormentado se lanzó otra vez a la escalera, y le buscó, calle arriba, calle abajo, cruzando por las gentes y los coches que aumentaban sin cesar.

Le habría gritado: «¡Luis! ¡Luis!», clamándole a desgarradas voces como un náufrago que se estuviera sintiendo ahogar en el mar de muchedumbre. Negro, confuso, movible todo alrededor. Un misterio de horror habíasele incendiado de improviso en otro misterio de horror y de estupor.

¡Absurdo, brutal, inadmisible... pero centella roja del infierno que alumbraba el caos de la inverosímil hostilidad de su mujer y sus amigos hacia el drama que al mismo tiempo le iría a cubrir de la gloria y del ridículo! ¡Libia! ¡Ah! ¡Qué horror! Más aún que enferma, muerta de espanto y cobardía, se habría quedado en cama por no asistir a su calvario.

Y seguía él buscando, buscando a Luis, perdido en desfallecimientos, y seguían los automóviles y los coches y las gentes desfilando hacia el teatro tal que a un circo; tal, quizá, que a un espoliarium donde esperarían verle convertirse en fiera de sí propio.

¡Oh, el teatro, el teatro!... Entre el teatro y el autor se alzaba ahora la impalpable y formidable muralla del enigma!

Le miraban, sí; continuaban mirándole y sonriendo al mostrársele unos a otros tocados con el codo, y acaso eran de anticipada burla las miradas, las sonrisas...

«¡Ese! ¡Ese es!» -escuchó antes y volvía a escuchar cerca de sí; pero con el miedo, al fin, del posible -«¡a ése!» de un ratero.

Le aterró la multitud, el todo Madrid... que le hizo recordar el feroz verso «todo Madrid lo sabía, todo Madrid menos él».

Se encontró en la esquina de una calle lateral, desierta, y escapó de las gentes, de las luces, llevándose sólo para él la crueldad de su martirio...