Los abismos de Felipe Trigo
Segunda parte
Capítulo VIII

Capítulo VIII

En cuanto la fuga por el laberinto de estrechas calles le apartó del espléndido tumulto, rehízose a sí mismo y el pensamiento le cayó al fondo del ser como candente hierro, levantándole un profuso hervor de ímpetus, de ideas.

Seguir buscando a Luis y escupirle al rostro que su acción, cierto o no lo que había querido insinuarle, constituía una canallada.

Correr a su casa y en una sola mirada a Libia, que le llegase hasta el alma, penetrarla en su traición o en su bondad.

Volar al teatro y arrebatar y hacer pedazos el nefando manuscrito.

Mas ¡no! ¡Oh, jamás!... Esto, no. Querido por el destino, el drama de horror o maravilla debía jugarse. Falsas las sospechas que un amigo aleve o torpe le lanzó..., para su gloria; ciertas..., para que su arte hundiérase en destrozo feroz de tigres al mismo tiempo que su imbécil existencia.

Refrenó el impulso y continuó ante el escaparate en que maquinalmente habíase detenido. Estaba en la calle del Olivar. Empezaban a circular las mujerzuelas, y le asaltó una, inmunda con su cara de bermellón y de albayalde.

-¡Hola, rico!

La miró él.

-¿Vienes? ¡Anda, vamos! ¡Es muy cerca!

Le iba a tomar del brazo al advertir su fascinación extraña, y Eliseo volvió la espalda y se alejó.

Una caridad, mezclada de repugnancia, le inspiraban las desdichadas que hacía dos horas habríanle sido indiferentes, y que en su ya lejana época de estudiante le formaron un poco de ilusión. Y sobre la amargura del recuerdo de esta ilusión juvenil suya, inverosímil, más amarga y más inverosímil e inmunda, le evocaron la imagen de una imposible posible Libia prostituta.

¡Libia! ¡Libia!... ¡Oh, Libia!

Esfinge de la vida. Esfinge de la muerte.

¿Qué era?

La duda le mataba.

Nunca habría creído tener que contar con duda semejante.

Hundióse su desolación al pleno espanto de la realidad que aun pudiese estar debajo de la duda, y en una total suspensión del pensamiento siguió marchando mucho rato.

Los abismos -hiciéronle leer contra una esquina las grandes letras de un cartel.

Los abismos -volvió a leer en otro, en otra esquina.

Y luego en otra. Y luego en otra.

Cruzando la Puerta del Sol, hubo de verlos también en las mamparas de los anuncios y en un eléctrico reflector rojo, de fulgor sangriento.

Madrid hallábase inundado del fatídico nombre que la fatalidad escribió por la inocencia de su mano.

Volvió a verlo en la calle del Carmen, en la plata del Callao.

LOS ABISMOS

Sobre abismos, pues, sobre el infinito abismo de no sabía aún qué cosas odiosamente abominables que era para él Madrid entero, caminaba lo mismo que un lúgubre funámbulo, atraído por no sabía tampoco qué inminencias de tragedia.

Caminaba, caminaba siempre buscando a Luis. Vivía en la plaza de San Marcial, el amigo inconcebible, que no quiso asistir a los ensayos, que menos iría al estreno, y le encontraría en su casa.

Lo que habría de suceder nadie lo previese.

O sus palabras fueron, sí, de un piadoso bizantinismo por un extraño llevado al colmo, o tuvieron que ser la revelación de lo que a un amigo jamás debiera revelársele. ¿A qué ni con cuáles designios salvadores, si ya la revelación era la muerte?

Marchaba, marchaba, y cada vez más parecíale inconcebible tal conducta. Pensaba en Libia, y a su resplandor de purezas, trocábasele en estúpidamente inicuo el proceder del que ni se hubiera atrevido a despojarse de perfidias con las gallardías de la lealtad. ¡Tendría que ser la infame, Libia, para que Luis no lo fuese, para que Luis no fuese un impostor, antes, aún, que un miserable delator!

Sin embargo, seguía avanzando incierto, como sobre lumbres arrojadas por la proyección de su memoria y el conjunto de los hechos que de tiempo atrás le rodeaban, y cuya cruel significación no osaba ahora analizar, de miedo a descubrirla, en ella misma claramente horrible, iba destellando los chispazos de una justificación para el amigo.

Procuraba reunirlos y ordenarlos, abrasándose también la voluntad.

Luis no podía tener interés en calumniar a Libia. Si ésta hubiese sido, en verdad, la heroína del escándalo, y Luis lo supo, callándoselo a él cumplió un deber dolorosísimo.

¿Por qué entonces quebrantarlo esta noche y en la forma vaga que lo hizo? ¿Por qué arrojarte al corazón la flecha mortal de aquella duda?

Era lo que le faltaba averiguar, sincerando al compañero de la infancia, y lo vislumbró en los pocos pasos que ya le separaban de su puerta. Luis, que, efectivamente, no habría podido decirle con franqueza su infortunio sin matarle y sin saber que le mataba, había tenido que decírselo de aquel modo, dejándoselo entrever, antes de consentir en que muriera de sorpresas de ignominia al saberlo al fin entre las risas y las burlas de una carnavalesca muchedumbre de teatro.

La evidencia de la generosidad heroica completábasela la consideración de cuanto había venido esforzándose Luis por impedir la representación del drama, desde el día mismo que lo conoció en el campo.

¡Ah! esto era en el abismo de tinieblas un nuevo antro que iluminábase al incendio de vergüenzas, y el deslumbrado de horror huyó de la casa y del amigo.

No quería verle ya.

Se sentía sin ánimos para soportarle la última compasión a su torpeza.

Si Libia fuese mala, infame... él debería, al menos, evitarse el bochorno de la confirmación en boca extraña y ahorrarle a Luis el martirio de semejante confesión. Y si fuese buena... ¡ah, si fuese buena!, si en todo su tormento no hubiese más que una sospecha vil del desorientado, por nada del mundo y ante nadie de la tierra debiese dejarle inferido a la virtud de Libia el agravio de la duda.

¡Si fuese buena! ¡Si fuese mala!

¡En qué poco de inversión de una realidad descansaban la felicidad o la desventura!

Pero tornaba así la cerrazón de brumas a envolverle, y tornó a marchar sin rumbo y sin ideas, con un embotamiento al que sólo le quedaba el mecánico ritmo de los pies a través de los senos de lo horrible.

Andar, andar..., perdido por la sombra, persiguiendo la siniestra luz de una verdad que no quisieran encontrar sus ansias de encontrarla.

Delante de los ojos llevaba solamente esta sorpresa de toda su alma en desaliento: él, que creíase alzado en el Olimpo de bellezas y purezas del más noble amor de una mujer, como un Dios, para arreglar el orbe, para remover con su caridad impávida y desde el áureo trono de la dicha las bajas pasiones y miserias de las gentes..., no habría sido sino un pobre mentecato que hubiese estado jugando con las de su vida misma sin saberlo.

La vanidad, la traición, la hipocresía, el lujo, el adulterio..., todo lo que llevó al teatro, instalándolo en mentiras de pintados lienzos y cartones igual que abismos de lienzo y de cartón que hubiese luego de cruzar con ágiles solturas de Júpiter de feria..., era lo mismo que, al brotarle ahora al artista como de la carne del propio corazón, le mataba dentro del hombre en una despavorida angustia de abismos insondables, de abismos insalvables, de abismos verdaderos.

¡Qué farsa, la del artista! ¡Qué mísera contradicción entre el artista y el hombre!

Y seguía, seguía el artista histriónicamente perdonador y generoso, arrastrando al hombre incapaz del más leve sentimiento de perdón ante la simple sospecha de tener que transportar las compasiones líricas a un drama de su vida idéntico a su drama del teatro.

El pensamiento de la posible Libia prostituta, como aquellas que encontró; de la posible Libia de lujurias, cuyo cuerpo de bellezas hubiérase enlazado al de un sátiro brutal..., crispábale en un afán torvo de asesino... El corazón suyo, del hombre, cobarde para no querer saber la afrenta odiosa arrancándosela a pedazos a las piedades lentas de Luis o las más lentas perfidias de la hipócrita, querría en sí propio descubrirla entera y de una vez para matar, para matar, para reconocerse el instantáneo derecho de morir con el placer horrible de estrangular una garganta.



Oyó las once en una torre, y pensó que la representación del drama de maravilla y de deshonra iría por más de la mitad. El sufrir hacíale estoico. ¡Qué importaba! Ni ya era tiempo de impedirlo, ni lo intentaría, aunque lo fuese, el pobre artista que así al Arte habríale dado verdad y dolor de sus entrañas.

Tan absorto iba, que al despertar de la penosa anestesia de la pena con esta conmoción, al advertir que por segunda vez hallábase fuera de las calles, frente al campo, entre árboles, tuvo que reconocer el sitio. Vio la estatua de Isabel la Católica, la estación del tranvía, el palacio de la Exposición. Estaba en el Hipódromo.

Ya antes habíase encontrado, y permaneció con igual fatiga, en un banco de la Moncloa.

Descubrió a los pocos pasos otro banco y se sentó.

El cansancio volvía a rendirle.

La tenaz precisión de saber, de saber..., volvió a lanzarle, obseso, a la fragmentaria y contradictoria significación de sus recuerdos.

Tornaban delante a fulgurarle, como víboras de fuego que sacudíanle el alma y los ojos, las fatídicas palabras:

«¡Tú! ¡Yo!... ¡Un amigo nuestro! ¡Cualquiera! ¡Un hombre de honor que ni sospeche su infortunio en la aparente virtud de su mujer!»

De la insinuación maldita, restaba desde luego lo que pudiese aludir a un desconocido extraño, a un amigo de los dos, o a Luis. Tenía que eliminar al extraño, porque seguirían siendo inexplicables, entonces la hostil terquedad de Luis, de Astor, de Libia... de todos; al amigo, porque Luis, en caso tal, no hubiese vacilado en confidenciarle el nombre para resolverle, si el respeto a la tal amistad lo mereciese, al enorme sacrificio; y al propio Luis, en fin, porque la modestia y la honestidad de Mari alejaban de ella cualquier sospecha de que hubiera podido ser jamás la heroína del escándalo brillante...

Quedaban... ¡él!... Eliseo... Libia.

¡Libia!

¡Oh, Libia! A pesar de sus dulzuras de ángel, o por lo mismo, pues que ellas formaríanla precisamente las herméticas apariencias de virtud, la contingencia del estigma formulado por Luis podía corresponderla.

Por lo pronto, vivió en el plano del escándalo brillante, amó el fausto, deslumbró con su belleza y su elegancia, frecuentó el mundo sin más guía ni guarda que la loca Ernestina irresponsable...; estuvo, en suma, dentro del ambiente peligroso donde acecha la aventura sin cesar.

¿Cedió, débil, manchándose en la infamia..., o supo resistirla excelsa y fuerte su nobleza?

Tal la cuestión.

Planteada ya muchas veces por Eliseo, en su largo ambular de tétrico fantasma, de nuevo se hundía en los recuerdos tristes a fin de analizarlos con más orden, con más rígida serenidad, con menos ofuscación de la que le había precipitado, según los saltos impacientes de su ira o su dolor, a la rotunda inculpación o a la disculpa.

Y en otra interrogación guardábase la clave del problema.

¿Por qué Libia cambió de vida y aborreció de pronto aquellos lujos?

Aquellos lujos, al principio, le habían llevado a él a trances gravísimos de deudas. Antes que disminuir, aumentaron, aumentaron cuando el orden de rigor impuesto por los apuros de la casa, y al parecer escrupulosamente realizado, hacían que el marido ingenuo tuviese que admirar la hacendosa habilidad de su mujer para sostenérselos, a fuerza, quizá, de arreglos y reformas de sus trajes.

Nunca se detuvo su ciega fe a considerar la positiva razón de aquel milagro, ni ante las complacientes deferencias de Mme. Georgette, la cara y célebre modista, cuyas cuentas, por extraña paradoja (¡veíalo al fin con harta horrible claridad!), fuesen tan pequeñas que en pleno plan de economía pudieran ser pagadas mejor aún que las de las otras modistas más humildes que abocáronle al desastre.

No pudo más asemejarse la situación de Libia a la de la heroína del escándalo. Ella, bella, fastuosa encima de una ruina... y la famosa Mme. Georgette otorgándola al mismo tiempo su favor, su confianza. Ella, afectada en el hotel infausto de un repentino ataque que la puso en riesgo de morir, sin clara explicación, dada su salud de flor lozana, y la modista llevándola inerte en un coche al lecho -donde hubiera de resucitarse poco a poco a un incurable mal sin mal que no entendían los médicos...

Y esto acaeció a la vez que daban cuenta del suceso infame los periódicos, y databa desde entonces el cambio de vida radical en la que, abrumada y echada de Madrid por el estampido formidable de su infamia, trató de acogerse a las santas humildades de María; en la que habría ansiado para siempre el selvático destierro de los campos...; en la que quedóse lívida y muda y transmitió su odio a los demás al odiar agónica aquella reconstitución de su ignominia con que el drama fatal, providencial, hubo de sorprenderla.

¡Sí, sí, qué evidencia espantosa de verdad!

Los hechos vertían el raudal de su luz diabólica sobre la cobarde miserable que no habíase atrevido, al menos, a morir con él esta noche, a entregarle el último aliento de la ignominia de los dos al concurso aquel de fieras que seguiría desgarrándoles la vida con uñas y con dientes.

Se irguió en el banco. Un estremecimiento le crispaba... Correr a casa, arrancarle a Libia la inicua confesión, y matarla y matarse, en drama de restitución de realidad que se jurara al mismo tiempo que el otro del teatro.

¡Ah, la carne, el corazón del hombre..., en el artista!

Por largo rato quedóse contemplando como dentro de él mismo el evidente horror de su infortunio.

Pero se contempló más adentro, más adentro aún, en aquel más hondo fondo de su ser que habría necesitado recibir la persuasión terrible para que sus manos supiesen ahogar con trémula delicia...; se contempló llorando por su dicha rota, y no vio todavía lo bastante, al través del cristal de las lágrimas, o veía la faz y el alma de su Libia dulce gritándole que, contra todo y a pesar de todo, ni debía injuriarla suponiéndola capaz de haber sido la que se revolcó en un lecho de delito.

Libia, infinitamente bella y pura, la madre de la Inés ángel de los dos..., para haber sido la mujer aquella tendría que haber podido ser la ramera indecorosa que prestase las delicadas gracias de su espíritu y su cuerpo a las groseras orgías de la lascivia... ¡y esto era imposible!

Tan imposible, que su imagen volvía siempre a levantarse, como la de una mártir vaporosa, del antro negro de injusticia en que obstinárase en sepultarla el insensato.

Tejer y destejer el de su rencor y su esperanza, se dedicó en seguida a ir desvirtuando los mismos indicios vagos que fingieron abrumarla con la culpa.

Los lujos de ella, hábitos de juventud adquiridos en la honorable distinción de su familia, y por él propio alentados luego en su ingénita propensión hacia lo estético, jamás imprimiéronla mudanzas alarmantes al carácter de la noble madre y de la tierna esposa consagrada a los cariños de la hija y del marido.

Coincidencia de fechas, verdaderamente, y aun de ciertos paralelismos, tales que el de la angustia pecuniaria de la casa y el de la modista célebre, entre la vida de Libia y la de la perversa ignota del escándalo, no invalidaban la innegable realidad de aquella inequívoca e inmensa sensación de hogar honrado que, también en días muy poco anteriores al suceso, él advertíase alrededor con una plenitud de felicidad que casi le dolía... que casi le dolía.

¿Dónde estaban, entonces, ni dónde jamás pudieron haber estado los desvíos, los abandonos, las torvas preocupaciones y las frialdades de una mujer cambiada poco a poco o de improviso desde las calmas de su recato y su inocencia a los sobresaltos de la intriga y la traición? ¿Para qué amantes, pues, pudieron impulsarla a las estafas aquellos lujos que ya Libia tenía para el recreo ideal de su marido?

Después de esto, menos aún podría significar que vistiérala o no una modista de fama, que en la casa de ella fulminárala el principio del mal cuya esencia desconocían los médicos, y que el estupor que la enfermedad terrible la dejaba para cuanto formó moralmente su vida, sus agrados, tendiérase también al artístico trabajo del poeta con quien siempre entusiasta compartió las alegrías.

Una relación de fechas, por lo tanto, ¿iba a hacer creer que fuesen la malvada todas las elegantes mujeres de Madrid que, habiendo podido enfermar a raíz del anónimo suceso, tuviesen una célebre modista?

Obvio el razonamiento, ardió como una lucecilla de esperanza, de evidencia, para el harto de martirio que hacía poco creyó de igual impresión irrefutable los opuestos, los horribles..., y descansó a su halago en una hipnótica alucinación de voluntad o de fatiga.

Sacó un cigarro.

Fumó.

Miraba las hileras de luces del paseo, trazadas ante él en rectas cabalísticas, y se levantó del banco y se lanzó hacia ellas, como a un ancho y fácil camino que le invitara a acabar de desvanecer su indecisión con la fuerza de la misma grata realidad en el teatro o junto a Libia.

Sin embargo, se agotaba en la fatigosa formación de estos contradictorios alegatos; dejábanle, además, vacía y exasperada el ansia, sin una determinada víctima que recogiéndola en ella librase a Libia de la insinuación de Luis, y de nuevo la desesperación le dio a su marcha la lenta incertidumbre de un errar maldito y sin objeto.



Libres, por las calmas azules de la noche, una campanada, y otra, y otra..., sonaron las doce en el reloj e los Jerónimos.

Eliseo las contó.

Le cayeron sobre el alma como una etérea señal para empujarle a un término cualquiera del sufrir. Aceleró el paso, y dobló desde el Prado a la calle de las Huertas.

Había habido un instante en que creyó resuelto el enigma con otra solución dolorosamente salvadora, pero salvadora, al cabo, de su honor y de las inmensas dichas que guardábale la suerte. Ernestina, la disoluta mujer del buen Guillermo, sería la perversa de la historia, y la clave de la horrenda confusión en que hubiérale puesto Luis, que lo sabría, con los respetos por demás exagerados que lleváronle a reservar hasta con un íntimo amigo la deshonra de otro amigo.

-¡Ernestina, sí, Ernestina! -había exclamado el ansia del ciego inverosímil al ver de pronto aparecer ante la luz vuelta a sus ojos la vida de intrigas e impudicias de aquella loca incorregible.

Pero, luego, pronto también, pensando..., tratando de medir o sincerar el daño que con su drama de evocaciones imprudentes causaríale a Astor, al despreocupado Astor, que todo quizá lo ignorase, o al bizarramente filósofo Astor, que por no ignorarlo tuvo que limitar a un mutismo desdeñoso su emoción al conocer el drama, el implacable pensamiento le condujo a la evidencia de la imposibilidad de que Ernestina pudiera ser tampoco la heroína del escándalo: ella, en efecto, poseía riquezas en el grado de sobra necesario para dejarla a salvo de trampas con modistas ni con nadie; para dejarla, pues, a pesar de su indecoro, fuera del alcance de un grave conflicto de estafa a un amante por una deuda de cuarenta o cincuenta mil pesetas.

Y en suma, desvanecida asimismo de la avidez de sus manos esta presa, el desorientado infeliz acabó por rechazar cavilaciones inútiles, por apartar de sí como a irritados puntapiés y puñetazos toda la balumba de dudas que le hubieron de levantar las vanas o torpes palabras de un amigo, y por creer lo que antes no pudo creer acerca de la bizantina caridad con que el amigo, el Luis de probidad excesiva, hubiérase obstinado en la defensa de un extraño.

Iba, pues, al Español, seguro de la imbécil vaciedad que habríale mantenido la noche entera huyendo de su triunfo.

Al llegar por la calle del Prado a la Plaza de Santa Ana, aún la desconfianza le detuvo a espiar desde la esquina.

La plaza, llena de luz, tenía desierta bajo la claridad de sus focos la acera del teatro; y los coches, los automóviles, contenidos en orden por los guardias, con sus corros de chauffeurs y de lacayos atestaban materialmente el alrededor de los jardines, perdiéndose por las calles confluentes.

Aquella fastuosa espera parecíase a la de las proximidades del Real en noches de gran gala. Respiró Eliseo, avanzando. El público, que seguía dentro, habría tenido tiempo de salir si no le hubiera atraído al espectáculo más que el escarnio del autor, porque la colectiva ferocidad es rápida en sus explosiones.

Entró, por la contaduría. Tan pronto como le divisó el portero, escapó escalera arriba, al saloncillo, volviendo con el empresario y cuatro o cinco cómicos. Rodeáronle en tumulto, y el señor Mir le gritaba, tirando de él:

-Pero, ¡hombre! ¿Dónde anda?... ¡Loco de llamarle el público! ¡Hartos nosotros de buscarle! ¡Un éxito, un éxito como no recuerdo igual! ¡Venga! ¡Venga!... ¡Se está acabando!

Le arrastraban. Llevábanle al escenario a trompicones.

Situáronle entre las cajas del proscenio, guardándole con la solícita avaricia que a un excelso capturado, y el renacido al estupor de su embeleso, sintiendo al fin tan cerca y tan palpable el rumor de aquellos crispados entusiasmos que mal contenía la muchedumbre a cada nueva frase de la escena, en la escena miraba al actor y a la dama que ya declamaban el final de Los Abismos con los seguros dominios soberanos de quienes han volado raudos sobre el éxito.

Un minuto más, y descendió el telón entre aclamaciones delirantes. Los bravos atronaban. ¡El autor! ¡El autor! -pedia la sala, unánime, imperiosa, en la misma irritación de las cien veces que ya antes hubo de escuchar que estaba ausente. Y Eliseo, empujado por el señor Mir, cogido por la dama y el galán bajo el telón que volvía a alzarse, sufrió el deslumbramiento de aquella tempestad, de aquella esplendidez de luces y dorados en cuyos ámbitos no se veían más que bocas que lanzaban vítores y manos aplaudiendo.

Magnífica visión. Los palcos, las butacas, las alturas, estaban llenas de una multitud frenética que inundábale de gloria a oleadas de torrente. Caía el telón, iba a caer..., en la fatiga divina del poeta niño que ya no sabía cómo agradecer tanto triunfo, y antes de tocar las tablas tenía que volver a levantarse una vez, otra vez, otra vez... diez veces... veinte veces... La dama y el actor, humildemente retirados hacia el foro, dejaron al poeta, por fin, en el proscenio, como cautivo del fragor triunfal e interminable que era sólo para él...

No supo, en fin, Eliseo, el ebrio de victoria, de qué modo ni qué brazos, arrancándole de allí, pudieron transportarle a otra multitud que en todas partes le estrujaba y que llenaba el saloncillo. Las aclamaciones seguían abrumándole con la etérea pesadumbre de un deshecho cielo de locura, entre los retratos de los insignes dramaturgos que también desde sus marcos parecían recibirle consagrado. Le abrazaban, se lo disputaban, tendíansele manos que no bastaban las dos suyas a estrechar, y su boca cansada de sonreír y sus ojos cansados de mirar, seguían cruzando las miradas y sonrisas con las efusivas norabuenas, crispadas como de un asombro sobrehumano, que le rendían por fin los compañeros, los buenos compañeros..., los conspicuos personajes también apenas conocidos de la calle, duques, ilustres diputados, honorables directores de periódicos..., presurosos esta noche por completarle personalmente la aureola de admiración con el respeto...

Cuando al cuarto de hora un acomodador pudo llegar a él, por entre los no tan compactos grupos, le entregó una carta, advirtiéndole:

-Me la han dado abajo para usted. Me han dicho que es de urgencia.

Estaba cerrada, sin sobre, en los pliegues de ella misma, y Eliseo la desdobló.

Pudo leerla de un golpe, de una sola sorpresa, de un solo temblor, pues sólo tenía dos líneas de lápiz.

Decía así, cruda, bestial:

«Nuestros plácemes por tu inmenso triunfo levantado con los cuernos. -Seis espectadores.»

¡Oh, la tremenda emoción de su emoción!

Esquivó rápido el miserable papel con la mano crispada en un bolsillo, y la palidez de una agonía le hizo sonreír a las sonrisas de aquellos que, callados, discretos un momento, dejáronle leer, volvían nuevamente a festejarle.

Sonreía, sí, sonreía; seguía el «artista» sonriendo a las felices frases joviales de sonrisa... y en medio del abismo etéreo de su gloria, ya indudable, el «hombre», había sentido como el caer de una montaña que abrió a sus pies el abismo negro de su deshonra y de su muerte.

Pero... sonreíase, sonreía... siempre sonreía...