Los abismos de Felipe Trigo
Segunda parte
Capítulo VI

Capítulo VI

Desde el Español, caminando ensimismadamente, solo, dejado por todo el mundo igual que un apestado, se halló en San Carlos.

Luis solía permanecer allí a estas horas de la tarde.

Le buscaba, sin saber por qué, sin tener nada que decirle..., por una desesperada necesidad de refugio mudo en sus lealtades. Advertía a su alrededor la contradicción, el desconcierto, la inversión monstruosa de un mundo moral en el que los afectos entrañables se le tornaban foscos, en el que únicamente, y en cambio, la malquerencia envolvíale de una como pérfida y terrible aura de lisonjas, y ahogándose de angustia anhelaba sentir junto al corazón la nobleza del amigo que menos le había cerrado el suyo al tratar siquiera de evitarle con misteriosa terquedad tanta amargura.

Preguntó por él.

-Sí, está. Creo que operando. Vaya usted por esas galerías de la derecha -díjole el portero.

Avanzó el absorto, y se encontró perdido en el fondo desierto y gris de unos claustros cuyos vidrios de los grandes ventanales daban a un melancólico jardín. Dalias. Girasoles. Flores frías y tristes, de necrópolis.

No encontraba a nadie más que le guiase. Olía a amoníaco, a cloro, a vahos de podredumbre. Por primera vez visitaba un hospital, y bajo las altas bóvedas de soledad que hacían resonar sus pasos, empezó a sobrecogerse.

Avanzaba. Dobló un crucero. Vio una puertecilla abierta y se asomó. Erizósele el cabello. Tres cadáveres, desnudos, afrentosamente rígidos y flacos, se amontonaban en el suelo. Escapó lleno de terror, y habría querido volverse hacia la calle. Mas no acertaba ya, entre las lóbregas y panteónicas encrucijadas de los muros.

Parado un punto, tratando de orientarse, tratando de lanzar de detrás de sí aquellas miradas céreas y cuajadas de los muertos, vio venir por otra galería una macabra procesión. Seis hombres, de dos en dos, traían en palos y parihuelas más muertos y una cuba. Los muertos, llenos de sangre, estaban mutilados. A uno le faltaban las dos piernas y tenía verde el vientre, en manchas descompuestas. La cuba exhalaba la peste putrefacta de los humanos despojos que la colmaban: manos, brazos y cabezas cortadas, huesos que mostraban, igual que los de una infernal carnicería, sus rojos músculos sangrientos y sus grasas amarillas...

Sin atreverse a preguntar, por no detener el cortejo horrible, le miró alejarse y sólo acertó a cerrar los ojos cuando ya su impresión quedábale en el alma. Pero un segundo grupo de tristeza, que llegaba, en opuesta dirección, le apercibió a nuevos espantos. Sin embargo, le precedían hermanas de la caridad con la paz blanca de sus tocas. Era una camilla con una enferma joven, rubia, de facciones delicadas. Le miró a él, con dulce susto, creyéndole un médico quizá, y él le preguntó por Luis a una monja.

-¿Qué deseaba usted?

-Hablarle.

-No recibe ahora, señor. Va a operar. Puede aguardarle, si gusta.

-Bien. ¿Dónde?

-Allí. Suba allí.

Causáronle rubor estas santas mujeres, que andaban con tan dulce intrepidez entre lo horrendo. Habíasele señalado una escalinata a cuyo fin veíase una puerta, y subió, pensando ir a algún salón donde amparar su cobardía.

Al abrir, al entrar, le aumentó el respeto la sorpresa. Hallábase en la gradería semicircular de una especie de templo diáfano, por cuyo fondo de luz vagaban blancos fantasmas. La claridad perla del día, cayendo por la cúpula de vidrios, y poderosamente aumentada por tres focos voltaicos provistos de reflectores, tendía por todas partes una crispada gloria de reposo en las nítidas limpiezas. Arriba, un pequeño público de alumnos; abajo, Luis y sus ayudantes, entre vitrinas de instrumentos y estufas de vendajes y mesas de hierro y de cristal, consagradas a un rito de pulcritud minuciosísima. Y cuando descendió las gradas Eliseo, para acomodarse contra la baranda, por la frontera puerta del quirófano vio que entraban a la rubia enferma en la camilla. Iba, pues, sin quererlo, sin saber si sería capaz de soportarlo, a presenciar la operación.

¡Oh, Luis! No le había visto, no veía nada aparte los cuidados que esclavizaban su atención, y él, en cambio, contemplábale en una transfiguración inverosímil. El hombre rudo y casi feo, de cara rañada de viruelas, era aquí el hermoso apóstol de la energía y la autoridad. Litúrgicamente cubierto de blanco, inclinábase a un lavabo desinfectándose los brazos con jabón y con cepillo, en múltiples abluciones, a la vez que lo vigilaba todo y que con gestos más que con palabras transmitíales discretas órdenes a los que preparaban a la enferma. Ésta, tendida ya encima de la mesa y cubierta la boca y la nariz por la careta clorofórmica, giraba la inquietud resignada de sus ojos tratando inútilmente de ver los cuchillos de horror y salvación que se le irían a hundir por las entrañas.

Poco tardó la pobre ansiedad aquella en extinguirse. El anestésico la sofocaba y la iba adormeciendo, la iba sumiendo en un sopor que dejábala entregada inertemente. Virgen, pura quizá, el pudor y las hipocresías sociales sustituíanse sobre ella por más altos respetos de los hombres que habrían de jugar a la muerte con su vida. Cubriéronla de paños blancos el desnudo busto escultural, y la dejaron al aire un lado del pecho y la garganta. Lavada con rudeza de piedad impía, Luis se acercó, mirando la inocencia rosada de la carne en igual éxtasis de calma apasionada que un amante que fuera a dar un beso; se dobló, aplicó el oído; palpó después con una mano, y con la otra, armada de un fino bisturí, desde el borde de la mandíbula hasta la horquilla del esternón trazó una línea cruel que fue primero de bordes nacaradas y luego de sangre a borbotones...

El rojo líquido extendióse por los paños, por la mesa, por el suelo.

Creyó Eliseo que debieran todos correr y gritar en demanda de auxilio para la amorosamente degollada, y admirado de la calma con que acudían a la enorme herida las pinzas, las esponjas..., fue únicamente él quien huyó la vista con una intensa emoción de cobardísimos fervores.

Agobiábale el bochorno, además, ante el Luis aureolado de grandeza que le celebraba a él como artista, que seguíale y le acompañaba en sus varios triunfos, y a quien, sin embargo, el vanidoso, dejándose adular como un estúpido idolillo, nunca había venido a tributarle la más grande admiración que el héroe modesto del saber había debido merecerle.

¡Castigo a su soberbia!... Se la arrancaba ahora por azar, y aun dijérase que anulándole en la idiotez de su importancia literaria con la fuerza del contraste inopinado.

Volvió a mirar, al cabo de un minuto, queriendo al menos domar sus debilidades lamentables, y el horror le esclavizó en el cuadro del destrozo. El breve tiempo había bastado para convertir la lineal herida en un purpúreo boquete coronado de pequeñas pinzas, mantenido abierto por ganchos de hierro entre los que la sangre manaba en abundancia, y en cuyo fondo el cuchillete del impávido seguía hundiéndose sin temor a los paquetes de arterias y de nervios que tan cerca amenazaban con la muerte.

Apartada a veces momentáneamente la careta del rostro de la joven, su expresión de inerte dolorosa tintábase como de un martirio de ensueño celestial con aquella mística corona de brillantes pinzas que bordeábala la herida.

-¿Qué tiene? ¿Qué la operan? -le preguntó Eliseo a uno de los estudiantes.

-No sé. Creo que un aneurisma.

-¡Ah!

-Sí, mire. Ahora se ve.

Efectivamente, con nuevas oleadas de sangre, prendido en garfios de acero, hacían aparecer un saco de arteria, o de pulmón... Temió Eliseo que le arrastrasen detrás el corazón mismo..., y un sudor, yerto, de desmayo, le hizo doblarse a la baranda. Luego cambió de sitio, a otro de enfrente, donde el cuerpo del operador tapábale el espectáculo horroroso.

Pudo entonces reintegrarse a él mismo.

Las emociones, el pánico a los cadáveres en el abandono de los claustros, trocado aquí en un estupor de fascinación sagrada, habíanle sido, por lo pronto, rudamente favorables. Al soplo de lo eterno, sus míseros histerismos habían sido aventados como hojas secas, como cosas necias, baladíes...

Y volvía a ellos, pero con pena de desdén, despreciándola a la vez que en su propia vanidad se despreciaba. Él, que ciego por los pueriles orgullos de poeta, de explorador de las almas, juzgábase avezado como un dios a los más hondos dolores, sentía la humillación de estos desfallecimientos sin nombre al descubrir la realidad de los que ni siquiera conocía..., de los que a diario afrontaban, sin embargo, en imponente y callada lucha, aquellos médicos, aquellos jóvenes, estudiantes casi niños, aquellas débiles mujeres de sonrojado aspecto que se llamaban hermanas de la Caridad.

Recordó los teatros de los telones pintados y las farsas, los sucios escenarios polvorientos donde todo abrillantábase al artificio de la luz y la mentira. ¡Qué otro teatro éste; tan sinceramente claro y limpio en nombre de la ciencia, tan severamente hermoso en nombre del deber, y cuyos dramas eran los de la escueta verdad de la vida y de la muerte!... Aquí respirábase íntimo lo eterno, lo infinito, lo solemne, como en un templo mudo de recogimiento y de oración; allá, en los otros, se pregonaba con carteles, a la puerta, el oropel de una gloria que a pesar de su ruido y su esplendor estaba hecha de vanidad y ruindades, de envidias, de sandeces...

¡Oh, sí! ¡de sandeces, de ruindades!

Las suyas, empezando al fin a descubrirle el misterio de su cuita idiota, habíaselas señalado un poco Astor, con el reparo opuesto al drama que pública e imprudentemente fuese a remover los ya casi olvidados infortunios de un escándalo.

Astor, pues, con las medias frases y la pena de tener que hacerlo, habíale el primero insinuado la clave de las repugnancias que el tal drama producíales invenciblemente a cuantas personas habrían querido en el autor un fondo más limpio de maldad, más lleno de respeto hacia la ajena y anónima desdicha.

También Luis le deslizaba algo por el estilo, entre sus reparos tercos, aunque menos determinadamente, y él propio, antes de escribir la obra, habíale consagrado profundas y largas reflexiones a la consideración de sus éticos derechos a escribirla. Falló que sí, puesto que no se trataba más que de descifrar y generalizar sucesos de la vida, fuente al fin de toda inspiración; y sin duda habríase equivocado.

¿Podía haber sido tan grande su pecado de torpeza, pudo haberse obcecado de manera tal que sólo ahora se explicase con sorpresa tanta el dolido horror y el silencio compasivo con que de él y de la funesta obra se apartaban Libia, Mari, el mismo Luis, y hasta los buenos y leales camaradas que en el teatro acababan de esquivarle apenas acabada la lectura?

¡Oh, sí; como Libia, como la inteligente y buena esposa que lloraba y que callaba por no tener que echarle en rostro su conducta, las almas nobles abandonábanle con dolor a la vileza, en tanto acudían a rodearle falsos los enemigos de siempre, los cuervos de la envidia..., ansiosos de empujarle al precipicio!

Veía, veía claro dentro de su ser; vislumbraba al cabo en una mancha negra de su conciencia la única razón posible de aquel moral desconcierto que antes le aturdió a contradicciones; contemplaba a la vez, allí tan cerca, a Luis, al doctor heroico de grandezas humildísimas, y la conciencia y el ser entero se le iban rebosando de vergüenza, de bochorno.

Hundido el áureo alcázar de sus vanidades, desde el montón de ruinas seguía mirando a Luis, y le envidiaba.

Luis tenía una profesión seria, noble, grave y valerosamente consagrada al bien y al alivio del sufrir de los humildes, útil para la humanidad, calladamente abnegada en los riesgos y directas responsabilidades de una perenne batalla con la muerte...; él, una arlequinesca profesión de cascabeles, sin otro objeto que aumentarle al mundo de la imbécil alegría sus ruidos de carnaval, tomada acaso porque el trabajo convertíasele al haragán artista en deleite de vagancia, y en la cual, a disculpas de moralizar y de instruir y de amor a la belleza, el autor clown pasábase la vida haciendo juegos malabares con todas las miserias de la vida suya y de los otros...

Tarde, muy tarde, para cambiar de oficio, después de tanto tiempo ya dejada su carrera de Derecho, después de tantos años desviado del camino que habría podido conducirle a las prácticas regiones honorables del trabajo, no lo era al menos, quizá, en su trivialidad de bailarina, para detener un momento las piruetas escuchándole a hombres como este Luis los consejos que le hubieran de apartar de la insensatez deslumbrada.

Que tendría razón con aquellos tenaces empeños y advertencias, acababa de probárselo esta tarde, al rebelde, el efecto singular de la lectura... ¡Oh, su drama! ¡Los abismos! ¡Como un abismo, en efecto, como un abismo de no sabía qué sombras insondables, presentábasele ante el desorientado corazón su afán de gloria!...

Ansiaba hablarle, volver a oírle atentamente y con la sumisión debida al altísimo prestigio en que hoy le estaba descubriendo...; pero se estremeció de pronto, tornado a las indominables cobardías: de la mesa de la operación caía al suelo un verdadero torrente de agua y de sangre, y la operada, lanzando un estertor siniestro y pavoroso, retorcíase sin sentido en convulsiones de tortura.

Iba a morir, quizá. Los ayudantes del operador agitábanse apremiados, unos sujetándola, y otros llevando de las vitrinas nuevos instrumentos y aparatos de socorro...

Le faltaron enteramente los ánimos para seguir presenciando aquello, y al ver que dos estudiantes, que partían, pudieran servirle de guías hasta la calle, ni su egoísmo de hablar con Luis fue capaz de detenerle.

Se levantó y salió también.



La prensa, aquella misma noche y al otro día le dedicó largos y elogiosísimos artículos a la nueva obra leída en el Español.

Tanto, más, acaso, que a un estreno.

Eliseo leía, leía aturdido, y en vano a la unánime y anticipada ovación buscábale entre líneas la irónica malevolencia. Tales alabanzas no estarían escritas por enemigos suyos por los que si en la particularidad del trato personal fuera explicable que intentasen hacerle objeto de una burla, era imposible que llevasen concitado igual designio hasta la pública responsabilidad de los periódicos.

Ninguno, por lo demás, hacía alusión siquiera a aquel «pecado grave» que habría de consistir en fundar el imaginario drama en el real escándalo. Y... entonces, ¿fuese que él tendría razón contra todas las no bien meditadas suspicacias de Libia y de María, de Luis, de Astor, de los otros camaradas, excesivamente temerosos por la misma intensidad de sus cariños? ¿fuese que él creyera enemigos suyos, sin razón, a aquellos que se lo hubieran siempre parecido sólo por la noble independencia de indicarles los defectos a sus obras anteriores?...

Leía, leía Eliseo y sonreíale en los labios y en el alma con este último argumento, su halagada vanidad. De ser así, ello, el cambio repentino al entusiasmo, al elogio sin reservas, de los detractores implacables, no podía querer significar, y harto claramente, sino que él habría acertado con el drama pleno de su gloria.

Con el drama de esplendor y maravilla, tal vez (y con orgullo demoniesco inferíalo de la inmensa emoción que a todos causaba su lectura) que por inverso milagro psicológico hubiérale tornado en celosísimos rivales, entre los de la misma profesión, a los que sólo habríansele sabido mostrar leales compañeros, casi afables protectores, mientras pudieron estarle contemplando en un nivel inferior del que nunca hubiera de salir... para estorbarles.

¡Cómo en las reaseguradas firmezas de su fe sonreíale el orgullo demoniesco!... Harto complejo y tenebroso a veces el mundo moral, se explicaba, se explicaba al fin la grosera fuga de los buenos compañeros sin decirle una palabra...

Pero..., no obstante... sin embargo... Astor... Libia... Luis..., los otros obcecados de cuyo afecto inmenso no podía dudar... ¿por qué..., por qué también...?

¡Oh, sí! ¿Por qué Luis? ¿Por qué Libia?...

Se hacía un embrollo. Veía nuevamente tenebroso y complicado el mundo moral, y su orgullo demoniesco vacilaba..., teniendo que arrojarse un poco ciego a la luz deslumbradora de aquel unánime aplaudir de los periódicos.

Se atuvo a él..., a ellos, en última consecuencia.

-¡Mira, Libia! -le dijo a su mujer, yendo a buscarla arrojándoselos delante de los ojos.

Estaba Libia con Inés (cosiendo ambas, la una ropas suyas y de Eliseo, la otra ropas de muñeca, y oyendo contar cuentos, como siempre a aquellas horas), y los cogió y ansiosamente pasó la vista por algunos. Luego los devolvió, guardó silencio en una sonrisa de humildad y, tras una vaga aprobación de incoherencias melancólicas, le restituyó la atención al cuento de la impaciente infantil, interrumpido...

-¡Mira! ¡Mira! -le lanzó Eliseo a Luis, también presentándole los periódicos, al verle entrar por la noche en el despacho.

Luis se sentó, los hojeó triste, sin mirarlos, y dijo: -Sí, los he leído. Te aplauden, te animan... Conozco todo eso. Y sin embargo, Eliseo, yo insisto en creer...

Se empeñó la discusión, incontinenti.

Luis comenzaba otro de sus tercos alegatos, nunca claramente razonados, en contra de la obra.

Y era inútil, ya, para el reintegrado a su alta fe por el más valioso y unánime juicio de la Prensa.