Los abismos
de Felipe Trigo
Primera parte
Capítulo II

Capítulo II

Guillermo, ¡sí!... Antes que él, en fuga, como siempre, forzada por la obligación y el respeto, Clotilde entreabrió el cortinón para anunciarle. Al pasar, el tenaz irreverente soltó una risotada y le cogió a la joven la barbilla...

-¡Muñeca!

Huyó Clotilde, roja, sin decir una palabra..., y mientras el gigantesco artista se acercaba y arrojaba a una silla su chambergo, Eliseo le reprochó:

-¡Hombre, por Dios, que no es esto una taberna!

No hizo caso el insigne pastelista. Se dejó caer en la poltrona. Jadeaba. Traía unos periódicos en la mano, y púsose a hacerse aire con ellos. Luego, bufó:

-¡Uf! ¡chico!... ¡Noventa y siete escalones...! ¡Acabo de contarlos!... ¿No podías mudarte de este lindo palomar, aunque fuese a una taberna?

-¿Y el ascensor?

-¡Nunca! ¡Jamás!... ¡me ahogo en toda jaula! ¡Prefiero reventarme!

Se abanicaba, resoplaba, aflojábase el ya bien holgado cuello sin planchar..., y Eliseo, casi apiadado, mirábale y recordaba con envidia el vasto jardín y el bello hotel de las afueras que se podía permitir este famoso y potentado pintor con automóvil. Él, modesto aún, lleno de las mismas esperanzas, tenía que contentar su afán de luz, de aire, vecino de los cielos, en el moderno y último piso de alquiler del palacio de unos duques.

Mas... sentíase feliz, feliz con una gran felicidad que le dolía, hecha de amor, de espíritu, de arte...; hecha, sobre todo, en él, en su mujer, hasta en sus criadas, de purezas y bellezas y respetos... Y le enojaba y le admiraba no poder seriamente rechazar la irreverencia que se le infiltraba de la calle con el gran corazón y la nobilísima amistad del camarada que era al mismo tiempo un jovial y como infantil aturdido incorregible.

-Oye, Guillermo- insistió condescendiente-, ¡sé formal! Mira que a la chica no le gustan, y a Jane menos, ni a Petra, tus bromas. ¡Capaces serán de despedirse!

-Hijo, ¿Y a qué tener muchachas tan bonitas?... ¡Toma! ¿Has visto ese periódico?... ¡Habla de ti!... Parece que van a traducir y representar en Roma tu última comedia... ¡Bravo! ¡Te vas volviendo a escape grande hombre!

Le arrojó el periódico, Il Corriere della Sera. Desplegó otro, alemán, ilustrado, y se enfrascó en revisarle los muñecos.

Eliseo, que no hizo sino ojear por encima la noticia, porque ya la conocía, hubo de sonreír nuevamente al notar cómo su amigo tendía en abierto compás una pierna hacia el suelo y la otra encima de un sillón. Así le vería Libia, si llegase ahora..., harto acostumbrada, por suerte, al carácter de Guillermo; el cual, en cambio, reíase de las mutuas cortesanías del matrimonio. Igual, y aunque hubiese estado ella, habríale tocado los hombros o la cara a la muchacha.

Mirábale el autor dramático desde toda la disculpa de su alma delicada, correctísima. Era el buen pintor un hércules, un hombrote negro, feo, lleno de enmarañadas barbas y greñas, pero de una fealdad fuertemente simpática, leonina, que siempre habíale dado entre las mujeres gran partido, no obstante los descuidos de su traje, y era, además, un despreocupado bohemio de alta estirpe, que lo mismo se metía con una marquesa amante en un figón, que se iba de chaqueta a un palco del Real para no importarle, en el de enfrente, su mujer, su también gigantesca Ernestina, hermosa, estatuaria, asimismo despreocupada y loca amante, unas veces de un torero, otras de un actor, otras, acaso, del marqués de la misma marquesa en turno del esposo. Gran filósofo hastiado por todos los posibles triunfos y desengaños de la vida, con un bondadoso corazón de niño que se revelaba inmenso en la amistad y con unos puños de boxeador que surgían, a ser preciso, formidables, pasaba por la vida, a los cuarenta años, en afectuosa y cordial camaradería con su mujer, retratándola para todos los artísticos concursos, haciéndola célebre en Madrid y en París y en Londres con su hermosura hebrea, no siempre velada asaz honestamente, y perdonándola a fuerza de despreocupación y de sonrisas los múltiples trances galantescos a que la supondría expuesta con la libertad que concedíala en trueque de la que ella le dejaba.

Contábase de él que, una noche, bebiendo en su estudio de París champaña con tres amigos escultores, y hablando de paganas beldades femeniles, de las cuales ponía a la de su mujer como un arquetipo..., en un estético fervor de iluminado, los llevó a la estancia, al lecho donde ella dormía bajo una lámpara rosada; la descubrió, la mostró..., y volvió a ocultarla cautamente, dejando en su profundo sueño a la hechicera...

¿Ingenuidad, era todo esto cínica ingenuidad de niño, cínica ingenuidad perversa, delatora de una absoluta carencia de moral sentido, o era la serenísima conciencia de un hombre superior a no importase qué sociales trabas y prejuicios seculares?...

Eliseo, que estaba cierto de la infinita moralidad cordial de Astor, de la infinita y ruda nobleza insuperable en todo lo demás de su trato con las gentes, tenía que inclinarse, y no sin un casi terror de admiración, a lo segundo.

En todo caso, ¿cómo tomarle en cuenta la en el fondo nimia despreocupación más de una inofensiva caricia suya a una sirviente?...

Se admiraba, sí, él que sabíase tan opuesto, tan contrario, encantadamente prisionero de una felicidad flotante en los diáfanos respetos del alma de su hogar y de su Libia...; y como sintió a su Libia, de improviso, rumorosa de sedas entre sedas, deshízosele en respeto de venturosísimo cautivo la un poco envidiosa admiración que siempre le infundía el despreocupado, capaz de pasear triunfal de tal manera su extraña y libre dicha por el mundo.

La presencia de Libia bastó para acabar de imponerle al poeta su equivocación de aquella admiración. Resplandecía en su frente rubia la pureza de la madre -de lo que no era, de lo que no habría podido ser jamás, sugiriéndole al marido las ideas y sentimientos de bien otro angélico universo, la estéril hermosura de la un tanto bestial y pagana Ernestina del pintor.

Libia, la madre, la buena esposa..., la muy buena mujer de ensueño, no obstante..., venía radiantísima de lujo. Perlas en el pelo; perlas y brillantes en el lóbulo rosado de la oreja, en la garganta; brillantes y zafiros, y ópalos en las manos de ideal...; y en la estatua, por todo el fino y largo cuerpo de escultura desmayada, dóciles y finísimos cendales de una reina que fuese hada al mismo tiempo: sedas Liberty, malva..., tisúes de oro..., blancas transparencias también de tules plisados en trazos de piel marrón... ¡Ah, el contraste elegantísimo del leve tul y de las pieles! ¡La violenta y cadenciosa sinfonía por todo el cuerpo aquel del malva y del oro y del marrón!...

Saludábanse Guillermo y ella. El pintor, de pie, no por cortesía, sino por ir más pronto a la tarea del cuadro, que duraba hora y media cada tarde.

-¿Y Ernestina, Guillermo?

-Que viene, me dijo.

-¿Hoy?

-O mañana. Quiere ver nuestro adelanto de estos días. Recelosa del retrato. A poco más, ayer reñimos.

-¿Cómo?

-Teme, Libia, verse eclipsada en la Exposición por ti la vez primera.

-¡Aaah!... ¿Y el suyo?

-Acabándose. No le gusta. Encuentra que estás tú mejor vestida.

-Iré a verlo también.

-Bueno..., ahora... ¡al potro!... ¡Y a callar!

La condujo al sitial dorado y perla. Sentóse ella, cruzó una pierna sobre otra, apoyó en la rodilla el codo y la barba en una mano, toda doblada hacia delante en la posición que, por serle la más típica, la más habitual a su comodidad, habíala dejado el pintor que la eligiese..., y el pintor, con verdadero desenfado de amigo y de pintor, la alzó y la arregló más los vuelos y plegados de las sedas y las pieles hasta dejar los seis centímetros de media que debían mostrarse en el tobillo, cuyo pie tocaba el suelo.

Empezó el trabajo... en un silencio religioso. Cuando pintaba, Guillermo era todo de su atención, de su abstracción, y contrariábale que nadie hablara ni le hablase.

El retratista y la retratada estaban en el hall, ella medio de espaldas a la sala y, protegida de tanta luz con un pabellón de felpa improvisado en los cristales. Eliseo los veía a los dos desde el diván.

Mordió Eliseo un habano, lo encendió y abandonóse nuevamente a la emoción de aquella paz, de aquella calma, de aquella felicidad que a su alrededor flotaba intensa, densa, de un modo podría decirse físico y que casi le dolía.

Constituyéndosela al fin inconmovible, hasta los principescos lujos de su mujer, que acarreáronle tiempo atrás fuertes apuros, se iban encajando en armonía con los medios pecuniarios de la casa. Él, por una innata repulsión a la antiartística pobreza, amaba estos lujos más que Libia. No podía culparla; habíala animado al principio, y Libia no hizo sino excederse un poco locamente, ya puesta en la pendiente fastuosa, y siempre en el horror de ambos a los previos cálculos y números.

Aún los trimestres del autor hallábanse gravados con los descuentos de joyeros y modistas; Pero los éxitos de Apolo y la discreta habilidad para dar cien vueltas a sus trajes que hubo Libia de aprender en la experiencia dolorosa, sin peligro alguno ya, permitíanla este infinito agrado, orgullo de los dos, de adornarse aún más que antes.

¡Qué bella estaba!