Los abismos
de Felipe Trigo
Primera parte
Capítulo I

Capítulo I

A mi querido amigo D. José Torralba


Tendido en el diván, envuelto en la caricia blanda del pijama, satisfecho de sus horas de trabajo y con una felicidad en el corazón, que de tanta, de tanta, casi le dolía..., esperaba y perdía el pensamiento y la mirada hacia el fondo de etérea inmensidad que, cortado por las góticas torres blancas y rojas de San Pablo, el cielo abría sobre el retiro. Las nubes, las torres, las frondas, teñíanse a través de las vidrieras del hall en palidísimos gualdas y rosas y amatistas.

Entró Clotilde, la doncellita de pies menudos, de alba cofia, de pelo de ébano. Traía el servicio del té, y se puso en la mesita a disponerlo, avisando que ya llegaba la señora.

-¿Y la niña?

-Vestida, señor. Va a venir. Va a salir.

Un gorjeo de risas, inmediatamente, anunció a Inesita..., precediéndola en el correr mimoso que la dejó colgada al cuello de su padre. Jane, la linda institutriz, quedó digna en la puerta.

Pero la niña, espléndida beldad de cinco años, angélica coqueta a gran primor engalanada, huyó pronto los besos locos con que Eliseo desordenábala los bucles, los lazos y flores de la toca.

-¡Tonto! ¡Que me chafas!

-¡Oh! ¡Madame!

Sí, él, impetuoso adorador de la belleza, besando y abrazando a la divina criaturita había pensado muchas veces que puede haber en las caricias a los niños, paralelamente con la gran voluptuosidad sexual de la pasión a las mujeres, y ennobleciéndola, explicándola de antemano por todas las inocencias de la vida, una purísima y tan otra voluptuosidad de los sentidos, capaz de enajenarlos en los mismos raptos de embriaguez.

¡Inesina! ¡Trasunto de su madre! ¡Cómo iba desde chica impregnándola el amor a lo gentil!

Otro beso, aún, del ángel..., en una previsora y versallesca inclinación de minué..., y la deliciosa coquetuela dejó surgir a la ingenua glotoncilla, llena de fuerza y de salud, que la hizo coger y aplicarse a devorar el más grande pastel de la bandeja.

Sonaron pasos y sedas leves, fuera, y Eliseo compuso su actitud. Bajó los pies del mueble. Exquisitamente respetuoso con su Libia, tratábala con las cortesías que una reina pudiese merecerle.

-¡Hola! -saludó Libia, entrando y dejándole ver en la sonrisa el triunfo de glorias de su boca.

-¡Hola! -sonrió Eliseo.

Avanzó ella, con el ritmo de su larga elegancia desmayada, y se sentó. Espectro ideal de una ilusión de maravilla. Al marido, al poeta, al inmensamente enamorado, causábale la impresión de que su Libia no pesaba, no pisaba en las alfombras; de que se deslizaba siempre silenciosa y ondulante, tal que las mujeres de niebla que cruzan los ensueños.

¿Iría a ser tan bella, podría ser, podría llegar a ser tan diáfanamente bella la hija de los dos?... La niña heredaba de la madre la rubia palidez; de él, la corpulencia. Él, desde algún tiempo atrás, iba engrosando, más que de más, un poco..., y esto le inquietaba. Aunque, ¡no, lo justo, únicamente, para proclamar la estética euritmia de una vida satisfecha en un hombre de treinta años!...

Inesina, embelesándolos en un cambio granuja de sonrisas, comía y tenía, al fin, en cada mano un pastel.

-¡Qué mala es!- lanzó Libia.

-¡Qué mala es! ¡Qué buena es!- expuso Eliseo, con el mismo sentimiento de ternura que quitábale el valor, contradictorio a las palabras.

Hecha de todo y por todo la felicidad alrededor suyo, respirábala, condensábasele en el pecho tan intensa, tan intensa..., que casi le dolía. La complacencia de su alma se extendió un momento a la corrección, a la belleza y a la honda honestidad (armónicas e indispensables en su honesto hogar de corrección y de belleza) de aquella Clotilde, que les servía el té, y de aquella inglesita Jane, de color de estopa, que aguardaba rígida en la puerta.

De pronto, Inés dejó la mitad de cada pastel en la mesita.

-¡Hala! ¡Adiós!- se despidió -corriendo, tirando besos, volviendo la cabeza.

Tropezóse con Clotilde, que iba también a salir, y estuvo a punto de caerse y de caerla.

¡Ven, loca! ¡Loca! ¡Qué loca!

-¡Ah, loca! ¡Qué loca! -comentó asimismo el padre la rebeldía de la chiquilla a besarle nuevamente.

Siguiéronla con la mirada, cariñosos, y en la frente, de su Libia, inclinándose hacia ella, solos ya, dejó Eliseo el beso que no le quiso la rebelde.

La frente, las manos de Libia, quemaban. Además, el marido, contemplándola tan cerca, creyó advertirla los ojos encendidos, húmedos.

-¿Qué tienes?

-Nada.

-Sí, sí..., abrasas. ¿Has llorado?

-¿Yo?

-Estás ardiente.

-Bah, la reacción del baño. ¡Tan fría el agua! ¡He tenido que frotarme con colonia!

Volvía ella a sonreirse, refugiándosele en el hombro, toda dulce, y reparó Eliseo que no venía vestida: su lánguida escultura delatábase ideal de líneas en la amplitud del kimono blanco, cuyo enguatado forro de seda guinda, vuelto por las solapas y las mangas, hacía más nítidas las nieves rosa de sus brazos, suaves como lianas nobles del amor, de su garganta, larga como el cáliz de una orquídea...

-Pero, ¡mujer! ¿Así aún?... ¡Y son las cinco!

-¿Y qué?

-Que Astor no tardará. ¿Te olvidas del retrato?

-¡Bien, mira!- le tranquilizó Libia, inclinada a doblarse un poco el vuelo de la falda-. Estoy lista. Me falta el traje solamente.

Contra la interior sedilla grana del kimono mostró la hechicería de su pie, calzado por el finísimo zapato, y el prodigio esbelto de su pierna en los calados de la media.

-¡Oh, lujosa! -hubo de aplaudir el marido, a la evocación de otros más íntimos hechizos de la fastuosa beldad, en que era todo fausto, y en tanto que ella, casta, se cubría.

Contemplaron el retrato, obra ya casi acabada del grande amigo, del gran pintor. El enorme lienzo reposaba sobre el caballete, a la plena luz del hall, y constituía la suprema ostentación de las bellezas y elegancias de Libia. Hecho al pastel, su autor lo destinaba a la Exposición de Bellas Artes. Toda la figura, sentada sobre la tijera de un sitial dorado y perla, de frente, con una rodilla sobre otra, con el codo encima de las dos y la mano delicadísima en la barba, se destacaba clara y vaporosa sobre un obscuro fondo de brumas color oro, color cuero.

-¡Bah, Guillermo! ¡El insigne pastelista-retratista! ¡Bien va a lucirse contigo!... Otra gran medalla de honor, que esta vez será más tuya..., más mía, que no de él.

-¿Te da rabia?

-Casi celos. Es una... posesión de arte en ti, que fuese yo quien quisiera haberla realizado.

-Tú... ¡autor! ¡Hazlo! ¡Ponme en un drama!- le mimó Libia, doblándose a él con un beso.

Lo tomó Eliseo, en la boca, y repuso dolorido:

-¡Ah, si pudiese! ¡Lo he pensado tanto, tanto..., al ansia de tenerte en mi obra transfundida!... Pero, alma, ya ves tú...; es verdad aquello, que dijo no sé quién, de que... «las mujeres honradas no tenéis historia». ¡No, no tenéis historia ni dramas, las honradas!

Otro dolor, el dolor sin duda del dolor de él, y más intenso, quizá, al reflejarlo la mujer delicadísima, que siempre compartíale sutil las emociones, la hizo a ella repentinamente separarse y quedarse demudada.

Mirándola, el marido tornó a su pasada duda, en inquietud:

-¿Qué tienes? ¡Oh, sí, sí, Libia..., tú has llorado!

-¡No! ¿Por qué? ¡Qué tontería!

-¡Se te conoce en los ojos!

-¿En los ojos? Ah, sí..., ¡tienes razón!... Lloré..., pero de risa... oyéndole las ocurrencias a ese diablito de Inés, en tanto bañábala Jane.

Y como, nada más de recordarlo, reíase otra vez nerviosamente la madre candorosa, puesta en pie para salir, para vestirse, porque había sonado el timbre del portón y debía ser Guillermo... Eliseo la miró partir y quedó riéndose (aun sin conocer cuáles fueron) de las ocurrencias de la niña..., de aquella traviesa Inés de todos los ángeles diablitos, que les formaba a los dos el raudal de la alegría...