Los abismos
de Felipe Trigo
Primera parte
Capítulo III

Capítulo III

Salió el pintor. Salió el marido...; y ella, que, con sonrisa mártir, había recibido el beso del insensatamente venturoso, vuelta en el sillón dorado y perla, se quedó escuchando hasta que sonó el portón a lo largo del pasillo. Entonces, brusca, se dobló a sus brazos sobre el brazo del sitial en una explosión de llanto.

Fue breve. Estaba harta de llorar.

Alzó enseguida la cabeza. Su faz había cambiado a lo espantoso.

Miró el retrato.

¡Ah, sus lujos! ¡Cómo en el lienzo aquel, cómo en la obra del artista insigne, para eterna afrenta de no se supiese que sórdida catástrofe, iban a quedar representados!

Más que un drama, sin que el confiadísimo Eliseo pudiera sospechar que ella lo tendría y que en él iba a arrastrarle.

Alzó la vista de un punto del espacio, donde habíasele condensado lo cruel, y la giró en afán de liberaciones por la estancia. Sobre la chimenea vio dos muñecas rubias de su hija; por las paredes, retratos suyos, de la niña, del marido; en la vitrina imperio, unas figurillas de juguete que eran de los tres, y que asimismo proclamaban la inocencia de sus almas. Cosas que la acusaban, que la abrumaban más en esta hora de expiación.

Se sacó del pecho la carta feroz de la francesa:

«Muy señora mía: Para tratar de salir definitivamente de nuestra enojosa situación, ruégola que esta tarde, a las siete, venga a verme.»

Las seis. A las siete, arrastrando sus infinitos miedos, tendría que estar en casa de esta mujer que ya escribíala como en conminación fiscal. Poco después, arrastrando la realidad de su inmensa desventura, tendría que volver a encontrarse frente a las nobles confianzas de su Inés y su Eliseo.

Se levantó. Se retorció en una especie de penoso desperezo, y lenta, ingrávida, fantasma que ya no fuese de este hogar amenazado de destrozo, ni del mundo, cruzó el despacho y el salón, entre el ruido de sus sedas.

Tuvo que reposarse, apoyada en un sillón. El blanco lecho de Inés, al paso de la alcoba..., sus cosas, sus vestidos, seguían a gritos acusándola de la insensatez con que ella había arrojado por siempre a la miseria a la hija de su sangre.

Otro impulso, y entró y se encerró en el tocador.

Desde el centro, se vio copiada entera en un espejo. Estaba pálida, y horrible, lo mismo que una muerta.

Y... ¡ah, sus lujos... vistos nuevamente en la viva insolencia del cristal!

El cristal, ante los ojos tétricos de Libia, cobraba las diáfanas profundidades de un abismo. Lo que iba a ser, tendría que ser. Resignada, se puso a quitarse aquel colorinesco y rico traje de soirée, para ponerse otro... Los lujos no deberían servirla para haber llegado con ellos en cínica ostentación hasta el borde del desastre.

Mas, ¡oh!.. toda ella era teatral y fastuosa. Al sacarse las pieles y sedas y tules del vestido, el espejo la seguía copiando en un blanco esplendor de gasas y de encajes... Las caladas medias, el traslúcido y pequeño cubrecorsé-pantalón, ceñido abajo por las mollas de las ligas y arriba por los pálidos rizados del escote...

Tembló, rebelde. Crispáronsele las manos a los adornos del pecho, y en un rapto de locura pareció querer desgarrarse el pecho, el corazón, aquellos fastos miserables, siquiera, que de tal modo la infamaban.

Habíase clavado las uñas. La sensación de dolor, completándola físicamente el martirio, la lanzó al fatídico cajón de su secreto. Quería considerar todavía y por última vez el problema pavoroso... con más calma, con la terca decisión de volver a estudiarlo, y quizá resolverlo sin violencias.

Llegó a la mesita escritorio, sacó el fajo de papeles, y se instaló, junto al balcón, en el sofá.

La seca escuetez de una cifra la hirió en el primer papel que extrajo del paquete.

«36.540 pesetas.»

Volvía a asombrarse.

¡Santo Dios! ¿Era posible?... ¿Cómo deberle a madame Georgette semejante atrocidad?

«¡36.540 pesetas!»

Lo hallaba absurdo. Suma ratificada por ella, coincidía con la de la modista...; pero, quizás, seguramente, las dos se equivocaban.

Febril, se dedicó a ir revisando las facturas. Las más antiguas tenían fecha de dos años. Amable la francesa, su pérfida amabilidad (¡harto veíalo al fin!) pudo servirle igual para robarla. Aun poniendo a mil pesetas cada traje, resultaba inverosímil que en dos años, ¡qué disparate!, la hubiese hecho treinta y seis...

Un relámpago le resucitó en los ojos la esperanza. Torpe para las cuentas, hasta ahora no había encarado de este modo la cuestión. ¡Ah, si fuese ella la que, descubriéndola ladrona, pudiese llevar ante el juez a la modista!

Este razonamiento de la imposibilidad de treinta y seis trajes en dos años tenía una fuerza que podía apoyar en la menor investigación de sus roperos...

Se levantó convulsa, iluminada. Fue a los roperos. Abrió las puertas. Miró los trajes. Apenas si había once... Y cuatro abrigos... Y tres salidas de teatro... Sin embargo, no halló sencillo el cómputo, y se limitó, para evitarse a sí misma aquella cocotesca desnudez, a cubrirse con un obscuro vestido de pañete.

Volvió a su asiento. La revisión de cuatro o seis facturas más, acabó de consternarla. «Por un abrigo largo, piel renard... 1.800 pesetas.» «Por un abrigo de nutria...2000»... También, ropas de Inesina. Justificábase la cuenta. ¿A qué obstinarse en regatear, partida por partida, nuevas rebajas que en nada modificarían la situación?

Apartó desalentadamente los papeles, y huyó de ellos, volviendo a levantarse.

Un retrato de su hija hízola llorar más hondas amarguras. Lo besaba. Oprimíaselo al corazón.

Con el retrato en la caída mano y con un codo en el testero del lecho, púsose en seguida, nuevamente, a considerar lo inútil de recurrir a su familia o de echarse en lágrimas a los pies de su marido confesándole el horror inevitable. Éste se sabría igual cuando horas después ella volviese de casa de Mme. Georgette, con el alma desgarrada, y cuando días después viniesen los embargos, la miseria, el éxodo de ella y de Eliseo y de la hija de los dos ocultando su vergüenza de mendigos.

Sentía frío.

Un frío glacial de desamparo.

Abrumada por su pesadumbre de maldita, que pesábale como un ondulante universo negro en la conciencia, dejó el retrato, vagó unos pasos sin sentido, y tornó a caer en el sofá.

Había cerrado los ojos. Miraba ahora dentro de sí misma, puesto que fuera no veía la salvación, y hundíanse sus ansias en el mínimo consuelo de buscar una disculpa. No fueron exclusivamente suyas la ceguedad y la imprudencia.

Cuando soltera vivía con casi estos mismos lujos, igual que las hermanas y la madre, en su casa; el padre, no rico, alto funcionario de Estado, actualmente en Alemania, consumía el sueldo en la ostentosa y digna relación con la buena sociedad. Así hubo Elíseo de conocerla, entre las glorias de un triunfo suyo, de teatro, y debió hallar indelicado el imponerle la decepción de la pobreza de ambos al día siguiente de su boda.

Hijo Eliseo de un profesor de Instituto de Jaén, y acostumbrado en su familia a la modestia, ganaba quizá bastante, pero poco, de todas suertes, para sostenerle a su mujer los hábitos de elegancia y distinción que él mismo amaba por un culto fervoroso hacia lo artístico.

La irreflexiva imprudente encontró, pues, un imprudente reflexivo que hubo de alentar su inexperiencia; un gentil apasionado que desde su humilde condición, sentía el pesar de rebajarla en rango, y un artista soñador siempre lleno de esperanzas de riqueza, de triunfos plenos capaces de llevarles a la vida esplendorosa que debía esperar de sus talentos. Fácil para ella el crédito con las modistas y joyeros de sus padres, cuando no podía pagar en otras, a las primeras cuentas importantes Eliseo la disculpó: «¡Sí, sí, bien, Libia, no te apures! Tú no puedes dejar las amistades de tu casa, y tienes que vestir. Mi éxito de la Princesa dará para ese pago.»

Efectivamente, la liquidación del primer mes de aquel éxito, sin contar con otros que aguardaban, hízoles salir del disgusto pasajero. Persuadida Libia de que las cuentas se podían pagar en más o menos plazo, contrájolas más grandes. Él se aplicó a escribir y a sus tertulias literarias; ella, a demostrar a las viejas relaciones familiares que había hecho un excelente matrimonio. Y a las segundas cuentas presentadas, con un poco de sorpresa del marido, éste se rehizo y replicó: «¡Bueno, Libia, no te inquiete, no te importé! Tomaremos un empréstito. Llegará el éxito definitivo que me consagre gran autor, y fuese injusto que, entretanto, yo te redujera a las feas incomodidades de una vida que no tardará en volvérsenos espléndida.»

Siempre más rico de imaginación que de dinero, se limitó a recomendarla prudencia; y la gentileza de aquellas modistas y sombrereras y joyeros que cobraban, multiplicáronle a la inexperta chiquilla, que ya era madre, sin embargo, las sendas de perdición. A sus rumbos, sin otro objeto que hacerse en todas partes admirar como bella y elegante, se unieron la de la niña y los del ama; pasó otro año, y las cuentas nuevas alcanzaron un nivel tanto más terrible cuanto más mermadas hallábanse las rentas del autor por deudas y por réditos. Fue el principio del fin. Fue el primer casi disgusto de los dos. Acabó de intervenir en los agobiados trimestres una especie de junta de acreedores, y entonces sí, digno, comprendió Eliseo y la hizo comprender aquella veloz marcha hacia la ruina. Digna Libia, prometió una circunspección que los salvase.

Mas ¡ah!... el propósito duró dos meses, tres quizá, mientras duraron también las galas de la dama bien surtida...; y ella, o acaso él, triste de verla triste, y feliz con otro estreno, compraron el brillante nuevo o el nuevo traje de caras sedas que retornáronla a la horrenda tentación. Se había hecho presentar por Ernestina a Mme. Georgette, que confiada en la garantía de la presentación y en la no regateada sencillez de los primeros pagos de Eliseo, hubo de irse luego conformando (¡francesa y bien funesta amabilidad, la suya!) con las sumas por Libia entregadas entre ruegos de espera y de secreto para el pago del total...; y he aquí que el total, sin saberse cómo, a los dos años, cuando más el marido noble y bueno encontrábase en la cándida ignorancia de aquellas cuentas, contento de ir a verse libre de atrasos para siempre, a los ojos asombrados de ella presentaba la cifra brutal, impagable, inverosímil.

Abrió los ojos, los ojos asombrados, y volvió a ver la enorme cifra en el papel:

«36.540 pesetas».

¿Cómo solventarla dada la económica situación de ellos y agobiado con descuentos de otras deudas por quién supiese cuánto tiempo aún?...

Mme. Georgette habíasele manifestado últimamente ejecutiva, inexorable. Inútiles las lágrimas y súplicas. Las sombras del juez, del embargo, del escándalo social, sólo cedieron al confesar la ingenua y espantada Libia que ni aun reduciéndola a la miseria y al descrédito podría quedar la deuda medio satisfecha: no valdrían la quinta parte de la suma los muebles y efectos todos de la casa puestos en subasta... Sólo cedieron, sí, sólo apaciguáronse de este modo las tercas aunque siempre bien habladas amenazas de Georgette; sólo de manera tal quedó conjurada la inminencia de enterar a Eliseo del conflicto que él no podía evitar...; y hoy, al fin, el rigor de la modista, reexcitado, a no dudar, por su egoísmo de sacar lo que pudiese, siquiera, sin importarla más de ajenos infortunios..., la llamaría para notificarla el comienzo brutal de lo espantoso.

No la frente, ahora, sino todo el cuerpo, todo el ser de la infeliz, tronchado en llanto y convulsión, cayó de bruces a lo largo de aquellos papeles que eran en sus lujos y en su vida fatídicas banderas de derrota...