Lomas y cañadones
Lomas y cañadones
editarMuchos años hacía que el viejo ya no andaba más a caballo y que, postrado en su silla, pesaroso, fumando y tomando mate, se lo pasaba contemplando el dilatado horizonte; percibía apenas, en el entorpecimiento del ocaso, el vuelo silencioso, el misterioso roce de las fugitivas horas postreras de su vida; vida forzosamente ociosa, pero no inútil, ya que era ella el centro de atracción que conservaba compacta a toda la numerosa familia.
De la pequeña loma en la cual estaba la casa, se perdía la vista, por todos lados, en inacabables cañadones, apenas cortados, de trecho en trecho, por ondulaciones amplias y de poca elevación. En los albardones así formados, abundaban los pastos tiernos, el trébol y el cardo, contrastando con la pobreza relativa de los bajos anegadizos; y al mirar esas lomas fértiles, pero tan poco extensas, se acordaba el viejo de los pagos del norte, de las espléndidas costas del Paraná, de donde había emigrado, en 1832, cuando, joven aún, había arreado su hacienda, hacia el sur ignoto, en busca de pasto, «por esa gran seca que hubo».
Y «esa gran seca que hubo», era el eterno refrán, el inevitable punto de comparación, el recuerdo imborrable; el hito que separaba, en dos partes su vida; la indicación fatal que, a medio camino, le había hecho el dedo del destino.
Había tenido que dejar, huyendo, las comarcas fértiles donde se había criado, llevándose por delante sus animales envueltos en espesa polvareda; pues esta tierra negra, tan rica y siempre fecunda, va despojada de toda vegetación, parecía negarse a mantener por más tiempo las haciendas.
En el sur, no había encontrado más que pastos duros y pajonales, pero pasto por fin, y agua en abundancia.
Había salvado sus vacas, y con los años, aprovechando la inmensa extensión, casi desierta, de estos campos todavía despreciados, había prosperado bastante. El espectro de la sequía no era más que un recuerdo de pesadilla; en el sud, más bien sobraba el agua, pero ¡había tanto campo!
Casi todos los hacendados del norte, emigrados con él, poco a poco, se habían vuelto para sus pagos, encontrando, con todo, que más fácil era la vida en aquellos campos de pura loma, de tierra negra profunda, de pastos tiernos y tupidos, y que el riesgo de la sequía era compensado por la asombrosa riqueza del suelo y también por no haber allá, como en el sur, el peligro continuo de las crecientes.
Él se había quedado; con el tiempo, compró el campo que ocupaba, formó ahí su familia y se dejó estar, cuidando su hacienda en los cañadones, con el agua, a veces, hasta el encuentro, entre los juncos y las pajas.
No dejó de tener, de vez en cuando, noticias de la querencia vieja, y no le faltaron ganas de volver allá; pues sabía que sus compañeros de otros tiempos, sus vecinos, se habían enriquecido casi todos, dejando poco a poco la hacienda vacuna para criar ovejas que daban, en esas regiones privilegiadas, resultados magníficos.
Pero ya estaba arraigado, en campo propio, aunque bastante fiero, y con familia; y se quedó, acordándose, no sin amargura, cuando veía la campaña toda cubierta de agua, de la «gran seca que hubo».
Sus hijos quisieron, como la gente del norte, tener también ovejas, y mientras quedaba la Pampa poco poblada, pudieron criar majadas con bastante éxito. Alcanzaban las lomas para salvarlas, en el invierno, y los cañadones, durante el rigor del verano, conservaban pastos que resistían a cualquier sequía. Pero, a medida que se fue tupiendo la población en la llanura, cada vecino mezquinó más su retazo de loma, y se sintió entonces toda la diferencia que hay entre los campos anegadizos del sur Y los campos altos, hermosos y feraces del norte. En los primeros, el más hábil criollo, por mucho que haga, quedará siempre pobre, con sus tres o cuatro mil ovejas por legua, mientras que cualquier irlandés recién venido criará fortuna y fama de buen pastor, en aquellas lomas, capaces de mantener treinta mil.
Y todo esto, más que nadie, lo sentía el viejo, al ver a sus hijos empeñados en el ingrato trabajo de cuidar, en estrechos retazos de campo alto rodeados de agua, sus ovejas enfermizas, sin poder casi reservar nada para sembrar un poco de maíz o de alfalfa. La inutilidad desalentadora de tantos esfuerzos vanos, con razón, le hacía acordar ahora como de una maldición de «esa gran seca» que lo había arrebatado para siempre de los campos ricos donde había nacido, y donde su descendencia de trabajadores empeñosos, siempre arruinada, hoy, por las crecientes, hubiera conseguido con menos esfuerzo la suerte merecida, en vez de luchar sin esperanza contra la naturaleza rebelde, chapaleando, toda la vida, en la sonoridad triste del agua tendida por los cañadones anegados de la Pampa del sur, en vez de pisar, en alegre galope, la tierra firme y fecunda, tapizada de opulentos pastos, de los campos del norte.
-«Sí, sí, es cierto, tata, contestaba el hijo; pero, ¿qué quiere?, estos cañadones son tan aquerenciadores, que por mi parte, seguiré lidiando con ellos. También, -agregó-, los están por canalizar, dicen...
-Sí, dicen; suspiró el viejo: desde veinte años».