Huascas

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Entró en la casa de negocio un joven de dieciocho a veinte años, de cara más rosada que tostada, de bigote naciente, retorcido para arriba, y que no dejaba de tener buena figura, con su boina azul, su chiripá y sus alpargatas, su tirador bordado y el fular floreado de seda, medio suelto en el pescuezo.

-«¡Gauchito lindo!» murmuró, al verlo, un criollo viejo, recostado en el mostrador, acordándose de los tiempos en que también él solía lucir su elegancia; y se quedó mirándolo con interés.

El muchacho, carrero de oficio, compró algunas chucherías, chacoteando alegremente con el mozo; y divisando, colgado de un estante, un cabestro que por lo muy flamante, y lo demasiado pulido, olía, a pesar de ser de cuero crudo, a talabartería de poblado, pidió al mozo que se lo alcanzara.

-«Te lo vendo, dijo éste; cuatro pesos». El joven había desatado y desarrollado el cabestro; lo estiraba, lo miraba, tentado, y acabó por ofrecer tres pesos. La discusión fue corta, y se lo dejó el mozo por el precio ofrecido, asegurandole que era pichincha.

-«Te lo tomo porque es bueno, contestó el criollito, en tono de conocedor; siempre tengo que atar animales ariscos y necesito buenas huascas».

Esa palabra quichúa: huasca, -cadena-, evocadora de Huáscar, último poseedor de la legendaria cadena de oro, emblema de la omnipotencia de los Incas, antes de la conquista española, sólo designa,-ahora que de sus montañas fértiles en oro, ha bajado a la llanura-, todas las sogas de cuero crudo usadas por el hijo de la Pampa en sus faenas. Fácilmente se comprende que prolijidad exige la fabricación de estas sogas, de cuya solidez pueden depender, a menudo, el éxito de un trabajo, la seguridad de un animal, y hasta la vida, de un hombre; y por esto, se volvió extrañeza, y casi desprecio, el interés con que el gaucho viejo miraba al carrerito, al ver que compraba cabestros cortos y delgados, hechos, quién sabe por quién, y con qué cuero.

-«Pues amigo, pensaba: ¡cómo serán de ariscos los redomones para semejantes maneadores!» Y casi se quedó atónito, al ver que, a más del cabestro, compraba el otro diez metros de cabo de manila, para completar el surtido.

¡Miren! ¡Cabos de manila para atar caballos!, y el viejo, atorrante y matrero mal domado, volvía a los años de su juventud, cuando para hacerse de una buena cincha, ancha y sin defectos, se elegía una res de poca marca, y se mataba, nada más que para esto.

No faltaban entonces huascas, en las estancias; pues en campos abiertos, como lo eran todos, nunca faltan en los rodeos animales ajenos; y de los cueros ajenos salen las huascas más fuertes... porque se cortan más anchas. Pero, como el rico siempre es algo mezquino, porque sabe que es el mejor medio de conservarse rico, mientras que para el pobre, todo animal es ajeno, tenía cualquier gaucho, en algún rincón del rancho, a más del apero corriente, un surtido completo de maneas y cabestros, lazos y boleadoras, cinchones y bozales, maneadores y cinchas, riendas y rebenques, y de todo.

¡Qué ocurrencia hubiera parecido entonces atar un caballo con cabo de manila! ¡ni los napolitanos!

Tampoco se necesitaba talabartero para trabajar huascas. Cualquier gaucho lo era: con el cuchillo para cortar, la lesna para coser, la maceta para ablandar, y la horqueta para sobar; grasa de potro, en invierno, de vaca, en verano, un rollito de lonja de potrillo para tientos, saliva para remojarlos y larga paciencia, el taller estaba armado. Esa sí que era industria nacional; y sin pedir protección a nadie. Por tal que la policía hiciera la vista gorda, no había peligro que se importasen huascas trabajadas en Europa; sobraban las de acá; y como los milicos también necesitaban riendas, cabestros y cinchas, se surtían en cualquier parte. ¿Cuándo va a faltar un bozal para asegurar a un amigo?

Este arte tan criollo de trabajar lindamente las huascas de uso corriente, que era cosa común en la campaña, hace veinte años, se va perdiendo bastante. El gaucho tiene pocos cueros a su disposición, y menos ocios, y ya pasó el tiempo de voracear con las huascas. Un lazo trenzado es, hoy, objeto de lujo que se conserva con cuidado; y un maneador de tres dedos de ancho y de algunos metros de largo en manos de un peón, hace sospechar que lo ha de haber comprado en noche obscura y sin pedir certificado.

La bota de potro se ha vuelto prenda de museo, y los hijos de Martín Fierro van a la escuela, de alpargatas, conversando, algunos de ellos, de los caballos... vapor de la trilladora, montados en sillas, con cinchas de algodón trensado y sobrecinchas de género.

Y cuando se fue el mocito, llevándose su cabestro tan pueblero y su cabo de manila, el gaucho viejo, acabando de un trago su copa de ginebra, rezongó: «Los criollos de hoy, amigo, son lonjas de otro cuero que los de ayer».


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Mucho antes que los criollos, hubo quien supo de un cuero sacar lonjas bien cortadas, pues cuentan que la reina de Tiro, Dido, al llegar, fugitiva, en las costas africanas, después de conseguir de los habitantes la concesión -según su pedido- de la tierra que podría encerrar en un cuero de vaca, cortó el cuero en lonjitas largas y delgadas, abarcando así una extensión de terreno tal que pudo, en ella, fundar la ciudad de Cartago, y tarde vieron los incautos africanos que se habían pisado la huasca. Fue el estreno de la fe púnica. Los cartagineses modernos reemplazan, en América, el cuero de vaca y las lonjas, con rieles de ferrocarril.