Una noche, pidió licencia el hombre para desensillar, y el día siguiente, pronto ya para la marcha, preguntó al patrón si no tendría algún trabajito para él, explicándole que era nativo de la provincia de Córdoba, que se había venido disgustado con la familia, y que buscaba colocación.

-¿Qué es lo que sabe hacer? -le preguntó el patrón.

-Un poco de todo, señor; entiendo bastante de campo y algo también de agricultura.

-¿Cuánto quiere ganar?

-Lo que usted disponga, señor. Usted verá mi trabajo.

Y Ciriaco se había quedado en la estancia, sin mayor compromiso, sin sueldo fijo, sin saber si lo guardarían o no.

El primer día, lo ocuparon en desgranar maíz con una máquina de mano, ayudado por un muchacho, y a la tarde pudo ver el patrón que jamás ningún peón le había llenado tantas bolsas en el día. Y sin embargo, el hombre no parecía muy fuerte; era más bien bajo, delgado, menudito; no metía ruido ni con la lengua, ni con los pies, y si caminaba ligero, era sin demostrar apuro y como resbalando.

Al poco tiempo, no había necesidad de decirle lo que tenía que hacer. El establecimiento era modesto, de pequeña área, pero bien montado en animales de precio y en rebaños finos. La hacienda vacuna no formaba rodeo muy numeroso, pero, entre las vacas, había muchas lecheras, y se aprovechaba la leche en fabricar quesos.

De modo que no faltaba que hacer para el hombre empeñoso. No había capataz, y el mismo patrón manejaba todo de por sí, dando sus órdenes a cada peón.

Ciriaco vio que en la manada había unos potros en edad de ser amansados y, con asentimiento del patrón, domó él mismo algunos para andar; amansó uno para la silla de la señora, y una yunta para la volanta: todo sin bulla, como en momentos perdidos, y bien, sin tropiezo, sin accidente, sin cortar una huasca, se puede decir, y saliendo todos los animales sin una lastimadura, sin mañas, y tan mansos que parecían agradecidos de que los hubieran tratado con buen modo.

Ciriaco no dejaba tiempo a la sarna de invadir las ovejas, ni ocasión a los malvados de dar sus golpes en la estancia.

Sin ser del pago, no sólo ya conocía del campo cada mata de pasto y cada charco de agua, sino el nombre, apellido y filiación de cuanto bicho dañino había en la vecindad, sus mañas, sus costumbres, el número y el pelo de sus caballos; y, cosa rara, cada vez que alguno había querido pegar malón, había topado, en el momento de desatar el alambrado, o de hacerlo franquear por el caballo, con perros de la estancia, que, amenazándole de cerca las pantorrillas y esquivando los tajos, le habían ladrado hasta que, de entre la obscuridad de la noche, los llamase una voz tranquila, algo irónica, con un despreciativo: «¡Dejalo, hijo!»

Pronto la conocieron todos, esta voz, por ser la de Ciriaco, aunque nunca se dejase ver, y empezó a criar fama de brujo. Aseguraban algunos que los postes del alambrado para él se volvían gente y lo tenían al corriente de todo lo que pasaba en el campo.

Tampoco faltaba, por supuesto, quien, en la misma estancia, lo llamara espía, hipócrita, y otras cosas. Es verdad que el patrón le tenía mucha fe y no dejaba de consultarlo, en muchos casos. Pero, ¿cómo hubiera sido de otro modo, si ese hombre todo lo sabía o lo adivinaba?

En un aparte, ningún animal, por peludo que fuera, escapaba a su ojo certero, y conocía la madre de cada ternero y el ternero de cada vaca. Apenas aparecía un bulto en el horizonte que ya lo tenía filiado: vaca, yegua, caballo solo o montado, y el color del animal y quién era el jinete, y de dónde venía, y a dónde iba.

No necesitaba mirar los dientes del animal para decir su edad, ni manosear un capón para saber si era gordo. Le bastaba una ojeada para saber de cuántas ovejas se componía una majada; y esto, que la viese extendida en el campo, muy suelta en pastos ralos, o muy tupida en un trebolar, o bien encerrada en el corral, echada o parada.

También sabía decir, en un momento y a ciencia cierta, cuántos animales se podían sacar de ella para tropa, y de cuántos kilos saldría ésta, por cabeza, en término medio.

Lo mismo, en un rodeo, las vacas parecían haberle divulgado de antemano, sus secretos: cuántas eran, cuántas vacas viejas y cuántas vaquillonas, y cuántos novillos, y cuántas había de preñadas, entre aquéllas, y qué peso darían éstos; y si faltaba algún animal, era como si hubiera encargado a los demás de avisarle a Ciriaco, tanta era la prontitud con que notaba su ausencia.

Cuando dos o tres gauchos no atinaban en cortar del rodeo algún animal porfiado y lo estropeaban a golpes, sin poderlo sacar, se acercaba él despacio, con su caballo mansito, despachaba a dos de los peones a otra tarea, y con el que quedaba, sin mayores gritos ni rebencazos, sin más aparato que una voluntad enérgica, dominaba al bruto, y como por persuasión, lo llevaba hasta el señuelo. Sabía que la pericia del hombre de campo consiste en vencer sin violencia resistencias violentas, y que, más que su fuerza, debe lucir su astucia y su paciencia.

Aunque, ni con viento pampero, supiera errar el tiro, no era de aquellos que, porque porfía un poco un animal, al momento desprenden la presilla y con grandes gestos, para llamar la atención sobre su destreza, arrollan el lazo o revolean las tres hermanas.

Era como manía, en ese hombre, hacerlo todo sin cascabel. No era mayordomo, no, ni siquiera capataz; y, sin embargo, todos le obedecían y el mismo patrón seguía sus indicaciones, hechas humildemente, pero siempre tan justas. Mandarlo a él era inútil.

-Ciriaco, el toro quebró un palo, ayer tarde, en el potrero uno; sería bueno componerlo o cambiarlo.

-Ya está, patrón.

-¡Ya!, y ¿cuándo lo hizo?

-Esta madrugada, señor; fuimos con José.

-¡Ah!, bien. ¡Diga!, murió la ternera esa, entecada, ¿sabe? Mándela cuerear.

-Ya lo mandé a Maximito, patrón. Pronto traerá el cuero.

Y así todo; y no sólo esto: el honor y la fama de su patrón eran para él tan sagrados como los propios, tan bien que no vaciló, una vez que había oído cuentos que no le gustaban, en salir de su reserva, y sin decir nada a nadie, en cantarle la cartilla a un vecino, de tal modo que éste, para siempre, se acordó que en boca cerrada no entran moscas.

Aunque fuera hombre de pocos amigos, muchos de afuera lo venían a consultar, pues entendía como nadie de remedios caseros para curar los animales enfermos.

Entre los que así venían, don Fermín era el más asiduo. No le faltaba pretexto para largarse a conversar con Ciriaco, recibir sus consejos y también darle los de él, que tampoco eran malos.

-Eres muy bueno -le decía-, amigo Ciriaco; y pocos hombres he conocido tan buenos como tú. Pero de bueno ya vas rayano a zonzo. Aquí, te estás dejando explotar; y, sin embargo, tu patrón también será bueno; pero, como no le pides nada, nada te da, y sigues trabajando sin saber ni cuánto ganas, ni si sólo ganas algo.

»Así nunca vas a adelantar; y toda la vida quedarás un pobre gaucho, lo mismo que si fueras un haragán; es preciso hacerse valer, amigo; trabajar no es todo, y también se necesita en este mundo: SABER TRABAJAR.


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