Lo prohibido : XI
Los jueves de Eloísa

de Benito Pérez Galdós
Una vez por semana, Eloísa daba gran comida, a la que asistían diez y ocho o veinte personas, pocas señoras, generalmente dos o tres nada más, a veces ninguna. No gustaba mi prima de que a sus gracias hicieran sombra las gracias de otra mujer, inocente aprensión de la hermosura, pues la competencia que temía era muy difícil. La etiqueta que en los llamados jueves de Eloísa reinaba, era un eclecticismo, una transacción entre el ceremonioso trato importado y esta franqueza nacional que tanto nos envanece no sé si con fundamento. Eran más distinguidas las maneras que las palabras. El ingenio resplandecía en los dichos; mas a veces, con ser copioso y chispeante, no bastaba a encubrir la grosería de la intención. Allí se podían observar, con respecto a lenguaje, los esfuerzos de un idioma que, careciendo de propiedades para la conversación escogida, se atormenta por buscarlas, exprime y retuerce las delicadas fórmulas de la cortesía francesa, y no adelantando mucho por este lado, se refugia en los elementos castizos de la confianza castellana, limándoles, en lo posible, las asperezas que le dan carácter. Esta admirable lengua nuestra, órgano de una raza de poetas, oradores y pícaros, sólo por estos tres grupos o estamentos ha sido hablada con absoluta propiedad y elegancia. Las remesas de ideas que anualmente traemos en nuestro afán de igualarnos a las nacionalidades maduras, no han encontrado todavía fácil expresión en aquel instrumento armoniosísimo, pero que no tiene más que tres cuerdas.
Hice esta observación en casa de mi prima, oyendo hablar de tan distintas maneras, pues unos arrastraban y descoyuntaban las frases de estirpe francesa, impotentes para darles vida dentro de la sintaxis castellana, otros, despreocupados, lanzaban a boca llena las picantes frases castizas, que por arte incomprensible, nacen hoy en el populacho y se aristocratizan mañana. Ciertas bocas las pulen, las redondean, como hace el mar con los pedazos de roca; otras las endulzan o confitan, y ya parecen menos rudas sin haber perdido su gracia. De este lento trabajo se va formando en el arpa de nuestra lengua la cuarta cuerda o sea la de la conversación fina, que hoy suena un poco ronca, pero que sonará bien cuando el tiempo y el uso la templen.
Tengo tan presentes los detalles todos de aquellas reuniones, que bien podría describirlos minuciosamente si quisiera. Pero por no aburrir a mis lectores con lo que no les importa, seré breve, escogiendo, entre todo lo que revive en mi mente, lo más adecuado a la inteligencia de los casos que refiero. De las comidas, retengo todo con pasmosa frescura. Paréceme que respiro aquella atmósfera tibia, en la cual fluctuaban las miradas de la mujer querida y sus movimientos y el timbre de su voz seductora, fenómenos que hasta el otro día se prolongaban en mi espíritu como la sensación grata de un sueño feliz. Paréceme estar viendo las paredes y las personas y la alfombra y las luces en el rato aquel de impaciencia y expectación, en que es la hora y faltan aún cuatro o cinco convidados. Carrillo, mirando impaciente su reloj, deja escapar alguna frase con la cual al mismo tiempo recrimina suavemente a los que tardan y pide excusas a los que esperan. «Este general siempre se atrasa media hora...». «Sánchez Botín no puede tardar. Se separó de mí a las siete para subir un momento a casa de su suegra». Eloísa, sentada junto a la chimenea del primer salón, atisba fácilmente a los que van llegando, sin interrumpir su palique con el marqués de Fúcar o con la marquesa de San Salomó. Como la puerta que va del primer salón a la sala de juego está enfrente de la que comunica esta con la antesala, siempre que se oye el suave gemido de la mampara de cristales con visillos rojos, mi prima echa ligeramente hacia atrás el cuerpo contra el respaldo del sillón, vuelve la cabeza y ve quién entra.
Por fin, Carrillo transmite sus órdenes por el timbre eléctrico. Al poco rato aparece en la puerta del comedor, poniéndose con oficiosidad los guantes de hilo, el maestresala Mr. Petit, -aquel ingenioso francés que después de haber rodado durante el verano por las fondas de todos los establecimientos balnearios y de haber lucido su estampa en el mostrador de algún comedero de ferrocarril, se pasa el invierno sirviendo temporalmente en las grandes comidas de las casas ricas de Madrid, o que lo aparentan;- y pronunciando el sacramental madame est servie, comienza el desfile. Eloísa se agarra al brazo del marqués de Fúcar (por ejemplo) y rompe plaza...
Se me figura estar oyendo el bulle-bulle de las ochenta patas de sillas rascando ligeramente la alfombra gris perla, y ver a los criados ajustarse apresuradamente los guantes, mientras desfilamos y ocupamos nuestros asientos. Aquel primer envite de la comida, que se acerca como un monstruo que viene a apoderarse de nuestro organismo, aquel vaho de la sopa bisque, picante como un demonio, ¡qué felices anuncios traen de la sesión gastronómica! Presentes tengo los incidentes de la conversación que empieza grave, se anima, se fracciona, es a cada instante más viva, menos culta y aseñorada; aspiro la fragancia de los ramos y ramitos que adornan la mesa y nuestras solapas, olor de vegetal flácido que se aja por momentos entre el vapor de la comida y bajo aquella lluvia de luz que desciende de los mecheros de gas; oigo a mi espalda el chillar de las botas de los criados que nos sirven, y me mareo de aquel escamoteo de platos delante de mí, del rielar de copas, de lo que hablamos, de las bromas, ya cultas e inocentes, ya galanas en la forma y groserísimas en el fondo. Las caras aquellas, las diez y ocho o veinte cabezas ¿cómo se pueden olvidar? Figúrome que las veo todavía en su inquietud discreta, ojos que nos miran y se vuelven y llevan la idea de una persona a otra, el hilo de la conversación rompiéndose y anudándose a cada instante, las sonrisas disimulando las contracciones de la gula. Respecto a los dichos, yo no cesaba de recordar la rigidez de las comidas inglesas, en las cuales todo lo que se habla podría figurar en el Catecismo. En los festines que refiero, mi primo Raimundo hallaba medio de contar cuentos indecentes, con una delicadeza de forma y unas perífrasis que hacen de él un verdadero maestro en arte tan difícil.
En lo que sí se parecen estas comidas a las inglesas es en que las señoras hacen del pleonasmo del escote una pragmática indispensable. Eloísa, en sus jueves famosos, no se paraba en barras, quiero decir, en carne de más o de menos. Generalmente vestía con sencillez, siempre que por sencillez se entienda poca tela de medio cuerpo para arriba. La originalidad era su fuerte. Un jueves me sorprendió a mí y a todos con el traje más lindo, más caprichoso y temerario que se podría imaginar... Pero recuerdo ahora que no fue en su casa sino en un gran sarao del palacio de Gravelinas, donde se nos presentó vestida totalmente de encarnado, el cuerpo de terciopelo, la falda de raso, medias y zapatos también de color de sangre fresca, y para que nada faltara, mitones de púrpura. Sólo una belleza de primer orden, de esas que dominan todo lo que se ponen, habría podido salir triunfante de tal prueba, envolviéndose en ascuas de los pies a la cabeza. Fue general la admiración, y yo no fui el menos sorprendido, porque aquella misma mañana me había dicho que no pensaba estrenar más vestidos ni inventar rarezas. Dejando a un lado esta contradicción, diré que Eloísa deslumbraba: no se la podía mirar sin plegar ligeramente los ojos. Su hermosura, sometida a la prueba de aquella calcinación en crisol ardiente, triunfaba de las llamaradas del rojo, y aparecía sublimada y purificada. Su mirar era como un extracto sutil, alcohol dulcísimo que se subía a la cabeza y hacía en ella mil diabluras. No quiero decir nada del escote, a quien la coloración chillona del rojo daba más realce. En su ridículo entusiasmo, un revistero de salones me decía que aquella carne de Paros, aquel mármol vivo, no tenía semejante, y que Fidias y el Hacedor Supremo habrían disputado sobre cuál de los dos lo había hecho. Vamos, que reñían y se tiraban a la cabeza los trastos de crear... Yo, como dueño de aquella carnicería marmórea, no la veía con gusto tan publicada. Pero el maldito revistero no cesaba de hacer paradojas, que al día siguiente ponía en los periódicos: «Era un demonio celestial, el ángel del asesinato, serafín que había encargado a Worth un vestido hecho con brasas del Infierno... ¿Para qué? para divertir a los santos en el Carnaval del Cielo... Su cuello ostentaba una constelación...». A esto de la constelación démosle su nombre verdadero. Era una hermosa riviere de treinta y seis chatones que yo había regalado a Eloísa, y que me ocasionó (todo se ha de decir) una disminución de cinco mil duros en mi cuenta corriente del Banco de España.
Volvamos a mis jueves, quiero decir a los jueves de la otra. Todos los amigos de la casa admiraban a Eloísa, y aun diré que se pirraban por ella. La atmósfera caldeada de la galantería que todos, hombres y mujeres, respiran en tal género de vida, el constante incitativo del mucho y refinado comer y beber, el efecto de narcotización que en el espíritu van produciendo a la larga las mentiras de la cortesía, todas estas causas y aun la obsesión material de la seda y el oro y el arte suntuario, embotan el sentido moral del individuo y le inutilizan para apreciar clara y derechamente el valor de las acciones humanas. En tal ambiente, hasta los más sanos concluyen por acomodarse al principio de que las buenas formas redimen los malos actos. No había, pues, entre los amigos de la casa, uno solo que no codiciara lo que me pertenecía de hecho. No había uno tal vez que no soñara con el ideal delicioso de pegársela al amigo y suplantarle. Robar lo robado nunca se consideró delito. Eloísa y yo no teníamos derecho a quejarnos de este asalto general de intenciones que nos amenazaba sin tregua. La falsedad de mi terreno me tenía en ascuas. Inquieto y receloso, vigilaba con cien ojos, y tomaba acta de las más leves cosas, suponiéndolas indicios de que alguien ganaba un palmo de terreno que yo perdía.
Pero en realidad, no tenía motivos de queja. Mi prima, entre aquella turba de amigos entusiastas y apasionados, guardábame una fidelidad que habría sido virtud muy hermosa, si la tal fidelidad no viniera a ser una medalla, en cuyo reverso estaba la traición.
Eloísa les trataba con arte admirable, siempre dulce y cariñosa, empleando reservas delicadas que olían a virtud, imitándola, como los artículos de perfumería imitan la fragancia de las flores. Para todos tenía una palabra bonita; era jovial o seria, según los casos; compadecía al enamorado, paraba los pies al atrevido, mostrando constantemente cierta dignidad y señorío que me encantaban.
Ningún día de gran comida dejó Eloísa de sorprendernos con alguna novedad, añadida a las riquezas de su bien puesta casa. Aquella noche (una de tantas), al entrar en el segundo salón, vi dos personas, cuyo rostro, facha y traje parecían completamente anómalos en tal sitio. Eran dos pinturas, la una de Domingo, la otra de Sala. Mi prima las había adquirido aquella semana, y no me había dicho nada para darme la gran sorpresa en la noche del jueves. Habíalas colocado a los dos lados de la puerta que comunicaba el salón con su gabinete, y puso ante cada una un reflector con vivísima luz, que, iluminando de lleno las figuras, las hacía parecer verdaderas personas. Ambas eran de tamaño natural y de más de medio cuerpo. La de Domingo era un viejo, un pobre, quizás un cesante, vestido de tela gris, arrugado el rostro, plegados los ojos. Creeríase que la luz del reflector ofendía su cansada vista, y que nos miraba con displicente miopía, ofendido y cargado de nuestro asombro. Porque no vi jamás pintura moderna en que el Arte suplantara a la Naturaleza con más gallardía. El toque era allí perfecto símil de la superficie de las cosas, y se veía que sin esfuerzo alguno, el pincel, convertido en poder fisiológico, había hecho la carne, la epidermis, el músculo, los cañones de la mal rapada barba, el pelo inerte, y por fin el destello y la intención de la mirada. Aquel mismo toque habilísimo era luego la lana y el algodón de la ropa, la seda mugrienta del fondo. «Esto ya no es pintar -decía Eloísa, sacando las cosas de quicio-: es hacer milagros.
La figura de Sala era una chula. Contemplándola, todos nos reíamos, y a todos se nos avispaban los ojos. Los suyos parece que bebían de un sorbo la luz del reflector y nos la devolvían en una mirada dulce y llena, significando con ella un atrévanse ustedes. Su tez pura, su entrecejo irónico indicaban tal vez que era una gran señora disfrazada. El traje, el pañuelo por la cabeza y mantón de Manila podrían suponerse antojo de un momento para encaprichar la hermosura noble revistiéndola de las gracias populares. No era una ficción, era la vida misma. Sin duda iba a dirigirnos la palabra. Nos sonreíamos con su sonrisa; nos sentíamos mirados por ella, la conocíamos y la tratábamos. ¡Que una superficie cubierta de colores viva y aliente así!... Eloísa no cesaba de decir, gozando en nuestra admiración: «¡Qué alma tiene!».
La dama enchulada y el viejo pobre fueron el éxito de aquel jueves, como en el precedente lo habían sido los tapices antiguos, cartones de Brueghel, que decoraban el comedor. Pero dejemos las cosas que parecían personas, y vamos a las personas que parecían cosas. Uno de los principales devotos de mi prima era el marqués de Fúcar. A cada lado de la chimenea del segundo salón había tres sillones, uno de los cuales ocupaba Eloísa. El inmediato se le reservaba al marqués, y respetando este derecho consuetudinario, cualquiera que lo ocupara se lo cedía en cuanto él entraba. Era Fúcar bastante viejo; pero se defendía bien de los años y los disimulaba con todo el arte posible. Era abotargado, patilludo, de cuello corto, y parecía un cuerpo relleno de paja por su tiesura y la rigidez de sus movimientos. Se teñía las barbas; y como los tiempos no consienten la ridiculez de la peluca, lucía una calva pontifical. Demostraba Fúcar a la señora de Carrillo una como adhesión caballeresca. A veces, la edad caduca pesaba en su ánimo lo bastante para convertir aquella devoción en una especie de cariño paternal, traduciéndose en consejos galantes, antes que en galanterías. Muy a menudo y cuando parecían más interesados en una conversación frívola, trataban de negocios. Eloísa, que empezaba a pensar mucho en los fabulosos aumentos que ciertos hombres de pesquis dan a su capital en poco tiempo, arrastraba la conversación de Fúcar hacia aquel terreno. «Diga usted, marqués, ¿venderé las Cubas para comprar ese Amortizable que ha inventado Camacho?». Esta y otras cláusulas parecidas sorprendí más de una vez al acercarme al grupo.
Fúcar se reía, y después de bromear un poco le aconsejaba lo que creía más conveniente.
«Oiga usted, marqués; ¿quiere usted hacerme dobles por cinco o seis millones nominales? ¿Quién es su agente de Bolsa?... Este tonto (dirigiéndose a mí), no quiere ir a la Bolsa. Quita allá... No tienes iniciativa, no tienes ambición. Podrías duplicar tu capital en poco tiempo si fueras otro.
El marqués echábase a reír, y mirándome...
«Aprenda usted niño -me decía-. Esto se llama navegar en golfos mayores.
-Marqués -proseguía ella-, me voy a tomar la libertad de hacerme su socio. ¿Quiere usted que le dé diez mil duritos para que me los ponga en las contratas de tabacos? ¿Qué rédito me dará?
-¡María Santísima! ¡qué mujer! -exclamaba Fúcar con alarma jocosa-. Eloísa, me compromete usted...
-O si no, me los pone en un préstamo del Tesoro.
-Si el Tesoro no pide ya prestado, hija mía. Eso cuando tengamos otra guerra civil.
-Pues en las contratas de tabacos. ¿A ver? ¿qué rédito?
-Creerá usted que las contratas... -gruñía el marqués fluctuando entre las bromas y las veras.
-No haga usted caso, marqués -indiqué yo-. Estas mujeres ven todo con la imaginación. Desconocen la Aritmética: lo único que saben de ella es multiplicar.
-Sí, las contratas dan muchos millones.
-¿Qué le parece a usted? -decíame Fúcar sin poder contener la risa-. Me va a descubrir. Me saca los colores a la cara. Aprenda usted, niño, aprenda. ¡Contratas de tabaco!... Corriente; al año le devuelvo a usted los diez mil duritos duplicados... Pero me ha de prometer usted que con ese dinero fundará un Hospital para fumadores desahuciados.
La risa del prócer llenaba el salón. Aun los que no podían oír lo que decía celebraban su gracia. Fúcar era allí muy popular; y envanecido de ello, gustaba de oírse, hablando, y se enojaba cuando le contradecían. Conmigo tenía deferencias cariñosas. Una noche, apartándome de un corrillo de los que allí se formaban, me acorraló contra un mueble para decirme en secreto: «Traviatito, es preciso que se dedique usted a los negocios para tener contenta a la señora. No se fíe usted del amor puro. La señora tiene los espíritus muy metalizados. Me ha preguntado lo que es comprar a plazo, en voluntad y en firme. He tenido que darle una lección de cosas de Bolsa sin olvidar las triquiñuelas del oficio... Mucho ojo, que la señora piensa demasiado en el dinero. No se envanezca usted, y créame; aumente su capital, si puede, no sea que alguno le desbanque. Usted vale mucho, pero no hay que fiarse; pues se dan casos...
Otro de los asiduos era el general Morla, hombre muy ameno, verdadera enciclopedia histórico-anecdótica de Madrid desde el año 34 hasta nuestros días. Tenía la memoria más prodigiosa que cabe en lo humano; recordaba la primera guerra civil, toda la historia política y parlamentaria y toda la chismografía del siglo. Había sido ayudante del general D. Luis de Córdova, luego compañero íntimo de Narváez, y por fin inseparable amigo de D. José Salamanca, cuyos arranques geniales elogiaba a cada instante. Los motivos secretos de los cambios políticos en el anterior reinado los sabía al dedillo, y las paredes de Palacio eran para él de una transparencia absoluta. De las infinitas trapisondas privadas que amenizan la vida de Madrid, ninguna se le había escapado. No necesitaba esforzarse para satisfacer todas las dudas, pues el archivo de su memoria, admirablemente catalogado, le suministraba sin demora el dato, la noticia o enredo que se le pedía. Cuando nos contaba algún lío, hacía mención de la calle, el número de la casa, el piso, nombraba a las personas todas de la familia, y si no le cortaban el hilo, refería los belenes del padre o de la madre en la generación anterior. Este narrador entretenidísimo era quizás el maestro más grande del arte de la conversación que he visto en España. Cuando se muera no quedará nada de él, pues jamás ha escrito cosa alguna. Le incitamos a escribir sus memorias, que serían el más sabroso y quizás el más instructivo libro de la época presente; pero él se excusa de hacerlo con la pereza y con su poca habilidad de escritor. En efecto, los grandes conversacionistas rara vez aciertan a interesar cuando escriben.
Eloísa atendía y agasajaba mucho al anciano general, uno de los primeros favoritos de la casa. El jueves que faltaba era un jueves soso y desgraciado. A menudo se formaba en torno a él, en la sala de juego, corrillo de hombres solos, que era un verdadero festín de la más sabrosa comidilla. Salía uno de allí con la cabeza dulcemente mareada, como cuando se ha bebido mucho y bueno; y se adquiría de la humanidad idea semejante a la que tenemos de la salud después de haber hojeado un Diccionario de medicina.
La chismografía del general Morla era puramente histórica. Rara vez despellejaba a las personas que estaban aún en activo. Otro amigo de la casa, a quien no nombro, tenía la especialidad de cebarse en la carne viva, prefiriendo la de los allegados y presentes. Severiano Rodríguez le llamaba el Saca-mantecas, porque se sorbía las reputaciones crudas. Era persona de intachables formas. En la conversación general, bromeando con Eloísa o sus amigas, daba mucho juego. Su galantería exquisita y refinada encantaba a las damas. Había tenido buena figura, y aún conservaba restos de ella, presumiendo de ojos vivaces, de un busto airoso y de pie pequeño. Sin duda daba mucha importancia a su bigote y su mosca que, con las canas, habían venido a ser de un rubio ceniciento. Lo que más me cargaba en aquel hombre era que, al entrar en cualquier local, echaba miradas furtivas a los espejos para verse y admirarse. Gozaba fama de afortunado en faldas; pero tenía ya un par de desventajas casi insuperables: su edad, que frisaba en la vejez, y su falta de dinero. Era uno de los hombres más entrampados de la creación, y vivía perseguido sin tregua por diferentes espectros en forma de cobradores de tiendas. Oí contar que sólo en el ramo de perfumería debía sumas fabulosas.
Cuando hacía corrillo, no perdonaba nada. Más de una vez hizo disección horrorosa de la pobre marquesa de San Salomó, que no distaba veinte pasos del lugar de la hecatombe. De Eloísa y de mí, ¿qué no diría? Severiano me contaba horrores, vomitados por el Saca-mantecas a poca distancia de nosotros. Tales cosas, por la exagerada malicia y la mentira que entrañaban, no ofendían como cualquier verdad secreteada con palabras ambiguas. «Que yo estaba ya tronado; que Fúcar era el que pagaba; que Manolito Peña estaba en camino de ser mi sucesor en la plaza de amante de corazón...». Tales majaderías sólo merecían desprecio. Lo más gracioso era que el Saca-mantecas había hecho el amor a Eloísa, habíala acosado, durante una temporadilla, con declaraciones ardientes, en las cuales lo rebuscado de las cláusulas no ocultaba lo repugnante del desvarío senil. Últimamente, el despecho le había vuelto un tanto fosco. Se hacía el interesante, presentándose con cara de hastío. Saludaba ceremoniosamente a Eloísa, al entrar, dándole la mano con brazo muy corto. Jugaba al juego del desdén el muy mamarracho. Bien lo conocía ella y bien se reía de él. Cuando Severiano o algún otro amigo interrogaban al Saca-mantecas sobre su actitud displicente, respondía, inflándose mucho: «Es que yo me he vuelto ya antidinástico».
¡Y para dar lugar a tales anomalías; para vivir constantemente acechada, escarnecida, solicitada y requerida, se sacrificaba mi prima a una etiqueta que no vacilo en llamar cursi, pues era una mala imitación de la ceremoniosa, natural y no estudiada etiqueta de las pocas grandes casas que tenemos! ¡Y se gastaba tontamente su caudal, aparentando un bienestar que no poseía, ostentando un lujo prestado y mentiroso! ¡Y todo por tener una corte de aduladores y parásitos! ¡Comedia, o mejor, aristocrático sainete! Yo lo presenciaba aquellos días y aún no me daba cuenta, por la embriaguez que narcotizaba mi espíritu, de lo absurdo, de lo peligroso, de lo infame que era.
He dado a conocer algunas de las principales figuras de aquellos dichosos jueves. Aún faltan bastantes. Entre estas no merece preterición una que, como sombra errante, iba de aquí para allí, atendiendo a todos, diciendo a cada cual una palabra agradable, jovial con este, con aquel grave, tocando las distintas cuerdas de la conversación según el diferente ritmo de cada uno. Era un hombre enfermo, consumido, lastimoso; era Carrillo, el dueño de la casa, tan atento a sus deberes y tan esclavo de las reglas de la etiqueta, que se le veía luchando angustiado con su debilidad para estar en todo y cumplir correctamente hasta la hora del desfile. Y tan rápida era su decadencia, que cada jueves parecía estar peor que el jueves precedente. Daba lástima verle. Un sudor se le iba y otro se le venía. Sin voz, ni aun fuerzas para tenerse en pie, quería obsequiar a Fúcar con un dicho de negocios, a otro con una frase política, a este con una indicación literaria, a aquel con un tema de sport. Sus propias aficiones no se le quedaban en el tintero, y le veíamos sacar del pecho con fatiga jirones de aliento para explicar los triunfos de la Sociedad de niños.
Cuando ya era tarde y se le veía ¡pobrecito! haciendo los imposibles por sostenerse en su terreno, Eloísa se iba hacia él, cariñosa, y le hacía mimos de mamá, incitándole al descanso. «Retírate, Pepe, no te fatigues. Estás haciéndote el valiente, y no puedes, hijo mío, no puedes. El calor te hace daño, la conversación te marea. Te conozco que tienes dolor de cabeza y que lo disimulas. ¿Por qué eres así? A mí no me engañas. Tú padeces y callas. Retírate; José María y yo iremos después a hacerte compañía si estás desvelado».
Pepe no obedecía. Aun se enojaba un poco, no queriendo que su mujer ni nadie dudasen de las fuerzas que no tenía. Era como los ciegos que se empeñan en ver y se amoscan cuando alguien sospecha que ven poco. Era como los sordos que no confiesan nunca que oyen mal y equivocan todas las palabras. Contra las advertencias de Eloísa, quería estar en su puesto hasta el fin, ser obsequioso con todos, y oponerse enérgicamente a que alguno se aburriera. Siempre estaba dispuesto a hacer la partida de whist o tresillo, o bien a aguantar el chorretazo de ciencias sociales con que se desahogaba un sabio impertinente de quien todo el mundo huía como de la peste.
Una noche Fúcar me tocó en ambos brazos, y acorralándome, como de costumbre, contra la pared, me dijo:
«Hola, Traviatito, escúcheme usted un momento. ¿Sabe usted que el pobre Pepe está muy malo? Ese hombre no llega al verano... Pero voy a otra cosa. Temo mucho que el crac de esta casa venga más pronto de lo que creíamos... Lo he sabido hoy por una casualidad. Han tomado dinero, no sé bien la cifra, hipotecando la Encomienda, esa hermosa finca del Barco de Ávila. No podía ser de otra manera. Esta gente no ha podido apartarse de la corriente general y gasta el doble o triple de lo que tiene. Es el eterno quiero y no puedo, el lema de Madrid, que no sé cómo no lo graban en el escudo, para explicar la postura del oso, sí, del pobre oso que quiere comerse los madroños y por más que se estira, no puede, ¿qué ha de poder?... Porque verá usted. Estas juergas de los jueves cuestan mucho dinero. Ojo al oso, niño, que, al paso que vamos la debacle no tardará.
Sentí escalofríos al oír esto. Yo lo sospechaba, mejor dicho, lo sabía; pero en el atontamiento estúpido en que me tenían el amor y la vanidad, no paraba mientes en ello. La idea de que Eloísa hablase más o menos afablemente con el general Chapa (otro tipo de quien hablaré pronto), absorbía por entero mi atención. Mucho extrañaba que la pícara no me hubiera dicho nada del préstamo con hipoteca de la Encomienda. Era preciso hablar de esto... Pero sigamos con los jueves.
Al siguiente nos sorprendió Eloísa con otra novedad (pues cada uno de estos interesantes días traía su sorpresa), un proyecto hermoso, una colosal reforma que iba a emprender en su palacio para ensancharlo y mejorarlo. Por los planos que enseñaba a todos los amigos, se veía que la obra era tan sencilla como grandiosa. Vais a verla. Consistía en poner al patio una cubierta de cristales, haciendo de él un salón espléndido, algo como la famosa estufa de Fernán Núñez. La imitación de las grandes casas y el afán de rivalizar con ellas, era la demencia de mi prima... Sigamos con la reforma. Cubierto de cristales el patio, lo llenaría de plantas soberbias, latanias, rododendros, azaleas, araucarias, helechos arborescentes; cubriría las paredes con tapices, y para remate y coronamiento de tan bella obra, había discurrido llamar en su auxilio a uno de nuestros artistas más ingeniosos y originales. Sí, Arturo Mélida le pintaría la escocia, una escocia monumental, una obra no vista, lo más elegante, lo más inspirado que se podría imaginar. Eloísa daba cuenta de ella como si la estuviera viendo. El día anterior había convidado a comer al célebre arquitecto, pintor, escultor y dibujante, el cual le había explicado su idea. Sería una procesión de figuras helénicas representando todos los ideales del mundo antiguo y los prodigios del moderno, la Filosofía peripatética y el Teléfono de Eddison, las Matemáticas de Euclides y la Educación Física de Spencer, el Osiris egipcio y la Vacuna de Jenner, la Geografía de Herodoto y el Cosmos de Humboldt, el barco de Jasón y el Acorazado de Zamuda, los Vedas y el Darwinismo, Euterpe y Wagner...
Eloísa daba cuenta de la obra, cual si la estuviese viendo, aunque equivocaba las citas, por no ser muy fuerte su erudición. Se me figuró que echaba chispas como un cuerpo electrizado. Le tomé el pulso, y... pueden creerme, tenía calentura. La pluma misteriosa se le atravesaba en la garganta, haciéndole tragar mucha saliva. En toda la noche no habló de otra cosa. Hubiera deseado hacer la reforma en un día y que el gran artista se la pintara en unas cuantas horas por arte mágico.
«Será una maravilla -dijo Manolito Peña-. Veremos aquí las Mil y pico de noches.
Este Manolito Peña era de los constantes. Al principio llevaba a su mujer; pero después iba solo. Bien sabéis que es muy listo, charlatán, y que con su palabra fácil se ha hecho un puesto en la política, porque sabe hablar de todo, y saca unas figurillas y unas monadas retóricas, que entusiasman a las señoras de la tribuna de ídem. Él y Gustavo Tellería eran los dos oradores de la reunión, los que hablaban más alto, cediéndose el turno de los párrafos estrepitosos y afectados. Gustavo, militante en el partido católico, no estaba tan adelantado en su carrera política como Peña; pero al fin, harto de desgañitarse platónicamente, empezaba a mirar la consecuencia como una virtud que no da de comer. Ya con un pie metido en el partido conservador, estaba resuelto a meter los dos cuando Cánovas volviese al poder. Había reñido con la marquesa de San Salomó, cada vez más intransigente y más encastillada en la integridad de su ideal católico-monárquico; pero se trataban como amigos. Manuel Peña tenía ideas políticas más radicales que las que profesara en su propio partido, y no las ocultaba en su conversación. Esto no impedía que la de San Salomó tuviera por él preferencias que hacían poner el paño en el púlpito al Saca-mantecas.
El general Chapa era muy joven. ¡Dos entorchados antes de los cuarenta años! Para desvanecer la confusión que esto pudiera ocasionar, me apresuro a decir que era general en el campo y corte de Don Carlos; entre los españoles, caballero particular, capitán de ejército en 1870, prófugo después, y afortunadísimo en la guerra civil. Gozaba fama de muy valiente y arrojado. Era simpático, bella persona, guapo, caballeresco, alegre, instruido, de mucho mundo, mucha labia y de muy buena sombra en amores. Hablaba pestes de los curas y sostenía que por culpa de ellos no había triunfado la causa. Sus proezas militares no eran tan famosas como las mujeriles. Se le señaló durante algún tiempo como amante de la duquesa de Gravelinas; pero él, procediendo con delicadeza, nos lo negaba hasta a los más íntimos. De otras conquistas no hacía misterio. Yo le quería mucho; solíamos pasear, ir al teatro y almorzar juntos. Por unos días me molestaron ciertas aproximaciones que noté; tuve celos; él los desvaneció con lealtad; nos explicamos e hicimos el trato de respetarnos mutuamente nuestros dominios, pues a su vez él tenía de mí la infundada queja de que yo obsequiaba demasiado a la marquesita de Casa Bojío.
El gracioso de la reunión era mi primo Raimundo, que no faltaba ningún jueves. Su hermana subvencionaba su puntualidad, atendiendo a veces a sus gastos menudos. No todas las noches estaba de humor para divertir a la gente, y cuando la aprensión del reblandecimiento dominaba en su espíritu, no había medio de sacarle una palabra. Mas por lo general, la vanidad y el gusto de verse aplaudido podían en él más que todo. Sus teorías ingeniosas amenizaban las comidas; la atención sonriente de su escogido público le inspiraba, y aguzaba el ingenio para que las paradojas salieran cada vez más sutiles y enrevesadas. En medio de aquel fárrago de ideas sacadas de quicio, brillaba comúnmente un rayo de perspicacia que, penetrando en lo más oscuro del cuerpo social, lo esclarecía con luz muy parecida a la de la verdad. Su inteligencia despedía una claridad fosforescente, que fantaseaba las cosas, sí; pero con ella se veía siempre algo, a veces mucho.
Dábale por las vindicaciones. Gustaba de ir contra corriente general, defendiendo lo que todo el mundo atacaba, redimiendo el sentido común de la cautividad filosófica y retórica. Hacía el panegírico de Nerón, de los Borgias y de Mesalina, levantaba a Felipe II y a Enrique VIII de Inglaterra, sostenía que Don Opas fue una buena persona, y hasta para Caín tenía una frase de indulgencia. Una noche hizo la defensa de lo más calumniado, de lo más escarnecido y vilipendiado en los siglos que llevamos de civilización, el dinero. ¡María Santísima, las pestes que se habían dicho del dinero desde los principios, desde el balbucir de la literatura y de la historia! Sólo con lo que los poetas han escrito en escarnio del más precioso de los metales había para llenar una biblioteca. Es que los poetas tenían al dinero una ojeriza especial de raza. ¡Ah! sí, al contrario de ciertos perros, que enseñan los dientes al mendigo harapiento, los poetas ladran siempre a los ricos. ¡Llamar vil al oro!... El orador pasó revista a las comedias en que se pone de vuelta y media a los que tienen cuartos, ensalzando a los pobres. «Porque, fijarse bien -decía-; en la conciencia general se asocian las ideas de pobreza y honradez. Vamos a ver, si yo hiciera una comedia en que probara, y lo probaría, que los que tienen dinero, sea por herencia, sea por ganancia, están en situación de ser más honrados que el pobre, me la patearían, ¿no es cierto? ¡Buena pita me esperaba! Por eso no la quiero escribir...». Después ponía la cuestión en un terreno en que la manejaba a su antojo con la destreza de un jugador malabar. Atención: la causa de nuestro decaimiento nacional era el falso idealismo y el desprecio de las cosas terrenas. El misticismo nos mató en la fuente de la vida, que es el estómago. Desde que el comer se consideró función despreciable, la mala alimentación trajo la degeneración de la raza. El estómago es la base de la pirámide en cuya cúspide está el pensamiento. Sobre base liviana no puede elevarse un edificio sólido. Desde el siglo XIII viene haciéndose entre nosotros una propaganda cargantísima contra el comer. La caballería andante primero y el misticismo después han sido la religión del ayuno, el desprecio de los intereses materiales. Ya tenéis aquí un principio de muerte; ya tenéis atrofiado uno de los principales nervios del poder de una nación, la propiedad. No dicen la propiedad es un robo, como los socialistas modernos, pero les falta poco para decir que es pecado. La caballería funda la gloria en no tener camisa, y el misticismo dice al hombre: «La mayor riqueza es ser pobre... Desnúdate y yo te vestiré de luz». En fin, estupideces, y por añadidura, guerra sin cuartel al agua. Lo que entonces se llamaba el Demonio, es lo que nosotros llamamos jabón. Todos los desprecios acumulados sobre la propiedad, sobre el buen comer y la cómoda satisfacción de las necesidades de la vida, vienen a reunirse sobre la infeliz moneda, a quien se mira como el origen de todos los males. Los que durante una vida de trabajo se han hecho ricos, concluyen por arrepentirse, y dedican su dinero a fundaciones pías. El orgullo está en vivir a la cuarta pregunta, y en pedir limosna. Jamás se ofrecen como ejemplo ni el ingenio ni el trabajo, sino la miseria, el desaseo y la sarna. No hay un santo en los altares que no haya ido allí por haber cambiado el oro por las chinches.
-Por Dios, Raimundo, ¡qué figuras tan naturalistas!
(Risas, escándalo, movimiento de asco en el selecto auditorio.)
«Sí, es la verdad. No hallo otra manera de decirlo. Durante siglos, los sobresalientes de una raza noble han estado educándola en la suciedad, en la pobreza, en el ayuno. Y claro, ¿cómo ha de haber agricultura, cómo ha de haber industria en un país así? En una palabra, comparemos la raza que ha tenido por maestros a Dominguito de Guzmán y a Teresita de Ávila, con la que ha seguido a los dos Bacones, Rogerio y el Verulamo... Sí, señoras, los dos Bacones... ¿Ustedes no saben quiénes son estos caballeros? Lo explicaré otra noche. En cambio, conocen la vida de San Pedro Regalado y de otros tales que están en el Cielo por predicar que no debíamos comer más que tronchos de berza y algún pedazo de suela mojada en vinagre. Así estamos; así hemos venido a ser una raza de médula blanda, sin iniciativa, sin originalidad, sin energía moral, ni intelectual, ni física; una raza ingobernable... Claro, con la tan ponderada sobriedad hemos llegado a no poder tenernos de pie. Nuestro imperio era grande; lo hemos ido perdiendo, y nosotros tan frescos. Despreciando el dinero, llamándolo vil, tomando el pelo a los ricos y arrojando sobre ellos tantas ignominias en verso y prosa, hemos dejado perder nuestras colonias. Viviendo en un mundo de fantasmas, perversa hechura de la caballería y la falsa santidad, hemos visto la extinción de nuestra industria. Por fin, al despertar en pleno siglo XIX, después de haber dormido la mona mística, nos encontramos con que los demás se nos han puesto por delante. Ellos viven bien, nosotros mal. Viendo lo que ellos son, hemos caído en la cuenta de que el dinero es bueno, de que la propiedad es buena, de que el lavarse no es malo, de que el comer es excelente, y de que las materialidades de la vida son excelentísimas. Queremos seguir tras ellos, queremos comer también; pero ¡quia!... ¡si no tenemos dientes, si hemos perdido la fuerza digestiva!... Cinco siglos de sobriedad han despoblado nuestras encías y atrofiado nuestro estómago. Tanto empeño tenemos en mascar y digerir como los demás, que al fin y al cabo... como esto no exige largo aprendizaje, logramos vencer las dificultades. Nos nace la dentadura, se nos arregla el estómago; pero resulta que no tenemos qué llevar a la boca, porque no trabajamos. Este hábito es algo más difícil de adquirir. Tanto nos dijeron «no te cuides de las cosas terrenas» que llegamos a creerlo, y la ociosidad dio a nuestras manos una torpeza que ya no podemos vencer. Claro, sin el estímulo del oro, ¿qué aliciente tiene el trabajo? Echen maldiciones al dinero, santifiquen la mendicidad y verán lo que sale. Una raza mal alimentada, no me canso de repetirlo, mal alimentada, que sólo digiere vegetales... y ahora voy a probar que la causa de todos nuestros males está en el cocido...
Nuevo movimiento de horror festivo en el auditorio.
«Pero Raimundo, ¡qué cosas saca usted!
-¡Naturalismo!
-Sí, se ha hecho tan naturalista que a veces hay que coger con tenazas lo que dice.
Y otra noche, el infatigable divagador tomaba otro tema y lo esclarecía con aquella lumbre de su cerebro tan parecida a una llama de alcohol, vagorosa, azulada, juguetona, y concluía porque se levantara contra él protesta unánime de risas y escándalo «¡Naturalismo! Por Dios, ¡qué naturalista, qué pornográfico se ha vuelto!». Estos socorridos anatemas sirven para todo.
Mi tío Rafael iba todos los jueves; pero no estaba a sus anchas, porque haciendo gala de conversacionista, la competencia del general Morla que hablaba más que él y era oído con más atención, le abrumaba. Cuando aquellas dos aptitudes se ponían frente a frente, era gracioso ver cómo se disputaban la palabra, cómo discretamente corregía el uno las narraciones del otro. Cada cual se jactaba de saber más que su contrario y de poder añadir un detalle estupendo a su relación. Mi tío Serafín fue, al principio, algunas veces. A menudo se le encontraba dormido en el gabinete de Eloísa. Se aburría, y no teniendo allí el amparo de su carrik, no podía hacer de las suyas. Como había adquirido el hábito de levantarse temprano para ir al relevo de la guardia, el buen señor no podía prolongar sus veladas. Retirábase casi siempre a cosa de las once, a su casa de la calle de Capellanes, vivienda misteriosa y desconocida donde jamás había entrado ninguno de la familia, porque él no recibía a nadie ni se dejaba sorprender en su intimidad doméstica.
Puntual en las comidas era D. Alejandro Sánchez Botín, persona antipática, entrometida y de una vanidad pedantesca. Decíase de él que no iba allí más que a comer, y que tenía distribuidos los días de la semana entre siete casas acreditadas por la habilidad de sus cocineros. De este gastrónomo se contaban mil historias ridículas. Llevaba en los faldones del frac bolsillos de hule para almacenar allí dulces, jamón fiambre y otras golosinas. Decían que jamás almorzaba, que al levantarse se tomaba un gran tazón de agua de malvas, preparándose así para el gran hartazgo de la noche. A nadie he visto comer con más estudio, ni poner en la comida una atención más respetuosa. Para él, la mesa era verdadera Misa, el holocausto del estómago. Llegaba en esto hasta la mayor grosería, y cuando no ponían menú escrito, preguntaba a los criados qué había con objeto de reservarse para lo más de su gusto. Muchas veces que le tuve a mi lado, me anticipé a su curiosidad, diciéndole, con afectada importancia: «Hoy estamos de enhorabuena. Tenemos el famoso poulard à la Regence y las bouchées à la Montglass.
Era un vicioso, al decir de la gente; mujeriego de la peor especie, de un paladar sensorio tan estragado como lleno de caprichos. Vivía separado de su mujer y tenía muchos cuartos. Tres veces había desempeñado en Cuba pingües destinos, y cada vez que volvía con media isla entre las uñas, repetía la sagrada fórmula «España derramará hasta la última gota de su sangre en defensa etcétera...
Me repugnaba aquel hombre, y más aún desde que Eloísa me dijo que le hacía el amor con hipócrita misterio y groseras ofertas de dádivas. Por no escandalizar no le puse en la calle cuando tal supe. No se me ocultaba el desprecio y el asco que mi prima sentía hacia un sujeto tan abominable por todos conceptos, y que se hacía además ridículo con sus pretensiones de guapeza. Era un viejo verde, que después de comer aparecía abotagado, pletórico; y sus ojos vidriosos, grandes, muy parecidos a los de los besugos y tan miopes que los corregía con cristales de número muy alto, decían que allí no había más que apetitos, usurpando el lugar del alma. Lo mismo Eloísa que yo resolvimos echarle, eliminándole con maña de las reuniones; pero él no entendía de indirectas, y se pegaba a la casa como una ostra.
Mi tía Pilar no iba nunca los jueves por la noche a casa de su hija. Su indolencia crecía diariamente con su torpeza muscular; aborrecía las ceremonias, y no se encontraba bien sino en su casa, después de haberse zarandeado dos o tres horas en coche. En su comedor pasaba las veladas, dormitando, cuando no iban a hacerle compañía las amigas vecinas, bien la de Torres, que vivía en el tercero, bien la de Bringas que habitaba en la inmediata calle de Olózaga.
María Juana tampoco iba a las comidas ni a las tertulias de su hermana. No armonizaban aquellas dos cuerdas de son y ritmo tan diferente. A Medina sí le vi algunas noches, no en la comida, sino en la recepción. Jugaba al tresillo con mi tío, o charlaba con Sánchez Botín de cosas de política, de asuntos de Ultramar y del poco dinero que iba quedando en la famosa Perla de las Antillas. Generalmente se le hacía poco caso, y su modestia y cortedad de genio eran tales, que más parecía agradecerlo que sentirlo. Hablando conmigo una noche en confianza, en un rincón donde nadie nos oía, la cabeza muy alzada para que las palabras franquearan mejor el gran espacio entre su pequeñez y mi buena estatura, los dos pulgares escondidos bajo las solapas del frac, y tocando el piano sobre el pecho con los ocho dedos restantes, el buen ordinario de Medina me dijo que no tenía palabras para hacerme comprender lo que le cargaban aquellas reuniones; que iba a ellas simplemente por hacer el gusto a María Juana, quien le mandaba asistir para que le contara todo lo que viese. Sí; al volver a casa, tenía que repetir cuanto había oído y hacer descripción circunstanciada de personas y cosas, y si se le olvidaba algo o lo confundía, su mujer se impacientaba. Érale odiosísima aquella vida de lisonja y mentira; aborrecía las comedias sociales, y adoraba lo positivo, el bienestar seguro y sin zozobra. Siendo su sistema gastar siempre menos de lo que se tiene, le daba rabia la ceguera estúpida de los que hacen todo lo contrario. Nunca le gustó a él darse pisto, ni aparecer como sabio o como elegante sin serlo, y se encontraba mal entre personas que están sin cesar representando lo que no son y haciendo un papel que no les corresponde. Por todas estas razones pensaba decir a su mujer que si quería saber lo que allí pasaba fuera ella en persona, pues él se daba de baja, y no volvería a poner sus pies en los salones de Eloísa. Aquel hombre juicioso y modesto, dejó de favorecernos desde el segundo o tercer jueves.
La pobre Camila no concurría a las fiestas de su hermana por varias razones. Importantísima era la de no tener vestidos; es decir, tenía uno, pero no era cosa de presentarse todos los jueves con los mismos trapitos de cristianar. Otra razón de peso era que, cumplidos los vaticinios que indecorosamente nos hiciera el día de la célebre comida, allá por Octubre había dado a luz un muchachón, del cual fui padrino, y que tenía todas las trazas de ser tan bruto como su padre. Este fue dos o tres noches a casa de Carrillo; pero se encontraba tan fuera de su centro, se parecía tan poco aquel recinto al grosero café donde él solía concurrir, que le faltó tiempo para desertar. Era un tagarote que no sabía dónde ponerse, ni hallaba con quien hablar, ni él hacía más que ir de un lado para otro, aburrido y desconcertado. Sólo en el marqués de Cícero hallaba de vez en cuando un punto de apoyo, por ser ambos manchegos, cazadores y tener más ancho el círculo de los perdigones que el de las ideas. «¿Y tu mujer? -le preguntaba yo todas las noches». «Bien -me respondía-. Sigue empeñada en no poner ama. Lo cría ella misma». Yo sabía que estaban bastante mal de metálico. Aunque era medio loca, Camila me inspiraba algún interés y lástima; y habiendo notado en su casa ciertas privaciones, supe valerme de medios delicados para socorrer sus faltas y para que mi buen ahijado no estrenase la vida en medio del desamparo y la desnudez.
Réstame hablar del marqués de Cícero, tío de Carrillo. Era primo de Angelita Caballero, quien le había dejado dos casas y la corona, la cual, a su muerte, pasaría a exornar la frente de Pepe y sus herederos. Como figura decorativa pocos hombres he visto más notables que D. Antonio Álvarez Tuñón y Caballero. Era lo que antes se llamaba un real mozo. Mas se podría ofrecer un buen premio a quien probase que existía un ser humano de menos sal en la mollera que aquel bendito marqués, a quien jamás sorprendió nadie en posesión de una idea. Lo más que hacía era repetir mal las ajenas y desfigurarlas. Las suyas versaban siempre sobre la adoración de su persona como hombre guapo, y se parecía al Saca-mantecas en la fea maña de echar ojeadas a los espejos para gozarse y ponerse muy hueco. Tenía largos y lucidos bigotes, como los del general León, a quién sin duda tomaba por modelo. No he visto nunca una cabeza más hermosa. Era digna del cincel de Benvenuto y de las fábulas de Esopo, por su belleza y su falta de seso. Decía Severiano Rodríguez que cuando el marqués hablaba de algo que no fuera caza, le crujía el cerebro; tan violento esfuerzo tenía que hacer. En distintas épocas de su vida le dio por hacerse magníficos retratos que repartía a los amigos. En unos estaba con un vestido de caza muy majo, en otros de caballero del tiempo de Felipe IV, también de caza, con el lebrel a un lado. En los escaparates de un célebre fotógrafo andaba en gran tarjeta iluminada y en traje de caballero de Calatrava, con birrete y catorce varas de manto blanco. Últimamente se retrató con un león a los pies. No hay que decir que el león era disecado. A todos los amigos dio un ejemplar, y recibí el mío con una expresiva dedicatoria. Mucho tiempo conservé en mi poder la imagen del prócer cinegético, con el fiero león a los pies, hasta que tuve la suerte de que mi tío Serafín me librara de ella. Fue la única expoliación de que me he felicitado siempre.
Lo bueno que tenía el marqués era que no murmuraba de nadie. Es que no se le ocurría nada que no fuera conversación de perros y de monterías antiguas y modernas. Mi tío, él y otro que tal hacían a veces una insufrible trinca. Desde tiempos remotos gozaba de un empleo en el Ministerio de Estado. Hasta la muerte de la Caballero había sido pobre y oscuro, uno de esos aristócratas trasconejados que vegetan en una oficina, y no molestan a nadie, ni dan que hacer a los políticos, ni meten ruido, ni alardean de linajudos, ni envidian ni son envidiados. Aquel bendito debía su insignificancia a la carencia absoluta de ideas, a su aspecto agradable y a no tener más pasiones que las inofensivas de vestirse bien, cazar y retratarse.
Era muy puntual en las comidas, y no lo hacía mal. Comía y callaba. ¿Qué diré de los demás aún no designados? Fáltanme espacio y ganas, aunque no memoria. ¿Hablaré de Pepito Trastamara, un hominicaco a quien yo ponía por ejemplo cuando quería demostrar a Carrillo el vivo contraste de nuestra aristocracia con la inglesa? ¡Y sobre el cimiento de Pepito Trastamara quería edificar aquel soñador el organismo de los lores españoles, el sólido estamento que, enlazado al poder popular, forma el más admirable de los sistemas! Allá por el cuarto o quinto jueves llevó Carrillo a un joven redactor del periódico de su partido. Era un muchacho listo, que pronto sería diputado y metería ruido. Hablaba por los codos siempre que encontraba quien le oyera, y se sabía al dedillo, casi tan bien como Pepe, todo lo concerniente al Parlamento largo, al Bill de derechos, a las picardías que hizo Titus Oates y otras muchas cosas que traen siempre a mal traer los anglómanos.
Después de la comida iban tantos, tantos, que no acertaría a contarlos. Vi literatos de varias castas, políticos muy grandes, de cola entera como los pianos, de media cola y píccolos. Vi académicos que habían escrito cosas bellas y otros que no habían escrito maldita cosa; militares en diferentes situaciones, varios artistas, algún diplomático extranjero, ministros en activo, entre ellos el de Fomento, amigo y paisano mío; vi a Cimarra, que se había reconciliado con su suegro, el marqués de Fúcar, y resignádose a que su mujer viviera maritalmente en Pau con León Roch; vi tal cantidad de personas y alimañas que era aquello un museo matritense, mejor para apreciado en conjunto que para reproducido en sus múltiples, varias y pintorescas partes.
Supongo que los que esto lean estarán ya fatigados y aburridos de tanto y tanto jueves. Pues sepan que mucho más lo estaba yo. Direlo con franqueza: los jueves me iban cargando. Aquel sacrificio continuo de la intimidad doméstica, de los afectos y la comodidad en aras de una farsa ceremoniosa, no se conformaba con mis ideas. Me gustaba el trato de mis amigos, la buena mesa en compañía de los escogidos de mi corazón, la sociabilidad compuesta de un poco de confianza amable y de un poco también de etiqueta, o sea lo familiar combinado con las buenas formas; pero aquel culto frío de la vanidad, quemando incienso en el altar del mundo, me lastimaba y aburría ya. Todo era viento, humo y la estéril satisfacción de que se hablara de la casa y del trato de ella. En fin, a las diez o doce semanas ya tenía yo los jueves atravesados en el gaznate sin poderlos pasar.
Eloísa también se me manifestó algo cansada; pero el respeto al maldito qué dirán impedíale suspender repentinamente las grandes comidas. La idea de que se susurrase que estaba tronada la ponía en ascuas, quitándole el sueño. Y si mi orgullo se sentía halagado por la fidelidad suya, que en tal género de vida tenía un mérito mayor, de esta misma satisfacción se derivaba mi zozobra por el temor de sorprenderla infiel algún día. La idea de que Eloísa me suplantara a lo mejor con alguno de aquellos tipos que la rodeaban, incensándola como a un ídolo, me enardecía la sangre, me agriaba el carácter, me ponía de un humor de mil diablos, desequilibrando mi ser y quitándome el dominio de mí mismo y las dotes de buen sentido que me transmitió mi madre. Pensando esto, yo descubría en mí no sé qué instintos de violencia y la disposición a ciertos actos que no sabía si calificar de locuras o de majaderías.
Ningún motivo real tenía yo para sospechar que Eloísa se aficionara a otro hombre, y no obstante, la vida aquella de galantería y de lisonja era para mí una vida de alarma angustiosa. Desgraciadamente, no podía apoyarme en el terreno de ningún derecho; no podía llamar en mi auxilio a la moral, y mis celos, impersonalizados todavía, debían luchar solos e inermes, cuando el caso llegara. Ninguno de los amigos de la casa me inspiraba temores en particular; inspirábanmelos todos. La colectividad era mi aprensión, y aquel coro de aduladores, mosca que me zumbaba en los oídos, era mi pesadilla. Obedeciendo algunas veces a esa instintiva necesidad de atormentarnos que sentimos cuando el sistema nervioso se sale de sus casillas, me entretenía en concretar mi inquietud, suponiendo cómo sería lo que aún no era, imaginando lo verosímil y convirtiendo los fantasmas en personas. La juventud fogosa de Manolito Peña, la opulenta vejez de Fúcar, la virilidad legendaria de Chapa, la osadía del Saca-mantecas, la fealdad misma de Botín, la insignificancia de otros me eran igualmente sospechosas. Habría deseado perderlos a todos de vista, y que Eloísa, por amor a mí, se asimilase las antipatías que su corte me inspiraba y acabase por despedirla.
Verdaderamente, de ella no podía tener queja. Nunca fue más amante que en la época en que a mí se me despertó el santo horror a los malditos jueves. Su cariño se sutilizaba, se hacía más ardiente y hasta quisquilloso y suspicaz. ¡Cosa rara! También ella tenía celos. Nunca me he reído más que un día que se me enojó porque... ¡vaya una simpleza! «porque yo visitaba muy a menudo a su hermana Camila». Poco trabajo me costó desvanecer sus inquietudes mimosas. Nos desagraviábamos fácil y agradablemente firmando paces que debían de ser eternas por lo apasionadas. ¡Qué mujer, qué vértigo, qué abismo de ilusión, dorado y sin fondo! Nuestras entrevistas nos parecían siempre cortas, y expresábamos el afán de no separarnos nunca, de empalmar las horas felices, pues cada fracción del tiempo que pasaba, marcando una pausa en nuestros goces, nos parecía algo que se nos había robado. La publicidad escandalosa de aquel enredo y la ausencia de todo peligro habíannos quitado la máscara. Ya no nos recatábamos, ya se nos importaba un bledo la opinión de la gente, que, por otra parte, no era severa con nosotros, pues nadie nos miraba mal, nadie extrañaba nuestra conducta, ni jamás oímos palabra o reticencia que nos acusase. Se nos veía juntos en público; dábamos paseos matinales; yo iba a su casa por mañana, tarde y noche, y entraba y salía y andaba por todos los aposentos de ella como si fuera mi propia vivienda.
En aquel período de embriaguez, mi salud se resintió algo. Zumbáronme los oídos, como siempre que mis nervios se encalabrinaban, y esta mortificación me entristecía lo que no es decible. Eloísa, siempre llena de ternura, trataba de alegrarme con su sonrisa franca y cariñosa. Su jovialidad, que tenía por órgano la boca más fresca que era posible ver, declaraba la juventud y lozanía de su temperamento, el cual se hallaba en su plenitud, sin asomos de decadencia como el mío. Se burlaba de mis males nerviosos y hacía propósitos de curármelos; pero lo que hacían sus medicinas era ponerme peor.
Excuso decir que en esta temporada, que no sé si fue dicha o tormento, o ambas cosas combinadas, la aptitud de los números se eclipsó en mí. Mi dualismo estaba desequilibrado; mi madre dormía, y la sangre andaluza de mi padre era la que mangoneaba entonces en mí. El pícaro vicio había acorralado en oscuro rincón del cerebro la energía educatriz de mis quince años de escritorio.
De tiempo en tiempo había como una tentativa de emancipación de la tal aptitud; pero el ruido de oídos la sofocaba en medio del entumecimiento cerebral. Cierto que hice más de una vez apreciaciones mentales acerca de lo que debía de costar el estrepitoso boato de Eloísa y la gala de sus celebrados jueves. Cierto que Fúcar me hizo ver que en la casa de Carrillo se gastaba más del triple de la renta del capital. Varias noches, al retirarme a casa, iba pensando en esto; pero la excitación me impedía pensarlo con claridad y energía, y la sedación venía luego a adormecerlo todo, números y alarmas. Había además otra circunstancia digna de tenerse en cuenta para explicar mi pereza aritmética. Transcurría el tiempo; llegaba Febrero del 83, y Eloísa no me pedía nunca dinero. No parecía tener apuros ni ninguna clase de dificultades monetarias. Fuera del desembolso mensual de los regalitos, yo no tenía que dar tijeretazos en el talonario de mi cuenta corriente.
Ni ella me hablaba de intereses, ni yo a ella tampoco. Había quizás en ambos el temor de despertar un problema que dormía debajo de nuestras almohadas. Lo único que me permití fue hablar perrerías de los jueves, criticarlos bajo el doble aspecto moral y económico, y pedir que desapareciesen de la serie del tiempo.
«Pienso como tú -me dijo la muy mona-; pero yo digo lo que el Gobierno. Es preciso estudiar la reforma, porque si se hace de golpe y porrazo, podría ser inconveniente.
-Cuando los Gobiernos no quieren hacer una reforma -le respondí-, dicen que la están estudiando. Pero si la reforma no consiste en establecer sino en suprimir, el mejor estudio es obrar con valentía... Tú temes que te saquen alguna tira de epidermis. Mira, de todos modos, con jueves o sin ellos, te la han de sacar. Con que así, no te esclavices.
Y esto lo decíamos media hora antes de la señalada para la comida. Aquel jueves el pobre Carrillo estaba bastante mal y no se presentaría. Le vi en su cuarto, y la profundísima lástima que me inspiró estuvo por mucho tiempo como estampada en mi alma. Aún hacía el pobrecito violentos esfuerzos por vestirse; aún mandó a Celedonio, su ayuda de cámara, que le trajese el frac; pero no pudo ni meter el brazo derecho en la manga. Se desplomaba. En su lastimoso estado, lo que principalmente sentía era no poder hacer los honores de la casa aquella noche, como todas, y encargaba a su mujer que atendiese a los invitados y no hiciera caso de él. Eloísa estaba aturdidísima. De buena gana habría despedido a sus comensales. Mas no; era preciso hacer un esfuerzo supremo, presidir la mesa, estar en todo y recibir luego a cien o doscientas personas. ¡Tormento mayor!...
No tardaron en entrar Chapa, el Saca-mantecas, Peña, el secretario de la Legación de Holanda, después el ministro de Fomento, luego Botín y el general Morla. Todos, conforme iban llegando, se creían en el deber de poner una cara muy atribulada al enterarse de la indisposición del amo de la casa. Eloísa estaba realmente triste. Su situación en lo que llamaré el terreno aflictivo era bastante delicada; pues si aparecía muy afligida podrían dudar de su sinceridad, y si, por el contrario, se presentaba serena, las críticas serían más acerbas. Comprendí, oyéndola hablar del enfermo con los convidados, que hacía esfuerzos para hallar el justo medio sin poderlo conseguir. A veces iba muy lejos en el camino del dolor, y conociéndolo, la reacción en el sentido de la calma era demasiado fuerte. Nunca vi lucha más horrible con las conveniencias sociales; y si las palabras de los amigos eran perfectamente discretas, sus miradas, al menos a mí me lo parecía, revelaban una ironía despiadada. Y Eloísa estaba triste en realidad. Sólo que a veces se le antojaba que debía estar más triste, y a veces que debía estarlo menos, resultando de aquí que nunca acertaba con el tono exacto de la nota que quería afinar.
La de San Salomó llegó a última hora. Era la única señora que teníamos aquella noche. La comida empezó silenciosa, y por una de esas fatalidades de la conversación, que no es posible vencer, sólo se hablaba de enfermedades, de médicos, de aguas minerales. De rato en rato, un criado traía noticias del señor para tranquilizar a la señora. Estaba mejor, se le iba pasando el ataque. Con esto se sosegaba Eloísa, y todos hacíamos el papel de que se nos transmitía por arte mágico su contento. Pepe estaba en su habitación acompañado del médico y de su ayuda de cámara. Sólo el marqués de Cícero, como de la familia, había entrado a verle. Después ocupó en la mesa la cabecera que al enfermo correspondía, y entreveraba los bocados con suspiros. El general Morla me tocó al lado, y hablamos de la enfermedad de Pepe con la misma calma que si se tratara de lo buenas que estaban las codornices trufadas. «Este hombre se va -me dijo-. He visto morir a muchos de ese mismo mal, que debe de ser cosa del hígado. Cuando menos lo piense Eloísa, se queda viuda. Tal vez esta misma noche». Después me contó la muerte de Narváez, la de Pastor Díez, la del general Manso, la de Carlos Latorre, la del marqués de Valdegamas. Aún no había dado fin a esta fúnebre crónica, cuando se sintió en lo interior de la casa un ruido extraño. Algo muy grave ocurría. Todos nos quedamos fríos. Los tenedores, suspendidos sobre los platos con el pedazo de fond d'artichauts au supreme, aguardaban que se aclarase el angustioso misterio para seguir hacia su destino. Sólo Botín oía mascando. Levantose Eloísa bruscamente y fue a la puerta antes de que entrase el ayuda de cámara, a quien sentimos venir a la carrera. Oímos cuchicheo de zozobra y ansiedad. Eloísa corrió hacia adentro, Celedonio también.
Gran silencio en la mesa. Rompiolo al fin el general con estas palabras: «Cuando digo yo... oye, Santiaguito, sírveme Jerez.
Sánchez Botín no sabía disimular el furor que le dominaba por causa del maldito Monsieur Petit, que no puso aquel día en la mesa la lista de platos. Resultado de esta preterición, (que parecía una estratagema traidora) fue que mi hombre se atracó de roastbeef a la inglesa, y cuando aparecieron las codornices ya no le quedaba para ellas todo el hueco estomacal que merecían. Se podían leer en las serosidades lobulosas de su frente sus irritados pensamientos. Estaba verde, y sus gruesos labios engrasados se estremecían como los labios de los perros cuando van a ladrar. «Esto no pasa más que aquí. Vale más ir a un mal restaurant», de seguro diría. Al través de las gafas de oro, sus ojos inyectados y como queriendo salirse del casco, arrojaban destellos de odio contra el pobre Mr. Petit.
Poco a poco volvió a sonar el metal de cuchillos y tenedores sobre la porcelana. Ligera oleada de animación, corriendo de una punta a otra de la mesa, agitó la doble fila de cabezas. Cada cual comunicó a su vecino sus observaciones, unos en voz baja, otros en alta voz. En aquella mesa rara vez se hablaba sin doble sentido. Debajo de la conversación verbal, serpenteaba la intencional como la víbora entre hojas. Interpretarla y devolverla era el encanto de los comensales. Las circunstancias no pudieron hacer que aquella conversación nuestra fuese lúgubre, aunque sólo se hablaba de enfermedades y de la aterradora muerte. La marquesa de San Salomó iba preguntando a todos, uno por uno si tenían miedo a la muerte y en qué forma se les presentaba al espíritu. Cada cual respondía cosas diferentes, la mayor parte poco ingeniosas. Fue la misma Pilar quien dijo: «Yo soy cristiana católica y vivo preparada. A pesar de esto, no me gusta ver entierros»... «Es que no tiene usted la conciencia tranquila -dijo no sé quién, derivándose de esto un tiroteo de frases, esmaltadas de discretas risas. «Me parece que les estoy viendo a todos ustedes -dijo Pilar-, bajando de patitas al Infierno»... «Como la llevemos a usted por delante»... «¡A mí! Usted está mal de la cabeza. ¡A mí!»... «Sí, señora. Y si usted se empeña en no ir, elevaríamos una sentida exposición a Dios, pidiendo que la destinara a usted a nuestro departamento»... «¡Aunque sólo fuera en comisión de servicio!». Siguió a esto un gran debate, sobre si hay o no Infierno, si el Limbo es verdad o figuración teológica, y por último, hacia qué parte cae el Purgatorio.
Me parecía mentira que la comida se había de concluir. Cuando acabó, fui a enterarme por mí mismo del estado de Carrillo. El ayuda de cámara, a quien encontré en el pasillo, díjome que habían metido al señor en un baño caliente, y que ya estaba mejor. Pareciome en verdad muy aliviado cuando le vi. Regresé al salón donde estaban tomando té y café bajo los auspicios de la marquesa. Esta debió de conocer en mi cara que llevaba noticias buenas, y me preguntó con mucho interés por el enfermo. Díjele lo que sabía, y ella, tomando tonos de intimidad y de secreto, hablome así:
«¡Qué noche para la pobre Eloísa! Dígale usted que no se apure; que se esté por allá. Yo entretendré a esta gente como pueda.
-Precisamente, me acaba de encargar dé a usted un recado semejante.
-¿Y está mejor, es cierto? -me preguntó mirándome de un modo que era nueva apelación a mi confianza.
-Diré a usted. Yo creo que esto es una remisión pasajera. El pobre Pepe está muy malo; hace tiempo que lo vengo diciendo...
-Yo también... Cuidado que pasarán ustedes malos ratos. Eloísa no es para cuidar enfermos. Usted tampoco... Y la verdad, no hay cosa más triste que estar viendo padecer a una persona de la familia sin poder aliviarla. Vale más, mucho más, que acabe de una vez...
-Sin duda alguna -le contesté, por contestar algo.
-Dígame usted -añadió arrimándose más a mí y acentuando el tono de confianza-. ¿Carrillo ha dejado intacta la fortuna que heredó de la marquesa de Cícero?...
-Señora, habla usted como si ya... -respondí espantado.
-¡Qué tonta!... Quiero decir, dejará... Es verdad que todavía no ha concluido... ¡pobrecillo!
-Creo que sí -contesté mintiendo, porque decirle la verdad era como mandar un comunicado a la prensa-. Sí, su capital permanece intacto.
-¿Sí?... ¿de veras? -dijo sonriendo y dando al de veras ese dejo de burla que es tan elocuente en el lenguaje popular-. O usted se ha caído de un nido o piensa que me he caído yo. Voy a darle una taza de té para que se le aclaren las ideas.
-Gracias... Pues decía que el capital permanece intacto... Carrillo es un hombre prudente.
-Lo que es eso... Se pasa de prudente. Pero vamos al caso. Si lo que usted me ha dicho es cierto, seguramente ha hecho usted muchos números.
-Algunos he hecho.
-Con franqueza... Respóndame usted a lo que le pregunto. ¿Cuando pase el luto, seguirán los grandes jueves?
Esta pregunta me enfrió la sangre. Pero pronto supe amoldarme a la situación y a las conveniencias, y contesté decidido, como la cosa más natural del mundo:
- ¡Quia!... ¿Por quién me toma usted, señora? Creo que el presente es el último de los jueves habidos y por haber.
-Así, así, energía... Me gustan a mí las personas de carácter... Pero el hombre propone y... nosotras disponemos. A Eloísa le gusta esto, y si pudiera, todos los días de la semana los volvería jueves... ¡Qué disparates digo... ahora que está la pobre tan afligida...! Me cortaría esta pícara lengua. Usted tiene la culpa, usted...
En aquel instante, el marqués de Fúcar, que no había venido a comer, ocupó su puesto frente a la marquesa. Seis personas más formaban la corte de esta. Los que entraban a saludarla oían de su boca frases apropiadas al papel que hacía. Daba excusas por la ausencia de Eloísa, pintando con melancólicos colores las circunstancias en que estaba la casa. Su voz tomaba un tono patético, que habría hecho llorar a un cerrojo. Y cada persona que llegaba decía la indispensable formulilla de lástima y desconsuelo, echándola en el corrillo como se arroja la moneda de compromiso en la bandeja de plata de un petitorio. Suspiraba Pilar y daba las gracias en nombre de su amiga, añadiendo con religioso acento y expresivo arquear de cejas un Sea lo que Dios quiera.
Fue hacia donde estaban los fumadores, y después a la sala de juego, que parecía un verdadero casino. Algunos hablaban del suceso con entera libertad, y otros jugaban o reían sin acordarse para nada del pobre amo de la casa. Severiano, que entró de los últimos, me dijo:
«En el casino corrió la voz de que Pepe había muerto de repente en la mesa, cayendo sobre ti y derrumbándote un hombro.
De pronto vi pasar a Eloísa, que venía de las habitaciones de Pepe. Todos se abalanzaron a saludarla. Su cara revelaba contrariedad y tristeza, y el traje de color rosa-té, de sencillez arcadiana, le sentaba tan a maravilla que parecía una elegante pastora del pequeño Trianón, llorando ausencias de algún pastor de peluca. Dio afables excusas por su ausencia... Gracias a Dios, el pobrecito Pepe estaba mejor. Un coro de pésames por la enfermedad y de felicitaciones por la mejoría demostró cuánto la querían sus amigos. Oía mi prima el coro con aturdimiento de actriz que no está muy fuerte en su papel. La desconcertaba el temor de parecer demasiado triste o demasiado consolada. Aprovechando una ocasión propicia, me dijo al oído: «Ve allá... Quiere verte... No hace más que preguntar por ti».
Aunque tal visita me disgustaba, corrí al aposento de Carrillo, y al alejarme del tumulto de los salones, sentí como un secreto miedo supersticioso. Fuerte olor de láudano denunciaba la pasada batalla entre la química y el dolor. Era el olor de la pólvora. Celedonio y el médico, dos combatientes valerosos, estaban de pie junto al lecho. Vi en este el rostro amarillo de Pepe, que me recordaba el San Francisco, de Alonso Cano, macerado, febril y exangüe. Su nariz era como el filo de un cuchillo. Sus ojos tenían un cerco morado, y las pupilas atónitas un no sé qué de espiritual, de soñador, avidez de martirios y apetitos de inmortalidad. Fija en las almohadas, aquella cabeza de santo no tenía vida más que en los ojos y en las arqueadas cejas. La boca inmóvil y entreabierta, parecía endurecida por el pasado suplicio. Su corta barba de un color sienoso, y el cabello negro, partido con natural elegancia en gruesas guedejas, daban al total de la cabeza el aspecto de antigua escultura en madera con la pátina del tiempo. En mitad de la pieza, el baño despedía un vapor tibio que me sofocaba, como si el dolor que se había disuelto en el agua, se exhalara en ondas y viniera a mugir en mis oídos y a acariciarme la piel. En un ángulo, sobre el velador decorado con la vista del Parlamento inglés, estaba la encendida lámpara de bronce, en figura de candilón, despidiendo, al través de la bomba esmerilada, claridad blanda y lechosa. El médico, con el sombrero puesto ya, se estaba envolviendo el cuello en un tapa-bocas, pronunciando las fórmulas de despedida. «Ya no hago falta por esta noche. Mañana veremos. No hay cuidado». Y llegándose a Pepe le dirigió frases de cariño. «Mucha quietud, que eso no es nada. Dentro de unos días, volverá a su vida habitual». Fui con él hasta la habitación próxima, y al despedirle, me dio a entender con un mohín de su expresiva cara que si por el momento no había peligro, la enfermedad marchaba a pasos de gigante.
Fuime entonces derecho a Pepe, que me recibió con sus ojos fijos en la puerta por donde yo debía entrar. Como no se le veía más que la cabeza, hízome esta el efecto de la de San Juan Bautista, la cabeza cortada que el arte religioso presenta siempre servida en bandeja como un manjar. Luego que me miró bien, sacó de entre las sábanas su mano, que era toda huesos, y en la cual la imaginación, a poco que lo intentara, podía ver una de las llagas del Seráfico, y buscó la mía. Cuando estrechó mi carne con aquel alicate de hueso, me corrió por el cuerpo un hielo mortal.
«¿Qué tal vamos? -le dije inclinándome para verle mejor.
-Caro te vendes, hijo. Se muere uno aquí sin que los amigos vengan a echarle un vistazo.
-No quería molestarte. ¿Y cómo estás ahora?
-He pasado un rato muy malo -replicó sacando difícilmente las palabras del pecho-. Pero después del baño me encuentro muy bien. Eloísa se ha asustado mucho. Estos trances no son para ella... ¿Quién ha venido?
Dile cuenta de todas las personas que había en la casa.
«Que no parezca que estoy enfermo -añadió con brío-; que se diviertan como si no ocurriera nada de particular. Y verdaderamente no estoy tan mal. Todo ha sido un cólico nefrítico, el paso de las arenillas de los riñones a la vejiga. Dolores espantosos; pero en fin, nada más... Todavía...
Mirome con cierta intención compasiva, ¡extraña compasión! y haciendo un gran esfuerzo por emitir con toda claridad la voz, dijo:
«Todavía te has de morir tú primero que yo... Lo veo, lo conozco, no sé por qué... Me dijo mi mujer que estabas muy malo, que habías tenido vómitos de sangre.
-¿Sí?... ¿te lo dijo?
Creí prudente no negarlo. Eloísa tenía la costumbre, cuando le veía muy malo, de contarle imaginarias enfermedades de otros. Le consolaba como se consuela a los niños.
-Y que todos los días tenías fiebre.
-Es verdad -afirmé-. No estoy bueno ni mucho menos.
-Cuídate... cuídate. Sentiría mucho que en lo mejor de la edad...
-Sí, sí, estoy decidido a cuidarme.
-Yo estaré en pie la semana que entra -añadió, galvanizándose con su espiritual fuerza-, y volveré a mis quehaceres de siempre. Tengo un gran proyecto. Pienso construir un edificio para albergue de huérfanos pobres; gran pensamiento, magnífico plan. Habrá hospital, clínica, consulta, talleres, escuelas, gimnasio. Se necesitan seis millones de reales. Cuento con tu cooperación, si no te perdemos antes. Eloísa se encargará de organizar con sus amigas funciones en los principales teatros. Yo solicitaré el auxilio del Gobierno y de la familia Real. Tú harás lo que puedas entre tus amigos...
No sé hasta dónde habría llegado este coloquio, si felizmente no entrara mi prima.
«¡Eh... basta de conversación! -dijo, poniendo su mano derecha en mi hombro y la izquierda sobre la frente ardorosa de Carrillo-. Lo primero que ha ordenado el médico es el reposo, y... punto en boca.
-Sí, hija, ya me callo, ya no diré una palabra más. Estábamos hablando de mi hospital de San Rafael. Llevará el nombre de mi hijo.
-Más vale que te duermas ahora. No pienses, no te acalores. Ya haremos un hospital, y dos si es necesario... José María y yo te ayudaremos... ¿Verdad? Los tres vamos a ocuparnos mucho de eso desde mañana. Vaya, basta de conversación. José María, aquí estás ya de más.
En la habitación que precedía a la alcoba volví a ver a Eloísa, que me habló así:
«¡Qué malos augurios ha hecho el médico! ¡Pobre Pepe!... La convalecencia de este ataque será cruel. ¡Qué días me esperan! ¿Vendrás mañana a acompañarme?
-¡Qué pregunta!
-¿Y no has visto al pequeño? Pasa -me dijo cariñosamente, empujándome hacia una puerta-. El pobrecito se despertó con los gritos de su padre; pero debe de haberse dormido otra vez... Pasa... Vengo al instante. ¡Cuánto deseo que se marche esa gente!
El pequeño dormía. Preguntome el aya por el señor, y le dije lo que me pareció. De buena gana me habría quedado allí un buen rato, sin hacer otra cosa que contemplar el envidiable sueño de aquel ángel. Pero Eloísa entró a ver a su hijo, sacome del éxtasis en que yo estaba, dejando volar mi pensamiento a las alturas de contemplaciones muy espirituales. La mano de mi prima se posó sobre mi hombro, y oí estas blandas palabras:
«Ve al salón. ¡Qué gente, qué pesadez! Extrañarán que no estés allí. El pobre Pepe está aletargado. Creo que pasará bien el resto de la noche.
Salimos juntos, y en el pasillo nos separamos. Echome una mirada de tristeza, diciéndome con severidad dulce:
«Ya sé que ha habido mucho secreto con Pilar. No puedo descuidarme un momento.
-¿Pero eres tan tonta que...?
Celos tan inoportunos me causaban hastío.
«Ni afirmo ni niego nada. No hago más que hacer constar un hecho -replicó, apretándome ligeramente el brazo con sus dedos.
En la reunión tuve que sostener conversaciones que me aburrían, contestar a preguntas que me incomodaban y resistir una lluvia de frases de doble sentido. Poco a poco se fueron aclarando los salones. La de San Salomó salió de las últimas, llevándose, como de costumbre, al general, que vivía cerca de su casa.
«¿Usted se queda aquí? -me dijo-. Velará usted. Cada cual, a su puesto de honor.
A última hora fui a enterarme del estado del enfermo. Eloísa me salió al encuentro en el pasillo. Se había quitado su vestido de sociedad y puéstose la bata de raso blanco. Como se apareció con una luz, creí ver a lady Macbeth cuando el paso aquel de las manos manchadas. Llevándose el dedo a la boca, diome a entender que Carrillo dormía, y en palabras muy quedas me dijo: «Está tranquilo. Mas por lo que pueda suceder, me quedaré en el sofá de su cuarto. Voy al despacho a buscar una novela, porque de fijo no podré dormir.
Contesté que yo velaría; pero se opuso tenazmente, alegando lo quebrantado de mi salud, mis pocas fuerzas...
«Necesitas descansar -me dijo con el mayor cariño-. Duerme ocho horas si puedes... Aquí no haces falta. Celedonio y yo nos entenderemos. Esta noche, caballero, se va usted a su casita.
Empujome suavemente hacia la antesala, después de susurrarme esto: «¿Vendrás mañana? Mira, que no faltes. Ven a almorzar. ¿Te espero? No me hagas rabiar. Si a las diez no estás aquí, te mando siete recados. Esta soledad es horrible. Esta noche, si duermo, voy a soñar veinte mil disparates.
Ella misma me lió el pañuelo a la garganta y alzome el cuello del gabán: «Abrígate bien, por Dios... Haz el favor de no constiparte ahora.¿Hay ruidito de oídos? Voy a soñar que es verdad lo que te dijo Pepe, que arrojas sangre por la boca y tienes fiebre...
Cariñosa y amante me despidió, y yo salí pensativo.
<<< Página anterior Título del capítulo Página siguiente >>>
X XI XII