Lo prohibido : XII
Espasmos de aritmética que acaban con cuentas de amor

de Benito Pérez Galdós
Carrillo mejoró en los días sucesivos. Aquella vida desplomada se sostenía con un esfuerzo prestado por el espíritu para engañarse a sí mismo y a los demás. Salió de la terrible crisis por tregua de la muerte, y desde que pudo sentarse, puso atención ardiente en las ocupaciones que tanto le entretenían. Admiraba yo aquel tesón, aquella esclavitud del deber, que en el heroísmo rayaba, y la indiferencia con que, pasada la fuerza del mal, miraba Carrillo sus insufribles martirios. No tenía aprensión ni afán de medicinarse. Figurábaseme ver en él, a veces, uno de esos hombres de temple superior y escogido que se desligan de todo lo que pertenece a la carne y sus miserias, para vivir sólo con interior vida, toda energía y llamas. A los ocho días, atendía a sus múltiples tareas benéficas, sin salir de su alcoba, con la puntualidad de costumbre, y Eloísa estaba tranquila en lo concerniente a la enfermedad de su marido, si bien por otros motivos parecía haber perdido completamente todo sosiego. Una mañana me la encontré en un gabinete muy afanosa, con un lapicero en la mano, haciendo números y fijando alternativamente los ojos en el papel y en el techo, que era un cielo azul con sus indispensables ninfas en paños menores.
«¿Estás contando las estrellas? -le pregunté, sospechando lo que en realidad contaba.
-No, es que estoy calculando... -replicó algo turbada-. Me vuelvo loca y esta pícara cuenta no sale. No te lo quería decir por no disgustarte; pero me pasan cosas graves.
Yo me senté, abrumado por el pensamiento de los desastres aritméticos que Eloísa me iba a revelar. Ella se sentó tan cerca de mí, que la mitad de su no muy ligera persona gravitaba sobre la otra mitad de la mía.
«¿A ver ese papel? -dije, tomándole la mano en que lo mostraba.
Pero no entendí nada. Era un mosaico de sumas y restas, del cual no se podía sacar nada en claro.
«¿Y quién entiende este maremagnum? -indiqué con desabrimiento.
El dulce peso, como suele decirse, cargó más sobre mí, y la preciosa boca empezó a chorrear notas terroríficas, mejor diré conceptos erizados de cantidades. La oí asustado. Expresábase con timidez, tendiendo a menguar las cifras, comiéndose algunos ceros, señalando el remedio antes de mostrar la herida, y respondiendo de antemano a las exclamaciones severas con que yo la interrumpía. La estimulé a presentar el problema tal como era, en toda su desnudez abrumadora, porque desfigurarlo era impedir su solución. «Claridad, completa claridad es lo que quiero -le dije-. Muéstrame hasta el fondo del cántaro vacío». Animada con esto, fue más explícita y desarrolló a mis ojos el panorama completo de su situación económica, el cual era para poner miedo en el ánimo más esforzado.
Los gastos enormes de los jueves, los de su guardarropa, las frecuentes compras de cuadros, porcelanas, tapices y baratijas de arte, y por otro lado los dispendios inagotables de Carrillo en sus obras humanitarias, llevaban la casa velozmente a una completa ruina. El dinero que había tomado sobre la hipoteca de la Encomienda se les había ido en pago de varias facturas de Eguía, y en abonar los brutales intereses de la cantidad que Eloísa había tomado antes de un tal Torquemada, que prestaba a las señoras ricas. Después había necesitado tomar más dinero, más, más. Las rentas, apenas cobradas, se diluían en el mar inmenso de aquel presupuesto de príncipes... No me lo quiso decir antes, porque la idea de serme gravosa la aterraba. No me quería por mi riqueza, me quería por amor, y no le gustaba recibir dinero de mis manos. Había pensado salir adelante, hacer economías, ir trampeando; pero la situación se agravaba repentinamente. Tenía que pagar algunas cuentas considerables... luego la enfermedad de Pepe... Cerró la oración con oportunas lágrimas, y dejose caer más sobre mí. Yo estaba sofocadísimo.
Poco después le manifesté mi opinión de un modo bastante enérgico. A sus caricias, a sus ruegos de que no la abandonase en aquel trance, contesté con retahíla de números despiadados. Érame forzoso ser cruel para evitar mayores males. Yo la sacaría del pantano; pero estableciendo un nuevo plan y presupuesto rigurosísimo, de modo que no se repitiera el conflicto. Aún había tiempo de salvar parte del capital de la casa y de asegurar el porvenir de Rafael. Lo más urgente era reducir los gastos. A esto me contestó que por ella no habría inconveniente. Estaba decidida a vestirse de hábito de la Soledad, como una cursi, si yo lo creía necesario. ¿Pero cómo privar a Carrillo de lo único que alegraba sus últimos días, de aquel inocente consuelo de su vida próxima a concluir? ¿Cómo cercenarle los fondos para la Sociedad de niños y otras empresas humanitarias, que eran, para la casa, verdaderas calamidades?
«No enredes las cosas -le dije-, tus gastos son los que te hunden, no los de él. Yo haré un presupuesto en que pueda subsistir el entretenimiento de tu marido... Después, oye bien, se venderán todos los cuadros de buenas firmas, aunque sea por menos dinero del que han costado. No será difícil encontrar compradores.
Eloísa hizo signos afirmativos con la cabeza. Volviendo la vista, vi sobre la chimenea un rollo de papeles. Eran los planos de la gran reforma para convertir el patio en salón, con techo de cristales, escocia de Mélida... Lo agarré con mano colérica y lo hice veinte mil pedazos. «Mira qué pronto se ha hecho la obra -exclamé-; te he regalado cinco mil duros». Ella se echó a reír, y no hablamos más del asunto, porque entró Raimundo. Fuimos a almorzar, y en la mesa, Eloísa parecía más tranquila. Raimundo, hablando del completo hundimiento de la casa de Tellería, hubo de contar cosas muy chuscas, de las cuales se rió mucho su hermana, aunque a mí me hacían poca gracia. Según dijo mi primo, en los últimos años la familia se mantenía con lo que Gustavo sacaba de las queridas ricas, ¡abominación! Leopoldito, marqués de Casa-Bojío, estaba también en las últimas, porque las fortunas cubanas habían bajado a cero. León Roch había suspendido la pensión que pasaba a Milagros. Esta y el pobre marqués vivían separados y en la mayor miseria; cada cual dando sablazos y explotando al pobre que cogían debajo. D. Agustín de Sudre había dado en la flor de ir a contarle al Rey mismo sus miserias, logrando algunas veces pingües limosnas. Pero la regia munificencia se había agotado ya, y... «la semana pasada -concluyó Raimundo-, fue el pobre señor a Palacio con el cuento de siempre. El Rey sacó cinco duros y poniéndoselos en la mano, le volvió la espalda. ¡Y luego se espantan de que haya antidinásticos!
Todo aquel día tuve el humor de mil diablos. En el teatro Real, oyendo no recuerdo qué ópera, ni por un momento dejé de pensar en las cuentas de Eloísa. Retireme a casa antes de que terminara la función, y me acosté buscando en el sueño lenitivo a la pesadumbre que me abrumaba. Pero no podía dormir. Entrome fiebre, me zumbaban horriblemente los oídos, y me tostaba en mi lecho como en una parrilla. La apreciación de los números despertaba en mí con fiera energía, proporcionada al largo tiempo de eclipse que había sufrido. En mí renacía de súbito el hijo de mi madre, el inglés, que llevaba en su cerebro, desde la cuna, gérmenes de la cantidad, y los había cultivado más tarde en la práctica del comercio. Mi padre huía de mí, como en el teatro echa a correr el diablo cuando se presenta el ángel. Y las benditas cifras, ahogadas temporalmente por la pasión, se sublevaban, vencían y se posesionaban de mí con un bullicio, con un jaleo que me tenían como loco. Salté de la cama a la madrugada, y vistiéndome aprisa, corrí hacia un mueble secreter que en mi alcoba tengo, y en el cual suelo escribir cartas. Cogí un papel, empecé a desgastar la fiebre que me devoraba, sumando y dividiendo. Sí, Eloísa, con haber dicho tanto, no me había dicho la verdad. Hice el cálculo aproximado de los gastos de la casa en el invierno último, comidas, coches, criados, extraordinarios. No resultaba que la casa hubiese consumido el tercio de su capital. Había consumido más... ¡tal vez la mitad!... Y para apuntalar este edificio que venía a tierra, ¿qué era preciso hacer?... ¡Ah! guarismos y más guarismos. La mañana me sorprendió en aquel trabajo calenturiento, semejante a la faena espantosa de las almas de los negociantes que vienen a penar a sus desiertos escritorios, y se vuelven a sus tumbas cuando suena el canto del gallo. Así me volví yo a mi cama.
Continué por muchos días sintiendo en mí al inglés. Y no se circunscribía esta fecunda energía materna a la esfera de la economía doméstica, sino que penetraba impávida en el terreno moral, y allí me rebullía y alborotaba ordenándome afrontar un cambio de vida, un rompimiento que resolviera de una vez para siempre todos los problemas del corazón y de la aritmética. Mas tan tímida era esta energía en lo moral, que no pudo acallar el tumulto de mi sensual egoísmo. ¡Eloísa perteneciente a otro! ¡otras manos amasando aquella pasta suave y amorosa! ¡otro paladar gustándola y otra boca comiéndosela...! No, esto no sería, aunque lo pidiese y ordenara con su prosaica voz el enflaquecido bolsillo. Y de apoyar esta negativa se encargaba mi perturbada razón con sofismas tomados de aquel falso idealismo que Raimundo ponía en ridículo con tanta saña. La caballería, o si se quiere, la caballerosidad, me vedaba aquel rompimiento. No era delicado ni decente que yo abandonase, por una mísera cuestión de dinero, a la que me había dado a mí su vida y su honor. El todo por la dama se metía en mi alma por la puerta falsa de la sensualidad, y una vez dentro, hacía un estrépito de mil demonios, echando unas retahílas calderonianas y volviéndome más loco de lo que estaba. ¡Abandonarla, cuando tal vez la causa de su ruina era agradarme, cuando su lujo no era quizás otra cosa que el afán de hacerme más envidiable a los demás, y de dorar y engalanar el trono en que me había puesto! No, ¡todo por la dama! Ante sus lágrimas, ante la ley que me tenía, superior y anterior a todas las contingencias, ¿qué significaba un puñado de monedas?
Verdad que el puñado, después de emborronar mucho papel, resultaba ser una friolerita así como sesenta mil duros, más bien más que menos. Era un trago demasiado fuerte para que pasase por el estrecho gaznate de la caballería; pero al fin pasó. Hice que la traidora me llevase a casa todos los datos del desastre, todos los papeles, apuntes y cuentas, y al fin logré poner orden en aquel caos de empréstitos para pagar intereses, de intereses acumulados al capital, de cuentas pendientes y facturas no abonadas. Era absolutamente indispensable quitar de en medio la voraz langosta de prestamistas, que en poco tiempo habrían devorado todo. Con esto el puñado engrosaba más. ¡Dios misericordioso! Me salían ochenta mil duros casi en cifra redonda. ¡Oh, con cuanto horror se me representaron entonces las superfluidades que no podía menos de asociar a la leyenda aquella de las cuentas de vidrio! Con el poder de mi mente pulverizaba yo todo el personal de los jueves famosos, los vestidos renovados tan a menudo; aquel Mr. Petit, farsante, ladrón, que se embolsaba cada semana tres o cuatro mil reales para gastos de comedor; aquel cocinero jefe, a quien se daban veinte mil reales al mes para el gasto de la plaza; los tres pinches, los cuatro lacayos... ¡ladrones, asesinos, secuestradores! ¿A qué cuento venían el portero de estrados, la doncella extranjera, la berlina de doble suspensión y otros mil y mil despilfarros, ya del personal, ya del material de la casa?... Tarde era ya, mas era tiempo. Degüello general y adelante.
Una vez decretado el degüello, quedeme más tranquilo. El pellizco dado a mi fortuna era un pellizco de padre y muy señor mío; pero aún me dejaba rico. Todo iría bien si Eloísa entraba con pie resuelto por la senda de las economías. Eso sí, yo estaba decidido a hacerla entrar de grado o por fuerza. Para esto me sentía con ánimos. Por encima de todo, del amor mismo y de la vanidad, había de estar en lo sucesivo el arreglo.
Perplejo estuve durante dos días sin saber qué vendería para salir del paso. ¿Me desprendería del Amortizable, de las acciones del Banco de España o de las Cubas? Mi tío decía que no me deshiciera del Amortizable, cuya alza veía segura. Si continuaba en el Ministerio nuestro amigo y paisano Sr. Camacho, veríamos dicho papel a 65. Las acciones del Banco, después del aumento de capital, andaban alrededor de 270. Mi padre las había comprado a 479. Aun contando con el dicho aumento, la venta me traía pérdidas. Por fin, después de pensarlo mucho, resolví sacrificar las acciones y las Cubas. Este papel, según mi tío, iba en camino de valer muy poco, y con el reciente pánico de la Bolsa de Barcelona, se había iniciado en él un descenso que sería mayor cada día. Vendí, pues, con pérdida, pues no podía ser de otra manera. Por aquellos días se estrecharon mis relaciones con Gonzalo Torres, amigo de mi tío y vecino de toda la familia. Vivía en el tercero de mi casa, en el cuarto inmediato al de Camila. Era jugador afortunadísimo, y a menudo me proponía que me asociara a sus operaciones. Hícelo algunas veces, y siempre con tal éxito que no me faltaban ganas de tomar más a pechos aquel negocio, y lo habría hecho seguramente si el amor no me tuviera preso y secuestrado, incapaz para todo lo que fuese extraño a sus ardientes goces.
El agente de quien Torres y mi tío eran clientes, después de que realizó mi operación de venta de títulos, propúsome la compra de una casa. Torres también me lo había indicado, pues las condiciones en que se vendía la finca eran realmente buenas. Procedía de un embargo de bienes y vendíase judicialmente con tasación demasiado baja. Hice mis cuentas y no me pareció mal negocio. Deseaba afincarme, colocando en sólido una parte de mi capital. Di órdenes de vender más Amortizable, y el producto lo dividí en dos partes. Una ¡ay dolor agudísimo, no inferior a los del cólico nefrítico! era el destinado a poner a flote la concha de Venus, que estaba a punto de naufragar. Con la otra parte compré la casa, que estaba en la calle de Zurbano y era nueva y bonita. Me daría una renta de 4 por 100, menos que el papel seguramente; pero si he de decir verdad, la renta del Estado empezaba a inquietarme por la inseguridad de las cosas políticas, el malestar de Cuba y la anunciada operación de crédito del Banco de España, el cual, habiendo tomado sobre sus hombros la inmensa carga de la colocación de los nuevos valores, comprometía quizás un poco su porvenir.
El año 83 hallome, pues, con una merma considerable en mi fortuna y con cierta tendencia a trocar la condición de rentista por la de propietario. Mi cuenta corriente no me recordaba, ni con mucho, el apólogo de las vacas gordas, pues tanto la ordeñé, que hubo de terminar el año en los puros huesos. No sólo contribuyeron a esto mis frecuentes regalos a Eloísa, en cachivaches o joyas, y la pasión que le entró por coleccionar ojos de gato de todos los matices, sino otras obligaciones enfadosas de que no pude librarme. Entre estas, no fue la menos cargante el padrinazo del chiquillo de Camila. Habiéndome brindado a ser su compadre, cuando lo del embarazo me parecía ridícula farsa, la muy loca se dio prisa en cogerme por la palabra, y allá por Octubre del 82, como he dicho, descolgose con un ternero, a quien todos celebraron por robusto y bonito, pero que a mí me pareció dechado perfecto de la fealdad de los Miquis. Le tuve en la pila bautismal mientras el cura le lavaba la mancha que traía por el pecado de nuestros primeros padres, y después, como padrino generoso, tuve que darme yo un lavatorio de bolsillo, cuyo postrer chorretazo vino la fin de año con las cuentas de Capdeville. En verdad, no me pesaron estos derrames, porque los señores de Miquis no nadaban en la abundancia, y ganaban mis afectos por el recogimiento en que vivían. Al chico le pusimos el nombre de Alejandro, por un hermano de Constantino que había muerto en Madrid algunos años antes.
Sigamos. El día en que ultimé el arreglo de la deuda de mi prima, esta se presentó en mi casa a las once de la mañana. Ya habían sido pagadas las cuentas, habíanse recogido los pagarés que estaban en poder de Torquemada. Sólo faltaban algunas menudencias para las cuales destiné cierta suma que recogería la propia Eloísa. La cantidad aguardaba sobre la mesa en un paquete de billetes pequeños, y junto a la misma mesa estaba yo, algo fatigado de tanto sumar y restar, aunque sin otra molestia, gracias a Dios. Aún tenía en la mano la pluma, plectro infeliz de aquel poema de garabatos, cuando Eloísa llegó a mí pasito a pasito por la espalda, echome los brazos al cuello, cruzó sus manos sobre mi corbata, oprimiéndome la garganta hasta cortarme la respiración, alborotándome el pelo y echándome atrás la cabeza para lavarme la frente con sus labios húmedos; a todas estas riendo, diciendo mil tonterías, llenándome de saliva los párpados y las mejillas, y vertiendo en mi oído un filtro, un veneno de palabras cariñosas, que después, por maldita ley física, se había de convertir en zumbidos insoportables.
Dejé la pluma y me volví hacia ella. Nunca la vi vestida con más sencillez y al mismo tiempo con más elegancia. Venía en traje matutino, y traía en la mano el libro de misa. Era domingo, y antes de ir a mi casa había entrado en las Calatravas. Sin duda prevalecían en su espíritu las ideas religiosas, porque me dijo que yo era un ángel, y diciéndolo, arrojó sobre mi mesa el libro con tapas de nácar.
«¿Qué mujer no haría locuras por ti? -añadió luego-. Por ti, no digo locuras, sino verdaderas diabluras haría yo.
Ya me disponía a hablarle del contrato bilateral que habíamos celebrado, cuando ella, adelantándose a mi pensamiento con zalamera iniciativa y flexibilidad, me dijo:
«No, no tienes que predicarme. Ya lo sé, ya tengo la lección bien aprendida. Seré arreglada, económica; cambiaré de costumbres, haré desmoches espantosos, pero espantosos... En mí se ha verificado estos días una mudanza tal, que no me conozco. Tendrás que reñirme por las muchas vueltas que he de dar a un duro antes de cambiarlo. Te has de enfadar conmigo por los excesos, por las barbaridades que he de hacer en esto de gastar poco.
-Por Dios -indiqué asustado-, nada de celo excesivo.
-Déjame a mí. Tú me has abierto los ojos con tu talento de comerciante, y luego me has salvado con tu generosidad. Sería indigna de mirarte a la cara si no tuviera estos propósitos que tengo. ¡Si digo que te has de asustar cuando me veas hecha una pobre cursi, defendiendo el ochavo y apartada de todas esas farándulas que me han sido tan agradables y que han estado a punto de perderme...!
Tanto entusiasmo me alarmaba.
«No creas -prosiguió-, también hay algo de sacrificio; pero estos sacrificios y aun otros mayores, se hacen con gusto, cuando median... lo mucho que te quiero y el porvenir de mi hijo... Verás, verás.
Y contando por los dedos, hizo un bosquejo de las estupendas economías que había de realizar. «Fuera los jueves. Que cada cual vaya a comer a su casa... Fuera Mr. Petit, fuera el jefe de cocina, que son capaces de tragarse el presupuesto de una nación... Fuera todos los criados, a quienes he estado dando doce duros y dos trajes... Abajo el portero de estrados, que no sirve más que para enamorar a las doncellas... Abajo la doncella-costurera... Las cocheras y cuadras quedan en la cuarta parte... El ramo de vestidos y novedades suprimido por ahora... Vendo todos los zafiros, todos... Vendo la riviere, los cuadros de Sala y Domingo, el de Nittis, el Morelli, los cuatro grandes tapices, etc., etc... Liquidación del Arte... Y para concluir, reduciré a su mínima expresión las beneficencias de mi marido, y haré por que se suprima la Sociedad de niños...
«¡Alto allá! -dije yo, lastimado de ver cómo hería con su furibunda hacha económica la rama más sagrada del árbol de sus gastos-. Eso me parece una crueldad. Extremas mucho el programa. Al pobre Carrillo le quedan pocos días de vida, y es una infamia que se los amarguemos privándole de un entretenimiento que, por otra parte, es tan meritorio. Le anticiparíamos la muerte, le asesinaríamos. Señora, yo defiendo ese capítulo del antiguo presupuesto. Mis remordimientos votan porque subsista, y aun me atrevo a suponer que los de usted harán lo mismo.
Dije esto entre bromas y veras, y ella, comprendiendo mi delicadeza y asimilándosela, alabó muchísimo lo que acababa de oír y contribuyó al triunfo de mi enmienda, no tanto con el voto de sus remordimientos como con el de sus caricias.
Empezó a dar vueltas por mi cuarto como si estuviera en su casa, quitose el manto y la cachemira y los tiró sobre el sofá. Luego, viendo que allí no estaban bien, pasó a mi alcoba para ponerlos sobre la cama. Se miró al espejo, y llevándose ambas manos a la cabeza, hizo un ligero arreglo de su peinado. Después volvió hacia mí.
«¿Y cómo está hoy Pepe? -le pregunté.
-Está muy animadito -replicó-. Tiene compañía para todo el día. No pienso volver hoy por allá. ¿Y tú?
Díjele que no tenía ganas de salir.
«Pues te acompañaré. Mando un recado a casa diciendo que almuerzo con mamá. ¿Pero vas a tener visitas de amigos? Entonces, señor mío, que usted se divierta... Lo mejor será que no recibas hoy a nadie.
Anticipándose a mis deseos y a mi pereza, llamó a mi criado y le dio órdenes. Yo no estaba en casa. El señorito no recibía a nadie... ni al lucero del alba. Corriendo otra vez hacia mí, me dijo:
«¡Oh, si esto fuera París, qué buen día de campo pasaríamos juntos, solos, libres!... ¿Pero a dónde iríamos en Madrid? ¡Si aquí se pudiera guardar el incógnito!... Créelo, tengo un capricho, un antojo de mujer pobre y humilde. Me gustaría que tú y yo pudiéramos ir solitos, de incógnito, de riguroso inepto, como dijo el del cuento, al puente de Vallecas, y ponernos a retozar allí con las criadas y los artilleros, almorzando en un merendero y dando muchas vueltas en el Tío Vivo, muchas vueltas, muchas vueltas...
-No des tantas vueltas, que me mareo. Si quieres ir, por mí no hay inconveniente. Mira, almorzaremos aquí. Da tus órdenes a Juliana... Después, más tarde, a las cuatro o cuatro y media, nos iremos en mi coche a un teatro popular, a Madrid, o a Novedades, tomaremos un palco y veremos representar un disparatón...
-Sí, sí -gritó, dando palmadas con júbilo infantil-. ¡Y cómo me gustan a mí los disparatones! Echarán Candelas, o quizás El terremoto de la Martinica.
-O El Pastor de Florencia, o Los Perros del Monte de San Bernardo.
Echó a correr hacia lo interior de la casa para hablar con Juliana y darle órdenes referentes a nuestro almuerzo. Después subió al principal para dar un vistazo a su mamá y mandar desde allí el recado a su marido. Al volver a mi lado, encontrome de un humor alegre, dispuesto a saborear las delicias de un día de libertad. Repetí a mi criado las órdenes. No estaba en casa absolutamente para nadie, ni para el Sursum corda... Felizmente, mi tío y Raimundo, con quien no rezaban nunca estas pragmáticas, estaban aquel día fuera de Madrid en una partida de caza.
Almorzamos. Híceme la ilusión de estar en París y en un hotel. Nadie nos turbaba. De la puerta a fuera estaba la sociedad, ignorante de nuestras fechorías. Nosotros, de puertas adentro, nos creíamos seguros de su fiscalización, y veíamos en la débil pared de la casa una muralla chinesca que nos garantizaba la independencia. ¡Con qué desprecio oíamos, desde mi gabinete, el rumor del tranvía, las voces de personas y el rodar de coches! Y más tarde, cuando la turba dominguera se posesionó de la acera de Recoletos, nos divertimos arrojando sobre aquella considerable porción del mundo que nos parecía cursi, frases de burla y de desdén. ¡Valiente cuidado nos daba que toda aquella gente viniera a rondarnos! Lo que hacía la sociedad con aquel ruido de pasos, voces y ruedas era arrullarnos en nuestro nido.
Y atisbando detrás de la persiana de madera, veíamos pasar a muchos conocidos. Algunos iban por la acera de enfrente. Por la de mi casa vimos grupos de amigos, el general Morla, el Saca-mantecas y Jacinto Villalonga, que andaban a buen paso y no pararían hasta el Hipódromo. «Mira la ordinaria de Medina -me dijo Eloísa, llamándome la atención hacia su hermana, que pasó con su marido-. ¡Qué gorda se está poniendo! Han dejado el carruaje en la casa de Murga, y no podrá ir más allá de la Biblioteca. Vimos también a Pepito Trastamara en un cochecillo que parecía una araña, y él era otra araña. Fuera de los caballos, que tenían aire de nobleza, y del lacayo, que era un hombre, todo lo demás era risible, grotesco. Chapa apareció en el coche de Casa-Bojío, y Severiano a caballo. Poco antes había pasado su señora, que era legalmente señora de otro. ¡Qué lejos estaban todos de sospechar que les mirábamos desde aquella escondida atalaya, que nos reíamos de ellos y que los compadecíamos por no ser libres y felices como lo éramos nosotros!
La idea de ir al teatro perdió terreno. La pereza nos clavaba en donde estábamos. Mejor estaríamos allí que viendo los disparatones de los teatros populares. ¿Qué disparatón más grato y entretenido que el nuestro? El tiempo y nuestra languidez nos mecían y nos engañaban, dándonos nociones muy oscuras acerca de la duración de aquellos diálogos vivos o de los ratos de sopor que les seguían.
En medio de tanta indolencia, una idea me inquietaba de vez en cuando, haciendo correr por mi cuerpo vibraciones nerviosas. Era la idea de que el buen rato que yo pasaba, lo pudiera pasar otra persona; pues aquel ramillete de gracias que me deleitaba era más hermoso cada año, y con su creciente lozanía indicábame que resistiría sin ajarse las caricias de muchas manos. El mismo derecho que yo tuve teníanlo otros. Todo estaba en que ella quisiese dejarse coger. Aunque ya no me sentía tan entusiasmado como al principio, la idea de que no fuese exclusiva para mí y sagrada para los demás helábame la sangre. Pero ya, ya lo sería, porque en un plazo que pudiera ser breve nos casaríamos y... ¿Y si después, cuando estuviese bien pertrechado de derechos, algún mortal, tan afortunado como yo lo era entonces, me robaba lo que yo robaba?... ¡Ah, buen cuidado tendría yo!... ¿Para qué servían la energía y la autoridad?... Estos recelos no se calmaban ni aun con el juramento, dado entre mil ternezas y tonterías, de una lealtad a prueba del tiempo, de una fidelidad que rayaba en el romanticismo pedantesco por su elevación sobre todas las cosas humanas. Nuestro cuchicheo variaba de asunto y de tono. No tratábamos de cosas exclusivamente ideales y voluptuosas. La viva imaginación de Eloísa trajo al altar de Cupido expresiones que no encajaban bien entre las medias palabras del amor, y prosaísmos que no se entreveraban bien con las rosas; pero todo cuanto venía de ella, si bien no ahondaba ya tanto en mi corazón, me entretenía, me seducía, me deleitaba.
«Si tú quisieras -me dijo, después de un largo silencio-, lograrías ser mucho más rico de lo que eres. Con el capital que tienes y tu experiencia de los negocios, podrías, trabajando... Quiero decir que aquí el que no dobla el capital en pocos años, es porque no quiere. Fúcar me lo ha dicho. ¿Te ríes? ¿Me preguntas el secreto? No es secreto: demasiado lo sabes. El inconveniente que hay ahora es que el Tesoro está desahogado y no hace ya empréstitos. Durante la guerra, Fúcar y otros como él triplicaron su fortuna en un par de años. No te rías, no abras esa bocaza. Yo siento en mí arrebatos de genio financiero. Me parece que sería un Pereire, un Salamanca, si me dejaran... Vamos a ver, ¿por qué tú que tienes dinero y sabes manejarlo, no vas a la Bolsa a hacer dobles? ¿Por qué no te haces amigo, muy amigo de los ministros, para ver si cae un empréstito de Cuba, ya que en la Península no se hacen ahora? Con que el ministro de Ultramar te encargara de hacer la suscrición, dándote el 1 por 100 de comisión, o siquiera el medio, ganarías una millonada. De este modo ha ganado Sánchez Botín muchos cuartos... lo sé... me lo contó Fúcar. Di que eres un perezoso, que no quieres molestarte. Eres diputado y no sabes sacar partido de tu posición. ¿Por qué no te quedas con una línea de ferrocarril, la construyes y después la traspasas a algún primo que cargue con la explotación? Te admiras de lo que sé. Qué quieres... me gustan estas cosas. Fúcar me habla galanterías, y yo le digo que la mejor flor con que me puede obsequiar es contarme cositas de estas y decirme cómo se hacen los negocios. Si tú tuvieras empeño en ello, Fúcar te daría participación en sus contratas de tabaco. ¡Lástima que no hubiera guerra civil! pues si la hubiera, o te hacías contratista de víveres o perdíamos las amistades.
Cuando tan repentinamente saltó Eloísa con aquella perorata, quedeme perplejo, absorto, dudando de lo que oía; pero pasada la primera impresión, me eché a reír, sí, me reía con toda mi alma, no comprendiendo aún la gravedad que entrañaba aquel insano entusiasmo por cosas tan contrarias a la condición espiritual de la mujer. Mirábalo yo como una gracia más, como un hechizo nuevo, hijo de la moda. Lejos de asustarme, mi ceguera era tal, que me reía viendo los incipientes resoplidos del volcán en cuyo cráter dormía yo tan descuidado.
«¡Ah! esto de las contratas es mi fuerte -proseguía ella con vehemencia humorística-. Fúcar me ha contado cosas que pasman. Pregúntale a Cristóbal Medina lo que hacía su padre. Pues muy sencillo. Como el Gobierno no tenía medios de transporte, el maragato se iba al Ministerio de la Guerra y decía: «Yo pongo a disposición del Gobierno dos mil carros en tanto tiempo, a razón de tanto». Luego no ponía más que mil quinientos, y cuando se moría una mula vieja, o veinte o doscientas, (y no valía cada una diez duros) el veterinario certificaba... «mula de primera» lo que quiere decir cuatro mil reales por cadáver de mula. Después la Administración militar liquidaba, y allá te van millones... Si digo que tú eres simple. Yo, a ser tú, me daría mis trazas para saber cuándo iba a subir el Amortizable y... ¡a comprar se ha dicho! Si yo pudiera seguir en mi tren de antes, invitaría al ministro de Hacienda, a todos los ministros, y les embobaría con cuatro palabras amables, y me haría dueña de todos los secretos de la alta banca... ¿Y quién te dice, bobo, que no podrías tú correr con el pago del cupón en Londres, negociando letras?... También se procuraría que el Gobierno comprara acorazados para que tú, como quien hace un favor, te encargaras de hacer los pagos... Por que sí, hay que fomentar nuestra marina de guerra. O si no, búscate comisiones en Fomento. ¿Con qué crees que ha pagado Villalonga sus trampas sino con lo que va sacando de las compras de máquinas en Inglaterra? ¡Oh! yo sé mucho... Esa isla de Cuba es todavía, aun de capa caída como está, una verdadera mina que no se explota bien. ¡Ah! se me ocurre ahora que lo que debe hacer España es venderla. Y mira, nadie mejor que tú se podría encargar de las negociaciones en los Estados Unidos, en Alemania o en el Infierno. Con que te dieran el medio por ciento de corretaje...
Estaba yo tan alucinado que tomaba estas cosas por jovialidades sin sustancia... Con tales tonterías se pasaba el tiempo, y por fin la adusta hora de la separación llegó. Hubo parodias grotescas de Romeo y Julieta. «Esa claridad mortecina no es, como dices, la del gas, sino la del crepúsculo. El cielo, teñido de rojo, celebra con siniestro esplendor las exequias del día. Es la pseudo-aurora que este año da tanto que hablar a la gente supersticiosa»... «No, es el gas, el gas. Ya el mensajero de la noche, corriendo de farol en farol con un palo en la mano, va colgando luces en las ramas de los árboles»... «Te digo que es la tarde»... «Te digo que es la noche»... «Un rato más»... «¡Horror de los horrores, las siete!».
La vi disponerse aprisa, arreglarse el cabello ante el espejo. Su coche había venido a buscarla. Más tarde nos volveríamos a ver en su casa. Aunque parezca extraño y en contraposición a todas las leyes del sentimentalismo, yo deseaba ya que me dejase solo, pues me entraba súbitamente un tedio, un cansancio contra los cuales nada podía lo poco espiritual que en mí iba quedando. «Abur, abur; ¡qué tarde!»... «¡Que se te olvida el libro de misa!»... «¡Qué cabeza! No faltes esta noche. Hablaremos de negocios... El mejor negocio es ser pobre, no tener nada, no esperar nada. Déjame que me mire otra vez. ¿Qué tal cara tengo?»... «Así, así»... «Abur, abur. ¡Ay! que se me traba la cachemira en la silla. Parece que los muebles me retienen y no quieren dejarme salir. Pillo, no faltes. Si no vas, te sacaré los ojos... Pues he de mirarme otra vez. Se me figura que llevo escrito en mi cara... Jesús, ¡qué tarde es!... ¿Y el otro guante?»... «Aquí está, sobre la silla»... «¡Ah! mira, me llevaba tu pañuelo... El cuerpo del delito. ¡Cómo nos delatamos los grandes criminales! Merezco la horca. Bueno, me colgaré de tu cuello, así... ¿A que no me levantas? No puedes, no tienes fuerza. Abur, abur: tengo un hambre atroz. En cuanto llegue a casa, me haré servir la comida... Caballero»... «Señora»... «Encantada de conocer a usted... Me parece usted algo tímido. No se decide»... «Señora, usted se me antoja una sílfide, un hada sin consistencia corpórea, sin realidad física»... «¡Burlón! otro abrazo. Tu amor o la muerte... Que te espero»... «¡Eh! sin vergüenza, no pellizques»... «Te dejo ese cardenal para que te acuerdes de mí cuando mires a otra. Al fin me voy. ¿Por qué no vienes conmigo?»... «Tengo que vestirme»... «Si parece que has salido de un hospital... ¿Qué tal? ¿Estás malito?»... «Abur, abur... Largo de aquí»... «Feo, apunte, mamarracho, adiós».
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XI XII XIII