Lo prohibido: 10
Aquel hombre que me inspiraba una compasión profunda y un temor supersticioso, aquel Carrillo, amigo vendido, pariente vilipendiado, valía más que yo. Al menos así lo promulgaba a todas horas mi pensamiento en los soliloquios de su confusión constante. Idea fija era esto de mi inferioridad, y ni con sofismas ni con razones la podía echar de mí. Quizás yo me equivocaba, quizás las sombras de mi conducta me permitían ver en aquel desgraciado una luz que no tenía, o dicha luz era un simple fenómeno retiniano. Sí, yo era un ser negativo, un vago, una carga de la sociedad, mientras el otro parecíame una de las personas más útiles y laboriosas que se podían ver. Sobreponiéndose a sus dolencias, siempre estaba ocupado. No entré una vez en su despacho que no le hallara trabajando, afanadísimo, poniendo su alma toda y su poca salud al servicio de una idea o de una institución. Dábase por entero a diversos objetos benéficos, políticos y morales, y su vehemencia era tal, que si la empleara en sus asuntos propios, habría sido el hombre modelo y la más perfecta encarnación del ciudadano y del jefe de familia.
Carrillo era presidente de una Sociedad formada para amparar niños desvalidos, recogerlos de la vía pública, y emanciparlos de la mendicidad y de la miseria. Tan a pechos había tomado su cargo, y tan humanitario ardor ponía en desempeñarlo, que a él se le debían los eficaces triunfos alcanzados por la Sociedad. Más de quinientas criaturas le debían pan y abrigo. Inocentes niñas se habían salvado de la prostitución; chiquillos graciosos habían sido curados de las precocidades del crimen al dar el primer paso en la senda que conduce al presidio. La Sociedad hacía ya mucho; pero su ilustre presidente aspiraba siempre a más. Todos los esfuerzos eran pocos en pro de los párvulos indigentes. No bastaba recogerlos en las calles; era preciso ir a buscarlos en los tugurios de la mendicidad emparentada con el crimen, y arrancarlos al poder de crueles padres que los martirizan o de infames madres postizas que los envilecen. Y Pepe, imprimiendo a esta caritativa obra impulso colosal, pasaba largas horas en su despacho con el secretario, revisando notas, coordinando informes, extendiendo y firmando recibos de suscrición de socios, poniendo cartas al Cardenal, al Patriarca, a la infanta Isabel, al primer Ministro, a los presidentes del Ayuntamiento y de la Diputación para allegar el auxilio de todo lo valioso y útil. Ningún recurso se desperdiciaba, ninguna ocasión se perdía. A este trabajo titánico había que añadir el de organizar fiestas y funciones teatrales para aumentar los fondos de la Sociedad. ¡Qué laberinto y qué entrar y salir de empresarios y concertistas y cómicos! No se eximían de esta febril contradanza los poetas, a los cuales se les rogaba que leyeran versos; ni los oradores, a quienes se pedía óbolo de sus floreados discursos.
Mientras Carrillo empleaba en servicio de la humanidad su inteligencia, yo ¿qué hacía? Corromper la familia, abrir escuelas de escándalo y dar malos ejemplos. Aún podía llevar mucho más lejos la comparación siempre en perjuicio mío. Yo era diputado cunero, y no me cuidaba ni poco ni mucho de cumplir los deberes de mi cargo. Jamás hablaba en las Cortes, asistía poco a las sesiones, no formaba parte de ninguna comisión de importancia, no servía más que para sumarme con la mayoría en las ocasiones de apuro. Tenía nociones geográficas muy incompletas acerca de mi distrito, y hacía el mismo caso de mis electores que de los negros de Angola. Ellos gruñían, escribíanme cartas llenas de quejas; pero yo las arrojaba a la cesta de los papeles rotos, diciendo: «a mí me ha hecho diputado el ministro de la Gobernación, nadie más. Vayan ustedes muy enhoramala». Francamente, el Congreso me parecía una comedia, y no tenía ganas de mezclarme en ella. En cambio, Pepe, que era senador, tomaba muy en serio su cargo, se debía al país, miraba a la patria con ojos paternales, considerándola como uno de aquellos infelices niños que la Sociedad recogía en las calles. Asistía puntualmente a la Cámara, y figuraba en muchas comisiones. Con frecuencia se levantaba de su banco, sin aliento, ahogándose, y pronunciaba pequeños discursos discretísimos, en pro de los intereses generales. La enseñanza primaria, la extinción de la langosta, la necesidad de dar salida a nuestros caldos, el establecimiento de gimnasios en los colegios, los bancos agrícolas, la supresión de la Lotería, de los toros y del cuarto del cartero, las cajas de previsión, la conducción de presos por ferrocarril, los talleres de los presidios y otras muchas reformas le tenían por órgano valiente, aunque asmático, en los rojos asientos del Senado. El Diario de las Sesiones estaba por aquella época salpicado de breves piezas oratorias en que se abogaba con entusiasmo por todas aquellas menudencias, por todos aquellos pasitos del progreso, que, realizados, habrían equivalido a un salto grande hacia la cultura.
Era verdaderamente infatigable, pues además de esto, había fundado, con otros señores que no nombro, el periódico, órgano de un partidillo que se acababa de formar. Como el tal partido era muy tierno y recién cortado del tronco, necesitaba prolijos cuidados para aclimatarse, echar raíces y crecer. Y crecía, convocando bajo sus débiles ramas a muchos cesantes, a no pocos descontentos y a algunos que no están bien si no se separan de alguien. No sólo ayudaba Carrillo con su dinero al sostenimiento del diario, sino que escribía en él articulitos sanos y juiciosos, defendiendo siempre la buena fe en política, el respeto de la opinión, la sencillez administrativa, las economías, la moralidad, y sobre todo, la independencia electoral, raíz y fundamento de todo bien político.
Por fin, también llevaba Pepe su cooperación a las grandes campañas de caridad pública, y lo hacía con modestia, por impulsos del alma. Así, desde que ocurrían esas catástrofes que excitan profundamente el sentimiento general, ya se apresuraba él a organizar cuestaciones, a buscar auxilios por todos los medios que permiten los varios recursos de nuestra época. Volviendo a la comparación, repito que cualquiera que sea el valor que se dé a esta manera de practicar el bien, siempre resultaba el otro superior a mí. Mientras él empleaba tan bien y con tanto fruto su tiempo, yo ¿qué hacía? Vivir alegremente, gozar de la vida, divertirme, gastar mi dinero sin socorrer a nadie, y otras cosas peores. Yo era un egoísta, mientras Carrillo tenía la manía del Otroísmo y consagraba toda su actividad al bien ajeno. Precisamente en la falta de egoísmo, que era su gran cualidad, estaba el quid del defecto que en parte oscurecía aquellas prendas eminentes, pues siempre se cuidaba mucho más de lo ajeno que de lo propio, y poniendo desmedida atención en la humanidad y en la patria, apartaba sus ojos de la familia y del gobierno de su casa. Dueña y directora de todo era Eloísa. Pepe ignoraba los detalles más importantes del régimen doméstico, y no daba jamás una disposición. Tanto celo fuera y tanta indolencia y descuido dentro eran indudablemente falta muy grande. Cuánto me complacía yo en considerarlo así no hay para qué decirlo. Aquella superioridad que me mortificaba no era quizás más que figuración mía, y el pobre Carrillo, al remontarse a lo que yo estimaba perfecciones, caía por tierra poniéndose al nivel mío, que era el de la vulgar muchedumbre.
Por su poca salud excitaba el tal la compasión de todos. Sus males se repetían y se complicaban, presentando cada año nuevos y temibles aspectos, ofreciendo como un campo clínico a los ensayos de la medicina. Para los médicos era ya, más que un enfermo, un tratado de Patología interna escrito en lengua que no podían traducir. Los síntomas de hoy desmentían los de ayer, y los tratamientos variaban cada mes. Ya, suponiendo desórdenes en la nutrición se combatían en él los principios de una diabetes; ya, observando graves fenómenos cardíacos, se atacaba el mal en el terreno de la circulación. Declarose luego la nefritis, y más tarde vino a manifestarse la hemoptisis con lesión grave en el vértice del pulmón derecho. Cualquiera que la causa fuese, ello es que Pepe se desmejoraba de día en día. Su rostro era terroso, sus fuerzas inferiores a las de un niño, su voz cavernosa, las manos le temblaban, y se fatigaba extraordinariamente al andar. En él sólo tenía vigor el espíritu, siempre despierto, ágil y diligente en las varias faenas a que se entregaba. Bien podíamos creer que el mismo entusiasmo de que se poseía prestábale vida artificial, sosteniendo y enderezando su cansado organismo, como si lo embalsamaran en vida.
Fáltame contar lo más importante, lo más extraordinario y anómalo en el carácter de aquel hombre. Lo que voy a decir era una aberración moral, indefinible excepción de cuanto han instituido la Naturaleza y la Sociedad, pero tan cierto, tan evidente como es sol este que me alumbra. Carrillo me mostraba un afecto cordial. La confusión que esto producía en mis ideas no puede ser expresada por mí. No sé si agradecía su estimación o si me repugnaba; no sé si me apoyaba en ella como una salvaguardia de mi falta, o si la maldecía como indigna de los dos, y como si a entrambos nos degradara de la misma manera.
Ignoro por qué me quería tanto Carrillo; qué motivos de simpatía encontró en mí. Algo debía de influir en ello la insistencia benévola con que yo acaloraba su manía anglo-política, refiriéndole anécdotas parlamentarias, describiéndole las sesiones de los Pares y Comunes, el local, las costumbres, la manera especial de discutir de aquella gente; hablándole de la peluca del speaker, del modo de votar, del familiar tono que usan, y haciéndole, por fin, semblanzas tan exactas como podía de lord Beaconsfield, Brigth y otros afamados oradores. ¡Cuántas veces, después de una crisis de dolores horribles, extenuado de fatiga, mas sin poder dormir, no tenía el infeliz otro consuelo que conversar conmigo de aquellas cosas tan de su gusto! Su mano en mi mano, sus ojos en mi cara, hacíame preguntas, y jamás se hartaba de mis respuestas. Yo hacía un gran sacrificio de tiempo y de humor por agradarle, y me estaba las horas muertas, charla que te charla, viéndome obligado a sacar algo de mi cabeza, pues la verdad se me iba agotando. ¡Cómo saboreaba él las preciosas noticias! El banquete del lord Corregidor fue de las cosas que le conté con todos sus pelos y señales, pues tuve el honor de asistir al de 1877. Y después, ¡cuánto detalle! Gladstone, en la sesión de los Comunes, se sonaba con estrépito en un gran pañuelo de colores. Disraeli no cesaba de meterse pastillas en la boca. Parnell usaba siempre un gabán color de pasa y sombrero blanco de castor... Luego tirábamos a lo sublime. ¡Qué país aquel! ¡Y pensar que allí no había constitución escrita, en forma una y doctrinal, sino leyes sueltas y usajes, algunos del tiempo de los normandos! En cambio aquí salimos a constitución por barba, y somos casi salvajes, parlamentariamente hablando... Yo me cansaba al fin de tanto anglicanismo; pero él no, y me retenía con dulzura siempre que hacía propósito de marcharme.
Hablando con toda la verdad, diré que yo no deseaba su muerte. No sé lo que habría ocurrido si su existencia me hubiera ofrecido verdaderos obstáculos. Pero si no deseaba su muerte, contaba con ella, teníala por inevitable dentro de un plazo más o menos largo. Cuando Eloísa y yo, en el rodar vagabundo de nuestras conversaciones íntimas, nos encontrábamos enfrente de los males de Pepe, pasábamos, como sobre ascuas, sobre tema tan delicado. Inquietos ambos, nos evadíamos en busca de otro asunto, cada cual por su lado. Ninguno de los dos habló nunca de su muerte, aunque la considerábamos indudable. Y le compadecíamos con toda sinceridad por su sufrimiento, y si hubiera estado en nuestra mano darle salud y robustez, quizás se la habríamos dado.
Pero la idea de la disolución del matrimonio por muerte del marido estaba fija en la mente de uno y otro, aunque ninguno de los dos lo declarase. Tal idea salía a relucir de improviso cuando hablábamos de alguna cosa completamente extraña a la dolencia de Carrillo. Más de una vez se le escaparon a Eloísa frases, en las cuales, refiriéndose a días venideros, iba envuelta la persuasión de ser para entonces mi mujer. Hablando una noche de reformas en la casa, se dejó decir: «Porque, mira, yo te podré hacer una gran habitación en el piso bajo, comunicándolo con el alto por medio de una magnífica escalera de nogal, como la que hay en casa de Fernán Núñez para bajar al cuarto del duque y a la famosa estufa.