XXIII

8 de Mayo.- La precipitada serie de acontecimientos que cayeron sobre mí, con ruido y azote de pedrisco pavoroso, me han impedido tomar la pluma. Hoy tengo que recoger y archivar todo lo que vino con abundancia no proporcionada a la brevedad del tiempo, y he de andar despacio y atento para que me asista mi buena memoria en la reproducción exacta de tanto dolor y sorpresas tantas, así como en el orden que traían.

Enlazo este relato con el último hilo del antecedente, diciendo que aquel clérigo buscado por Margarita para la espiritual asistencia de Antonia, me pareció muy extravagante. Pasó a ver a la enferma, y hallándola dormida tornó a la sala, y como yo le invitase a tomar alguna cosa (de lo que mandé traer para reparo de mi cuerpo desfallecido), contestome: «Gracias, señor: yo no como... quiero decir, como muy poco. Hablele yo de las dificultades y sinsabores de su ministerio, y me dijo que él es pobre y que vive con gran estrechez. Como yo le indicase que debía proporcionarse una prebenda, respondió que, aunque le sobraban amigos poderosos, ni pretendía nada, ni eran de su gusto las altas posiciones eclesiásticas. Odivi ecclesiam malignantium -me dijo con fácil expresión latina-, et cum impiis non sedebo; o más claro: aborrezco la congregación de los malignos, y entre impíos no he de sentarme». Otros muchos latines hubo de soltar en el transcurso del diálogo, y explicó su erudición con estas palabras: «Perdone usted que le hable así: me sé de memoria los Salmos del ritual, y sin quererlo, todo lo digo por boca del rey David».

En esto entró Aransis, cuya visita deseaba yo como agua de mayo, y D. Martín se fue a la alcoba llamado por Margarita. Antes que yo le preguntara, me dio mi amigo el notición de que había resuelto el conflicto pecuniario del modo más ingenioso. ¿Cómo? Le dejo hablar, y así será más fácil la explanación del caso. «Pues me sacó del compromiso nuestra amiga Doña Manolita la Cuca. Cuando estalló en el Casino tu cuestión con Andrade, yo no estaba allí: ya lo recordarás. Me había ido a probar fortuna en casa de las Cucas; allí encontré a las dos pájaras de Mora, a doña Berenguela, a las piculinas; estaban también Pepe Cruz y otros amigos: hallé todo lo de costumbre; pero no a la Fortuna, que aquella noche no quería cuentas conmigo... En mi rabia, tuve una inspiración, y cogiendo a Doña Manolita, me la llevé al gabinete amarillo, ya sabes, donde está el retrato del que dice fue su padre, el caballerizo de Carlos IV, y las vistas de los Reales Sitios; y tales discursos le eché y tan elocuente estuve, jurando que me pegaría un tiro si no me amparaba, que la conmoví, chico, figúrate, y empezó a echar suspiros y a despintarse las ojeras con el pañuelo. Díjome que no podía darme un maravedí, que lo siente en el alma, etcétera, etcétera. En fin, ayer al mediodía, después del duelo, volví allá con mi cantinela, y tales extremos hice, que la señora Cuca se arrancó con un rasgo de bondad heroica y me dijo: No tengo el dinero; pero ahora mismo voy a pedirlo. Si me lo dan, en tus manos estará esta tarde, Guillermito de mis entrañas... Pues ¿sabes a quién pidió el dinero y quién se lo dio?... No adivinas: tu hermano Gregorio... mejor dicho, no fue él, sino Segismunda, quien nos ha favorecido. Por supuesto, no sabe que es para nosotros. Segismunda suele dar sus ahorros a la Cuca, que se los devuelve muy aumentados casi siempre... Bueno: para no cansarte, Doña Manolita, guardándonos el secreto, nos exige que le firmemos un documento, obligándonos a devolverle los cuartos el día 20, y aquí traigo el papel para que pongas tu firma junto a la mía. Conque... De aquí al 20 ya tenemos un buen respiro, y si no pudiéramos cumplir con la Cuca, ya nos esperará, y si no, que se la lleven los demonios».

Pareciome la solución muy feliz, porque en catorce días bien pueden venir infinidad de contingencias favorables: que nos caiga la lotería, que encontremos un tesoro, o que lluevan doblones. Luego me contó Aransis que en la tertulia de las Cucas había oído rumores de tormenta, es decir, de revolución próxima. Suelen ir al cenáculo de la cuquería progresistas de los más inquietos; aquella noche estaban presentes dos tan sólo, y la gravedad de los futuros acontecimientos se colige de lo que aquéllos dijeron, y más aún de la ausencia significativa de los que faltaban. «Doña Manolita -dijo por fin Aransis- me aseguró, al soltarme la mosca, que están en puerta los progresistas, porque las tropas que ahora se subleven no se pararán en pelillos, y obligarán a Su Majestad a poner en la calle a Narváez. No lo siento más que por mi abuela, que cuando Narváez no está en el poder, cree en el fin del mundo, y se pone de un humor tan endiablado, que sacarle dinero es más difícil que extraer aceite de un ladrillo».

Reapareció el clérigo, que había echado un parrafito con Antonia, y me dijo: «No está la pobre en disposición de confesarse; pero arriba, arriba se confesará. Revela Domino viam tuam, et spera in eo».

Mirábale atentamente Guillermo, examinando su cara lívida, pomulosa, sus ojos ratoniles; midiole de pies a cabeza con sagaz mirada, y al fin, evocando recuerdos, llegó a la filiación incompleta del estrafalario sacerdote. «Perdone, señor cura. ¿No he tenido yo el gusto de verle en casa de Don José de Olózaga? ¿No es su nombre...?

-Martín Merino -respondió el clérigo inclinándose-, y en casa de Pepe Olózaga me habrá usted visto... el gusto es mío: allá suelo ir algunos ratos... También conozco a Salustiano, aunque no le trato como a Pepe. Riojanos somos: ellos de Ocón, y se criaron en Arnedo, que es mi pueblo para serviles.

-Pues dígale usted a su amigo y paisano que ahora se armará de veras... Aunque él puede que lo sepa mejor que nosotros, porque estará en el ajo...

-En el ajo están todos los que miran a las cosas pequeñas y no a las grandes.

-¿Cree usted que triunfará el Progreso?

-Yo no creo nada... Y el Progreso ¿qué es? Lo que yo creo es que el mundo será de los pacíficos...Mansueti autem haereditabunt terram, et delectabuntur in multitudine pacis.

-Pues usted es de los mansos que triunfarán y gozarán la paz, como uno de los pocos progresistas que visten sotana. No será mala canonjía la que le darán a usted los Olózagas cuando venga la revolución.

-¿A mí?... No me hará daño. Verba oris ejus iniquitas et dolus...

-Pero ¿de veras no es progresista?

-Yo nada soy.

-¿Ni siquiera masón?

-Nihil.

-¿No cree usted que la Reina dará pronto el poder a los progresistas?

-¿Yo qué sé de eso? Y pregunto... ¿quién es la Reina? En los Estados no me pongan monarcas con faldas, sino Rey macho. Yo hablo siempre del Rey.

-Entonces es usted carlista.

-Yo no... Creo en un soberano.

-Y de ese soberano ¿qué opina?

-Poca cosa. Iniquitatem meditatus est in cubili suo: astitit omni viae non bonae... 'En su cama medita iniquidades... anda en malos pasos'.

-¿Es eso salmo? ¿Y qué tiene que ver con lo que hablamos?

-Nada. Por eso lo he dicho. Sabrán ustedes que yo no hablo, quiero decir, que hablo poco.

-Y usted mismo no se entiende. ¿Está seguro, Sr. Merino, de tener la cabeza buena?»

Esto le preguntó Aransis, y él vacilaba en la contestación, rezongando al fin: «Buena o mala, no tengo otra».

Callamos. Acudí a mi pobre Antonia, que me llamaba. Prometile que de ella no me separaría, y me repitió sus protestas de eterno amor en tono y estilo de niño quejumbroso. Aseguraba que ya no le dolía el pecho, y que durmiendo acabaría de curarse; tomaba aliento a cada dos palabras, en las cuales el acento infantil, de truncados términos y sílabas primarias, se iba marcando como si los minutos que transcurrían le quitasen años y días, tornándola a la edad más tierna. Cuando calló, cerrando los ojos, volví a la sala, y encontré solo a Guillermo. El cura se había ido, prometiendo volver a la tarde.

Solo y en tenebrosa tristeza estuve en la tarde del 6, pues la compañía del presbítero D. Martín no era la más propia para mitigar con dulces coloquios mi pena. Hablábale yo de su ministerio, procuraba sondearle y descubrir qué clase de espíritu bajo tan extravagantes formas y estilo se escondía, y a todo me contestaba con versículos de Salmos, no siempre aplicados con oportunidad a lo que decíamos... Tan marcados vi en la pobre Antonia los signos de su próximo acabamiento, que deseché hasta las últimas esperanzas que en mi alma querían entrar. ¿A qué esperanzas, si no había remedio, como no fuera la cristiana resignación? Largo tiempo estuve a su lado, recogiendo con avaro afán cuanto me decía en fugaces, desconcertadas, infantiles expresiones:«Tero agua... tero mimir... daca mano tuya...». Con modulaciones sólo por mí entendidas decíame que le limpiara la boca del agua que bebía, la frente del sudor, y que no quitase de su cuello el brazo mío que le servía de almohada. Serían las cuatro cuando me dijo: «No veo a ti, gitano... trae luz... ¿Por qué tanto oscuro?...». La besé una y otra vez, y ella intentaba contestarme del mismo modo... Sus labios no podían ya besarme. Cayó en profundo sopor de agonía. No había nada que hacer, más que contemplar con dolor callado su muerte. Traspasado de aflicción, apoyé mi rostro en el lecho; mas D. Martín me sacudió la cabeza diciéndome: «Atienda, señor: ya concluye». Atención puse, y en unos segundos de suprema ansiedad recogí el último aliento de la pobre Antonia. El cura, de rodillas, encomendaba en alta voz el alma, y Margarita lloraba sin consuelo. El tiempo flotaba silencioso entre las cuatro y las cinco de la tarde.

Mi tribulación y desconsuelo eran grandes, pues ya no podía ver las desazones y enojos que por aquella mujer sufrí, y tan sólo veía el generoso ardor de su corazón amante, su ingenua, inquebrantable devoción de mi persona, que más bien era un culto idolátrico. La lloré con el alma por el amor que me tuvo, y del cual seguramente era yo indigno. Las incongruencias sociales, contra las cuales nada podemos, fueron las causas de que aquel amor no tuviese en mí la debida correspondencia, y de que su ser y el mío no llegaran a la soberana fusión para la que sin duda habíamos nacido. ¡Pobre Antonia! Error suyo fue amarme; mayor dislate mío dar alientos a su afición. Yo no merezco piedad del Cielo por esta falta, y si aquí tienen proporcionado castigo nuestros errores, no me faltará en la vida que me resta mi parte de Infierno.

Partió el clérigo; acomodamos Margarita y yo en su lecho a la pobre muerta, la cabeza sobre mullidas almohadas, el martirizado y ya insensible cuerpo extendido y envuelto en sábanas limpias, y aun no sabíamos cómo amortajarla, porque el vil marido, entre los efectos que sustrajo se había llevado el traje negro, medias y zapatos, y las mejores prendas de ropa que la infortunada mujer poseía. Acordamos al fin que para vestirla traería la prendera ropa blanca de la suya, y lo necesario para calzarla decorosamente, y que luego le pondríamos el hábito del Carmen, por ser esta advocación de la Virgen la más firme devoción de Antonia. Las seis serían cuando salió Margarita en busca de la fúnebre vestimenta y de las velas que habíamos de encender junto al cadáver; yo, solo en la casa, quedeme sentado junto al lecho mortuorio, contemplando la marchita belleza, que aún conservaba sus lindas facciones sin la menor descomposición de líneas, como vaciadas en transparente cera. Tardó mucho Margarita en su diligencia; llamaron al fin a la puerta, y seguro de quién era, salí y abrí... ¡Dios mío, qué estupor!

La sorpresa dejome paralizado, mudo. Era Eufrasia la que ante mí apareció en traje muy sencillo, como de ir a la iglesia, con el libro de rezos en la mano. «Supe que no puede usted salir de aquí -me dijo trémula-, por... vamos... esa mujer enferma... he querido saber de usted... informarme... Alguien ha dicho que estaba usted herido...». Le señalé el paso, la conduje a la salita, y ella entró con recelo, temerosa de miradas impertinentes. En mi rostro debió de leer mi consternación. «¿De veras no resulta cierto lo de la herida? -me preguntó ya en la sala, negándose a aceptar el sillón que le ofrecí-. Gracias: no me siento. ¡Si me voy ahora mismo! He salido al rosario. Acabo de rezarlo en Santa Cruz, y... Por Rafaela, que todo lo sabe, supe anoche el número de esta casa, el piso, y he subido... Subo un momento con el único fin de... Me dijeron que esa señora está muy malita, en peligro de muerte, y, naturalmente, la situación de usted en esta leonera es poco agradable. Los buenos amigos deben prestarle su apoyo, ver si en algo pueden servirle... No se asombre usted tanto de verme aquí: sé que es una imprudencia, un desatino... pero antes que mandarle un recado, he querido venir en persona... ¿Y es de veras que está usted solo, enteramente solo con la enferma...?»

Díjele que estaba solo con la muerta, y por la puerta de cristales que con la alcoba comunicaba le mostré el lecho, del cual se veía la parte de los pies, y el bulto de los de Antonia cubiertos por la sábana. Grande impresión hizo en Eufrasia el ver en la penumbra los pies de la yacente estatua, como incipiente escultura en el bloque de mármol, y sin expresar su consternación más que con un ¡ay!, dejose caer en el sillón próximo, cerró los ojos, y se llevó a la frente el libro de rezos, como si con él quisiera persignarse. «Mi dolor no lo comprenderán muchos -le dije-; usted sí lo comprenderá. Antonia me amaba... No era su amor de los que se amoldan a los respetos y se someten al artificio social; era un amor que llamaríamos loco, revolucionario, que no reconoce más ley que la de sí mismo. Fue mi suplicio cuando ella vivía, y ahora que la he visto morir, es mi remordimiento. Yo no era digno de un cariño tan hondo, tan puro, tan superior a todo interés y a las conveniencias humanas. ¿Verdad que no lo merecía yo? ¿No piensa usted lo mismo?

-Ciertamente, no era usted digno... -respondió la dama morisca, echando atrás la cabeza y dejando caer sus dos brazos sobre los del sillón-. Nadie que viva en sociedad es digno... de eso... Ni esas pasiones tan a lo primitivo caben en los moldes de nuestra vida...».

En esto llegó Margarita con velas y ropas. Eufrasia turbose un poco al verla; yo la tranquilicé, asegurándole la discreción y delicadeza de la que había sido mi auxiliar en aquellas tribulaciones. Mostró la prendera el hermoso hábito del Carmen que había comprado, y Eufrasia, con un arranque de valor y piedad, que fue mayor brillo de su belleza, se levantó y me dijo: «Viva no la vi nunca... quiero verla ahora...». Antes que yo me decidiese a ser acompañante de su curiosidad, Margarita le franqueó el camino, andando delante de ella. Entraron en la alcoba. Yo vi a Eufrasia desde la sala, fijando sus miradas en el rostro marchito cuando la otra con pausa y respeto cariñoso levantó el blanco lienzo que lo cubría... Durante un corto rato, las dos mujeres no estuvieron mudas. Sus cuchicheos lo mismo podían ser comentario de admiración que afligidos rezos... Volvió a mí la manchega con el rostro mojado por las lágrimas que de sus ojos corrían; dejó el devocionario en la mesa donde yo escribo, se quitó los guantes y la mantilla, y me dijo: «Hermosa fue sin duda, y aun muerta está guapísima... ¡Pobre corazón amante! Por amar con tanta independencia y con tanta fe, despreciando el mundo y toda vanidad, merece mi simpatía... Usted y esta buena señora me permitirán... No se asombre, Pepe. Quiero amortajarla».