XXII

6 de Mayo.- Amigos míos del tiempo futuro, sabed que no me mató Andrade. Imagino vuestra inquietud y la impaciencia con que aguardáis el resultado del temido choque, y me apresuro a tranquilizaros, declarando que vuelvo incólume a mi guarida, sin un rasguño, sin el menor desperfecto en ninguna de las partes de mi interesante persona... En cambio, mi enemigo...

Pero no quiero precipitar los sucesos, y proponiéndome que estas relaciones remeden en lo posible los procederes de la grave Historia, dejadme que refiera con pausa y método mi lance de honor, con todos sus preámbulos y secuencias.

Pues cuando llegó Aransis, serían las siete, me dispuse a salir con él, tratando de escabullirme sin que Antonia se enterase. Ni ésta debía verme, ni Margarita conocer los motivos de mi salida en hora tan temprana. Mas no me valieron mis precauciones, porque la enferma, que con sagaz atención de oreja me había sentido vestirme en la estancia próxima, me llamó con las voces más fuertes que pudo articular, y a su lecho corrí, prodigándole caricias e inventando excusas. «Gitano -me dijo-, ¿para qué andas en tapujos con tu gitana? Ya sé a dónde vas. Hoy llega de Sigüenza tu madre, y vas a recibirla... La galera de Padriz, que trae los viajeros de Sigüenza, para en la calle de San Miguel... No te descuides, Chinito... Has hecho bien en ponerte levita y sombrero góndola, porque con tu madre viene el Obispo... Mira, yo que tú, a esta casa les traería, pues si tu madre viene por las ganas que tiene de conocerme, es un suponer, véame pronto, ¡caramba! Yo estaré vestida y peinada cuando vengáis... Y que no sobra tiempo... ¡Margara...!» Cuantos disparates dijo la pobre mujer, fueron por mí confirmados, para que su delirio no me estorbara la salida indispensable, y prometiéndole volver muy pronto, nos fuimos Guillermo y yo a nuestra fatal obligación.

El coche que en la puerta nos esperaba llevonos a recoger a Bermúdez de Castro en su casa; de allí nos fuimos a la huerta que había de ser teatro del lance, y por el camino me explicaron mis amigos los concertados trámites y condiciones. El aire fresco de la mañana diome serenidad y una confianza saludable, que me permitió afrontar la situación con grande entereza, ni encogido ni arrogante, en el exacto punto de la dignidad conforme a la ley de caballería. Casi al mismo tiempo que nosotros llegaron los dos médicos, y minutos después Andrade con sus padrinos. Conferenciaron aparte los amigos de uno y otro campeón, nos preparamos, se marcó el terreno de la lucha, fuimos colocados en la fatal línea, se nos dio a cada uno nuestra arma; se nos advirtió el orden de los disparos, los pasos que debíamos dar, y... ¡a matarse, caballeros! Esto no lo dijo nadie; lo dije yo en mi interior, pensando que si deplorable sería que yo matase al hombre que me había ofendido, más triste y lastimoso sería que él me matase a mí, o me hiriese, añadiendo a la injuria el daño material. Sentíame yo muy sereno y despejado, sin rencor hacia mi contrario, y sobre todas mis ideas, dominaba la de conservar mi dignidad en el curso del lance cualesquiera que fuesen sus accidentes... Dieron la señal, disparé yo apuntando muy alto, disparó él... sentí pasar la bala silbando junto a mi oído... Avanzamos los pasos designados... vi en el rostro adusto de Andrade no sé qué hostil designio... apunté menos alto... disparé, pensando que me sería más sensible morir que dar muerte, y a mi disparo hizo Andrade un rápido movimiento llevándose la izquierda mano al otro brazo sin soltar la pistola. Estaba herido: diose la voz de alto; acudieron sus amigos...

Había terminado el juicio de Dios, declarándolo así los jueces del campo. Andrade y yo resultábamos igualmente caballeros, igualmente coronados de honor y dignidad, con la diferencia de que yo estaba ileso y él tenía una bala dentro de los tejidos del antebrazo... Llegó el momento de las paces por tan guerreros caminos traídas, y fui a saludar al que ya debía ser mi amigo. Antes de que sus padrinos y su médico le desnudasen el brazo derecho, Andrade me estrechó con efusión la mano diciéndome: «Ya puedo asegurarle que pronuncié aquellas palabras teniéndole a usted por otro... por otro, no sé por quién. Yo me había bebido media botella de champagne, y confundía nombres y caras de personas... Pronto conocí mi error; pero en estos casos, si uno se desdice le toman por cobarde; no tenía yo más remedio que sostenerme en lo dicho y aceptar el reto...». Con emoción sincera le contesté que sentía en el alma grandísima pena de haberle herido, y que debíamos atribuirlo a la fatalidad, no a mi intención...

Ya no había que pensar más que en retirarnos todos, rodeando al herido de los cuidados más exquisitos hasta dejarle en su casa. Dijeron los dos médicos que el hueso no estaba interesado, y que la bala podía ser extraída fácilmente. Hablé con el médico de Andrade, un joven muy simpático llamado Corral; y como yo expresara mi anhelo de tener prontas noticias del herido, brindose Nicolás Rivero, que médico es también, a llevármelas en el curso del día, pues a Corral no le era esto fácil, imposibilitado del tráfago incesante de sus visitas. Emparejados vinieron nuestros coches hasta más acá de la Cibeles, esquina a la calle de Barquillo, donde nos separamos por diferentes rumbos, y no eran las diez cuando volví a esta casa. Al quedarme solo con Aransis, despedidos de Salvador Bermúdez, le pregunté por el temido asunto que tras la solución del duelo recobraba el primer lugar en nuestros afanes, y no me dio respuesta categórica, pues aún estaba en tramitación, con esperanzas de un dichoso resultado. Prometió volver, y en la puerta nos separamos. Yo subí a esta jaula donde tengo mi encierro, y no pude saborear el término feliz del desafío, porque encontré a mi pobre Antoñita en tristísimo estado, sin conocimiento; a Margarita llorosa, al mediquín aturdido y rebuscando las expresiones menos aflictivas para pronosticar la catástrofe.

Con revulsivos enérgicos devolvimos a la pobrecita cordonera una premiosa vida, y en aquel regateo doloroso ayudaba yo la resurrección con las palabras más tiernas que se me ocurrían, administrándoselas en el oído para que con la virtud de ellas reviviese más pronto. Volviendo por un instante a ser sombra o remedo de lo que fue, Antonia me dijo: «El Obispo es el causante de que yo no haya podido ver a mi Doña Librada». Con disparates parecidos a los suyos teníamos que procurar su sosiego, pues las expresiones lógicas la excitaban más. Díjome el médico al salir que pues era tan apretada la situación, y la ciencia se declararía pronto impotente, dejando su puesto a la fe, debíamos preparar a la enferma para que como buena cristiana se entendiese con Dios.

Esta inhibición de la ciencia pronunciándose en retirada, me colmó de amargura; yo no sabía qué hacer, ni con qué fórmulas piadosas abordar a los que deben disponerse para el trance último. Consultada Margarita sobre el particular, puso fin a mis dudas diciéndome que en la vecindad hay un clérigo que suele asistir a los moribundos pobres. Llámase el tal D. Martín, y vive en el Callejón del Infierno. Margarita le conoce y Antonia también. Propúsome la prendera preparar el ánimo de su infeliz amiga con un caritativo embuste, para que conceptuase natural la visita del clérigo, y así lo ha hecho esta tarde; véase cómo: Querida, ¿no sabes a quién me encontré en la plaza hace un ratito, cuando bajé? Pues a D. Martín, que me preguntó por ti con muchísimo interés. Díjele yo que subiera a verte, y él dijo, dice: 'Ahora no; cuando esté mejor. No quiero molestarla'. Y yo dije, digo: 'Pues mejor está, gracias a Dios y a San José bendito. Bien puede subir cuando quiera'. Calló Margarita esperando el efecto de su ficción en el turbado cerebro de Antonia, y ésta, tras larga pausa, respondió: 'Me alegraré que suba pronto D. Martín, para que me descase de Sotero, pues ya me pesa este vejigatorio de hombre pegado a mí... ¡Y cómo apesta a vinazo!' Determinamos llamar al cura, y discutiendo estábamos Margarita y yo la ocasión de esta visita, cuando llamaron a la puerta, y entró Leovigildo, sobrino de Segismunda. Al fin, mi cara familia se acordaba de mí, y me enviaba por embajador aquel chico simpático, mala cabeza con excelente corazón y salidas de lenguaje muy oportunas. Por él supe que allá tenían noticia del duelo, ¿cómo no, si todo Madrid lo sabía?, y se alegraban de que yo no hubiese tenido ni un rasguño. Se hablaba mucho de mi valor en el lance, de mi arrogancia serena, y era motivo de general alegría que lo hubiese roto un hueso al Sr. Andrade, que presumía de comerse los niños crudos.

Díjome también que en el café de los Dos Amigos y en el de Amato ha corrido esta tarde la voz de que Andrade está dando las boqueadas, y que yo soy el héroe del día en Madrid. Contome además las historias que acerca de los orígenes del lance corrían, y en ellas he visto cuán locamente levanta el vuelo la fantasía del público. La versión más corriente era que Andrade había insultado a unas damas, y que yo, sin conocer a éstas, salí a su defensa, con exaltación de andante caballero, y de paladín del sexo débil. Eterna loa merezco yo por tal conducta y también por mi generosidad, pues habría podido matar a mi contrario con sólo quererlo, como que es mi puntería tan certera que donde pongo el ojo pongo la bala, ¡anda morena!... pero me contenté con romperle el brazo derecho. Por fin entregome Leovigildo una carta que habían llevado a casa. Era de la benditísima Sor Catalina de los Desposorios, contestación a la que le escribí negándome por conocimiento propio, ex visu et auditu, a tragar la píldora matrimonial que propinarme quería. No se mostraba iracunda mi hermana en su respuesta, sino burlona y algo maleante, tratándome como a un chiquillo, y asegurando que no tendría yo más remedio que someterme a cuanto ella y otras personas dispusieran acerca de mí. Guapezas de monja no me afectaban mayormente: no hice caso, y con mi amigo hablé de toros, a que él era muy aficionado, y de teatros, mi predilecta afición.

En ello estábamos cuando entró Nicolás Rivero, que, si bien no disipó la inquietud que yo sentía por Andrade, deshizo en un instante el embuste contado por Leovigildo: el herido no estaba peor, y el pronóstico no era malo. La bala, adherida al húmero, sería pronto y fácilmente extraída. En esto pasó Leovigildo a ver a Antonia, a quien conocía, por ser hombre muy bien relacionado en la sociedad de manolas, y Rivero me habló un poco de política, que a la verdad no despertaba en mí gran interés. A la curiosidad que en otro orden de ideas me manifestó, hube de responder explicándole por qué concatenación de circunstancias anómalas me encuentro aposentado en esta casa; y al saber que hay en ella un caso grave de pulmonía, invocó mi amistad y su título de médico para que le permitiese verlo y darme una opinión. Accedí gustoso, y cuando volvimos a la sala, después de pulsada la enferma, y prolijamente examinada de rostro y pecho, díjome que la encontraba mal, y que hiciésemos la última prueba dándole a beber jerez superior, a ver si pega un bote la naturaleza, ya tan caída, y se levanta. Como buen vitalista, cree inútil combatir los síntomas y aun el trastorno general que los produce. La medicina no es más que el arte de ayudar a la vida, y lo que no haga ésta defendiéndose como una leona, no lo harán la Terapéutica y la Farmacia. Si esta teoría es la única eficaz en el cuerpo humano, no lo es menos en el cuerpo social... ¿Qué son las revoluciones más que pura teoría vitalista? Estas generalidades le llevaron a un nuevo despotrique político, asegurando que España está cataléptica y necesita de grandes sacudimientos que la despabilen... ¡Reformas, reformas! Es Rivero un talento viril, algo difuso, que fácilmente salta de cima en cima, con más brillantez que método... Oí con gusto su lengua ceceosa, que al despedirse me dijo: «Ya ze verá si dezpertamo al dormido y rezuzitamo al muerto... Quédeze con Dios, y hazta que noz veamo por el mundo... o en el valle de Jozafá».

En la puerta se cruzó Rivero con un sacerdote que entraba. Saludó el andaluz, el clérigo no, y entró en mi casa como en la suya, diciéndome con fría confianza y sin ningún preámbulo de urbanidad: «¿Se muere esa niña o no se muere?...». Metiose adentro, y yo tras él, asombrado de sus extraños modos. En la desmantelada salita donde escribo nos hallamos frente a frente, y él, sin quitarse la teja, cogió un botón de mi levita y me dijo: «Aquí me tiene a la disposición de esa enferma y de usted. Yo me llamo Martín Merino, soy riojano, y no gasto cumplidos. Como tengo pocos quehaceres, volveré si ahora no es oportuno... Ya sabe Margarita dónde estoy: que me llamen a cualquier hora de la noche. Yo no duermo... quiero decir, duermo muy poco... ¿Y usted está bueno? Lo celebro... Con este tiempo variable andan los cuerpos trastornados, y las cabezas más, más las cabezas».