XXIV

Mientras Eufrasia y la prendera se consagraban sin descanso a su piadosa obra, entró Aransis que venía a traerme dinero, tan necesario para mí en los días fúnebres como en los alegres días. «Márchate ahora mismo -le dije-, que hay aquí una señora, mi amiga, a quien no gustará que la veas». Invocó él nuestra amistad, que no admitía secretos entre los dos, para que yo abriese un poco la mano en la confianza; mas no accedí a ello, y que quieras que no, le expulsé con recomendación enérgica de no atisbar en la calle la salida de la dama... Terminado el acto de vestir a la pobre muerta, Eufrasia volvió a ponerse mantilla y guantes. Su palidez intensa declaraba su grande emoción. «Está guapísima -me dijo-, y la toca blanca da a su rostro una expresión enteramente mística. Nunca, por mucho que viva, olvidaré esa cara, que tan muerta y callada me ha dicho cosas muy bellas... Yo también le he dicho a ella... algo que sólo se dice a los que no pueden oír... con los oídos naturales». Encargome luego, camino de la puerta, que en cuanto volviese yo a la vida regular fuese a verla, pues tenía que hablarme de cosa urgente: hablaríamos en mejor ocasión y lugar. Prometile ponerme a sus órdenes muy pronto, y con ella bajé, pues no quería que en escalera tan bulliciosa tuviese encuentros de gente grosera y de chiquillos importunos. En el portal nos despedimos, reiterando yo mi gratitud por su visita, y ella los honores de su amistad, que en aquel día por especial gracia éranme de nuevo concedidos.

Al subir, sentí pasos detrás de mí. Volvime y encaré con Sotero, que llevándose un pañuelo a los ojos, me dijo:

-Don José, lo supe hace un rato... por el bruto del cerero... ¡ay Jesús!, que vendió a Margarita las velas.

-Sí, hombre: la pobre Antonia, cansada de sufrir, se nos ha ido a otro mundo mejor...

-¿Y a usted le costa que es mejor? Yo no lo sé, ni lo sabe nadie, como se dice. En fin, yo he sido malo, y la última que hice no me la perdonó Toña.

-Sí, hombre: te perdonó. No llores por eso... ¿Necesitas algo?

-No quiero cansarle ahora. Subiré, si me necesita. De usted para mí, le digo que es mi deber velarla.

-Hombre, no; te fatigarás. Más que para velar estás tú para que te velen. Tienes cara de no haber comido desde anteayer.

-Así es, D. José; pero yo nada le pido en esta circunstancia, Dios me libre... Si me apetece subir es por velarla: que yo seré todo lo perro que quieran, pero tocante a buen cristiano, lo soy como el primero.

-Eso te honra, Sotero -le dije dándole para comer-. Pero atiende antes a la necesidad de vivir... No tendría gracia que también tú te murieras ahora... Come y bebe esta noche; duermes los garbanzos, y de madrugada vienes a velar a la pobrecita Antonia... Así alternamos: yo descansaré cuando amanezca, y a fe que estoy rendido.

Tomó lo que le di, y prometiendo volver a las altas horas de la noche, se despidió con una caballerosa manifestación, la mano en el pecho, los ojos húmedos, la palabra balbuciente: «Sé cumplir el cometido de mi deber. Velaré esta noche, y mañana la llevaré hasta el propio cementerio, como se dice, camposanto, que ésta es mi obligación, D. José de mi alma, como marido que soy del cadáver».

A poco de esto, cuando ya teníamos a la pobre Antoñita enteramente ataviada de muerte, en un lujoso ataúd, llegaron otros parientes, y lloráronla todos y compadecieron su temprano fin. Era un dolor verla partir en la edad florida y dichosa. Trajeron algunas flores naturales muy lindas, con que la adornamos, poniendo en ello un cuidado y esmero tan grandes como si adornáramos a un vivo. «Aquí hacen mejor las violetas... Las rosas coloradas entre las manos... Con las rosas blancas formemos un cerquillo en derredor de la cara».

Pasada media noche, volvió Aransis. Él y yo, en el desmantelado comedor, cenamos algo, buenos fiambres que trajo un criado suyo, y bebimos de un rico burdeos. El reparo de mi desfallecimiento me produjo un sopor intensísimo: no vi salir a Guillermo, no vi nada, porque me quedé dormido en la silla, recostando mi cabeza en el ruedo que hacían mis brazos sobre la mesa... Fue mi sueño como indigestión cerebral de las imágenes que en aquel día y los precedentes habían pasado ante mis ojos. Y como entre estas imágenes descollaba la yacente figura lastimosa de mi pobre Antoñita, vestida del hábito del Carmen y de cirios humeantes rodeada, esta visión no me abandonó en todo el espacio de mi sueño, harto parecido a la embriaguez cebándose en el cansancio. Vi el cuerpo de mi amada en un alto y aparatoso túmulo a la romana; las velas se trocaron en antorchas, y el religioso traje en túnica de vestal. Vi que todo ello se alzaba sobre un monumento de formas ondulantes y cartilaginosas, en nada parecidas a las clásicas formas de arquitectura; vi un conjunto armónico de tallos y miembros vegetales, con flores muy abiertas de monstruosa sencillez. «¿Será esto -me dije yo soñando- el tipo de un arte que, andando los siglos, vendrá potente a derrocar los tipos y módulos que hoy componen nuestra arquitectura y nuestras artes decorativas?...».

Seguramente, los funerales que en torno de este gran túmulo se hacían a la pobre cordonera eran espléndidos, con asistencia de innumerables sacerdotes de no sé qué religión, y de un gentío inmenso, cuyas voces turbaban mis oídos. Era un estruendo parecido al del mar bravo, que va y viene, azotando las rocas y plegándose con espumante ira sobre sí mismo. No podía yo entender lo que decían aquellas voces, ni supe si eran himno, plegaria, o quejumbrosa oración fúnebre... Y luego sonaron salvas, que a mí me parecieron el más natural ornamento de aquel acto. Oí un disparo, luego dos, en seguida muchos, sucediéndose y acelerándose como las notas de una tocata que empieza en adagio y acaba en presto, prestísimo... ¡Vaya un traqueteo y estallido de ingenios de guerra! En las tinieblas de mi sueño empezaba yo a sorprenderme de que las lucidas exequias se celebraran con función pirotécnica o juego de pólvora. ¿Sería esto también un arte funerario del porvenir, llamado a reformar los actuales modos de honrar a los muertos?... No sé cuánto tiempo duraron estas impresiones y ruidos disparatados... Ello es que yo iba despertando, y mis sentidos se mecían entre el sueño y la realidad sin que cesaran los disparos, o al menos sin que dejase yo de oírlos. Una mano vigorosa sacudía mi hombro, y lo primero que oí claramente fue la voz de Margarita, que decía: «No le despiertes, ganso».

El que me despertaba era un ser de pesadilla, odioso y repugnante. Tardé un rato en reconocer al maldito Sotero, esposo de la difunta. Era él, él mismo, desfigurado por una corbata de luto mal liada a su pescuezo, las greñas en desorden, la cara sin lavar en tres días, el cuerpo en mangas de camisa, con un chaleco negro que por la holgura parecía de otra persona. Con tabernaria voz graznaba: «Despierte, despierte, D. José, que hay revolución».

«¡Revolución!» Yo me erguí en un desperezo total, queriendo sobreponerme a mi cansancio. Vi la claridad del día. No creía nada de lo que en torno de mí se hablaba. Mujeres medrosas decían: «¡Ay, señor, qué Infierno en la plaza!...». «Venga al balcón y verá...». «La tropa sublevada por aquí, y enfrente, asomando por el arco de la calle de Toledo, la tropa del Gobierno...». «Que no salga al balcón; no le suelten un tiro». Como el tumulto que de la plaza venía no cesaba, tuve que rendirme a la evidencia. Soñoliento me asomé al balcón, y en la plaza vi un hormiguero de soldados y paisanos que parapetados tras montones de piedras hacían fuego contra otros que en el arco les atacaban. El tiroteo era tan vivo, que hube de cerrar a escape... «Por Dios, señor -dijo una mujer-, no se asome: cierre vidrios y maderas, que a un vecino del 7, que se asomó a guluzmear, le han dejado seco».

Mandé cerrar a piedra y barro, y esperamos... ¿En qué pararía toda aquella gresca? Los parientes de Antonia y otras vecinas aquí congregadas, se complacían en ilustrarme acerca de aquel hecho político, que pronto había de ser histórico. Lo que quiere ahora el Progreso es poner la República y quitar a la Reina, pues la República no es otra cosa que un Gobierno todo de hombres, sin Rey ni Reina, ni cosa ninguna de Majestad... Según afirmó un vejete que entre las mujeres rebullía, el propio Narváez mandaba la fuerza que abrasaba a los patriotas... Éstos se defendían sin coraje, por no contar con toda la tropa comprometida, y ello acabaría mal, fusilando a medio Madrid y cargando de cadenas al otro medio... También se dijo que estas marimorenas no son de nuestra invención, y que todo viene armado de fuera, de la Europa y de las naciones extranjeras, que están toditas revolucionadas y dadas a los demonios. El Reino de Nápoles arde; el mismo Papa no ha tenido más remedio que largar una constitucioncita para sosegar a los masones; otro Rey italiano, D. Carlos Alberto, va contra el Austria, para quitarle unas provincias que ya son italianas, ya tudescas; y un país que se llama la Hunguería, porque de él vienen los húngaros, anda también muy revuelto con un demonio de hombre, de apellido Cosuto (Kossuth), el cual predica la libertad, la religión libre y otras monsergas libres. La Hunguería y la tierra de los austriacos no son lo mismo, pues la una linda con las Américas, y la otra es propiamente como una familia real, por lo cual, nombrando a nuestros Reyes de antaño, se dice la casa de Austria...

A todos los presentes prohibí que abriesen las tres ventanas de la casa, y en la sala nos quedamos en fúnebre penumbra, mortecina claridad de los cirios, que ya gastados se derretían en gruesos cuajarones. La faz hermosa de Antoñita se descomponía de hora en hora, tiñéndose de una lividez tristísima. La contemplé largo rato, recogí sobre el rostro la plegada toca, añadí flores en derredor, y al volverme di de manos a boca contra Sotero, que mostrándome su atavío me dijo: «Vea, D. José, que así no estoy decente, y que me van a criticar por no presentarme como requiere la defunción. Pedí a Dimas, el tabernero, que me prestase ropa negra, y no ha podido encontrar más que este pingo de chaleco y la corbata... Yo se lo digo al Sr. D. José para que vea el ridículo... mi ridículo ante la vecindad y ante la comitiva del féretro. A usted no le ha de gustar que me vean así... Soy, como se dice, el esposo de la finada, y si no estoy todo puesto de luto riguroso, pero muy riguroso, ¿qué dirán, D. José, qué dirán?...

-Bueno, hombre, ya lo arreglaremos. Déjame ahora.

-Mi parecer es que debemos apañarnos como Dios manda, para que no tengan que criticar... Yo sé de un sastre que alquila ropa de entierros, y allí se puede vestir uno para toda la pompa enlutada que se ofrezca. Con que, si quiere, allá me voy... y pido precios...

-Está bien. Irás cuando se concluya la gresca en la plaza. Ahora no se puede salir... ¿Y cómo va eso?

-Parece que van ganando los de Narváez. Ya no atacan tan sólo por la Sal y por Atocha, sino también por los Portales de Bringas. En una casa de la calle Mayor con balcones que caen a la Plaza, junto a la Panadería, metieron tropa, y ya están largando tiros desde el piso segundo... Oiga, Don José: yo he traído mi pistola y pólvora. Si quiere que dispare desde el balcón contra los republicanistas, verá qué pronto pongo a dos o tres patas al aire.

-No, no: aquí somos neutrales. Vencerá el Gobierno. No tomemos partido ni por la revolución ni por el orden.

-Yo estoy siempre con el Orden, y por esto hay en la vecindad más de cuatro que no me tragan. En la taberna de la calle Imperial oí ayer tarde runrunes, y así como latines masónicos... Me dio en la nariz olor de chamusquina, y me traje la pistola por lo que pudiera tronar».

Entreabierto el balcón, noté gran desorden en la plaza y que el tiroteo era menos vivo. Vi grupos que huían por la calle de Botoneras, próxima a esta casa... Pasado un rato, hallábame en expectativa de nuevos incidentes y sorpresas, cuando Margarita, muy asustada, vino a decirme que un señor había preguntado por mí en la puerta, y que sin esperar a que se le mandara pasar, habíase colado muy resuelto en el pasillo. Salí al instante, y me encontré con Nicolás Rivero, bastante desordenado de ropa, que sin ningún preámbulo, ni la menor alteración en su rostro cetrino y ceñudo, me dijo: «¿Puedo ezconderme aquí, Pepito? Me ha dicho eza zeñora que a la otra zeñora la tenemoz de cuerpo prezente. Lo ziento... Pero no podía yo zoñar mejor ezcondite».

Ofrecile todo mi amparo con la mayor cordialidad, y me le llevé al comedor, donde podíamos hablar sin testigos: «Ezto ze acabó... Adioz mundo amargo.

-Es la primera revolución que veo en Madrid, y la verdad, me ha parecido una fiesta de pólvora. ¿Es siempre así?

-Ziempre azí... tropa contra tropa... el pobrecito pueblo en medio... ¡Pueblo crucificado!... Dígame: ¿el entierro zerá ezta tarde? Bonita ocazión para zalir y ezcabullirme... por donde ze pueda... Dizpénzeme que me alegre del entierro... La humanidá ez azí... Del llanto zale la alegría».

Dicho esto, renegó de los que no acudieron al puesto de peligro, y tronó contra Narváez, contra Figueras, Fulgosio, Lersundi y demás instrumentos del Orden... El Orden por sí no es nada, y cuando se ejerce contra la voluntad del Pueblo, es el Desorden con insignias usurpadas... El Pueblo ama la Libertad... sólo que no le dejan manifestarlo... ¿Pues la tropa? ¿Qué es la tropa más que Pueblo con uniforme?...

Entró Sotero a decirme que los soldados de Lersundi ocupaban la plaza, y que los insurrectos huían por la calle de Toledo. Metíase aquel bestia con grosero desenfado en nuestra conversación, por lo cual hube de tenerle a raya; llevémele a un cuarto próximo, y después de prohibirle salir a la calle, ni aun con el razonable motivo de procurarse ropa de luto, le pedí su pistola; diómela con la polvorera, rezongando, y en mis manos el arma, le dije: Como suban polizontes o militares en pesquisa de algún paisano refugiado aquí, y tú pronuncies una sílaba sola delatando a este joven, te levanto la tapa de los sesos. De aquí no me sales hasta la hora del entierro, si nos permiten que sea esta tarde. Margarita alquilará la ropa de luto, la cual se pondrá Rivero, después de bien afeitado, figurando como esposo de la finada. Tú quedas relegado al puesto de primo del cadáver, y te vestirás con las ropas que te traerá Julián, el cordonero de la calle de Bordadores. Cuidado, Sotero, con lo que haces y dices mientras estés aquí. Ha de venir el celador del barrio para tomar nota del nombre de la difunta, etcétera, de la hora y lugar del enterramiento: no salgas tú a recibirle; saldré yo, y diré lo que se ha de decir, lo que me dé la gana, y tú te callas, que aquí no eres nadie, ¿lo entiendes bien?... Si no nos permiten que la llevemos esta tarde, ya veré lo que se ha de hacer mañana. Y no se hable más, Sotero: silencio y obediencia, o ten por seguro que te mato.

Con gruñidos iba marcando a cada frase su bárbara sumisión a mis órdenes.