Las mil y una noches:705

Las mil y una noches - Tomo IV​ de Anónimo
Capítulo 705: Y cuando llegó la 738ª noche


Y CUANDO LLEGO LA 738ª NOCHE editar

Ella dijo:

"... Al oír estas palabras del maghrebín, el pobre Aladino se olvidó de sus fatigas y de la bofetada recibida, y contestó: "¡Oh tío mío! ¡mándame lo que quieras y te obedeceré!" Y el maghrebín le cogió en brazos y le besó varias veces en las mejillas, y le dijo: "¡Oh Aladino! ¡eres para mí más querido que un hijo, pues que no tengo en la tierra más parientes que tú; tú serás mi único heredero, ¡oh hijo mío! Porque, al fin y al cabo, por ti, en suma, es por quien trabajo en este momento y por quien vine desde tan lejos. Y si estuve un poco brusco, comprenderás ahora que fué para decidirte a no dejar de alcanzar en vano tu maravilloso destino. ¡He aquí, pues, lo que tienes que hacer! ¡Empezarás por bajar conmigo al fondo del agujero, y cogerás la anilla de bronce y levantarás la losa de mármol!" Y cuando hubo hablado así, se metió él primero en el agujero y dió la mano a Aladino para ayudarle a bajar. Y ya abajo, Aladino le dijo: "¿Pero cómo voy a arreglarme ¡oh tío mío! para levantar una losa tan pesada siendo yo un niño? ¡Si, al menos, quisieras ayudarme tú, me prestaría a ello con mucho gusto!" El maghrebín contestó: "¡Ah, no! ¡Ah, no! ¡Si, por desgracia, echara yo una mano, no podrías hacer nada ya y tu nombre se borraría para siempre del tesoro! ¡Prueba tú solo y verás cómo levantas la losa con tanta facilidad como si alzaras una pluma de ave! ¡Sólo tendrás que pronunciar tu nombre y el nombre de tu padre y el nombre de tu abuelo al coger la anilla!"

Entonces se inclinó Aladino y cogió la anilla y tiró de ella, diciendo: "¡Soy Aladino, hijo del sastre Mustafá, hijo del sastre Alí!" Y levantó con gran facilidad la losa de mármol, y la dejó a un lado. Y vió una cueva con doce escalones de mármol que conducían a una puerta de dos hojas de cobre rojo con gruesos clavos. Y el maghrebín le dijo: "Hijo mío Aladino, baja ahora a esa cueva. Y cuando llegues al duodécimo escalón entrarás por esa puerta de cobre, que se abrirá sola delante de ti. Y te hallarás debajo de una bóveda grande dividida en tres salas que se comunican unas con otras. En la primera sala verás cuatro grandes calderas de cobre llenas de oro líquido, y en la segunda sala cuatro grandes calderas de plata llenas de oro, y en la tercera sala cuatro grandes calderas de oro llenas de dinares de oro. Pero pasa sin detenerte y recógete bien el traje, sujetándotelo a la cintura para que no toques a las calderas; porque si tuvieras la desgracia de tocar con los dedos o rozar siquiera con tus ropas una de las calderas o su contenido, al instante te convertirás en una mole de piedra negra. Entrarás, pues, en la primera sala, y muy de prisa pasarás a la segunda, desde la cual, sin detenerte un instante, penetrarás en la tercera, donde verás una puerta claveteada, parecida a la de entrada, que al punto se abrirá ante ti. Y la franquearás, y te encontrarás de pronto en un jardín magnífico plantado de árboles agobiados por el peso de sus frutas. ¡Pero no te detengas allí tampoco! Lo atravesarás, caminando adelante todo derecho, y llegarás a una escalera de columnas con treinta peldaños, por los que subirás a una terraza. Cuando estés en esta terraza, ¡oh Aladino! ten cuidado, porque enfrente de ti verás una especie de hornacina al aire libre; y en esta hornacina, sobre un pedestal de bronce, encontrarás una lamparita de cobre. Y estará encendida esta lámpara. ¡Ahora, fíjate bien, Aladino! ¡cogerás esta lámpara, la apagarás, verterás en el suelo el aceite y te la esconderás en el pecho enseguida! Y no temas mancharte el traje, porque el aceite que viertas no será aceite, sino otro líquido que no deja huella alguna en las ropas. ¡Y volverás a mí por el mismo camino que hayas seguido! Y al regreso, si te parece, podrás detenerte un poco en el jardín, y coger de este jardín tantas frutas como quieras. Y una vez que te hayas reunido conmigo, me entregarás la lámpara, fin y motivo de nuestro viaje y origen de nuestra riqueza y de nuestra gloria en el porvenir, ¡oh hijo mío!"

Cuando el maghrebín hubo hablado así, se quitó un anillo que llevaba al dedo y se lo puso a Aladino en el pulgar, diciéndole: "Este anillo, hijo mío, te pondrá a salvo de todos los peligros y te preservará de todo mal. ¡Reanima, pues, tu alma, y llena de valor tu pecho, porque ya no eres un niño, sino un hombre! ¡Y con ayuda de Alah, te saldrá bien todo! ¡Y disfrutaremos de riquezas y de honores durante toda la vida, y gracias a la lámpara!" Luego añadió: "¡Pero te encarezco una vez más, Aladino, que tengas cuidado de recogerte mucho el traje y de ceñírtelo cuanto puedas, porque, de no hacerlo así, estás perdido y contigo el tesoro!"

Luego le besó, y acariciándole varias veces en las mejillas, le dijo: "¡Vete tranquilo!"

Entonces, en extremo animado, Aladino bajó corriendo por los escalones de mármol, y alzándose el traje hasta más arriba de la cintura, y ciñéndoselo bien, franqueó la puerta de cobre, cuyas hojas se abrieron por sí solas al acercarse él. Y sin olvidar ninguna de las recomendaciones del maghrebín, atravesó con mil precauciones la primera, la segunda y la tercera salas, evitando las calderas llenas de oro; llegó a la última puerta, la franqueó, cruzó el jardín sin detenerse, subió los treinta peldaños de la escalera de columnas, se remontó a la terraza y encaminóse directamente a la hornacina que había frente a él. Y en el pedestal de bronce vió la lámpara encendida...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.