Las ilusiones del doctor Faustino: 27
- XXV - La soledad
editarEl dolor de D. Faustino fue grandísimo en aquellos días. Nació, no sólo del amor que profesaba a su madre, sino del remordimiento de haber sido, en parte, causa de su muerte.
El doctor, allá en el seno de su conciencia, recordaba la vida de doña Ana, y comprendía que había sido un prolongado martirio, en que su padre y él habían hecho el oficio de verdugos.
Doña Ana, resignada a vivir en Villabermeja, con un espíritu elevado y culto, no había tenido con quién entenderse. Su marido, rudo, selvático, montaraz, no sabía estimarla. Ni siquiera por gratitud, viéndose tan cuidado y respetado, había mostrado amor y consideración a doña Ana. Con sus amores viciosos por la Joya y la Guitarrita, y por otras daifas palurdas por el estilo, había humillado cruelmente a su mujer. Ni siquiera amistad, ya que no amor, había sabido mostrar a aquella noble señora, con quien jamás había acertado a sostener un diálogo que durase cinco minutos. En cambio, ora jugando, ora en francachelas, en ferias y en excursiones a otros pueblos de Andalucía, ora en regalos a las mancebas que había tenido, ora con su desorden, mala administración y necios planes, D. Francisco López de Mendoza se había empobrecido y se había empeñado.
D. Faustino, lejos de remediar los males de su casa, los había agravado más, si no con gastos grandes, con su imprevisión y su descuido, y con su incapacidad para las cosas prácticas de la vida. Su conducta reciente había provocado por último la cólera de Rosita, y había traído sobre la cabeza de su madre el golpe rudo, que, en unión con su fuga y cautiverio entre los ladrones, había acabado por matarla. D. Faustino no quería perdonarse nada de esto. Estaba inconsolable.
La niña Araceli y el Padre Piñón, que eran tan buenos, le hablaban de resignación; le decían que era menester conformarse con la voluntad de Dios; y aseguraban que doña Ana, que había sido tan virtuosa, no podía menos de estar en el cielo. A par de estas razones, fundadas en la fe, sacaba a relucir el Padre Piñón, con un candor delicioso y con un sentido común exento de sentimentalismo, otros pensamientos y discursos, que, ya que no convenciesen al doctor, le hacían sonreír y aliviaban algo su pena.
-Faustinito -decía el Padre-, no te aflijas tanto. ¿Qué se gana con afligirse? ¿Hay nada más natural que morir? Si no se muriese la gente, ¿cabríamos ya en el mundo? Además, ¿crees tú que nos podríamos sufrir, al cabo de cierto tiempo, si fuésemos inmortales? ¡Qué monotonía tan inaguantable la de la vida si no hubiera en ella término! Yo creo que, en este bajo suelo, sería peor una vida inmortal, que el tormento de quien no duerme y se cansa. Al cabo de cierto tiempo de velar y de trabajar, te sientes cansado y deseas dormir; pues lo mismo, después de vivir y de afanar mucho, se desea la muerte. La muerte es el reposo, es el sueño para los que velaron y se fatigaron demasiado. Se me figura a veces que en el morir debe de haber muy semejante deleite, aunque mil veces más intenso, al del hombre, que después de haber ganado su jornal y empleado bien el día en obras útiles y misericordiosas, se tiende en una buena cama, estira las piernas y se queda dormido.
-Sí, Padre -contestaba el doctor-, pero ese hombre se duerme con la esperanza cierta de despertar a la mañana siguiente y de ver la luz y de hallarse más fuerte y brioso.
-Pues con más bella y sublime esperanza se entregó tu madre al sueño del sepulcro -replicaba el Padre Piñón, dejando a un lado sus filosofías instintivas y volviendo a su papel de creyente y de sacerdote-. Tu madre se entregó al sueño del sepulcro con la esperanza cierta de despertar a la mañana, pero la mañana que no termina ni cansa; de gozar de otra luz más hermosa, de gozar de un día eterno, y de recibir una magnífica paga, un jornal espléndido por sus trabajos y virtudes. Sin duda que al morir, la palabra de Dios resonó en el centro de su alma, diciendo: Ego sum resurrectio et vita: qui credit in me, etiam si mortuus fuerit, vivet; et omnis qui vivit et credit in me non morietur in aeternum.
Por desgracia, ni los razonamientos mundanos y filosóficos del Padre Piñón, ni sus creencias, ni las antífonas del Breviario que citaba, llevaban el mayor consuelo al ánimo de D. Faustino. Sólo dos personas había hallado en el mundo con quienes su corazón verdadera y profundamente simpatizase, con quienes su espíritu estuviese en comunicación real: su madre y María. Una había muerto: de la otra, tal vez para siempre le apartaba un obstáculo invencible. De esto no acertaba a consolarse con nada.
Por otra parte, ahora que ya había perdido a su madre, el doctor se echaba en cara su desvío, o por lo menos su tibieza para con ella. Se culpaba de no haberla amado y respetado bastante, y no se lo perdonaba. El doctor se fingía creyente, religioso, por un momento, y comprendía que, no sólo el Padre Piñón, sino todos los sacerdotes del mundo, le absolverían de aquellos pecados. Dios, cuya justicia no es mayor que su bondad, pues ambas son infinitas, le perdonaría también: pero él no se perdonaba. Acumulaba sus faltas, como quien hace una suma; y así como por más que se esforzase no podía conseguir que tres y dos no fuesen cinco, así tampoco podía lograr perdón para aquella suma, dentro de su conciencia recta y fría, como la tabla de sumar o como un conjunto de axiomas. Entonces exclamaba: «-¡Qué felicidad es creer en una misericordia infinita, en un amor sin límites, que le perdona a uno lo que uno mismo no se perdona! Yo tengo en mí un ideal de perfección, que sólo me sirve de tormento, porque jamás llego a él, y cuando me examino y estudio, veo que me aparto de él y me degrado más cada día. ¡Dichosos los que imaginan percibir o perciben una realidad suprema, cuya bondad inagotable los purifica, elevándolos hasta ella!»
La niña Araceli procuraba también consolar a don Faustino; pero lograba menos aún que el padre Piñón.
Entretanto, la niña Araceli había prestado a la casa un servicio inmenso. Todo el dinero que tenía ahorrado, que pasaba de dos mil duros, le había traído y entregado a Respeta para que pagase a los acreedores. La venta de las alhajas de doña Ana y de los frutos que aún quedaban en la casa había producido cerca de otros mil duros. Y por último, la niña Araceli, empeñando sus bienes, había traído hasta otros seis mil duros, con todo lo cual había nueve mil, y sobraba para salir del apuro y salvarse de la ejecución.
Doña Ana logró morir con el consuelo de ver esta gran prueba de amistad de la niña Araceli, que vino a cuidarla, recibió su último suspiro y le cerró los ojos.
Para el doctor, aunque agradecido a la niña Araceli, era una humillación que hubiese hecho ella lo que él, que tan capaz de todo se juzgaba, no había podido hacer. Tenía además el doctor cierta envidia generosa de que la niña Araceli, y no él, hubiese sido quien oyó las últimas palabras de la moribunda, y vio apagarse la postrera luz de su dulce mirada, y sintió en su rostro, inclinado sobre el lecho de muerte, el aliento final de aquel noble pecho.
Como la muerte de doña Ana había provenido en parte de los disgustos e insolencias del escribano usurero, no dejó de pasar por las mientes del doctor la idea de tomar venganza. Pero pronto la desechó, considerándola miserable y hasta ridícula. El escribano y sobre todo Rosita, que mandaba en el escribano, no habían recibido sino agravios de la casa de los Mendozas, y si los habían satisfecho reclamando lo que les pertenecía, nada había que vengar, ni nada de que quejarse. D. Faustino sólo sentía por el escribano y por Rosita un desprecio profundo, desprecio que estamos nosotros muy lejos de justificar.
D. Juan Crisóstomo Gutiérrez estaba compungido y aterrado con la muerte de doña Ana y con la venida del doctor. Unas veces soñaba que la muerta entraba en su cuarto de noche y venía a tirarle de los pies; otras veces sospechaba que el vivo don Faustino iba a darle una paliza, el día menos pensado.
En el pueblo, donde el escribano era por lo general odiado, como suelen ser los ricos por los pobres, sobre todo cuando los ricos no son generosos, casi todos los contrarios de los Mendozas, que en un principio, habían aplaudido la venganza, movidos a compasión por la muerte de doña Ana, se desataban en invectivas contra aquel usurero infame y sin entrañas, que era lo menos que de él decían.
Rosita, por su parte, se mostraba sombría y silenciosa, aunque procuraba parecer impasible. Si allá en el fondo de su alma pugnaba por surgir el arrepentimiento, pronto le sofocaba ella evocando el recuerdo de todas las injurias recibidas. La noche de la Nava se presentaba viva en su imaginación, con su abandono, con su deleite, con todos sus hermosos delirios, que casi al punto se desvanecieron. Estas imágenes eran para el corazón de Rosita como una copa, donde había gustado néctar y donde no había ya sino turbias heces de hiel y veneno. Recordando aquella noche y recordando la otra en que sorprendió al doctor con María, Rosita, lejos de arrepentirse, se apesadumbraba de ser una flaca y desvalida mujer, y se avergonzaba de no ser bastante valerosa para buscar al doctor y darle de puñaladas.
D. Faustino, lleno de pena, ni quería salir de casa ni tratar de negocios, y encargó al Padre Piñón para que fuese en casa del escribano, en compañía de Respeta, a pagar lo que debía y a levantar las hipotecas que pesaban sobre sus bienes.
De la materialidad de recibir y contar el dinero cuidó Rosita. Durante esta prosaica operación, en el despacho particular de la casa, mientras su padre estaba en la escribanía, Rosita se quedó a solas con el padre Piñón, y éste le dijo:
-Ya tienes ahí todo el dinero: ya estás pagada; ya debes estar contenta.
-¡Ay, Padre, Padre! La deuda que Faustino contrajo conmigo no se paga con todo el oro del mundo. Ni con su sangre y su vida la pagaría.
-Eres una pecadora empedernida -replicó el padre Piñón-. Por ahí me acusan de que tengo la manga ancha, y es verdad que la tengo. A mucho amor, mucho perdón: tal vez entienda yo muy a la letra aquello de que le será perdonado mucho a quien mucho ha amado; pero cuando el amor se trueca en odio, te aseguro que se me quitan las ganas de perdonar. Dime, desalmada mujer, ¿no te remuerde la conciencia de la muerte de doña Ana?
-Oiga Vd., Padre, ¿y por qué ha de remorderme la conciencia? ¿Qué culpa tengo yo de que la tal señora se haya muerto? La matarían los diablos y condenados con quienes andaba de tertulia por la noche. Lo que es nosotros nos lavamos las manos. ¡Pues no faltaba más...! ¡Lucidos estaríamos si no pudiésemos pedir lo que se nos debe, por temor de que los tramposos sensibles y delicados se nos murieran! Vaya... si por tan poca cosa diesen los tramposos en la gracia de morirse, España se convertiría en un desierto.
-En un desierto es en el que yo predico predicándote a ti -dijo por último el padre Piñón y selló sus labios.
Tres semanas después de la muerte de su prima, la niña Araceli se volvió a su lugar, acompañada de Respeta y otros criados. La niña Araceli hizo desde luego donación a D. Faustino de sus dos mil duros ahorrados. D. Faustino trató en balde de reconocer aquella deuda y de pagar intereses. De los otros seis mil duros, que había doña Araceli tomado prestados con hipotecas de sus bienes, el doctor se comprometió en regla a pagar los réditos para no ser más gravoso a su tía. Tía y sobrino se despidieron con lágrimas y tiernos abrazos, a más de tres leguas del lugar, basta donde fue el doctor acompañándola.
Durante la permanencia de doña Araceli en Villabermeja al lado de su sobrino, a pesar de que éste jamás preguntó por su prima Costanza, doña Araceli, que era locuaz y expansiva, le informó de que la marquesa de Guadalbarbo era en extremo dichosa. Su marido la adoraba. La fortuna los favorecía. Todo les salía bien. Nadaban en la opulencia. Se habían ido a Londres, donde el marqués tenía negocios de banca y cada día juntaba más dinero, sin dejar por eso de conservar todas sus fincas en España y aun de comprar otras.
De María es de quien el doctor hubiera querido saber: pero el único que de algo quizás podría informarle era el padre Piñón, que todo se lo callaba, afirmando que no sabía dónde María había ido.
-Sólo sé -añadía- que te amaba con todo su corazón; que, sin embargo, ha debido abandonarte; y que tal vez no la volverás a ver en esta vida.
Sin madre y sin amiga, sin las dos únicas personas a quienes amaba y respetaba, se halló el doctor en la soledad más espantosa. Respetilla trataba de entretenerle y distraerle; pero sus noticias y sus chistes no le arrancaban ni una sonrisa. El padre Piñón había intimado con D. Faustino y venía a verle con frecuencia; pero tampoco el padre Piñón penetraba en el alma y en el pensamiento del doctor. Es cierto que le echaba sus sermones, que le citaba versículos y oraciones y sentencias del Breviario, y que a veces apelaba al sentido común y razonaba con cierta filosofía burda; pero, siempre que el doctor se dignaba dar contestación a todo aquello, solía quedarse el Padre en ayunas de lo que el doctor decía, figurándosele que no hablaba en castellano, sino en griego. De esta suerte venían a terminar los diálogos entre ambos, quedando el doctor y el clérigo muy poco satisfechos el uno del otro, aunque buenos amigos.
Imaginó, pues, el doctor que su espíritu, en lo que tenía de más íntimo y esencial, estaba completamente incomunicado, y que sólo en lo somero, vulgar y casi indiferente, se tocaba con otros espíritus. Aquel aislamiento y aquella soledad se le hicieron insufribles. Entonces pensó de nuevo, como ya otras veces había pensado, en la posibilidad de entenderse y comunicar con espíritus, que no fuesen de los que tenían cuerpo humano, y en si esto sería factible por otro medio más sutil que la palabra material que agita el aire y que el aire transmite. Tan grande fue el esfuerzo de su fantasía y su continua preocupación para lograr esto, que, no pocas noches, en el silencio de su retiro, creyó ver a la coya, que se destacaba del marco y venía a decirle misteriosos discursos que penetraban en su alma, sin pasar por los oídos, y vio de nuevo el espectro de María que llegaba hasta él y le infundía en la mente y en el corazón sentimientos inefables y conceptos intraducibles en toda lengua humana. Aun así, esto no satisfacía al doctor.
«Si el mundo de los espíritus existe -calculaba él-, debe de tener más realidad, más ser, más luz y más vida que el mundo de la materia; pero en estas apariciones y visiones, y hasta en las ideas que me comunican, hay tanto de vago, de inconsistente, de incierto, de crepuscular, que sospecho que es un mundo de sombras fantásticas y de quimeras, y no un verdadero mundo espiritual éste en que penetro. ¿Quién sabe? Quizás lo sobrenatural, el espíritu no esté por fuera, no esté como separado de la naturaleza misma y contraponiéndose a ella. Quizás que la penetre toda y la anime. Quizás hago mal en apartarme de la naturaleza para hallar el secreto que está en ella misma. ¿Será el universo un torrente de vida divina, una revelación sucesiva de las fuerzas permanentes y eternas, un hieroglífico lleno de sentido, donde cada cosa es signo, cifra, representación de algo oculto, y el todo, para quien logre interpretarlo, la solución del enigma? Siendo de este modo, la naturaleza sería el manantial del conocimiento del espíritu. En sus profundidades estaría el misterio divino. Pero ¿cómo sumirse en esas profundidades? Toda la ciencia experimental no traspasa jamás la superficie; la corteza: describe minuciosamente la cifra, y no da la clave para descubrir lo cifrado. ¿Dónde hallar esta clave? ¿La cábala, la magia, la teúrgia serán posibles?»
El doctor, a fuerza de no creer en casi nada, empezó a creer un poco en las ciencias ocultas.
A menudo se quedaba mirando a Faón, cuya compañía era la única que no le cansaba, y sentía deseo de que el podenco se convirtiese en el diablo; pero en seguida negaba resueltamente que el diablo existiese, negando, por lo tanto, la magia negra. La magia blanca, la magia no diabólica, es la que seguía pareciéndole verdadera. El diablo no servía de nada, si un fuego, un hálito divino circulaba por el universo todo vivificándole; porque lo ínfimo y lo supremo, lo pequeño y lo grande, este mundo sublunar y toda la inmensidad del espacio poblado de soles debían de estar estrechamente enlazados por aquella fuerza invisible. ¿Y por qué el hombre no había de apoderarse de aquella fuerza? Si penetra y anima el mundo de los cuerpos, la naturaleza toda, ¿dónde ha de ser más enérgica que en la naturaleza humana? Si lo divino se filtra por el universo y es el núcleo y constituye la esencia de las cosas, ¿cómo no ha de estar asimismo en el centro de nuestro ser, en el abismo de nuestra alma? De esta suerte pasaba el doctor del arte mágica al arte mística. Pero ni en el mundo exterior, penetrando en el seno de la naturaleza con amor y entusiasmo; ni en el mundo interior de su alma, buscando con el mismo entusiasmo y el mismo amor el objeto de su anhelo, abstrayéndose de todo lo exterior, mortificando los sentidos e imponiendo silencio a las pasiones, acertaba el doctor a descubrir el misterio, a declarar la cifra, a resolver el problema y a proporcionarse un interlocutor que le conviniese e interesase más que el Padre Piñón y que Respetilla.
Tal vez le faltaban libros: tal vez ni de magia ni de mística había leído lo bastante, y caminaba a ciegas, queriendo ejercer artes dificilísimas, en las que apenas estaba iniciado.
Aunque sólo fuese por esto, el doctor necesitaba ir a Madrid.
Por otra parte, lejos de aquel centro del movimiento intelectual, poco o mucho, que hay en España, no ya sólo serían estériles los trabajos del doctor, así en la magia como en la mística, en la filosofía y en la poesía, sino también en las demás ciencias, artes y disciplinas más bajas y vulgares, como la política, por ejemplo.
El doctor, pues, a los seis meses de muerta su madre, impulsado de las antedichas consideraciones, deseoso de acabar de aprenderlo todo, y lleno de ambición difusa y de esperanza confusa de ser cuanto hay que ser, hombre de Estado, poeta, orador, filósofo, sabio y hasta mago y místico, arregló sus negocios en Villabermeja, jubiló a Respeta que lo deseaba, puso de aperador a Respetilla, reunió hasta doce mil reales, y con este dinero, después de una tierna despedida del padre Piñón, de Respeta, de Respetilla, del ama Vicenta y del podenco favorito, se plantó en la corte y se fue a vivir a una casa de huéspedes, donde por un duro diario le daban cuarto, cama, luz, almuerzo, comida y cena.