Las ilusiones del doctor Faustino: 28


- XXVI - Ilusiones que se van perdiendo

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Toda, casi toda la poesía, cómica y trágica, que había en la persona del doctor y en el ambiente que le circundaba, se disipó al salir de Villabermeja. Allí se quedaron los dos uniformes de maestrante y de lancero, el bonete y la muceta, los vestidos de majo, la jaca, el podenco Faón y el fiel escudero Respetilla. Allí no podía menos de quedarse también la noble casa solariega, el castillo de que él era alcaide perpetuo y la bóveda sepulcral donde yacían sus antepasados. De señorito principal, aunque semi-arruinado, medio ermitaño, medio mágico, querido de las mujeres, objeto de adoraciones sublimes y de enconados odios, figura novelesca que ya podía compararse al Edgardo de Walter Scott, ya al Manfredo de Byron, se transformó en un aventurero más, en un perdido más, de los que vienen a Madrid a buscar fortuna.

Las locuras maravillosas, los conatos de ser teósofo, mágico y místico, pasaron en seguida, preocupada ya la mente con otras aspiraciones más vulgares. Las visiones y apariciones fantásticas de los espíritus de la coya y de María, no se dignaron entrar en la prosaica casa de huéspedes.

Durante muchos años permanecieron vivas, sin embargo, las ilusiones del doctor, aunque todas, una a una, iban lastimándose y quebrándose en la piedra de toque del éxito.

Como poeta lírico, llegó a publicar algunas composiciones en periódicos literarios; pero la gente estaba ya harta de suspiros, de lamentos y de quejas con sonsonete o cancamurria, y no hizo caso de los versos del doctor.

Hizo el doctor varias tentativas para ser poeta dramático; pero se quedó siempre en las dos o tres primeras escenas de cada uno de sus dramas. La crítica más desapiadada acompañaba en su mente a la inspiración o a lo que otros llamarían inspiración, y convenciéndole a tiempo de que estaba escribiendo tonterías o disparates, le forzaba a dejarlos a un lado y a que no los concluyese. El hambre no le apretó jamás por tal arte que le llevara a proseguir, para ver si el público, más indulgente o menos juicioso que él, aplaudía lo que él reprobaba, y tomaba por discreto lo que él desechaba por sandio.

Creyéndose capaz de ser un gran poeta épico y de compendiar, cifrar y resumir en una epopeya colosal toda la civilización presente, con iluminaciones, vaticinios y como auroras de la futura, emprendió tres o cuatro veces la susodicha epopeya; pero no pasó nunca de un centenar de versos. La perversa crítica acudía a su cuarto de la casa de huéspedes, y ahuyentaba a las Musas a latigazos.

Procuró el doctor hablar en el Ateneo, y siempre se le trabó la lengua, y no acertó a decir nada.

Consiguió entrar de redactor en un periódico, pero, no sintiendo ni sabiendo fingir que sentía la pasión política de otros, y siendo además enorme su pereza, tuvo que salirse de la redacción, a fin de que no le echaran por inútil.

Embobado con mil ideas de indefinido progreso, de paz, de bienandanza, de luz y de gloria para el humano linaje en general y en particular para su patria, se encumbraba a tales alturas, que cuanto acá por la tierra nos divide no le importaba un comino. Lo mismo le daba a él de la monarquía que de la república, de la Constitución de tal año que de la de tal otro, de esta ley electoral que de aquélla, de tal ley de ayuntamientos que de tal otra. Hasta la libertad, que era lo que más amaba, considerándola como medio y no como fin, no era para él un ídolo a quien no se pudiese en ocasiones dejar de rendir culto y ofrecer sacrificios. Extrañaba, pues, el doctor tanto frenesí, tanto calor, tanto brío como muchos ponían en la contienda, y se daba a sospechar si las opiniones y teorías serían el pretexto, y si el verdadero motivo serían las posiciones. En este punto, a pesar de toda su ilustración, nuestro doctorcito era un bermejino completo, o mejor dicho, un lugareño español de cualquiera parte, salvo cuatro o cinco provincias, donde saben querer y saben lo que quieren, y por eso traen a mal traer a las demás, que tienen la voluntad marchita. Lo cierto era, según el doctor notaba, que cada partido político de los que se disputaban el poder en la prensa y en la tribuna, se componía de unos cuantos señores, visitantes de la misma casa o asistentes a la misma tertulia, los cuales no tenían masas de pueblo detrás de sí, salvo varios espoliques que esperaban cabalgar en un buen empleo, ni representaban una respetable colectividad, ni eran como apoderados o adalides de los altos intereses, ideas, creencias y propósitos de clases enteras. Cada adalid fantaseaba allá en su mente el credo que más le convenía y formaba a su antojo un partidito del cual se hacía jefe. El doctor se obstinaba en suponer que a casi nadie le interesaba dicho credo, más que a los que iban en su virtud a tomar el mando: que el pueblo español no distinguía los matices sino los colores más vivos y marcados; que, según lo había declarado el gran Donoso, se hartaba pronto de discusiones, sutilezas y distingos, y sólo gustaba de Barrabás o de Jesús; y que, para pedir a cualquiera de estas dos tan opuestas personas, no se valía del derecho de petición, ni para proporcionarles un triunfo acudía a las urnas electorales, sino o bien no hacía nada, o echaba mano al trabuco.

Estas y otras consideraciones alejaban al doctor de la política y le hacían capaz de exclamar, como aquel viajero de un cuento de Voltaire, cuando llegó a Persia, donde ardía la guerra civil, y le preguntaron qué prefería, si el carnero blanco o el carnero negro, que, con tal de que el carnero estuviese bien asado, el color de la lana importaba poco: que si, ora pidiendo carnero blanco, ora carnero negro, habían de consumir en la lucha todos los otros carneros; y que si, ora pidiendo a Jesús, ora a Barrabás, habían de hacer siempre barrabasadas, más valía que las hiciesen pronto y de común acuerdo sin pelearse ni arruinarlos a todos.

Si el doctor se hubiera limitado a sentir y a pensar así, aunque nosotros hallamos que hubiera sentido y pensado desatinadamente, no le hubiera sido perjudicial; pero lo peor era la maldita franqueza de su condición, la cual no consentía que se le pudriese en el alma ni sentimiento ni pensamiento alguno, por recóndito que debiera tenerse. De este modo -y por ser tan escéptico en política- no consiguió jamás ni siquiera ser diputado.

Otra de sus ilusiones, y de las más persistentes y tenaces, fue la de creerse un gran filósofo. Mas por lo mismo que tal se creía le era más difícil dar a luz escritos filosóficos. ¿Cómo había él de conformarse con ninguno de los sistemas inventados ya en tierras extrañas y sucesivamente de moda en nuestro país? No había de ser tradicionalista ni flamante tomista; y ni Cousin primero, ni Kant, ni Hegel, ni Krause, por último, lograron alistarle bajo sus banderas. El doctor soñaba con sacar a relucir, cuando menos el mundo se lo percatase, un nuevo sistema todo suyo. Así se pasaban los años y no producía nada. Consolábase, no obstante, con una sentencia, que no recordamos bien si es o no de Aristóteles, por la cual se afirma que, hasta bien cumplidos los cincuenta, no llega el hombre a toda la madurez y plenitud de su entendimiento. El doctor aguardaba, pues, dicha edad para eclipsar a Krause, a Kant y a Hegel.

También, pasado ya algún tiempo y conservando en el alma, sólo como una dulce memoria que interiormente la iluminaba, la bella imagen de María, trató el doctor de brillar en la alta sociedad y de ser amado de las damas madrileñas; pero esta ilusión fue más vana que las otras. Todo el toque de la dificultad, todo el busilis de este negocio, según el doctor había oído decir, estribaba en que alguna muy elevada le quisiese. Las otras le tendrían al punto por hombre digno de amor, y acudirían a él como a la miel las moscas. Por desgracia, no halló el doctor a ésta que, digámoslo así, había de romper la marcha. No era posible tampoco renovar la estratagema de aquel empresario de la plaza de toros que, en tiempo en que había menos afición que hoy, notó que ningún año iba gente a la primera corrida, sino que empezaba la gente a ir a la segunda, y decidió dar principio por la segunda para que hubiera gente desde luego. Lo cierto es que, sin posición, sin el brillo de la gloria o de la riqueza, o de los mismos triunfos en otros amores, oscuro, algo encogido, pobre como las ratas, pisaverde de casa de huéspedes en suma, es muy difícil deslumbrar al bello sexo. No se halla a cada paso una princesa del Catay, una Angélica amorosa, que elija por su Medoro a un señorito sin nombre, poco ameno además, y dado a melancolías. El doctor, por lo tanto, era en Madrid como aquel Leonardo que Camoens nos pinta en Los Lusiadas, tan infortunado en amores que, en la propia Isla de Venus, donde todo estaba dispuesto para agasajar y deleitar a los heroicos portugueses, estuvo a pique de no topar con una sola ninfa que se le mostrase piadosa y que no huyera de él como de la peste.

Como el doctor se acicalaba y vestía con alguna elegancia y esmero, iba a los teatros, a los bailes y reuniones, y hacía de vez en cuando alguna calaverada; por ejemplo, perder quinientos o mil reales al juego o ir a comer o cenar a una fonda, juzgándose por un instante, en aquella ocasión, un Sardanápalo ninivita, un Baltasar babilónico, un romano de la decadencia, o un mega-duque del Bajo Imperio, siendo esto del Bajo Imperio lo que priva más entre los escritores políticos y moralistas, al considerar el lujo y relajación de nuestra edad y echarla de Juvenales y de Tertulianos severos; y como, por otro lado, las poesías líricas, la epopeya, los dramas que no llegaban a concluirse y el sistema filosófico que no acababa de inventarse, no producían ni era natural que produjesen un ochavo; el pobre doctor estaba casi siempre a la cuarta pregunta. El caudal de Villabermeja (aunque, según a mí me han asegurado, Respetilla era fiel administrador, por más que parezca inverosímil) apenas producía para pagar los réditos de los seis mil duros y enviar mil reales mensuales al doctor, los cuales desaparecían casi siempre a los tres o cuatro días de cobrada la letra.

El doctor, en estos apuros, empezó a contraer deudas; pero era tan inepto en la ciencia práctica del crédito, parte la más esencial de la crematística, que sólo acertó a deber al sastre, al zapatero, al guantero y a la pupilera, que le pedían de continuo que pagase. Entonces, olvidando ya las altas ciencias ocultas, a que había pensado consagrar su vida, no pensó el doctor en más ciencias ocultas que en la crisopeya. Él, que había soñado con descubrir la fuerza íntima, el principio divino que mueve y anima el universo, y apoderarse de él para gobernarlo y dirigirlo todo, se limitó entonces a ver cómo lograba reunir un poco de dinero, y lo peor es que no lo consiguió.

Con este desengaño, acabó por lo que acaban otros y por lo que muchos empiezan: por suponer que el presupuesto es el hospicio de los mendigos de levita, la sopa de los conventos para la pobretería ilustrada, y el refugio y el hospital de los pordioseros leídos. El doctor pretendió un empleo, y al cabo consiguió que se le diesen, de ocho mil reales al año en el ministerio de la Gobernación. Unas veces cayendo, otras levantándose, ya repuesto, ya cesante, ya repuesto otra vez, llegó nuestro héroe a tener catorce mil reales de sueldo, catorce años de servicio, y diez y siete años de vida de Madrid.

Siempre fue el doctor un detestable empleado; pero no le faltaron amigos que le sostuvieran en su empleo.

Claro está que otros, con menos capacidad que el doctor, llegan a directores, a consejeros de Estado y hasta a ministros: así anda ello; pero no es menos claro que lo deben a casualidades dichosas (ya se entiende que no para el país), y no a todos les han de tocar estas casualidades, como no a todos les toca la lotería. Por sus condiciones de carácter y de entendimiento, por su idiosincrasia, como se dice tanto ahora, no era el doctor de los que, por sí y sin que interviniesen las referidas casualidades, podía ir más allá del punto a donde llegó. Así es que no pasó de dicho punto, y gracias.

Toda esta parte de la vida del doctor se refiere aquí en compendio y a escape, porque no importa mucho a la acción o argumento principal de esta verdadera historia, si es que en esta verdadera historia quiere concederme el lector que hay una acción única, con unidad clásica y patente.

Sea como sea, el doctor Faustino, avergonzado de no ser más que auxiliar en un ministerio y esperando siempre el día en que había de elevarse a personaje, no quiso volver a poner los pies en Villabermeja, donde había pasado por un pozo de ciencia, por un prodigio de talento y por uno de los más egregios caballeros, señorones y alcaides perpetuos, que jamás han existido. Así llegó a la edad de cuarenta y pico de años, harto maltratado de la suerte, pero nunca desilusionado.

Todas las noches dejaba para la mañana siguiente el poner manos a la obra y el empezar a escribir su gran tratado de Filosofía, o concluir su colosal epopeya, o resollar con alguna peregrina y pasmosa invención que aturdiese a los nacidos. Nada, sin embargo, se realizaba jamás.

Amanecía Dios: el doctor iba a su oficina a extractar expedientes o a arrullarles el sueño, comía luego sus pícaros garbanzos, cuando no le convidaban en alguna casa de fuste, y siempre por las noches, andaba de tertulia en tertulia. Nadie le quería ni bien ni mal, porque a nadie estorbaba, como no fuese a alguien que desease ser auxiliar como él; pero el doctor no tenía un solo conocido que desease tan poco, sino que los paisanos deseaban ser ministros o superintendentes generales de Hacienda en Cuba y los clérigos arzobispos, y los militares capitanes generales y dictadores. Menester hubiera sido que se allanase el doctor a ir de tertulia a las tiendas de aceite y vinagre para encontrar ya muchos envidiosos. Con tan elástico impulso aupaba el trampolín de la política, y tan rápido iba haciéndose el turno en los saltos icarios, que había esperanzas de sobra para cualquier titiritero. El doctor, en medio de todo, conservaba siempre las suyas, risueñas y halagadoras, y presentía que, sin saber aún por qué, ni cómo, ni cuándo, acabarían las gentes por envidiarle. Con estas esperanzas se distraía y consolaba.