Las ilusiones del doctor Faustino: 26
- XXIV - Sunt lacrimae rerum
editarViendo Joselito que el doctor nada contestaba, prosiguió hablando de esta manera:
-Usted no me contesta, Sr. D. Faustino, porque cree que mi hija hace bien en huir de mi lado; en aborrecerme; en despreciarme quizás: pero yo me examino, me juzgo, y no me hallo ni despreciable, ni aborrecible. Quiero conceder que hubo un momento de mi vida, en el cual fui completamente libre y del cual dependió toda mi conducta ulterior. ¿Cuál fue ese momento? ¿Fue cuando recibí los puntapiés y demás afrentas del mayorazgo? ¿Debí aguantarme y sufrirlos con resignación? ¿Es así como no hubiera sido despreciable? ¿Estuvo quizá mi culpa en no medir ni calcular bien ni el sitio en que di con la piedra ni la violencia que la piedra llevaba? ¿Dependió de mí entonces tener serenidad y acierto para no matar al mayorazgo y magullarle y vengarme, quedando bien puesto mi honor, o, si los novicios no deben hablar de su honor, mi dignidad de hombre? ¿Para evitar aquel trance, debí acaso renunciar al amor de Juana, aconsejándole que engañase al mayorazgo y se casase con él, dando gusto a su madre, y siguiendo yo de novicio, como si tal cosa? Esto hubiera sido muy cómodo para todos, pero hubiera sido muy ruin. Lo mejor, dirá Vd., hubiera sido no enamorarse de Juana; no seducirla. Pero ni yo seduje a Juana, ni ella me sedujo. Fuimos el uno hacia el otro, atraídos por un impulso irresistible, como van el río a la mar y el humo a las nubes. Nada... Estaba escrito... Era mi sino. No lo dude Vd.; yo hubiera sido un santo, si no llego a ver a Juana. El diablo se valió de ella para perderme y de mí para perderla, sin que ni ella ni yo pudiésemos evitarlo.
El doctor sintió el prurito de contestar a todos aquellos sofismas con los cuales el bandido trataba de justificarse: pero calculó que era inútil. Además no se hallaba el doctor con autoridad suficiente. Su moral era clara y severa en la teoría, pero en la práctica dejaba mucho que desear. Concediéndose los mismos bríos de Joselito, el doctor se ponía en su lugar, y aceptaba la muerte del mayorazgo como obra suya. No hay que decir que los amores con Juana, el saltar por las tapias del corral y el proyecto de rapto, no parecían al doctor impropios de su carácter: él hubiera obrado del mismo modo en iguales circunstancias, mas sin considerarse por eso exento de culpa. Donde ya veía el doctor una culpa, con la que jamás se hubiera manchado, era con la fuga de presidio y con haber adoptado después la vida de bandolero. De esto no se absolvía el doctor. ¿Había, sin embargo, razones para absolver a Joselito? Tampoco. Los principios de la moral, la ley de la conciencia, la intuición viva de los justo y de lo bueno no resultan de largos y prolijos estudios: lo mismo están grabados en el alma del hombre de ciencia que en la del campesino más rudo. El que borra, tuerce o desfigura esos principios, esas leyes, esas nociones, es siempre responsable; es culpado. El error de su entendimiento implica una falta de la voluntad, que se empeña en sofisticar las cosas para acallar la voz de la conciencia. No se puede negar que en ciertos pueblos, entre gentes selváticas o bárbaras, esa degradación, ese obscurecimiento de la moral, es obra de la sociedad entera: el individuo puede, por lo tanto, no ser responsable de todo; pero en el seno de la sociedad europea no es dable suponer ignorancia o perversión invencibles. Por más que se ahonde, por más que se descienda hasta las últimas capas sociales, no se hallará el abismo oscuro, donde vive un ser humano, sin que la luz penetre en su alma y grabe allí las reglas de lo bueno y de lo justo.
Así pensaba el doctor, en nuestro sentir muy atinadamente; por lo cual distaba mucho de justificar a Joselito el Seco y de ver en él una víctima de la fatalidad: del sino, según él decía.
Joselito, permaneciendo siempre mudo el doctor, trató de justificar y hasta de glorificar su oficio.
Todo cuanto se ha dicho en libros y periódicos sobre lo mal organizada que está la sociedad, sobre el modo que tienen muchos de adquirir la riqueza explotando a sus semejantes, sobre el mal uso que de esta misma riqueza se hace después, tiranizando y humillando a los pobres, todo se lo sabía y lo explicaba Joselito: todo lo ha sabido y explicado, con menos método y orden, pero con más viveza y primor de estilo, cuanto ladrón ha habido en Andalucía, desde hace años. El Tempranillo, el Cojo de Encinas Reales, el Chato de Benamejí, los Niños de Écija, y tantos otros, sabían poco menos en esta censura de la economía social que Proudhon, Fourier o Cabet pueden haber sabido. Joselito el Seco no se quedaba a la zaga.
Tales declamaciones contra la sociedad parecían en aquellos tiempos, y aun años después, tan sin malicia, que las novelas de Eugenio Sue, El judío errante, Martín el expósito y Los misterios de París, llenas del espíritu del socialismo, se publicaron en periódicos moderados, como El Heraldo.
Dejando aparte la cuestión de si es o no justa y de hasta qué punto lo es la censura, no se ha de negar que, aun suponiendo parte de la propiedad fundada en el robo, ora por violencia, ora por astucia, no es modo de remediarlo robando también por medio de la astucia o por medio de la violencia, ya con la fuerza colectiva y grande de un estado revolucionario, ya con la fuerza menos potente de una cuadrilla de bandoleros. Joselito el Seco, no obstante, entendía o quería dar a entender que sí, apoyado en un antiguo refrán, cuya importancia es inmensa. El refrán dice: Quien roba al ladrón tiene cien años de perdón; y en este refrán se apoyaba para afirmar, no ya que no cometía ningún delito, sino que ejercía todas las obras de misericordia, cifradas y compendiadas en una. En efecto, Joselito no robaba jamás sino a los ricos, a quienes despojaba sólo de lo que le parecía superfluo, dejándoles lo necesario. Hacía muchas limosnas, socorría no pocas necesidades, y enviaba dinero a varios puntos para misas y funciones de iglesia, porque era muy buen cristiano. Sostenía Joselito que casi todo lo que había robado se lo había robado a ladrones: y los de su cuadrilla jamás se echaban sobre la presa, sin exclamar: «ríndete, ladrón, y suelta la bolsa». La excesiva abundancia de dinero induce además a los hombres a que se entreguen a la ociosidad, madre de todos los vicios, a que se traten con sibarítico regalo, y a que ofendan a Dios, en suma, por no pocos caminos. Por donde Joselito afirmaba que, despojando a muchos de lo superfluo, había contribuido poderosamente a la mejora de sus costumbres y les había abierto y allanado el sendero de la virtud.
Después de esta apología, Joselito dio nuevo giro a su discurso y habló de la hacienda y casa de los Mendozas, cuyo estado conocía; lo pintó todo como perdido sin remedio; y por último dio al doctor las noticias recientes, que por sus espías y amigos él había recibido de Villabermeja, sobre la venganza de Rosita y la amenaza de ejecución.
El dolor y la rabia de D. Faustino fueron muy grandes al saber tan tristes nuevas. Al pensar en el apuro y desconsuelo en que estaría su madre, no acertó a contener las lágrimas que brotaron de sus ojos.
-¡Por vida del diablo! -dijo Joselito-, ¿qué lágrimas son esas? Un hombre recio no llora nunca. ¿Quiere Vd. vengarse? Yo le doy mi auxilio. Nada tiene Vd. ya que esperar de la gente. Rompa usted con toda. Declárele la guerra con valor. ¿Sería Vd. acaso el primer mayorazgo arruinado que se ha hecho de los nuestros? Una palabra resuelta de Vd. y Vd. es aquí el amo. En tres o cuatro días nos ponemos en la Nava, y hacemos si usted quiere, una atrocidad. El escribano usurero nos soñará toda la vida. Le quebraremos las tinajas vertiendo el vino y el aceite; le mataremos las reses; y si esto no basta, le incendiaremos la casería.
D. Faustino no pudo menos de romper entonces el silencio que hasta allí se había impuesto.
-Joselito -dijo-, cada hombre tiene su natural y su modo de proceder. Yo no quiero probarle a usted que Vd. obra mal, pero no puedo menos de decirle que yo pienso de muy diversa manera y no puedo hacer nada de lo que Vd. hace. El escribano usurero, por sí o en nombre de otros, pide lo que le pertenece de derecho. Ninguna injuria me infiere. Nada tengo que vengar. Aunque mi madre muriese de pena, no pensaría yo que el escribano usurero fuera el causante de su muerte. La culpa sería mía que con mi imprevisión no he sabido evitar tanto bochorno.
-Me aflige oír a Vd., Sr. D. Faustino -replicó Joselito-. No quisiera ofender a mi prisionero, mas no puedo resistir a la tentación de decir a usted que es Vd. un blandengue. Es treta muy común negar la injuria para excusar el peligro de la venganza. Tiene Vd. razón: la injuria que no ha de ser bien vengada ha de ser bien disimulada.
El doctor perdió los estribos: se puso más colorado que una amapola; se olvidó de que Joselito estaba armado siempre; se olvidó de que a una voz de Joselito podrían acudir sus hombres y darle muerte en el acto.
-Voto a Dios -dijo-, que yo no disimulo injuria alguna y menos la de Vd. que es quien me injuria. ¿Piensa el ladrón que todos son de su condición? ¿De dónde, por perdido que yo esté, puede Vd. inferir que voy a adoptar la infame vida que Vd. lleva? Repito que el escribano está en su derecho; que no me injuria, y basta que yo lo diga. El escribano obra como quien es: es ruin y obra ruinmente; pero no me injuria.
Joselito, en el primer momento, estuvo a punto de romper la cabeza al doctor, que así se desahogaba. En todos los días de su vida había tenido Joselito tanta paciencia. Reportó su cólera. Allá en su interior casi se alegró de que la persona de quien su hija andaba enamorada tuviese tantos arrestos.
-¡Bien está! -dijo-, a quien hoy toca, no disimular, sino perdonar las injurias, es a un servidor de Vd., Sr. D. Faustino. No disputemos más. Cada loco con su tema.
-Dispense Vd., Joselito, si me he exaltado un poco.
-La cosa no es para menos. Comprendo que debe de estar Vd. más quemado que candela. Sentiré quemarle más, pero me importa recordar el pacto que hemos hecho. Vd. tiene algo viva la sangre y puede olvidarlo a lo mejor. Un caballero tan cabal, que está tan en su punto, sería lástima que se cegase y faltase a lo pactado.
-Yo no faltaré nunca.
-Con todo, no está de más recordar a Vd. que es mi prisionero; que ha prometido no huir, ni hacer armas contra nosotros, sino seguirme y obedecerme.
-En cuanto no se oponga a mi honor ni a mis principios.
-Convenido. Pues sepa Vd. ahora, Sr. D. Faustino, que por más que no quiera Vd. ser de nuestra compañía, Vd. ha de permanecer conmigo a modo de cimbel o reclamo.
-¿Qué significa eso?
-La cosa es muy sencilla. ¿Para qué sirven el cimbel y el reclamo? Para que las avecillas enamoradas acudan donde ellos están. Pues para esto me está Vd. sirviendo. Deseo que mi ingrata hija venga a mí, y ya que no venga por amor de su padre, vendrá por amor de Vd. Para esto sigue Vd. en mi poder. Luego que venga María, yo concertaré con ella el precio del rescate. Yo tengo donde ella viva segura y con mucho regalo. ¿Por qué no ha de vivir María donde esté bajo el dominio de su padre; donde su padre pueda verla? ¿Por qué ha de andar huyendo siempre de mí?
El plan del bandido era hábil. El doctor no dudó de que María iba a venir en busca de su padre, a fin de salvarle a él del cautiverio. El caso era triste. Él iba a tener la culpa de que aquella mujer, que había podido hasta entonces librarse de padre tan tremendo y de vivir como su cómplice a costa de sus robos, cayese en poder del capitán de bandoleros. Las súplicas y los insultos hubieran sido inútiles para hacer que Joselito cambiase de propósito. El doctor se calló por consiguiente.
Dos días después del coloquio, que acabamos de referir, permanecían aún los bandidos y el doctor en la hermosa casería de que se ha hablado. Sin duda, esperaban la llegada de alguien: casi de seguro, imaginaba el doctor, esperaban la llegada de María.
Eran las diez de la noche. Se oyeron resonar, fuera de la casería, los cascos de dos caballos, que a poco llegaron y pararon a la puerta. Joselito, su tropa y el doctor, se hallaban tomando el fresco en el patio, cuando el bandido, que estaba de atalaya, entró seguido de dos hombres. El uno, que parecía criado, venía descubierto; el otro venía embozado en su capa hasta los ojos y con el ala del sombrero tapada la frente y envueltos en sombra los ojos mismos. Sin desembozarse, sin descubrirse, dijo el incógnito:
-A la paz de Dios, caballeros.
-A la paz de Dios -le contestaron.
Encarándose luego con Joselito añadió:
-Dios te guarde. Guíame a un cuarto cualquiera. Tengo que hablarte a solas.
Estas palabras, pronunciadas con imperio, fueron oídas con profundo respeto por Joselito, que conoció en la voz a quien las pronunciaba. Guió, pues, al embozado a un cuarto donde hizo poner luces. El criado quedó en el patio aguardando en silencio. Los caballos, en que habían venido amo y criado, estaban fuera de la casería, atados de la brida a unas argollas que al efecto había en la pared.
La conferencia duró más de una hora, y terminada que fue, el embozado partió con su acompañante, a quien el mismo Joselito vino a llamar para que siguiese a su amo. Las pisadas de los dos caballos, que se alejaban, se oyeron resonar desde el patio.
-Sr. D. Faustino -dijo entonces Joselito-, tenga su merced la bondad de venir conmigo.
El doctor siguió a Joselito al mismo cuarto donde con el embozado había estado hablando. Solos allí, con voz conmovida dijo Joselito al doctor:
-Todos mis planes se han deshecho. Es mi sino. Hay una fuerza superior a mi voluntad que me avasalla y sujeta. María no ha muerto; pero Vd. y yo debemos considerarla como muerta. No la volveremos a ver más. Para nada le necesito a Vd. ahora. He prometido además al hombre que acaba de irse de este cuarto, que pondré a Vd. en libertad inmediatamente. Voy a cumplir la promesa. ¿Quiere usted irse ahora mismo?
-Estoy impaciente por ver a mi madre, por salvarla, por consolarla al menos. Ahora mismo me voy -contestó el doctor.
En balde intentó averiguar quién era el personaje misterioso que procuraba su libertad, y sobre todo, cuáles eran el paradero y el destino de María para que tuviese él que considerarla como muerta. Joselito no quiso o no pudo revelarle nada. Mandó que ensillasen la jaca del doctor y que dos de los de más confianza de la cuadrilla se preparasen a acompañarle.
Todo dispuesto ya, el doctor se despidió de Joselito alargándole la mano, que éste apretó amistosamente entre las suyas.
Por trochas y atajos, por sendas extraviadas, caminando más de noche que de día, llegaron, al tercero, el doctor y su comitiva a un sitio, distante media legua de Villabermeja y muy conocido del doctor, porque estaba en el camino de su casa de campo. Allí, los bandidos le pidieron su venia para volverse. El doctor se la dio de buen grado, con mil gracias por el favor que le habían hecho. Procuró también darles el dinero que llevaba consigo, pero la caballerosidad y desprendimiento de aquellos valientes no lo consintió.
Empezaba a clarear cuando el doctor se quedó solo. Era una mañana hermosísima. Con la impaciencia de volver a ver a su madre, puso el doctor espuelas a la jaca, y pronto se halló en el lugar y a la puerta de su casa, que vio abierta, aunque tan temprano.
Entonces le dio un vuelco el corazón. Presintió una desgracia. Una nube de tristeza nubló sus ojos.
Faón fue el primero que salió a recibirle; pero, en vez de mostrar contento, daba aullidos tristes.
Bajó el doctor de la jaca, y dejándola en el zaguán, entró por el patio sin hallar a persona alguna. El podenco iba delante, aullando a veces, como si quisiera darle una nueva dolorosa.
Al ir a subir la escalera para dirigirse al cuarto de su madre, apareció la niña Araceli y se echó en los brazos del doctor.
-¡Hijo mío, hijo mío! -dijo-. ¿Dónde has estado? Gracias a Dios que sano y salvo te volvemos a ver.
-Tía, ¿cómo está Vd. por aquí? ¿Qué ha pasado?
-Tu madre está enferma, hijo mío.
-No me oculte Vd. la verdad, tía. Es inútil. Mi madre...
-No subas ahora... está durmiendo.
-Está durmiendo un sueño eterno -exclamó el doctor-. Mi madre ha muerto.
La niña Araceli ni afirmó ni negó, pero prorrumpió en amargo llanto.
El doctor subió precipitadamente la escalera. Iba a dirigirse a la alcoba de su madre, cuando el ama Vicenta le detuvo a la puerta, diciéndole:
-No está aquí.
Instintivamente se fue entonces hacia la sala-estrado. También allí estaba a la puerta otra persona: el Padre Piñón.
-Déjeme Vd. que entre y la vea -dijo D. Faustino.
El Padre Piñón, juzgando ya inútil todo disimulo, respondió al doctor:
-No entres; no perturbes su reposo: pide a Dios que descanse en paz.
D. Faustino cayó llorando entre los brazos del Padre.
-¡Ha muerto! -dijo.
-Ha muerto como una santa -contestó el Padre Piñón.
-Soy un miserable. Yo la he muerto con mis locuras. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué no me matas a mí?
-Quia Dominus eripuit animam tuam de morte -dijo el Padre, que siempre llevaba el Breviario en la memoria, y entonces, además, le traía en la mano, abierto por el oficio de difuntos.
-Hijo mío -añadió-, reza por tu madre, reza por ti: mira que en estas grandes tribulaciones, el rezar es el mayor consuelo: Tribulationem et dolorem inveni, et nomen Domini invocavi.
-Es cierto -respondió D. Faustino-; he hallado la tribulación y el dolor; pero no he hallado la fe.
-¡Qué horror! Si has de hablar así, vete. No profanes este sitio.
El doctor tomó entonces maquinalmente el Breviario que tenía el Padre Piñón. Fijó sus ojos en la página por donde estaba abierto, y leyó unas desesperadas sentencias del libro de Job, encarándose al leerlas con el Padre, como si le contestara.
-Mi alma -dijo-, tiene tedio de mi vida. Hablaré con amargura de mi alma. Diré a Dios: no quieras condenarme. Manifiéstame por qué me juzgas así. ¿Por ventura te parece bien el que me calumnies y me oprimas?
Aterrado el Padre de que así convirtiera el doctor el bálsamo en veneno, le arrancó el Breviario de entrelas manos.
D. Faustino se precipitó dentro de la sala.
En medio de ella, en un féretro, entre cuatro blandones ardiendo, hacía más de veinticuatro horas que estaba su madre de cuerpo presente.
D. Faustino se acercó al féretro con silencio respetuoso; se hincó de rodillas como quien pide perdón, y levantándose luego del suelo, se inclinó sobre el rostro de la difunta, le contempló con honda pena, y exclamó como si anhelase despertarla:
-¡Madre, madre mía!
Respetilla, que estaba velando el cadáver, el Padre Piñón; doña Araceli, que había subido, y el ama Vicenta, callaban y lloraban.
El doctor aproximando, por último, los labios a la cara pálida y desfigurada de doña Ana, la besó en la frente y en las mejillas.
Los que asistían a este espectáculo, se apoderaron de D. Faustino y casi por fuerza le sacaron de allí y se le llevaron a su cuarto.