Las ilusiones del doctor Faustino: 20


- XVIII - Pacto amoroso editar

Los primeros albores empezaron a penetrar por las mil hendiduras que había en las viejas maderas de las ventanas de aquella habitación. El canto alegre, con que los pajarillos celebraban la venida del día, llegó a los oídos de D. Faustino y de su amada.

Movida de los celos, atropellando respetos morales y religiosos, roto el freno de la prudencia, con ímpetu irresistible de amor, de amor que rayaba en fanatismo y que la hacía creer que estaba enlazada al doctor con vínculo eterno, María había caído entre sus brazos.

-No me detengas más -dijo, desprendiéndose de ellos-: debo partir: no me sigas. Cumple el pacto que hemos hecho.

-Le cumpliré por más que sea difícil cumplirle; pero no me dirás la razón, el fundamento de este misterio en que te envuelves

-La razón del misterio es el misterio mismo, y no puedo revelarle. Antes quiero que de nuevo me prometas no seguirme; no pensar siquiera en explicarte cómo he llegado hasta aquí, y, si te lo explicas, ocultártelo a ti mismo, si es posible. Por último, no quiero que hables a nadie de mí ni de nuestras ocultas entrevistas. ¿Me lo prometes?

-Te he dicho que sí, y no faltaré a mi palabra -contestó el doctor.

-Yo te amo con todo mi corazón y soy tuya para siempre -añadió María-. Sin embargo, entiéndelo bien: guardo mi libertad para huir de tu lado, cuando deba, sin que aspires a detenerme. Cuando yo crea que debo huir, no pondrás obstáculo; no preguntarás la razón. Bástete saber que estoy ligada a ti con eternas ligaduras. Mi huida te devolverá todo tu albedrío; pero yo, aunque de ti me separe un mundo, me consideraré siempre como tu fiel compañera, como tu esclava. Tú eres, tú has sido, tú serás mi único amor. Tenlo por delirio, pero yo creo que te amo eternamente, al través de mil existencias; que eres el alma de mi alma: que soy, no ya tu inmortal amiga, sino tu esposa inmortal: la esencia dulce y suave de tu propio espíritu.

-No, bien mío: tú eres su energía, su vigor, su gloria: la estrella que ha de guiarle, el imán que debe atraerle, la virtud divina que es y será principio, raíz y manantial constante de todos sus excelsos pensamientos y de todos sus actos mejores. El tormento de no amar me destrozaba el alma, la sospecha injuriosa de que era incapaz de amar mi corazón amargaba mi existencia. Tú has desvanecido la sospecha injuriosa; tú has acabado con el tormento. El amor del amor era mi martirio. Sin objeto que mi alma juzgase digno de ser amado, mi alma se consumía. Hoy mi alma vive en ti: te amo. Esta breve frase, te amo, profanada mil veces, mil veces pronunciada sin conciencia y sin sentimiento, tiene ahora un valor infinito, absoluto.

-Otra de las condiciones de nuestro pacto -continuó María, aparentando frialdad, que su voz trémula desmentía-, condición fundamental para que mi orgullo quede tranquilo, y en cierto modo, serena mi conciencia, a pesar de mi pecado, que Dios con su misericordia quizás me perdone, es que yo a nada te obligo ni te comprometo. Tú no debes hoy tal vez, casi de seguro, no deberás jamás, hacerme tu mujer legítima, en esta vida transitoria. Tú no puedes tampoco tenerme a tu lado como tu amiga. Aunque las causas que me llevan a hacer vida tan misteriosa desapareciesen, yo misma no consentiría en agravar el pecado con el escándalo. Así, pues, quien no puede ser ni tu amiga, ni tu esposa, debe quedar libre para huir de ti cuando una imperiosa obligación la llame a otro punto.

-No me atormentes, María -dijo el doctor-. No sé quién eres; pero no me importa desconocer estas o aquellas circunstancias vulgares de lo menos esencial de tu ser. María, yo conozco tu alma: mi alma se ha confundido con tu alma. Quiero ser tu amante, tu esposo ante los hombres, como ya lo soy ante Dios.

-No blasfemes, Faustino. El delirio de amor que nos une no tiene la santidad de un sacramento.

-Pues ¿no dices tú misma que eres mi esposa inmortal?

-Sí, lo digo, y lo creo. Nuestras almas están unidas; pero ¿hemos de matarnos impíamente para que esta unión valga? ¿Hemos de prescindir del ser corporal que tenemos? ¿Quién ha santificado la unión de Faustino y de María, tales como son ahora en la tierra? Esta unión no es posible: yo no la quiero. No puede santificarse.

-¿Y por qué? -dijo D. Faustino-. Tú eres libre, tú eres hermosa, tú eres sublime. Has venido inmaculada a mis brazos. Me has hecho dueño de tu beldad y de tu corazón sin exigir nada en cambio. Yo ahora te lo doy todo: mi mano, mi nombre, mi vida. ¿Quieres casarte conmigo?

-Nunca.

-¿Quieres vivir a mi lado?

-Tampoco.

-¿Y por qué te niegas a casarte conmigo? ¿Por qué dices que nunca?

María estuvo un instante suspensa, silenciosa y como meditando. Luego dijo:

-La sinceridad y el fervor con que me hablas me inducen a proponerte una cláusula más en nuestro pacto amoroso. Me has preguntado si me casaré contigo, y he contestado nunca. Retiro el nunca. Yo estoy tan cierta de que siempre te amaré, que te prometo ahora solemnemente que, si pasada tu mocedad y realizados o deshechos tus sueños ambiciosos, eres libre, me amas aún, me buscas y vivo, seré tu esposa. Antes no es posible... Tú no te comprometes a nada. Sola yo me comprometo.

-Pues yo te juro que me casaré contigo cuando quieras.

-No jures. No acepto tu juramento. Dios no le aceptará tampoco y le tendrá por vano. Adiós.

D. Faustino estrechó de nuevo entre sus brazos a la mujer querida. Ella logró al cabo desprenderse de aquellas amorosas cadenas, corrió hacia la puerta y desapareció sin que el doctor se atreviese a seguirla.

María había prometido volver a la noche siguiente.