Las ilusiones del doctor Faustino: 19
- XVII - Más pueden celos que amor
editarEl doctor, de vuelta a su casa, fue a ver a su madre y le dio el gusto de estar de conversación y de cenar aquella noche con ella, de lo cual la tenía muy deseosa, por acudir a la tertulia de las Civiles.
Después de la cena, y retirada el ama Vicenta que la servía, doña Ana y su hijo hablaron de sus negocios, nada florecientes, y al cabo dijo doña Ana:
-Mal estamos, hijo mío: pero te aseguro que hoy me arrepiento de que no te hayas ido a Madrid, y sueño con buscar medio de que te vayas, aunque sea empeñándonos más.
-¿Y por qué, madre mía, quiere Vd. ahora alejarme de sí?
-Voy a decírtelo claro, sin andar con rodeos; como una madre debe hablar a su hijo: porque tus relaciones con Rosita me traen sobresaltada.
-¿He de vivir como en un desierto, sin tener relaciones con nadie?
-Tienes razón. Yo debí pensar en eso, y, no ya detenerte, sino estimularte para que te fueses de este lugar. Aquí tenías que avillanarte por fuerza.
-Madre, esa palabra es muy dura. ¿En qué y por qué me he avillanado?
-Faustino, no creas que te culpo; casi te excuso. Conozco que no habías de vivir, en la flor de tu edad, como vive un anacoreta. Sólo un fervor de religión, que por desgracia no tienes, podría haber hecho tal milagro. Los hombres, o por educación o por naturaleza, carecéis del santo pudor; carecéis del estímulo de quien cifra en el recato la honra, que es lo que salva a las mujeres.
-Aun así, madre mía -dijo el doctor-, no todas las hermanas de mis abuelos, cuando tuvieron hermanas, acabaron por meterse monjas, a fin de no emparentar con gente baja y deslustrar el brillo de nuestra familia. Algunas se casaron con arrieros enriquecidos, con labriegos dichosos y con afortunados contrabandistas. Parientes tenemos por este lado entre lo más ruin del lugar.
-Lo sé, hijo mío; pero sé también que ningún López de Mendoza, ningún varón de tu casta, desde hace siglos, se ha casado jamás con mujer que no sea de su clase. ¿Serás tú el primero?
-Y a Vd., madre mía, ¿quién le ha dicho que yo me voy a casar?
-Pues entonces, ¿a qué esas visitas? ¿A qué esos amores? ¿Me negarás que los hay? ¿Qué fin, qué desenlace van a tener?
D. Faustino se puso rojo como la grana y bajó los ojos al suelo guardando silencio.
-Todo me lo explico -prosiguió doña Ana-; pero has caído en un error harto peligroso; no has comprendido los mil inconvenientes de tu conducta. Quiero prescindir del pecado, de la vergüenza, del escándalo de unas relaciones amorosas que no se piensa en que tengan por término el matrimonio. Quiero suponer, además, que esa Rosita es tan descocada y sin decoro que te acepta por amigo, y que no piensa siquiera, por amor a su libertad y por seguir siendo señora de sí misma, de su casa y de sus bienes, en convertir a su amigo en dueño y marido legítimo. Todo esto quiero suponer. ¿Has reflexionado tú el papel que vas a hacer, el papel que probablemente estás ya haciendo?
D. Faustino entrevió todo el peso de la acusación de su madre. Se sintió abrumado bajo él. No contestó palabra.
-Los vicios de un caballero -prosiguió doña Ana-, no dejan de serlo aunque sean de un caballero: pero aún es mayor dolor cuando se llega a ser vicioso sin nobleza y sin hidalguía.
-Vd. se propone martirizarme. Vd. está afrentándome, madre. ¿Qué pretende Vd. decir con eso?
-No, hijo de mis entrañas; tu madre, que te ama, no puede afrentarte, diga lo que diga. Si mi voz es hoy harto severa, acalla tus pasiones, oye en silencio la voz de tu conciencia, y lo será más aún. Lo que yo quiero significar (estamos solos y voy a hablarte con crudeza) es que si tu mocedad te incitaba a tener amores groseros y vulgares, hubiera sido menos indigno, menos impropio de un caballero, buscarlos en una mujer pobre, de lo más infeliz del pueblo, a quien, sin engañarla nunca con necias esperanzas, hubieras en cierto modo elevado hasta ti, cuya miseria hubieras socorrido. Aunque pobre y empeñado, todavía podías permitirte este lujo en nuestro miserable lugar. Ante Dios hubieras cometido un pecado gravísimo; para los hombres hubiera sido un escándalo: pero sobre el escándalo y el pecado no hubiera venido la humillación como viene ahora. La hija del escribano usurero es rica, te agasaja, te lleva a sus posesiones, te muestra a sus criados como si tú fueses su criado favorito, su Gerineldos, su... chulo. No falta ahora más sino que digan por ahí que te mantiene o que te mantenga en efecto.
Tal vez un orgullo aristocrático desmedido exageraba las cosas; pero en el fondo, había mucho de verdad en lo que doña Ana estaba diciendo. Don Faustino lo sentía así: le irritaba la fiereza de expresión y de sentimientos con que su madre le zahería; pero allá en lo más hondo de su conciencia se declaraba culpado.
-Los jornaleros que han estado binando en la Nava -prosiguió la tremenda matrona rondeña-, vuelven contándolo todo según su estilo. Todo ha llegado a mis oídos como lo cuentan. La señorita doña Rosa Gutiérrez te obsequia, te favorece, te regala, te encumbra hasta ella, te elige por su favorito, te luce como pudiera lucir un brinquillo, se muestra espléndida por tu causa, dando a todos para cenar cordero y vino generoso; en fin, aparece a los ojos de todos como reina o emperatriz que saca de la nada a uno de sus vasallos, porque le ha caído en gracia.
Los que hayan vivido en una aldea y conozcan sus usos y costumbres, comprenderán el furor de doña Ana, dado su carácter. La malicia de los campesinos es sin piedad; y cuantos habían visto a don Faustino y a Rosita en la Nava, habían vuelto explicando aquellos amores del modo que doña Ana decía. Por el ama Vicenta y por otros criados sabía doña Ana los comentarios lugareños; y estaba fuera de sí, herida en lo más sensible de su alma: en su orgullo aristocrático y en su amor de madre.
Consternado el doctor, permanecía silencioso y con la cabeza baja.
-Créeme, hijo mío, es muy cruel para tu madre lo que está sucediendo -prosiguió doña Ana-. Ya te consideran todos en el lugar como el amigo, el protegido de la hija del escribano. Esta gente soez imagina que tú eres para Rosita algo parecido a lo que el vulgo de Madrid imaginaría de Godoy con relación a una gran señora. En que te tengan por tal han venido a parar todos nuestros sueños ambiciosos, todas nuestras ilusiones. Mira qué princesa te tiende la mano y te levanta a su altura. Mira qué emperatriz te da su privanza, gentil y valeroso caballero. ¿Fue para eso para lo que te concibió y te parió tu madre?
Jamás había visto el doctor a aquella señora tan irritada y violenta. Quería el doctor disculparse y hasta vindicarse: mas no acertaba a decir palabra. En medio de todo, doña Ana no sospechaba siquiera que las relaciones entre Rosita y el doctor estuviesen tan adelantadas. Amores tan por la posta no cabían en la cabeza de la severa hidalga. Temeroso don Faustino o de tener que mentir o de tener que revelar algo que molestaría y afligiría más a doña Ana, seguía callándose, en actitud humilde.
Más mitigada la furia con el silencio y la humildad que con la contradicción o la apología que el doctor hubiera podido hacer, continuó doña Ana en tono menos acre:
-Ten valor, Faustino. Acuérdate de quien eres. Deja de ir todas las noches en casa de esas mozuelas. Ve apartándote poco a poco de su trato y familiaridad. No te digo que rompas de repente, porque no es justo ofender a nadie. El escribano además es malo para enemigo. En un instante, si quisiera tomar venganza de ti, podría concitar a nuestros acreedores: ejecutarnos, hollarnos, perdernos. Pero si tú, sin faltar a la cortesía, pretextando enfermedad u ocupaciones, vas dejando de ir a su casa, ni él ni sus hijas tendrán razón de quejarse. Su venganza se limitará a alguna burla tonta como la que hacen de mí. Dirán también de ti que eres brujo, que te tratas, como yo con el comendador Mendoza, con la coya doña María y con otras almas en pena de nuestra familia.
-Madre -contestó al fin el doctor-, nada puedo prometer a Vd. ahora, pero no dude que deseo complacerla. Por lo pronto solo diré que no tengo yo la culpa de que los jornaleros y las comadres de este lugar interpreten mis acciones aviesamente. Baste saber que yo no he dado motivo para la censura acerba que Vd. ha formulado. Podrá haber habido imprudencia en mí; pero nada he hecho indigno de un caballero. Si el escribano es rico y nosotros somos pobres, tampoco es culpa mía. ¿Cómo quiere Vd. que me enriquezca en este lugar? Por consejo y excitación de Vd. fui a vistas de mi prima Costanza y salí desairado. No tema Vd. que, después de aquel escarmiento, vaya yo por mi iniciativa a buscar, ni en la hija del escribano, ni aunque fuera en la hija de un rey, remedio o alivio para la pobreza en que vivimos.
Doña Ana amaba con pasión a su hijo: empezó a sentir que había estado con él cruel en demasía; el recuerdo del desaire que por culpa suya había sufrido el doctor de doña Costancita le ablandó más el corazón; y dándose por satisfecha con lo que el doctor acababa de decir, se levantó doña Ana de su asiento, se echó en los brazos de su hijo y le dio muchos besos, vertiendo a la vez amargo llanto.
-¡Qué desgracia, hijo mío! ¡Qué desgracia! ¡Somos unos miserables: nos miran como a unos pordioseros!
El pobre doctor consoló a su madre lo mejor que supo y pudo, aunque él también tenía harta necesidad de consuelo.
A poco se retiró doña Ana a descansar, y el doctor descendió a sus habitaciones del piso bajo. Estaba agitadísimo y no quiso meterse en la cama.
Respetilla, según costumbre, acudió a desnudarle. D. Faustino le despidió y se quedó en el salón de los retratos.
D. Faustino no pudo ni estudiar ni escribir ni leer. Andaba a grandes pasos por la sala; meditaba y cavilaba con tal exaltación, que a menudo pronunciaba las palabras que acudían a su mente con las ideas, y accionaba y manoteaba como un loco.
-Tiene razón mi madre -decía-, tiene razón... y eso que no lo sabe todo. Me he comprometido neciamente. Es una embriaguez de los sentidos, una pasión vulgar la que me ha llevado a tal extremo. ¡Si yo la amara, si yo la estimara, aunque fuese hija de Satanás, y no ya del escribano usurero!... Yo la sacaría del lugar, yo me casaría con ella, yo haría prodigios para elevarme y conquistar un nombre, una posición, a fin de que no se dijese que todo se lo debía. Pero ¿la amo acaso? ¿Es esto amor? La violencia de afectos, el delirio que sentí a su lado, ¿en qué se parece al amor verdadero? ¡Ah! Yo comprendo el verdadero amor, hasta le siento... pero sin objeto. Estoy condenado a llevar en el alma, en embrión, todas las excelencias y virtudes, todas las grandes pasiones, todos los nobles sentimientos, y no realizo más que lo bajo, lo pedestre, lo ínfimo, lo truhanesco, como si fuese el hermano menor de Respetilla. Mi Laura, mi Beatriz, mi Julieta, mi Isabel de Segura, ¿en quién se han convertido? Y, sin embargo, ella es mejor que yo. Yo soy un infame, un embustero, un ingrato. Por amor, sea como sea; por amor a su modo, pero ardiente, sincero, generoso, ella me ha mimado, me ha lisonjeado, me ha regalado, me ha rendido su voluntad sin condiciones, sin promesas; con ciego abandono. Y yo, aunque la deseo aún, y aunque el recuerdo vivo de su ternura conmueve mi ser y le excita a nuevo deleite, me atrevo a menospreciarla, en virtud de no sé qué pasiones ideales que no realizaré nunca. Cuando miro el centro de mi alma, el abismo que tal vez el orgullo abrió allí, me finjo que soy grande como un dios. Cuando miro mis actos y los resortes de mi voluntad, que a tales actos me inducen, se me antoja que soy más vil que un perro.
D. Faustino se echó en un sillón que estaba junto a un velador, en medio de la sala. Una sola bujía iluminaba aquel recinto.
Allí se entregó el doctor a nuevas, tristes y profundas meditaciones.
Volvió a mirar en lo más hondo de su alma y se encontró capaz de toda grandeza. ¿Por qué, pues, no hacía sino lo que pudiera hacer el más vulgar y bajo de los hombres? ¿Qué resorte le faltaba?
El doctor discurrió entonces que le faltaba la dicha: que era víctima de una fatalidad. Esta fatalidad sólo con la fe podía romperse: pero el doctor no poseía la fe sino a medias. Creía en sí mismo, y no creía en nada exterior que le llamase, moviese y estimulase.
El mundo no le ofrecía los triunfos, los sublimes amores, la gloria pura, las victorias brillantes, con que él había soñado y soñaba. El mundo hasta entonces no había hecho sino trocar algunas de las ilusiones en desengaños y hacerle pagar cualquier deleite efímero, cualquiera satisfacción de amor propio, con una humillación. El doctor, por otra parte, al descender desde las alturas de sus ensueños, de sus esperanzas y quizás de sus ilusiones, al tratar de dar consistencia a todo aquello en el mundo real, sólo había logrado rebajarse a sus propios ojos, hallarse indigno de sí, desfigurar y manchar y afear el ídolo hermoso, el tipo de perfección que de sí mismo había creado en el seno de su conciencia, y al que pugnaba por acercarse y por identificarse.
Lleno del espíritu de nuestro siglo, comprendía que el destino, la misión del hombre, era realizar en esta vida todas las virtudes, potencias y facultades de su alma, contribuyendo así al humano progreso, poniendo su piedra en el monumento de la historia, y completando con su propio ser, activo, noble y generoso, la dignidad y magnificencia de las cosas creadas, entre las cuales y sobre las cuales, debía descollar y resplandecer el espíritu, la inteligencia, el fuego divino, de que su cabeza y su corazón eran foco, templo y morada.
Si nada de esto podía hacer ¿por qué no huía del mundo? ¿Por qué no se ocultaba en un desierto? En vez de ir a Madrid, debía ir donde nadie le viese. Aquel hastío, aquel odio a la sociedad humana, que en otras épocas pobló los yermos y despobló las ciudades ¿es quizás ahora un absurdo anacronismo?
El doctor imaginaba que sí y que no: imaginaba que el hastío y el odio llenaban las almas de muchos hombres; que por momentos llenaban también la suya. Pero ¿dónde estaba la fe, la creencia en un objeto fuera del alma, y fuera del mundo, ante quien postrándose y humillándose y con quien viniendo a unirse luego, se limpiara el alma de todo pecado, desechase toda bajeza, y se levantase al fin a aquel grado de perfección, a donde había aspirado en vano a llegar por sí sola? No; ni el alma del doctor, ni otras almas atormentadas como la suya, podían ya huir a la Tebaida y renovar los tiempos y los prodigios de los Pablos, Antonios, Pacomios e Hilariones. ¿Qué iban a adorar allí, como no fuese el espectro de su propio ser, sublimado y endiosado por la orgullosa fantasía?
Para un tormento como el de su alma se le figuraba a D. Faustino que no había más que un remedio: la muerte. Y sin embargo, apenas pensaba en la muerte, todas las esperanzas, todas las ilusiones, todos los propósitos de su lozana juventud surgían como de un abismo, y se presentaban a sus ojos, llenos de luz y belleza, y hacían llegar a sus oídos una encantadora armonía. Eran como el cántico de la resurrección que su semi-tocayo el doctor Fausto creyó oír a los ángeles, cuando iba a apurar la copa de veneno.
Además, el horror a la nada podía más en el ánimo del doctor que el miedo de las penas eternas, si le hubiera tenido. Quería vivir, pero vivir de una vida grande, noble, poderosa, fecunda; de una vida que dejase en pos de sí un rastro luminoso e indeleble. El no ver hasta entonces el medio de lograr este deseo era lo que le atormentaba; pero la confianza en sus propias fuerzas y la risueña esperanza vivían aún en su corazón.
Se sentía con bríos para remover todos los obstáculos, para vencer todas las dificultades. Sólo un estímulo poderoso le faltaba. Sólo le faltaba un agente que pusiese en actividad aquellos bríos: un objeto que infundiese en su espíritu la fe, el amor, el entusiasmo suficientes. Costancita había sido una coqueta sin corazón; Rosita, aunque graciosa, discreta y apasionada, no podía adecuarse al ideal soberbio de sus aspiraciones; la amiga inmortal permanecía casi invisible.
¿Por qué no acudía en su auxilio la amiga inmortal, cumpliendo repetidas promesas? Fuese quien fuese por su material origen, por su posición entre los seres humanos en el momento presente, el doctor comprendía que había en aquella mujer un espíritu igual al suyo, que era cuanto encarecimiento podía hacer de ella en su mente presuntuosa.
Mil extrañas ideas cruzaron entonces por el cerebro de D. Faustino. Mil deseos y propósitos se ofrecieron a su voluntad. Si hubiera creído en la posibilidad de pactar con el diablo, hubiérale dado cuanto hay que dar al diablo, a trueque de un ferviente amor, de un punto fijo y radiante, que fuese estrella polar en el mar tempestuoso de su vida, y al mismo tiempo centro poderosísimo de atracción que le agitase y encaminase.
Era tal el orgullo del doctor, que uno de los más irrebatibles argumentos, que contra lo sobrenatural se le presentaban, era la no intervención de nada sobrenatural en su vida. Si no merecía él que los poderes superiores buenos o malos, que el principio de la luz o el de las tinieblas, acudiesen a sus evocaciones y conjuros, le prestasen solícitos su apoyo, empleasen en él una providencia especialísima, ¿qué otro ser humano había de merecerlo? Quizá no existían tales poderes cuando no se doblegaban a su voluntad, ni a su llamamiento respondían.
Postración melancólica abatió al fin el ánimo de D. Faustino, tan exaltado hasta entonces. Se juzgó una de las más infelices y cuitadas criaturas que había sobre la tierra. Se alucinó hasta creer que la coya y las demás imágenes de sus progenitores ilustres le miraban compasivas. Lágrimas de despecho brotaron entonces de los ojos del doctor y corrieron por sus mejillas. Aunque por lo común, no estén bien las lágrimas en un rostro varonil, el dolor que a D. Faustino se las arrancaba era tan alto, aunque extraviado, que, sellando su rostro con expresión maravillosa, le hacía parecer bellísimo en aquel instante.
Eran más de las dos de la noche. El sombrío aspecto de aquel gran salón, el silencio profundo que en torno reinaba, la cercanía del cementerio, los retratos mismos apenas iluminados entonces por una sola bujía, el recuerdo de la última aparición de la mujer misteriosa, todo convidaba a amarla, a desear aparición nueva.
Iba el doctor a levantarse del sillón y a abrir la ventana, casi seguro de que María estaba junto a él, de que se hallaba parada, con lágrimas en los ojos, como la otra vez, de espaldas a la tapia del cementerio, cuando se abrió suavemente la puerta y volvió a cerrarse enseguida, dando entrada a un bulto negro, cuyos contornos y formas el doctor no distinguía. Sin embargo, así como había presentido que su amiga inmortal estaba cerca, antes de que la viese, así reconoció que era ella, antes de verla y distinguiría por completo.
La persona que acababa de entrar traía en la mano una linternilla, que vertiendo luz delante de sí, la dejaba en obscuridad o sombra confusa: pero la persona colocó enseguida la linterna sobre la mesa, donde estaban los búcaros y los vasos de china. Al volver luego la cara, D. Faustino, extático, absorto, reconoció a su amiga inmortal, más hermosa, más gallarda, que nunca. Si su mejor concepto de poeta, si su más egregio pensamiento hubiera tomado cuerpo humano, no le hubiera parecido más bello.
La luz de la bujía, que estaba sobre el velador, dio de lleno en el rostro de la amiga inmortal y trajo con el reflejo sus facciones armoniosas y nobles a los ojos y al ánimo del doctor embelesado y mudo de espanto.
-Los celos son más poderosos que el amor -dijo María con voz dulcísima y triste-. Impulsada por ellos, lo he olvidado todo; lo he atropellado todo; he venido a verte. Aquí me tienes.
D. Faustino no pensó en el modo con que aquella mujer había llegado hasta allí. Poco le importaba que se hubiese filtrado, como un fantasma, por los espesos muros de su casa solariega; que el diablo, para que él no se quejase de que no le socorría, se la hubiese traído por el aire; o que hubiese penetrado por un medio natural y sencillo. Lo que le importaba era tenerla allí, y sentir, al tenerla allí, una pasión que jamás había sentido en toda su plenitud; no una pasión incierta y vaga, cuyo valor no resistía al análisis, ni al escalpelo de su espíritu crítico, sino el amor evidente, perfecto, irresistible, vencedor de las otras pasiones y digno de su alma.
-Aquí me tienes, Faustino -volvió a decir María-. Una fuerza superior a mi voluntad me trae a ti. Soy tuya. ¿No valgo más que... esa otra? ¿No lograré que me ames?
El rubor encendió el rostro de D. Faustino. Pensó en que todas las palabras de amor, todas las expresiones de ternura, todas las frases de afecto y hasta de adoración que pueden dirigirse a una mujer, habían sido profanadas en sus labios la noche antes. Nada respondió a María. Voló hacia ella y la estrechó frenético entre sus brazos.