Las ilusiones del doctor Faustino: 21


- XIX - Los milagros del desprecio editar

Ya no vacilaba ni dudaba D. Faustino. Su alegría era grande. Sentía verdadero amor. Creía haber puesto en actividad el enérgico resorte que antes faltaba a su alma y se juzgaba capaz de acometer todas las empresas y de abrirse camino al través de todos los peligros y dificultades.

Sólo un escrúpulo de conciencia, casi un remordimiento, le atormentaba.

Era cierto que nada había prometido a Rosita; que ningún juramento le había hecho; que ninguna palabra le había dado. Pero esto mismo ilustraba y ensalzaba más la generosa confianza de la hija del escribano.

D. Faustino estaba decidido a no volver a verla, a sacrificarla a María, a quien amaba con pasión, a quien pensaba amar siempre, aunque llegase a saber que era la hija del verdugo: pero no podía menos de lamentar el inmerecido desdén, el cruelísimo abandono de que iba a ser víctima Rosita. Su resolución de no volver a visitarla, era, no obstante, inquebrantable.

Llegó aquel día la hora de la tertulia de los tres dúos, y Respetilla fue solo. Rosita lo extrañó mucho y estuvo triste. Respetilla remedió el mal por su cuenta, asegurando con un aplomo envidiable que D. Faustino estaba enfermo, en cama. El disgusto de Rosita pasó entonces de ser algo colérico a ser tierno y piadoso.

Durante cuatro días, tuvo Respetilla la habilidad de seguir entreteniendo a Rosita con la ficción de que D. Faustino estaba enfermo. Rosita le enviaba con Respetilla los más cariñosos recados. Respetilla fingía de parte de su amo otros recados no menos cariñosos.

Rosita pensó en escribir al doctor: pero, era tan mala su letra y tan anárquica su ortografía, que, para no desacreditarse, no se atrevió a escribirle.

Rosita preguntó al médico por la enfermedad de D. Faustino. El médico contestó que no le había visitado y que no sabía de tal enfermedad; pero Respetilla disipó la sospecha, asegurando que su amo se curaba a sí propio.

Como D. Faustino no salía de casa, ni nadie le veía, lo de la enfermedad era verosímil.

El doctor, entretanto, se calentaba la cabeza discurriendo el modo menos malo de romper con Rosita. Pensaba escribirle una carta llena de amistosos sentimientos de gratitud y de ternura, despidiéndose de ella con razones alambicadas y sofísticas, con quintas esencias y tiquis-miquis, más fáciles de inventar así en pelotón que de explicar cumplidamente en un escrito.

Arduo empeño era el de escribir la tal carta. El tiempo pasaba y D. Faustino no la escribía.

Cuando Respetilla interpelaba a su amo, como varias veces lo hizo, sobre los motivos que tenía para no ir a ver a Rosita, D. Faustino, no teniendo qué contestar, daba un sofión a Respetilla.

Hasta doña Ana hallaba mal aquel rompimiento brusco y grosero; y aunque no sospechaba cuán estrechos y apretados eran los lazos, extrañó que su hijo no volviese en casa de las Civiles, y le excitó a que fuese, y a que se apartase del trato de ellas con suavidad y cortesía.

D. Faustino, a pesar de estas juiciosas amonestaciones, estaba tan prendado, tan en éxtasis perpetuo, tan elevado en los amores de su amiga inmortal, que sentía repugnancia invencible por volver a visitar y a hablar a Rosita.

Aceptando por bueno el embuste de su criado, el doctor explicó a su madre el súbito abandono en que dejaba a las Civiles, alegando también que estaba algo enfermo; pero que iría a verlas cuando estuviese mejor.

Para todos los de la casa, ignorantes del misterio de los amores, la enfermedad del doctor parecía verdadera. Ya no había paseos, ni a pie ni a caballo; ya no había combates al sable, y el doctor, cuando no hablaba ni hacía compañía a doña Ana, se encerraba en sus habitaciones.

Rosita, entre tanto, estaba llena de inquietud. A veces dudaba de que fuese cierta la enfermedad de D. Faustino. Su orgullo y la persuasión en que estaba del valer de su ingenio y de su belleza apartaban de su mente el horrible recelo de que un tedio súbito, una saciedad desdeñosa, un desprecio invencible, hubiesen suplantado en el alma del doctor aquel fervor amoroso que ella había compartido y al que había cedido la noche de la Nava. La soberbia montaraz de Rosita y su vanidad de labradora rica y de reina de aldea no habían consentido que pusiese condiciones al doctor ni que exigiese de él promesa ni juramento alguno. Rosita no había pensado distinta y claramente ni en que D. Faustino se casase con ella ni en nada parecido; pero tampoco había pensado, ni temido por un instante, que el amor, satisfecho y pagado, había de alejar de ella a aquel hombre, sino que había de aprisionarle más y más y hacerle para siempre su siervo... ¡Tan poderosa se creía!

Ahora recelaba; ahora temía; ahora tenía celos; si bien todo de una manera vaga y confusa. Cuando esta pasión se apoderaba de su pecho, forjaba planes de venganza: maldecía en su interior a D. Faustino; volvía a llamarle D. Pereciendo, conde de las Esparragueras y abogado Peperri; se sentía humillada de haberle querido; deseaba matarle, y faltaba poco para que no rugiese como una leona.

Respetilla, imperturbable, intrépido, pertinaz en mentir, seguía sosteniendo la enfermedad de su amo. Así templaba la furia de Rosita; así lograba aún que su ánimo pasase de los ímpetus iracundos a la compasión amorosa.

Por último, Rosita no pudo sufrir más; quiso salir de la duda que la atosigaba. Una noche, al llegar Respetilla a la tertulia, tomó Rosita por auxiliar a Jacintica, e intimó, ordenó y mandó al buen escudero que las llevase a ambas a casa de D. Faustino y que la hiciese entrar a ella de oculto en la estancia del doctor, mientras éste cenaba o conversaba con su madre en el piso alto. Así quería, saltando por cima de todo respeto, ver a su amigo y cerciorarse de su desgracia o de su dicha. Respetilla aguzó en balde el ingenio para excusarse; Jacintica suplicaba; Rosita exigía con imperio. Una y otra sabían que Respetilla tenía la llave de la casa en su poder. No hubo más que rendirse. Además, Respetilla decía para sus adentros:

-¿Qué mal ha de haber en esto? Quizás luego me lo agradezca mi amo. Él no viene por aquí por alguna extravagancia que no comprendo. Esto será sin duda algo de filosofías que no se me alcanzan. Pero en cuanto mi amo vea a Rosita tan guapa, así de repente y como caída del cielo, en su propio cuarto, a las once de la noche, vamos... no le parecerá mal. De fijo que se alegra.

Hechas estas reflexiones, Respetilla cedió, y cedió con gusto: llevaba en su compañía a Jacintica.

Se dispuso que otra criada se quedase haciendo de dueña, y autorizando con su presencia los coloquios de Ramoncita y de D. Jerónimo. Al mismo D. Jerónimo, que era un bendito, se le persuadió de que Rosita tenía un jaquecazo de todos los diablos y que debía irse a acostar. Jacintica se fue con Rosita como para cuidarla. Respetilla se despidió a poco rato, y las dos mujeres que estaban aguardándole en un rincón oscuro del portal, con los pañolones por la cabeza, se escabulleron con él sin ser vistas de nadie.