Las ilusiones del doctor Faustino: 18


- XVI - El Paraíso terrenal

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Alguien pensará quizás que, estando de por medio los amores poéticos del doctor con su inmortal amiga, había mucho de profanación y de miseria humana en enredar con Rosita, la hija del escribano usurero, otros amores bastante vulgares. El doctor pensaba lo mismo, sobre todo cuando no estaba bajo la influencia de Rosita. Cuando hablaba con ella, era el doctor hombre perdido. Desde la cumbre serena y clara de las más sublimes especulaciones se precipitaba y hundía en un abismo tenebroso.

¿De qué le valía meditar teóricamente en las cosas eternas, en lo permanente y absoluto, en el origen, destino y último fin de lo creado, si en la práctica venía a caer en ser un camarada de Respetilla y de D. Jerónimo, con quienes hacía, no ya partida cuadrada, sino partida cúbica o casi cúbica?

No pocas razones hallaba el doctor para disculparse, algunas de las cuales no estará de más consignar aquí. María, la amiga inmortal, era sin duda una mujer que le amaba de un modo noble; pero el doctor, en vista de que ella misma se había descubierto y se había mostrado sin ningún prestigio de elevación y tan envuelta en la realidad impura, no podía convertirla en una como diosa, en un símbolo de todo lo santo y lo bueno: no podía hacer de ella lo que Dante de Beatriz y Petrarca de Laura. Exigir además amor exclusivo y fiel, aun siendo posible el endiosamiento del ser amado, era empeño superior a nuestra condición terrenal, ocultándose, como el ser amado se ocultaba. El propio Dante había tenido mil prosaicos extravíos, a pesar de Beatriz, y Petrarca, a pesar de Laura, no se había descuidado tampoco.

El doctor, por otra parte, aunque amaba lo ideal, no estaba muy seguro de lo que fuese, porque de nada estaba seguro.

-Si lo que amo y quiero amar está abstraído, sacado por mí de lo real, como si fuera una esencia o un espíritu destilado o más bien evaporado en el alambique del entendimiento, cierto que sería un absurdo dejar la realidad y la substancia por la apariencia, el vapor y la sombra. Ello es que no acierto a concebir nada más bello que la forma de una mujer bella. Si quiero poética o artísticamente representarme a una diosa, a una ninfa, a una sílfide, a la religión, a la filosofía, tengo que darle forma de mujer. Verdad es que le quito imperfecciones y que le añado bellezas, que las mujeres que he visto tal vez no tienen; pero, en lo esencial, lo que me represento es una mujer. Luego la forma, el ser de la mujer es lo más hermoso, deseable, poético y artístico, que puede concebir y amar el hombre.

En cuanto a las perfecciones y a las imperfecciones también había mucho que dilucidar. El doctor abrió una vez el libro del orador romano, De natura deorum, donde se toca magistralmente este punto, y halló que hasta los lunares de Rosita pudieran pasar por divinas perfecciones. El poeta Alceo estuvo perdidamente enamorado de un lunar, ¿por qué no había él de enamorarse de dos lunares?

Hechos estos estudios filosóficos, el doctor, si bien creyó ver en el retrato de la coya ciertas miradas severas, desechó los escrúpulos que le asaltaban y se decidió a imitar a su modo al ermitaño de la leyenda, entrando en la barquilla y dejándose llevar de la corriente.

Doña Ana sabía ya las visitas de su hijo en casa de escribano, y estaba contrariada; estaba como sobre ascuas. Era duro exigir de un joven que se enterrase en vida, que no tratase con nadie. De tratar con alguien en Villabermeja, era evidente que lo más comm'il faut, la high life legítima, el verdadero mundo fashionable residía en la tertulia de las Civiles. Y sin embargo, doña Ana (tan cogotuda la había hecho Dios) se avergonzaba de que su hijo cenase con las Civiles y las tratase familiarmente, y se asustaba previendo mil compromisos y enredos. Algo de esto expuso a su hijo con notable circunspección y prudencia; pero todo fue inútil. A la hora convenida, el doctor, caballero en su jaca, y Respetilla en su mulo, estaban en la puerta de las Civiles para ir a la jira campestre.

Rodeada de multitud de chiquillos, salió y se puso en marcha la expedición. El escribano y don Jerónimo iban en sendas mulas, con aparejos redondos. Rosita a caballo, a la inglesa, con traje de amazona, hecho en Málaga. Y por último, Ramoncita, Elvirita y Jacintica, iban en burros con jamugas. Resultaba, pues, que Rosita y el doctor, que iban al lado la una del otro, parecían los reyes de aquella pompa, y los demás el séquito o comitiva. Aquello era lo que vulgarmente se titula dar una gran campanada. El lugarcillo se alborotó. Todas las mujeres salían a las ventanas para ver pasar a las Civiles y al doctor Faustino, que desempedraban las calles. Se diría que era el triunfo de Rosita, que iba luciendo a su cautivo enamorado.

Durante todo el viaje, Rosita fue delante, siempre con el doctor al lado, el cual le daba la derecha, mientras la anchura del camino lo consintió.

No hacía ni calor ni frío. El tiempo era hermosísimo.

Por medio de viñas y olivares, fueron subiendo la falda de uno de los cerros que tanto limitan el horizonte bermejino. A la media legua, no se veía a un lado y otro ni planta, ni yerba alguna, sino piedras enormes. El cerro, casi como cortado a tajo, era una masa de áridos peñascos, sin capa vegetal. Formando mil revueltas, se prolongaba el camino, que más que camino pudiera calificarse de escalera. Sólo caballerías muy acostumbradas, como las de que se servían nuestros expedicionarios, podían ir por allí sin venir al suelo y derrocar a los jinetes.

Cerca de una hora duró esta ascensión dificultosa. El horizonte iba extendiéndose a medida que subían. Al rayar en lo más alto, se descubrían desde allí provincias enteras, iluminadas por un sol refulgente, y claras y distintas, merced a la transparencia del aire, limpio de nieblas y nubes. Se veían en lontananza Sierra-Morena, al Norte; hacia el Oriente, el picacho de Veleta, cubierto de nieve, y la serranía de Ronda hacia el Mediodía. Dentro de estos límites, poblaciones blancas y alegres, caseríos, huertas, viñedos, ríos y arroyos, bosques de olivos y encinas, santuarios célebres en las cimas de varios cerros, y muchísimos sembrados, que verdeaban entonces con todo el esplendor de la primavera.

-¡Bendito sea Dios! -exclamó Rosita-. ¡Qué vista tan hermosa!

-Yo no veo más que a ti -contestó el doctor-. ¿Para qué buscar la hermosura remota cuando la tengo a mi lado? En ti se cifra todo lo mejor de la tierra y del cielo. ¿Para qué cansar la mirada y la mente recogiendo la belleza difusa, y para qué abarcar tanto espacio y cuadro tan extenso al concebirla toda, si la tengo en ti, en compendio y resumen?

-Cállate, lisonjero, mentiroso: cállate, que me voy a volver tonta y presumida con tus elogios. ¿Ves todos esos campos? ¿Ves todas esas tierras que desde aquí se divisan? Pues en verdad que nada de por sí vale tanto como la Nava, a donde pronto vamos a llegar. El verdadero Paraíso terrenal está en la Nava.

-Donde quiera que estés tú estará para mí el Paraíso.

Entre el doctor y Rosita se cruzaron esta pocas palabras en un momento en que pudo el doctor aproximarse a ella. Casi siempre, durante la subida, tenían que ir en pos unos de otros, pues la senda no tenía anchura para más, y aspirar a ir dos en fondo por allí hubiera sido exponerse a bajar derrumbados.

Respetilla, que iba detrás de Jacintica, como no podía tener apartes con ella, se distraía cantando coplas de playeras muy amorosas. En todo era Respetilla jocoso, menos en esto de cantar playeras. Las cantaba con mucho sentimiento. Era un gemido prolongado que ansiaba llegar al cielo; era un suspiro melodioso que traspasaba los corazones. Así iba cantando entre otras coplas:


Cuando yo me muera
dejaré encargado
que con una trenza
de tu pelo negro
me amarren las manos.


Esta oración jaculatoria, esta melancólica saeta hería sin duda el alma de la divinidad a quien se dirigía, que no era otra sino Jacintica; mas no por eso dejaba de agradar a los demás oyentes. No hay nada que, en medio del campo, en la soledad de un camino, cuando se va andando paso a paso, tenga mayor hechizo que una copla de playeras bien cantada.

Por último, llegaron todos a lo alto. Un hermoso espectáculo se ofreció entonces a sus ojos.

Aquellos peñascos áridos y desnudos se diría que forman como un enorme vaso lleno de la tierra más fértil. La Nava es una meseta que tendrá por la parte más ancha dos leguas de extensión. Por unos lados se sube a la meseta desde terrenos más bajos: por otros, se levantan soberbios montes, desde donde descienden varios arroyos abundantes, que fertilizan aquel lugar delicioso. En las laderas, que se inclinan hacia la Nava, hay viñas, almendros, acebuches y encinas: en la misma Nava, prados cubiertos de yerba y de mil géneros de flores silvestres. Los arroyos se han abierto cauce, al parecer, sin que intervenga la mano del hombre, y en sus orillas y cerca de sus orillas se han formado sotos frondosos, donde resplandecen los alisos, los álamos blancos y negros, los fresnos y los mimbrones. Cuando un arroyo hace remanso, crecen los juncos, las espadañas y la juncia; y por todas las orillas embalsaman el ambiente los mastranzos, el toronjil y la mejorana.

Florecía entonces todo en los prados, merced a la primavera; y sobre el fondo verde de la yerba fresca y tierna, lucían, cual rico esmalte, o cual bordado primoroso, las nigelas azules, los lirios morados, la salvia purpúrea, la amarilla gualda y las blancas margaritas.

Otras mil flores y plantas brotaban espontáneamente por toda aquella llanura y al borde del sendero por donde iban ya caminando el doctor y Rosita. Las marimoñas y las mosquetas se podían segar: las adelfas arbóreas empezaban a abrir sus capullos y a mostrar el color sonrosado de sus más tempranas flores; y el romero y el tomillo perfumaban el aire puro.

Buscando sombra y frescura habían acudido allí mil linajes de pájaros, como pitirrojos, vejetas, oropéndolas, verderoles, gorriones y jilgueros, los cuales parecía con sus trinos que saludaban a los recién llegados.

Rosita estaba entusiasmada de todas aquellas bellezas y muy satisfecha de mostrar a D. Faustino los encantos de los dominios de su papá, en los cuales ya habían entrado. Aunque gentes de otros lugares tenían fincas en la Nava, la mejor y más grande era la del escribano D. Juan Crisóstomo Gutiérrez.

Poseía éste, en las laderas contiguas a aquel llano, muchas fanegas de majuelo, que estaban a la sazón binando más de cincuenta hombres que habían venido de varada: y en la misma meseta, muchos prados, donde tenían toros bravos, vacas, novillos, ovejas y carneros. El escribano había asimismo circundado de un seto vivo de granados, zarzamora y lentisco, un buen espacio de tierra, donde tenía un huerto con frutales y muchas legumbres. A la entrada del huerto se parecía la casa de campo, capaz, limpia y bonita. Allí había bodegas, lagar, tinado para los bueyes, y algunas habitaciones cómodas para los señores.

La placeta, que se extendía delante de la fachada, estaba empedrada de redondas chinitas o piedrezuelas, formando dibujos con sus varios colores, como si fuese un rústico mosaico, y todo alrededor había higueras, nogales, floridas acacias y una multitud de rosales de todos géneros, llenos entonces de rosas blancas, rojas y amarillas.

Una torre de la casería servía de palomar; y las mansas palomas bajaban a la placeta, y venían casi a posarse sobre las personas, y a tocarse los picos y a arrullarse allí, sin el menor recelo. Multitud de golondrinas habían formado sus nidos entre las tejas salientes y el muro de la casería. Aficionadas a la sociedad humana, las golondrinas prorrumpieron en jubilosos chirridos cuando llegaron Rosita, el doctor y los demás de la expedición.

La casera, el casero y sus hijos, salieron a recibirlos y a tener las caballerías, que llevaron a los pesebres.

Ya todos a pie, se formaron cuatro parejas, asidas de los brazos, y se fueron a ver el huerto, que era precioso. Aún no había más fruta que alguna fresa: pero el lozano y pródigo florecimiento de mil frutales, como cerezos, manzanos, membrillos y albaricoqueros, prometían abundante cosecha. Quedaban algunas violetas tardías, que era la flor de que más gustaba Rosita, y en busca de las violetas se fue Rosita con el doctor a los umbríos, donde penetrando poco los rayos del sol, se mantenía más fresca la tierra y consentía que las violetas durasen.

Allí dijo el doctor a su compañera:

-Todo esto es amenísimo, hechicero; mas, si tú no me amas, me parecerá horrible.

-¿Pues no te he dicho que te amo? -contestó Rosita.

-No basta decirlo -replicó el doctor. Mira tú cómo se aman todos los seres en esta venturosa estación. Imítalos amando. El aire que se respira parece un filtro de amor, y en todos, menos en ti, obra sus mágicos efectos.

-Déjame ahora tranquila -contestó Rosita-. ¿No puedes gozar de la felicidad presente, ambicioso, inquieto, anhelante de mayor bien? Oye, Faustino; yo no soy calculadora: yo no reflexiono mucho, cuando me mueve la voluntad algún poderoso estímulo; pero un pensamiento triste me conturba a veces. Imagínate que estamos a orillas de aquel río misterioso de que habla la leyenda: que esta acequia, que riega el huerto, es ese río; que esta hoja seca que está cerca de la margen es la barquilla que nos convida a aventurarnos en la corriente, y que ya nos hemos aventurado. ¿No será posible que nos castigue el cielo y que en vez de ir al Paraíso terrenal, vayamos a caer en un precipicio?

-Cruel -dijo el doctor-, si tú me amases no pensarías tanto en lo futuro: reconcentrarías tanta felicidad en el momento presente, que bastaría con ella a llenar todos los siglos. ¿Qué martirio, qué desengaño, qué mal, que viniese más tarde, podría igualar la ventura de ahora?

Así se explicaba el doctor, cuando D. Juan Crisóstomo y Elvirita llegaron al sitio en que estaban. Luego vinieron también las otras dos parejas, y todas juntas rieron y charlaron.

La hora del crepúsculo fue encantadora en aquel sitio. Las flores dieron más perfume; el aire se llenó de más grata frescura; los pájaros despidieron al sol, que se sepultaba entre nubes de carmín y de oro, con trinos y gorjeos más amorosos y suaves.

Volvieron al tinado los bueyes y las vacas, y al corral, que servía de aprisco, los novillos más tiernos y muchas ovejas con sus recentales. Los cincuenta hombres, que habían estado binando, se vinieron a la casería, con el aperador a la cabeza. Todos traían las azadas al hombro, menos el aperador, que llevaba la vara, signo de su autoridad y como bastón de mando con que dirigía las faenas agrícolas. De la vara, sin duda, proviene que cuando van jornaleros a una finca distante de la población y duermen en ella, durante algunos días, hasta que terminada la obra, vuelven al lugar, se diga que van de varada.

La varada debía terminar al día siguiente. Los cincuenta hombres aún dormían aquella noche en la casería, donde tenían para dormir una cámara espaciosa.

Todo era, pues, animación y bullicio rústico en la puerta y placeta de la casería, cuando llegó la noche. Con la venida de los amos no pudo menos de prepararse una gran fiesta. La noche convidaba a ello. El cielo despejado dejaba que la luna y las estrellas derramasen su luz pálida sobre todos los objetos, orlando los árboles con perfiles de plata y difundiendo por donde quiera una incierta y vaga claridad. Los ruiseñores cantaban en la espesura: los rayos murmuraban con dulce monotonía: y lo apacible y regalado de la noche convidaba a tomar el sereno.

Pronto se improvisó un magnífico baile en la ya descrita placeta. Entre los jornaleros había dos que habían traído guitarras y que las tocaban bien, no sólo de rasgueado, sino de punteo. Cantadores sobraban y no faltaba por cierto gente que bailase. La casera que era joven, las Civiles y Elvirita y Jacinta, gustaban todas del fandango. Los jornaleros más ágiles bailaron con ellas: pero ni D. Juan Crisóstomo, ni D. Jerónimo, ni el propio doctor, a pesar de toda su gravedad filosófica, pudieron excusarse de dar unos cuantos brincos y de hacer dos o tres docenas de piruetas y mudanzas.

Respetilla estuvo inspirado, sobre todo hacia lo último de la función, porque en medio de ella, todos cenaron corderos en caldereta, guisados por los pastores, con lo cual se despilfarró el escribano, cocina de habas con cornetillas picantes y un salmorejo rabioso de puro salpimentado. Con estos llamativos de la sed nadie desdeñó el vino de las bodegas de la casería, que circuló con profusión, en jarros para los jornaleros y criados y en vasos para los señores. Con el jaleo, regocijo, confusión y general tremolina, Rosita y el doctor pudieron decirse cuanto quisieron. El escribano se puso alegre, y Respetilla recitó muy bien, y sin esforzarse, la relación del borracho que habla con su novia; y recitó además la relación de El ganso de la botillería.

Para que nada faltase, hubo juegos, que Respetilla sabía dirigir y aun componer admirablemente. Por juegos se entiende algo como representaciones dramáticas, en su forma más ruda. Los actores son cómicos y poetas a la vez y cada uno inventa lo que dice. Uno solo, y aquella noche lo fue Respetilla, es el que dirige y compone el argumento y plan del drama.

Dos juegos o dramas hizo y representó Respetilla aquella noche: uno histórico y otro fantástico. Versaba el histórico sobre las burlas que la reina María Luisa hacía a muchas personas, porque era muy chistosa y amiga de burlas. Sólo Quevedo puede y sabe más que la reina en esto de burlar, y acaba por hacer a la reina una burla más aguda, con lo cual quedan las otras vengadas. En este juego hizo Jacintica de reina María Luisa y Respetilla de Quevedo.

El otro juego fue más común y ordinario; fue de los que más se usan en las caserías y cortijos. El protagonista es un jornalero decidor, enamorado, valeroso y algo borracho; en suma, un D. Juan Tenorio plebeyo. Respetilla hizo este papel. Nuestro héroe, aunque comete doscientas mil insolencias, se gana la voluntad de San Pedro, de San Miguel o de otro santo, y cuando viene el diablo en su busca para llevársele al infierno, hace que el diablo pase la pena negra y se mofa de él a casquillo quitado. Para diablo se busca siempre en estos juegos al más bobo que se puede hallar en toda la compañía. Aquella noche había, por fortuna, uno muy bobo, y Respetilla hizo reír a su costa, obligándole a salir dando bramidos, con unas trébedes en la cabeza, como corona del monarca del abismo, a cuatro patas, todo tiznado con hollín de la chimenea, y luciendo en cada pie de las trébedes un trapo mojado en aceite y encendido como una antorcha.

Todos rieron y celebraron mucho lo mortificado, vejado y rendido que quedó el diablo en aquella contienda.

Con esta representación diabólica terminó la función.

En la casa había cuartos de sobra para los señores, y todos fueron a acostarse, a su cuarto cada uno, a fin de levantarse temprano y ver amanecer en la Nava.

D. Faustino estaba tan embelesado de la fiesta, del campo, de aquellas escenas primitivas y agrestes, y sobre todo de Rosita, que se creyó trasladado a la edad de oro, se olvidó de sus ilustres progenitores los Mendozas, de la coya y hasta de María, y se tuvo por un pastor de Arcadia y tuvo a Rosita por su pastora.

A la mañana siguiente, salieron todos a caballo a recorrer la Nava, a ver los toros y a visitar el majuelo, donde los trabajadores terminaban ya la bina.

El doctor iba al lado de Rosita, como encadenado por el amor y la gratitud. Rosita parecía una reina que mostraba a su favorito a los demás vasallos. Parecía la reina de Cilicia, Epiaxa, pasando revista con el joven Ciro a los bárbaros y a los griegos, o Catalina II presentando a Potemkin a toda su corte.

Por la tarde volvieron los señores al lugar. Los jornaleros, que habían ido de varada, volvieron también, y no quedó casa en que no se refiriese y comentase el triunfo de Rosita.

Por la noche se suprimió la tertulia de los tres dúos. A la puerta de la casa del escribano se despidieron todos.

-¡Adiós; hasta mañana! -dijo Rosita al doctor.

-¡Adiós, bien mío!

-¿Me querrás siempre? ¿Estás contento de mí? ¿Eres dichoso? -añadió Rosita en voz baja.

D. Faustino le apretó la mano con efusión, y contestó:

-Te adoro.