Las ilusiones del doctor Faustino: 17
- XV - La tertulia de los tres dúos
editarRespetilla se apresuró a poner en conocimiento de Rosita que su amo iría aquella misma noche de tertulia a su casa. No podía dar a Rosita más agradable nueva.
Rosita, soltera, con más de veintiocho años, sin haber hallado nunca en el lugar hombre a quien sujetar su albedrío, dominando despóticamente en su casa, mil veces más libre y señora de su voluntad y de sus acciones que una reina no constitucional, no se aburría, porque su actividad y la energía de su carácter no eran para que se aburriese, pero se divertía poquísimo: asistía a la vida, como quien asiste a la representación de un drama que le parece tonto y cuyos personajes no le interesan.
Era Rosita perfectamente proporcionada de cuerpo: ni alta ni baja, ni delgada ni gruesa. Su tez, bastante morena, era suave y finísima, y mostraba en las tersas mejillas vivo color de carmín. Sus labios, un poquito abultados, parecían hechos del más rojo coral; y cuando la risa los apartaba, lo cual ocurría a menudo, dejaban ver, en una boca algo grande, unas encías sanas y limpias y dos filas de dientes y muelas blancos, relucientes e iguales. Sombreaba un tanto el labio superior de Rosita un bozo sutil, y, como su cabello, negrísimo. Dos oscuros lunares, uno en la mejilla izquierda y otro en la barba, hacían el efecto de dos hermosas matas de bambú en un prado de flores.
Tenía Rosita la frente pequeña y recta como la de la Venus de Milo, y la nariz de gran belleza plástica, aunque más bien fuerte que afilada. Las cejas, dibujadas lindamente, no eran ni muy claras ni muy espesas, y las pestañas larguísimas se doblaban hacia fuera formando arcos graciosos. El conjunto de todo expresaba una mezcla de malicia, soberbia, imperio, alegría, ternura y deseo de amor, imposible de describir. Ojos negros y ardientes, lánguidos a veces, a veces activos y fulmíneos como dos ametralladoras, iluminaban aquella movible fisonomía.
Ramoncita, la otra hija del escribano, era blanca, no tenía lunares, tenía la boca pequeña, era más alta que Rosita, y pasaba también por más guapa: pero ni en media docena de años revelaba Ramoncita, ni al alma ni a los sentidos, lo que Rosita en un momento. Rosita, sólo con mostrarse, daba idea de la gloria y del infierno: Ramoncita, del limbo.
Aunque Rosita tuvo tentación de adornarse un poco más que de costumbre para recibir a D. Faustino, vencida la tentación por su orgullo, aguardó la llegada del nuevo visitante con el mismo traje de percal, con el mismo pañuelo de seda al cuello y con el mismo peinado que de costumbre. Ni siquiera renovó las rosas que tenía en el pelo desde por la mañana y que estaban ya marchitas. No hizo más que lo que hacía todas las noches, antes de acudir a la tertulia; limpiarse los dientes, que ella cuidaba mucho, y lavarse las manos, que por andar con las llaves de la despensa o contando el dinero, ya para recibirle, ya para pagar a los trabajadores, requerían este cuidado en mujer tan pulcra. Conviene advertir, sin embargo, que ni las manos ni la cara de Rosita se echaban a perder fácilmente con las faenas caseras, con el aire del campo y de los corrales, y con andar por las despensas y las bodegas. Rosita no era un ser delicado; era una hermosura de bronce.
El doctor, acompañado de Respetilla, cumplió su palabra, y entró, poco después de las nueve de la noche, de tertulia en casa de las Civiles. Rosita, Ramoncita, la confidenta y acompañanta Jacintica, y el futuro médico, hijo del boticario, componían toda la reunión.
La conversación fue general durante diez o doce minutos; pero languidecía cada vez más, por la visible propensión de D. Jerónimo, el hijo del boticario, a tener apartes con Ramoncita, y la no menos visible de Respetilla a entonar un dúo con Jacintica la viuda.
Esta propensión prevaleció al cabo: se apoderó de los ánimos de Rosita y del doctor; y al cuarto de hora de estar el doctor en la sala baja, alumbrada por un esplendoroso velón de Lucena, se habían ya formado insensiblemente tres grupos naturales. En un rincón estaban Ramoncita y D. Jerónimo, charlando en voz baja; en otro rincón, Respetilla y Jacintica; y en otro rincón, por último, se quedaron Rosita y D. Faustino, hablando con tanta confianza y de asuntos tan íntimos como si toda la vida se hubiesen tratado.
-Nada, Sr. D. Faustino -decía Rosita-, conviene que cada cual se conforme con su suerte. Este lugar es un corral de vacas... convenido; pero... ¿dónde irá Vd. que más valga y menos gaste? Viviendo Vd. aquí tres o cuatro años, si hay dos o tres de buenas cosechas, podrá desempeñar su caudal y ponerse a flote. Ya desempeñado, y con el crédito de su ilustre apellido y de su mucho saber, tal vez no sea difícil que elijan a usted diputado. Así fuesen como Villabermeja los demás pueblos del distrito. Aquí manda mi padre, y por consiguiente mando yo. Si la ocasión se presentase y hubiese con quien contar en los otros pueblos, aquí volcaríamos el puchero en favor de Vd. De este modo iría Vd. a Madrid como debe ir. Entretanto, siga Vd. en sus estudios, escriba, medite, aumente sus conocimientos, pero no sea tan huraño. El arco no ha de estar siempre tendido. Bueno es que tenga el alma sus ratos de solaz y esparcimiento. Véngase Vd. por aquí, y charlaremos y seremos excelentes amigos. Yo no soy ninguna sabia, y sólo podré decir a Vd. cosas vulgares; pero tengo recto juicio y acertaré a dar a Vd. buenos consejos; y tengo además el genio tan alegre, que si logro no fastidiar a Vd., no hay término medio, he de lograr también disipar sus melancolías y ponerle regocijado, con el regocijo rústico y lugareño que por acá se estila.
-¿Cómo había yo de imaginar, querida Rosita -respondió D. Faustino-, que había de tener en Vd. una amiga tan buena? No llegaban a mis oídos sino las burlas que Vd. hacía de mí. Tenía miedo de presentarme a Vd. No debe Vd. tildarme de huraño.
-Es verdad -replicó Rosita-, estábamos mal informados. Nos estimábamos sin saberlo, y como no nos conocíamos, trocábamos en odio el afecto, y nos hacíamos la guerra. Ahora, que nos conocemos, se trocará el odio en amistad. ¿No es así?
-Por mi parte, yo no la odié a Vd. nunca. Ahora que la conozco, la quiero mucho.
El doctor cogió la mano de Rosita y la estrechó cariñosamente.
El diálogo entre el doctor y Rosita prosiguió en el mismo tono afectuoso, prometiendo el doctor acudir todas las noches a aquella tertulia de los tres dúos.
El doctor estaba contentísimo de la franqueza, bondad y rapidez con que Rosita intimaba con él. Un recelo, no obstante, le atormentaba algo. ¿Pretendería Rosita que él fuese su novio, y cambiaría en mayor aborrecimiento la nueva amistad, cuando en el pueblo se divulgase que él la visitaba y Rosita se convenciese de que D. Faustino López de Mendoza no aspiraba a casarse con ella?
Movido por este recelo, dijo el doctor a Rosita:
-He dicho que vendré aquí todas las noches, sin reflexionarlo bien. Para mí no puede haber cosa de mayor gusto; pero ¿qué dirán en el lugar? ¿No comprometerán a Vd. mis visitas?
La hija del escribano soltó una carcajada, enseñando todos los blancos dientes de su fresca boca.
-No se apure Vd. -dijo-, que yo no tengo miedo de compromisos. Digan lo que quieran en el lugar, yo no temo perder mi colocación. Tengo veintiocho años cumplidos y no me he casado porque no he querido ni quiero casarme. Soy libre como el aire y sé lo que me importa hacer, y hago lo que quiero. A nadie tengo que dar cuenta de mi vida más que a mi padre, y mi padre no me la pide. ¡Bueno fuera que, siendo mayor de edad, reina y señora en mi casa, no pudiese yo tratar y hablar con quien me gusta!
El con quien me gusta fue acompañado de una mirada muy amorosa de aquellos ojos de fuego. Rosita, que era tan soberbia como apasionada, añadió después, deseosa de que el doctor no temiese que ella aspiraba a casarse con él:
-Pues qué, ¿no podremos ser Vd. y yo amigos, y charlar y reír y hacernos compañía en estas soledades, por miedo de que murmuren? ¿Con quién hemos de hablar, si no hablamos el uno con el otro? Las mujeres que, como yo, llegan a los veintiocho años, pasan de la flor de la juventud a la edad madura, y no han querido casarse, ni han tenido novio, ni han tenido coqueteos siquiera, me parece que tienen derecho a que se las considere y respete. No faltaba más sino que yo no pudiese hablar con Vd. con frecuencia, a fin de evitar que dijese algún tonto que anhelaba yo enlazarme a la noble familia de los López de Mendoza.
-Y ser condesa de las Esparragueras de la Atalaya -dijo el doctor riendo.
-Y no es mal título -respondió Rosita, poniéndose colorada de que el doctor aludiese a su burla, pero recobrando al punto la serenidad-: además que para titular no le faltan a Vd. tierras más productivas y de más bonito nombre. Y en todo caso, mi padre tiene la Nava, Camarena y el Calatraveño, que se prestan a ser títulos como otras fincas de las mejores. Pero no pensemos en necedades. No titulemos ni contraigamos matrimonio. Seamos dos amigos leales que se quieren bien. Seamos Faustino y Rosita. Olvídese Vd. hasta de que soy una mujer. Yo lo tengo olvidado hace tiempo. Míreme Vd. bien: vestida de percal; despeinada casi: con estas rosas ajadas y marchitas; -y se las arrancó de un tirón-: con esta facha de mayordomo, de aperador o de ama de llaves. Vamos, ¿qué pretensiones he de tener yo con esta facha? -y Rosita se puso en pie, riendo, y dio una vuelta para que el doctor mirase el descuido de su traje y su completa ausencia de adorno y coquetería. Luego prosiguió:
-Varias veces hemos hablado de Vd. Respetilla y yo, y hemos decidido que Vd. es un penitente del diablo. En esto nos parecemos. Yo soy una penitente por el mismo estilo. Salvo que no soy tan seria. Yo me río como una loca, hasta de mi penitencia.
En efecto, el doctor miró detenidamente a Rosita, y vio que tenía razón. No había en ella el más ligero asomo de coquetería o de estudio, ni en el vestido ni en el peinado. No había más que la salud y el aseo. Parecía, como ya se ha dicho, una estatua de bruñido bronce. La intemperie no había ajado ni sus manos ni su cara, que tenían algo de la pátina que da el sol de Andalucía a las columnas y a otros monumentos artísticos. Su cuerpo, sin corsé ni miriñaque, se dibujaba bajo los pliegues del percal, tan gallardo y airoso como el de Diana cazadora.
-Todo cuanto ha dicho Vd. -contestó el doctor-, me parece la discreción misma. Sólo hay un mandato, pues sus insinuaciones son mandatos para mí, que creo que no podré cumplir.
-¿Y cuál es ese mandato?
-Que me olvide de que es Vd. mujer. Ese es un mandato imposible. Es Vd. mujer y mujer muy bonita, y Vd. misma lo siente y lo sabe.
Las rosas marchitas, que Rosita había arrancado de sus cabellos y tirado al suelo, estaban entre las manos del doctor.
-Estas rosas -dijo-, más bien que de haber sido cortadas, se han marchitado de envidia de esa cara tan graciosa. Yo las he de guardar como recuerdo.
-¡Qué bobería! -dijo Rosita-. ¿Para qué ese recuerdo? ¿No vamos a vernos diariamente?
-Sí: pero ¿y de día? ¿Y cuando no nos veamos?
-Dé Vd. acá esas rosas -dijo Rosita; y se las arrancó al doctor de entre las manos y las echó muy lejos de sí-. Para recuerdo, ya que Vd. necesita recuerdo a fin de no olvidarme, yo le daré otro mil veces mejor.
Abriendo, al decir estas palabras, un poco el pañolito de seda, que tenía sobre el pecho, metió la mano Rosita y sacó un escapulario de la Virgen del Carmen que llevaba pendiente y oculto en aquel sitio.
-Tome Vd. este escapulario y guárdele como recuerdo mío. Está bordado por mí y bendito por el señor obispo. Bese Vd.
Y le puso el escapulario en la boca para que le besase.
El doctor le besó con la mayor devoción, notando que conservaba aún el grato calor de quien se le daba.
En estos coloquios se pasó el tiempo hasta que dieron las once.
Jacinta, auxiliada por Respetilla, sirvió entonces la cena a los cuatro señoritos, echando los manteles sobre una mesa que había en medio de la sala, y trayendo cubiertos, vasos y una limeta de vino añejo. La cena consistía en un plato de lomo de cerdo, conservado en manteca, y bien aliñado, y en otro plato de espárragos trigueros en salsa, con huevos estrellados encima. De postres, higos, pasas, peros y arrope.
En la cena reinó la mayor alegría; la conversación volvió a ser general; la botella, que era de cristal y triple que una botella ordinaria, se fue quedando vacía; y, ya cuando los señoritos estaban en los postres, Jacintica y Respetilla se sentaron patriarcalmente en la misma mesa y dieron fin de cuanto había quedado.
A poco volvió de arrullar a su tórtola el escribano y rico propietario D. Juan Crisóstomo Gutiérrez, y, alegrándose mucho de ver a sus hijas en tan buena compañía, hizo mil cumplimientos al doctor Faustino.
A las doce terminó la tertulia, y se retiró el doctor a su casa, seguido de Respetilla, su escudero.
Durante seis noches más siguió el doctor acudiendo a la casa, cenando con las hijas del escribano, y formando con Rosita uno de los tres dúos en que la tertulia estaba dividida.
En la séptima noche, nos permitiremos oír parte del coloquio entre Rosita y D. Faustino. Poco antes de las once, hora de la cena, hablaban ambos de este modo en un rincón de la sala:
-Ya que te empeñas, te tutearé -decía Rosita-, pero soy tan distraída, que temo que he de tutearte en público. ¿Qué diría entonces la gente? Vaya, que digan lo que digan. Yo te tuteo... ¿Y el escapulario, le llevas siempre?
-Aquí le llevo -contestó el doctor-, sobre el pecho: por bajo de toda la ropa.
-¿Me quieres mucho?
-Con toda el alma.
-Mira, Faustino, querámonos así: pero no nos preguntemos cómo nos queremos. Hay un encanto en quererse sin saber cómo, que se desharía si nos obstinásemos en definir este afecto. ¿Es amistad? ¿Es amor? ¿Qué es?
-Es todo. Es algo de indefinible y poético -contestó D. Faustino-. Ignoro cómo te quiero, pero sé que te quiero.
-Pues abandonémonos a ese sentimiento indefinible, sin averiguar lo que sea en lo presente -dijo Rosita-, sin prever a dónde nos lleva en lo porvenir. ¿No hemos convenido en que somos dos ermitaños, aunque algo diabólicos: dos penitentes de extraña condición? Pues bien: yo he oído contar de otros dos penitentes que se encontraron una vez en un frondoso bosque, desierto y florido, por donde corría un río de claras ondas. Atada a la margen estaba una ligera y frágil barquilla. Los ermitaños tuvieron el valor de embarcarse, de desatar la barquilla y de abandonarse a la corriente, sin saber a dónde los llevaba. ¿Sabes a dónde fueron?
-¿Pues no lo he de saber? -respondió el doctor-. Fueron al Paraíso terrenal. El querubín, que le guarda con una espada de fuego, o estaba dormido o los quería bien, y no se opuso a su entrada, y entraron, y se regalaron allí como unos bienaventurados que eran.
-Veo que sabes la historia lo mismo que yo.
-Y dime, Rosita, ¿por qué no hemos de tener igual valor y confianza que los otros ermitaños? ¿Por qué no nos hemos de embarcar en la barquilla y dejarnos llevar de la corriente?
-Allá veremos -replicó Rosita-. Eso es para pensado. Por lo pronto no estamos mal. Nos hallamos en el bosque frondoso, en el florido desierto, a orillas del río de ondas claras. ¿No es ya bastante regalo? ¿No te contentas? Anda, ermitaño insaciable, ten calma. Oye cantar los pajaritos en el bosque, contempla las florecillas, sueña arrobado mirando cómo va corriendo el agua con manso murmullo; coge alguna campanilla o violeta de las que brotan a la orilla del río, y no pienses aún en lanzarte a la navegación, ni pidas Paraíso, como quien no pide nada. Pues qué, ¿vale tan poco lo presente? El Paraíso mismo, ¿no tiene precio, para querer llegar a él sin más ni más? Y el querubín, ¿no podrá oponerse a que entremos?
-No hay más querubín que tú. Tú eres a la vez ermitaño, querubín y Paraíso.
A este punto llegaban, cuando Jacintica los interrumpió, llamándoles a la cena, que estaba ya dispuesta. La conversación tuvo que hacerse general. Aquella noche fue más animada que nunca. Jacintica y Respetilla se sentaron a la mesa, sin ceremonia, poco después de los señoritos. Hubo gran tiroteo de chistes y de bolitas de pan. Respetilla, que tenía mil habilidades, lució algunas de ellas; cantó como el gallo, ladró como el perro, maulló como el gato, zumbó como la abeja y la mosca, rebuznó como el burro, e imitó los brincos y movimientos de la rana y del mono. Jacintica, que remedaba muy bien a las personas, puso en caricatura a varias de las más conocidas en el lugar. Hasta D. Jerónimo, aunque era formalísimo, se salió algo de quicio, y procuró contar dos o tres cuentos; pero todos eran sabidos, y, como por allá se dice, se los espachurraron con alboroto y risa. Rosita, por último, viendo a todos tan amenos y alegres y considerando que estaban en el mes de Mayo, propuso una expedición a la magnífica casería que tenía su padre en la Nava.
Los tertulianos aprobaron y aplaudieron con frenesí.
-Iremos mañana mismo -dijo Rosita-. Estas cosas si se retardan no se hacen. Saldremos de aquí a las tres. A las tres de la tarde, todos a caballo, a mulo o a burro, en la puerta de casa.
-No faltaremos -contestó el doctor.
-No faltaremos -repitieron los otros.
Cuando llegó, a poco, el escribano, Rosita le dio parte del proyecto, y el escribano le aprobó.
-Claro está, papá -añadió Rosita-, que tú vendrás acompañándonos.
-Pues ¿cómo había de ser de otra suerte? -dijo D. Juan Crisóstomo.
-Iremos -prosiguió Rosita-, todos los que estamos aquí, y además, papá me permitirá que yo convide a una amiga mía.
-Haz como quieras.
-Pues entonces convidaré a Elvirita, y seremos ocho. Buen número, ¿no es verdad?
-¡Buen número! -exclamó Respetilla-. No hay más que pedir. ¿Qué mejor apaño?
Con estas profundas y filosóficas exclamaciones de Respetilla, terminó cuanto de importante se dijo aquella noche en la tertulia de los tres dúos, y los tertulianos se separaron hasta el día siguiente.