Las ilusiones del doctor Faustino: 16


- XIV - Penitencia para el diablo

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La nueva aparición, confirmando más a don Faustino López de Mendoza en la creencia de que su inmortal amiga era un ser vivo, y persuadiéndole de que estaba en Villabermeja, le excitó a buscarla con ahínco. Pasmoso era, sin duda, que se ocultase tan bien en lugar tan pequeño; pero el doctor perdió la esperanza de hallarla como no fuese registrando casa por casa.

Este asunto de la mujer misteriosa le pareció de tal condición, que no quiso fiarse de Respetilla para que le ayudase en sus averiguaciones. Por motivos opuestos, y quizás más poderosos, se guardó bien asimismo de decir nada a su madre. Cuando María, la llamaremos así, ya que el doctor así la llamaba, se escondía tanto, razones poderosas tendría para ello. Si el doctor se hubiera confiado a Respetilla, hubiera expuesto a María a que la descubriesen. Confiándose a su madre, la hubiera llenado de recelos. Sabe Dios lo que imaginaría su madre de mujer que así se ocultaba.

Sólo había otra persona, cuyo sigilo era grande y cuyo afecto hacia el doctor era mayor aún. A ésta pensó en confiarse para que le ayudase a descubrir a María. Dábase la circunstancia de que esta persona era la más a propósito que había en toda Villabermeja para poner en claro un misterio y despejar una incógnita. Apenas había familia que no conociese, ni lance que no supiese, ni amores que ignorase, ni pendencia matrimonial de que no tuviese noticia. Sabía esta persona hasta lo que comían en cada casa. Si ella no daba, pues, con la inmortal amiga, la inmortal amiga era un ser inaveriguable y utópico, por más que fuese al mismo tiempo real, visible y tangible. La persona en quien pensó el doctor para que le ayudase en las investigaciones era su propia nodriza, el ama Vicenta, la cual, desde que le crió, seguía en la casa sirviendo a doña Ana.

Ya estaba resuelto a confiárselo todo, cuando dos días después de la aparición de María, fue el doctor a su quinta en la jaca. La casera estaba sola a la puerta de la quinta, mientras que el casero cavaba.

-Señorito -dijo la casera-, esta mañana me entregaron un papel para su merced.

-¿Quién le entregó? -preguntó el doctor.

-Un forastero a quien no conozco.

-Venga ese papel -dijo el doctor.

-Aquí está -contestó la casera dando a D. Faustino un pliego cerrado, que él recibió con emoción extraordinaria, pensando reconocer en la letra del sobrescrito la mano de la mujer misteriosa.

Salió entonces en medio del campo, y mirando antes a todas partes para cerciorarse de que nadie había por allí que pudiese verle o interrumpirle, abrió la carta y leyó lo siguiente:

«No ha sido mi propósito presentarme a tu ojos ni herir tu imaginación con el prestigio de lo sobrenatural. Mi alma soñadora, anhelando explicarse esta fuerza invencible que me lleva hacia ti, descubre, tal vez se finge, otras existencias en que tú y yo, sin obstáculo alguno que entre nosotros se interpusiese, nos amamos y fuimos dichosos; pero no pretendo imponerte esta creencia. Mi alma cree también que, durante el sueño, desprendiéndose, por obra del amor, del cuerpo que anima, vuela y se pone a tu lado; mas no aspiro tampoco a que lo creas. Yo te amo y sólo aspiro a que me ames. Tengo miedo, no obstante, de lograr lo mismo a que aspiro. ¿Para qué aspirar a que me ames, si no es posible, en esta vida, que nuestro amor nos dé ventura? De aquí lo singular de mi proceder. De aquí el huir de ti y el buscarte. La prudencia me induce a huir; el amor me lleva a ti a pesar mío.

»Hay además en mi vida un misterio horrible que no quiero, que no debo revelarte. Hay algo que está en mí y no está en mí, y que me hace indigna de tu amor. No presumas ni sospeches por eso que reside la indignidad en lo que es mi persona.

»Un diamante se conserva entero, puro, aunque caiga en el fango. Impenetrable a toda substancia corrosiva, sólo la luz penetra en su seno y le alegra y le llena de claridad y de hermosura. Tú eres la luz; mi corazón es el diamante.

»Una pequeña semilla cayó en la tierra. El sol con su calor divino la fecundó. Allí brotó una planta lozana, y en la planta una flor: pero no abrirá el cáliz ni dará su aroma, si el sol, que eres tú, no la acaricia.

»Mucho tengo que agradecerte, aunque no lo sabes. Ser flor y diamante te lo debo a ti, que eres mi sol y mi luz. La firmeza para resistir al fango en que había caído, te la debí a ti, mi luz, y fui diamante, y no fango. El brío, la fuerza para ascender a la región serena del aire, saliendo del seno inmundo de la tierra, te lo debí a ti, mi sol, que con tu divino calor, hiciste subir por el tallo hasta el sellado cáliz las esencias suaves y delicadas que son tuyas y para ti se guardan.

»Abandonada de todos, ruda, ignorante, ni los sagrados misterios de una religión que yo no comprendía, ni los santos que están en los altares y cuya vida y cuyas virtudes yo ignoraba, hubieran evitado mi perdición. Dios quiso salvarme por tu medio. Dios, sin duda, infundió en mi alma una admiración hacia ti, que ha levantado mi espíritu y le ha hecho apto para concebir todo lo bueno. La preocupación constante de no hacerme indigna de ti, de no perder toda esperanza de que me estimases, ha sido mi escudo y mi defensa en los primeros años de mi vida.

»Más tarde vino el espíritu consolador y me llevó a su lado. A su lado se ha abierto mi alma a todas aquellas ideas nobles y a todos aquellos sentimientos generosos de que es capaz por su semejanza con Dios. Yo, sin embargo, aunque lejos ya de ti, no pude olvidarte. Antes bien recordaba con más viveza que la primera iluminación de mi alma fue obra tuya. Cuanto yo aprendía luego, cuanto por estudio y natural discurso alcanzaba lo veía como cifrado e incluido en aquella primera iluminación de que tú fuiste causa. De esta suerte creció mi amor hacia ti. Como germen caído en terreno inculto, así tu amor cayó en mi alma. Todo cultivo posterior, lejos de extirpar el germen, ha contribuido a que se desenvuelva y brote con lozanía.

»Hasta la ausencia, el no verte en muchos años, poetizó más y más tu recuerdo. Te he vuelto a ver y no has desmerecido a mis ojos del concepto que de ti tenía, fundado en recuerdo tan poético. Así es que toda soy tuya. No dejaré de amarte aunque no me ames; no dejaré de amarte aunque me aborrezcas o me desprecies.

»Si te oculto quien soy tengo para ello razones poderosas. Respétalas y no me persigas.

»No hables de mí con nadie: te lo suplico.

»Si me amas, yo lo adivinaré y te buscaré. ¿Podré huir de ti, podré resistirme si me amas?

»Si no me amas, ¿para qué turbar con mi presencia tu sosiego? De mi amor mismo, aunque me abandonase y fuese toda tuya, no tomarías ni gozarías sino aquella mínima parte, quizás la más vulgar y grosera, que tú fueses capaz de sentir por mí. Tal es la condición del amor. Quien guarda para alguien todos sus tesoros jamás podrá darlos, por más que lo desee, como la persona amada no produzca y dé en cambio iguales tesoros de amor.

»La otra noche me viste por acaso y a pesar mío, abriendo de repente la ventana de tu cuarto. Tú me verás de más cerca, tú me verás junto a ti y por mi voluntad, si llegas a amarme. Tal vez me verás, aunque no llegues a amarme, si no logro vencer esta inclinación que me lleva hacia ti, anhelante de un momento de felicidad, por más que sea menester comprarla a costa de tu desvío y de un siglo de tormentos. Adiós. -Tu María».


El primer efecto que hizo la lectura de esta carta en el ánimo de D. Faustino fue el de excitar el deseo más vehemente de buscar y de hallar a la mujer misteriosa.

A pesar de la súplica que contenía la carta, diciendo -No me persigas-, el doctor hizo cuanto pudo, aunque en balde, por descubrir a aquella mujer.

El otro precepto de la carta -No hables de mí con nadie: te lo suplico-, hizo más fuerza en la voluntad del doctor. Por no faltar a él no se atrevió a hablar de María ni siquiera con el ama Vicenta.

Pasaron, pues, ocho o diez días, durante los cuales leyó el doctor la carta cien veces, meditó sobre ella y no halló rastro de la persona que la había escrito.

Trasladado a lenguaje llano, el contenido de la carta daba de sí lo que sigue:

María era de Villabermeja. Nacida de lo más vil y abyecto de la sociedad, había visto y admirado al doctor cuando niña, enamorándose de él. Esta pasión sublime, engendrada en el alma antes de que María llegase a la adolescencia, la había salvado de perderse para siempre. La carta se expresaba a las claras sobre este punto. De ello no podía dudar el doctor, por más que no recordase a ninguna chica pobre de ocho a diez años a quien hubiese podido inspirar una pasión. Algún alma caritativa (y el doctor menos que nadie, porque estaba siempre en Babia, podía adivinar quién fuese), se había después llevado a María y la había educado. La educación y la ausencia, lejos de destruir el amor de ella hacia el doctor, le habían poetizado y sublimado.

Impulsada de este amor irresistible, María, a pesar suyo y conociendo que dicho amor no podía tener término feliz, perseguía al doctor y procuraba enamorarle.

D. Faustino López de Mendoza, aunque viciado por las malas lecturas y por la triste ciencia de su siglo, tenía excelentes prendas, corazón generoso y una sinceridad nobilísima. Tenía además veintisiete años.

Soñaba, pues, con amar y con ser amado; pero ni quería engañar a los demás ni engañarse a sí mismo. ¿Qué razón había para que amase ya a la mujer misteriosa? Apenas la había visto: apenas había hablado con ella.

Sin embargo, tal era la inclinación de D. Faustino a todo lo poético y extraordinario, que se esforzó por quedar enamorado de su María.

Se dice de algunos personajes, que perdieron la fe, y que, con fervoroso deseo de recuperarla, hicieron durante meses y años como si la tuvieran: rezaron sin creer en el rezo, cumplieron todos los preceptos y se sometieron escrupulosamente al rito. Así creyeron al cabo. Quien esto escribe conoce a un sujeto, que hoy está en opinión de santo, y que durante el período de su transformación, asistía a una reunión de racionalistas y descreídos. -¿Dónde va Vd., D. Fulano? -le preguntaban cuando se retiraba. -Voy a hacer guasa religiosa -contestaba él. Hasta que a fuerza de hacer esta guasa, acabó por tomarlo todo por lo serio y ser casi un bendito siervo de Dios, como es en el día, sahumando y aromatizando con el perfume de su santidad el campamento de D. Carlos VII.

El carácter del doctor era inflexible. No podía el doctor, por nada en el mundo, hacer guasa amorosa, ni de ninguna clase. Si el verdadero amor había de venir en pos de la guasa, aunque no viniese nunca.

Y sin embargo, la inmortal amiga interesaba al doctor. Su alma estaba ansiosa de amarla. Mas para amar lo que no se ve ni se toca, ¿por qué amar a una mujer? Ámese la ciencia, la belleza ideal, la poesía increada antes de revestir una forma, la perfección moral irrealizable en esta vida que vivimos: ámese a Dios, en suma.

Amar a una mujer, con fervor semejante al que debe emplearse en el amor de estas cosas más altas, es una idolatría: idolatría que no se comprende si no se ve o si no se toca el ídolo.

Dante, gran maestro de amor, lo había dicho en una admirable sentencia, salvo que Dante cometió la injusticia de acusar sólo a las mujeres de este linaje de materialismo. Dante deplora lo poco o nada que


...in femmina foco d'amor dura
se l'occhio o il tatto spesso nol raccende.


¿Por qué no deploró y confesó Dante el mismo defecto en el hombre?

Tal vez el gran poeta confundió con el amor verdadero la adoración de la mujer como figura simbólica y como alegoría y personificación de la ciencia divina, de la inspiración poética y hasta de la patria. Así amó él a Beatriz. Así amó Petrarca a Laura. ¿Podía el doctor amar así a su María?

Antes de recibir la última carta, no hubiera sido difícil. Después de recibida la última carta era casi imposible. A la mujer, que ha de ser objeto de un amor de este género, importa que las circunstancias la levanten por cima del amador; la pongan como un pedestal; la encierren como en un impenetrable santuario. Esto tal vez no basta, por último, y es menester que venga la muerte y la arrebate a misteriosas esferas, y deje sólo de ella, en este bajo suelo, un fantasma etéreo, un simulacro divino, forjado por la mente, y cuya mera aproximación a nosotros, o soñando o velando, nos encumbre al paraíso y nos traiga como un subido deleite y como un sabor prematuro de eterna bienaventuranza.

El doctor, reconociendo con humildad que no lo merecía, había sido y era para su María lo que Beatriz para Dante. Estaban, por un capricho de la suerte, los papeles trocados. Pero ¿cómo hallar él en María a su Beatriz o a su Laura, después de la confesión ingenua que en su última carta María le había hecho?

El doctor, pues, muy a pesar suyo, tuvo que confesarse que deseaba la presencia de María; que su amor, fuese ella quien fuese, lisonjeaba su amor propio: que sentía hacia ella piedad, profunda simpatía y hasta cierta ternura, pero no verdadero amor. Ni siquiera sentía el amor simbólico y metafísico de Dante y de Petrarca por sus dos queridas verdaderamente inmortales.

Lejos de sosegar esta confesión el ánimo del doctor, le atormentaba con amarga tristeza: le atormentaba con el tormento de no amar, que es el mayor de los tormentos.

Para distraerse de sus melancólicas cavilaciones redobló su actividad corporal. Paseaba desaforadamente a pie y a caballo; los combates al sable con Respetilla eran cada día más largos y feroces; tiraba a la barra; levantaba pesos enormes, y no pocas veces llegó a tomar el azadón y cavó con ahínco hasta derretirse sudando: pero al consumir y gastar así sus fuerzas corporales, no lograba aquietar, ni por un instante, la inflamada vehemencia del espíritu.

Respetilla no era tonto, quería bien a su amo, recelaba que en aquella vida solitaria que estaba haciendo acabaría por volverse loco, y no dejaba ningún día de aconsejarle que viviese como los demás hombres, y que ya que por falta de dinero no le era dable irse a vivir a la corte, hiciese de la necesidad virtud, se figurase que Villabermeja era en substancia lo mismo que Madrid, y tratase a la gente de Villabermeja, distrayéndose y recreándose con sus paisanos, y sobre todo con las hijas de sus paisanos, entre las cuales las había muy bonitas, alegres y discretas.

Una mañana, después del combate al sable, Respetilla habló de este modo:

-¡Alabado sea el poder de Dios y lo que ve el que vive! Cosas hay que no las creyera quien no las viera. Tenga por cierto su merced que jamás he dudado yo, antes he creído muy natural, que haya habido ermitaños penitentes, que se zurren de lo lindo con unas tremendas disciplinas, no comiendo más que yerbas y no bebiendo más que agua, no pensando en amores ni en amistades y viviendo en la soledad: pero, al cabo de esta amarga vida, alcanzaban tales ermitaños la gloria eterna, la música celestial y qué sé yo cuántas delicias. Para ganarse la voluntad de Dios bien pueden hacerse sacrificios. Lo que no comprendía yo hasta que lo he visto en su merced es que haya también ermitaños y penitentes del diablo. Si la mitad de la penitencia, del recogimiento, de la abstinencia, de las vigilias y estudios en que su merced consume su mocedad y su vida, se encaminasen a agradar a Dios, nada tendría yo que decir sino que su merced era un santo. Lo malo es que yo sospecho que su merced no se sacrifica sino para dar gusto al diablo, que al fin no tiene gloria que darle, ni siquiera le da, en esta vida, dinero y poder, aunque sea a trueque del infierno en la otra. Jamás había yo querido creer en las brujas, por que no comprendía qué gusto habían de tener, al ver tan perdidas a las que pasaban por tales, en servir al diablo sin recibir salario. Ahora empiezo a creer en la brujería. No se ofenda su merced, señorito. Su merced es brujo, y está dando culto al diablo, y sacrificándole su mocedad y su existencia.

-Yo no doy culto al diablo -contestó el doctor, no poco lastimado del tino con que Respetilla le atacaba-: yo doy culto a la necesidad invencible. Si a eso llamas tú diablo, sea enhorabuena; doy culto al diablo.

-¿Y qué necesidad tiene su merced de vivir como vive?

-¿Puedo acaso vivir de otro modo? Donde quiera que yo fuese haría un papel ridículo sin un cuarto. ¿A qué oficio voy a ponerme si no sirvo para nada? No hay más que resignarme a vivir en Villabermeja. Y aquí, ¿qué otra vida he de hacer que la que hago?

-¿Y por qué no hacer aquí otra vida? -replicó Respetilla-. ¿Para qué desea su merced ir a Madrid? Sin duda para tratar a aquella gente. Pues trate su merced a la de aquí y se ahorrará el viaje. Pues qué, ¿la gente de Madrid es distinta de la de Villabermeja? Todo se va allá, señorito.

-Vamos, ¿y dónde está esa gente? ¿Con quién te parece a ti que me trate?

-Con todo el mundo. Hay además una casa a donde yo quisiera que fuese su merced, porque allí se divertiría.

-¿Y cuál es esa casa?

-La de mi señor compadre el escribano.

-Pues si sus hijas me detestan.

-Detestan a su merced, porque su merced no va a verlas. Las pobrecillas están picadas.

-¿Cómo sabes tú eso?

-Toma; porque me lo han dicho. Yo hablo mucho con las dos, y sobre todo con Jacintica, la viuda del guarda, que las acompaña siempre y va con ellas a misa, visitas y paseo. Ramoncita, la hija menor del escribano, es muy bonachona, y hace lo que quiere Rosita, su hermana mayor. Pronto la casará con el hijo del boticario, que está ya acabando la carrera y dentro de pocos meses será médico. Rosita, en cambio, no tiene novio, ni quiere tenerle, aunque ya pasa y más que pasa de veinticinco años. ¿Y para qué, si es libre, rica, señora de su casa, y dispone del caudal, y manda en su hermana y en su padre y en cuantos la rodean?

-¿Querrá también mandar en mí?

-No, sino ser mandada, por lo que yo barrunto.

-Respetilla -dijo D. Faustino-, tú eres un tentador, un verdadero diablo, y me propones un disparate, por no decir otra cosa. ¿A qué he de ir yo a ver a Rosita? ¡Bueno fuera que creyese Rosita que yo iba a pretenderla, en busca de su dote, como fui en busca del de doña Costanza, e imitase a mi prima, calabaceándome!

-Yo conozco a Rosita, y sé que no pensará semejante cosa. Ni sueña en casarse con su merced, ni menos en darle calabazas.

-Pues entonces, ¿en qué sueña?

-En broma y palique. Aquí no tiene con quién hablar. No hay más novio posible para ella que el hijo del boticario, que corre ya por cuenta de su hermana. Rosita ha leído muchas novelas e historias y es muy elegantona. Conversar con su merced, sin proyecto de ninguna clase, sería para ella el colmo del contento. Dice Jacintica que ella dice que su merced sólo es capaz de entenderla en Villabermeja: que para los demás patanes de por aquí está ella como si estuviera en griego. Dice también Jacintica que, en todas las ferias donde ha estado Rosita, ha pasado por de Sevilla o de Granada, cuando no por de Madrid, y que nadie ha sospechado que fuese de Villabermeja. Tan bien se viste, y tan atinada y afilustrada es en cuanto habla.

-Tú acabarás por hacerme creer que Rosita es un dije -exclamó D. Faustino.

-Ya lo creo que lo es: y no de similor sino de oro. Y luego, ¡lo que sabe! ¡Dios mío, lo que sabe! ¡Y qué genio! Ya, ya... Hasta a su padre le tiene metido en un puño... El escribano, ya sabe su merced, tiene su por qué. ¿Estamos?... La niña del secretario del Ayuntamiento: la Elvirita, viuda del capitán... Pues nada: no se lleva Elvirita sino lo que Rosita quiere que se lleve. Y en vez de ser Rosita la que adula y sirve a Elvirita, sucede lo contrario. Elvirita está con Rosita casi tan humilde como una criada.

-¡Hombre, tú me cuentas de Rosita verdaderos milagros! -dijo el doctor.

-¡Pues a fe que es ella poco milagrosa!

-Y dime -continuó D. Faustino-, ¿el escribano está por la noche de tertulia con sus hijas?

-Casi nunca: de día está el escribano en los negocios de su oficio, y de noche arrullando a su tórtola. La tertulia de las hijas del escribano se suele reducir al hijo del boticario, novio de Ramoncita, y a Jacintica, y nada más. ¿Quiere su merced verlo? Venga conmigo esta noche.

D. Faustino puso aún algunas dificultades: pero empezaba a sentirse tan aburrido y le había hecho tal impresión el que Respetilla le llamase, con tan certero instinto, ermitaño y penitente del diablo, que decidió al fin dejar la penitencia diabólica, y salir en busca de aventuras, aunque fuese encanallándose en Villabermeja.