Las ilusiones del doctor Faustino: 15
- XIII - Examen de conciencia
editarSin ningún incidente digno de contarse, había hecho el doctor su viaje de retorno a Villabermeja.
Su madre, a quien refirió de palabra lo que por cartas no había contado de sus amores con doña Costanza y del fin desengañado que tuvieron, puso a su sobrina como hoja de perejil, y no trató con más piedad al bueno de D. Alonso de Bobadilla.
Después de este natural y disculpable desahogo, la señora doña Ana Escalante de López de Mendoza se afligió en el alma de ver a su pobre hijo derrotado y humillado, y el mismo doctor tuvo que consolarla, mostrando que la derrota apenas lo era, ya que él había ido a enamorar a Costancita, y no a su padre, y sosteniendo que no había humillación en que no se llevase a cabo la boda por razones de estado y hacienda que D. Alonso aducía, y por razones de prudencia que Costancita había expresado y que él mismo había reconocido y aceptado como buenas.
Así pasaron algunos días, hasta que llegó por el correo el parte oficial del casamiento de Costancita con el marqués de Guadalbarbo. El furor de doña Ana se recrudeció entonces, y el doctor hizo por calmarle con mil reflexiones juiciosas.
Calmados ambos al fin, porque no hay agitación que no acabe, cayeron madre e hijo en una melancolía tranquila, y siguieron viviendo en Villabermeja, más apartados que antes del trato de toda aquella gente.
Doña Ana administraba el caudalillo, cuyos productos se consumían casi todos en pagar los intereses de la deuda, y cuidaba diestramente de la casa, donde con orden y severa economía lograba conservar el lustre señoril.
El doctor, entre tanto, estudiaba, meditaba y daba largos paseos a pie, subiendo a menudo a los cerros, y sobre todo al de la Atalaya, para descubrir más horizonte. También iba a veces en su jaca a la quinta, que era lo mejor de su caudal. La quinta estaba en un sitio muy agreste y distante de los caminos reales, en la cumbre de otro cerro.
Casi la única persona con quien hablaba el doctor, además de su madre, era el fiel Respetilla, quien solía entretenerle y arrancarle alguna sonrisa, contándole los chismes y novedades del lugar, y a quien, por falta de otro sujeto más a propósito, había tomado el doctor por contrario para tirar al sable y al florete, llenándole a menudo de cardenales el cuerpo con el sable de madera, y no saliendo ileso casi nunca, pues el doctor no era un portento en la esgrima ni para serlo había recibido las suficientes lecciones. Por lo demás, aunque el doctor tenía la mano pesada y daba a Respetilla sobre diez palos por cada uno que recibía, los de Respetilla eran tan recios y desaforados, que valía tanto el diezmo que pagaba como la cosecha que por todo su cuerpo iba recogiendo. Este ejercicio, no obstante, era muy provechoso para el cuerpo y para el alma de los dos, y en fuerza de la costumbre, sentían ya amo y mozo como necesidad y comezón, y hasta cierto deleite en apalearse todos los días.
A pesar de sus coloquios y combates con Respetilla, y a pesar de las largas conversaciones con doña Ana, siempre quedaban al doctor muchas horas de día y de noche, durante las cuales, en la más esquiva y completa soledad, se complacía en recogerse y reconcentrarse dentro de sí mismo, juzgando los sucesos de su vida y sondeando los senos más profundos de su conciencia.
De la aparición de la mujer misteriosa nada había dicho a su madre: pero una de sus primeras diligencias al volver a Villabermeja había sido ir a ver el retrato de la coya, que estaba en el estrado, el cual era la cuadra o sala cuadrada del piso principal. El doctor examinó atentamente el retrato, pero no acertó a decidir si era real o imaginada su perfecta semejanza con su inmortal amiga. Por otra parte, su inmortal amiga le tenía al parecer olvidado hacía tiempo, y su recuerdo, aunque persistente, iba haciéndose algo confuso.
La obra de Pantoja era bellísima, pero al cabo no era más que una imagen y no podía despertar en el doctor, que gozaba de cabal juicio, sino simpatías meramente artísticas. La certidumbre de que aquél era el retrato de una antepasada suya, muerta hacía tres siglos, cortaba además los vuelos a su imaginación.
El doctor había leído un cuento oriental de cierto príncipe que halló en el tesoro de su padre un retrato de mujer de quien se enamoró: pero el príncipe creyó contemporáneo suyo el original del retrato. Salió en su busca por el mundo, y nunca pudo dar con la mujer amada. Sólo vino a averiguar, después de mucho tiempo y peregrinaciones, que la dama, a quien amaba por el retrato, había sido una reina de la isla de Serendib, no menos prendada de Salomón que la de Saba, y quizás la más bella y favorita de sus mujeres. Si el príncipe hubiera sabido a tiempo que el retrato era de aquella antiquísima reina, jamás se hubiera enamorado. El doctor Faustino no podía ni quería ser más loco que el príncipe.
A pesar de todo, se deleitaba tanto en mirar el retrato y llegó a cobrarle tanto cariño, que se le trajo al salón del piso bajo donde él vivía, poniendo en el hueco otro retrato, de los que adornaban y autorizaban su salón.
No dejaba el doctor, entretanto, de recordar a su inmortal amiga de carne y hueso, y de forjar nuevas hipótesis para explicarse la carta que de ella recibió y la extraña cita y aventura que tuvo con ella. Base de estas hipótesis era siempre la afirmación de la existencia real, visible, tangible, corpórea y sólida de una hermosa mujer, que le había escrito, que le había hablado y que le había besado los párpados. Pero ¿quién era esta mujer? Harto sabía el doctor que ni la boca, ni los ojos, ni los brazos, ni la frente, ni todo el cuerpo en conjunto, eran lo esencial de aquella mujer: que algo había en ella de indivisible que pensaba y amaba, y a esto llamaba espíritu. Dábale, pues, nombre de espíritu y no se encontraba más adelantado. Su ciencia impía no le llevaba más allá. ¿Era algo el espíritu por sí, o era un resultado de toda aquella trabazón y concordia de partes, una armonía divina que brotaba de aquellos órganos? Si el espíritu era algo por sí, bien podía permanecer después de la muerte y ser antes del nacimiento. En este caso, ¿por qué no había de estar en aquel cuerpo de mujer, que él había visto y tocado, el espíritu de la coya? El espíritu que le animaba a él ¿no podía también ser el mismo que animó a uno de sus abuelos, el amante y marido de la coya, pongamos por caso? Pero pronto desechaba de sí este pensamiento como un desatino.
«¿Qué razón hay -se decía-, para sospechar tal cosa, cuando nada recuerdo de ninguna vida anterior a ésta que vivo? De esta misma vida apenas tuve conciencia hasta que mi espíritu acabó de formarse, saliendo de la primera infancia, como quien sale a luz de un seno tenebroso. Se diría que fue menester que la luz material hiriese mis ojos, que los objetos sensibles hiciesen impresión en mi alma, que la palabra humana me revelase la verdad penetrando en las ondas sonoras del aire por mis oídos, para que el espíritu, que sólo estaba en germen, diese razón de sí: fuese conociéndose a sí propio, pues sin conocerse no era».
El doctor, si bien más inclinado a dudar que a negar o afirmar, infería de todo que ni su inmortal amiga era la coya ni él era otro que no fuese el doctor Faustino. No aseguraba ni negaba para sí una vida más allá de la tumba. Sobre esto vacilaba. Pero, cuando se prometía la vida ultramundana, se la prometía con recuerdo completo, con la misma forma y el mismo carácter, nombre y fisonomía de entonces. Cuando se prometía, en sus momentos de entusiasmo, una prolongación de su existencia, más allá del sepulcro, todo lo ideal y etérea que puede suponerse, en otros mundos, en otras esferas, en otros cielos, no se comprendía sino como tal doctor Faustino, hasta con el mismo cuerpo que entonces tenía, aunque los átomos que le formasen fueran de luz y de gloria, en vez de ser de lodo terrestre.
«Sin embargo -seguía meditando el doctor-, ¿dónde va mi espíritu cuando duermo? ¿No se corta, no se para entonces su vida? ¿No será la muerte como el sueño? Cuando duermo, no siendo el sueño muy profundo, creo sentir, aunque confusamente, que soy. Cuando despierto, me asegura la verdad de mi existencia el recuerdo claro y patente de toda mi vida anterior. Pues ¿por qué, aun imaginando la muerte como un largo y profundo sueño entre dos vidas, no ha de acudir al alma cuando despierta, esto es, cuando vuelvo a nacer, el recuerdo patente y claro de todas las existencias pasadas? Cuando tal recuerdo no acude, no hay razón para creer el dogma de los antiguos brahmanes, divulgado en Europa por el sabio de Samos y renovado tantas veces. Yo soy todo lo que soy, y en la sucesión y en las mudanzas de mi vida hay una esencia permanente, que es como hilo de oro que enlaza en un collar muchas perlas. El mundo visible, la serie de mis impresiones, mis deleites, mis dolores, mis esperanzas, mis desengaños, mis dudas, mi ciencia, todo está enlazado en este hilo que persiste, que a veces creo que no se acabará jamás. Pero ¿cómo he de creer que es eterno? ¿Cómo creer que tampoco ha empezado, cuando veo y noto su principio? Si en el sueño queremos suponer que se rompe, la memoria de todo lo anterior al sueño al punto le reanuda. Pero si en mí hubo muerte corporal antes de ahora ¿dónde está la memoria que reanude la vida actual a la vida anterior a esa muerte? ¿Se baña quizás el espíritu, cuando el cuerpo muere, en el río del olvido? ¿Va a confundirse acaso en el infinito Océano del espíritu? ¿Hay un mundo del espíritu, como hay otro de la naturaleza, y la compenetración de ambos es la humanidad? Si fuera así, lejos de creer en la existencia de mi individuo antes de mi nacimiento y después de mi muerte, me inclinaría mucho a dudar de la misma vida que ahora vivo. ¿Qué sería yo entonces sino apariencia, ilusión efímera? Sólo habría real y efectivo por un lado la naturaleza y el espíritu por otro, como dos modos de la misma sustancia. Ni mi ser ni mi conocer serían más que ilusorios, en cuanto yo me afirmase como ser finito y limitado, que vale tanto como afirmarse distinto de los demás seres».
El doctor discurría así, de noche, a solas, en la gran sala baja donde estaban los retratos, incluso el de la coya; y donde había también un espejo. En aquella soledad, sin temor de que le viesen y tuviesen por loco, se tocaba el cuerpo con las manos, se miraba al espejo y se veía, andaba y oía sus pisadas al andar, hablaba y escuchaba su palabra misma. Luego se reía de aquella prueba pueril que se estaba dando de su propia existencia. Cerraba entonces los ojos, se quedaba inmóvil en un sillón, y prescindía de todo, hasta del pensamiento, y entonces la prueba de que existía era más clara: no era porque se veía, ni porque se tocaba, ni porque andaba, ni porque se oía, ni porque pensaba, sino era porque era. Desenvolvía luego aquella escueta y pura afirmación de su ser, y resultaba algo como el hilo o lazo de unión donde venía la memoria a engarzar todos sus pensamientos, impresiones, ideas y deseos. Más allá de cierto término, ni había hilo ni objeto alguno que ensartar en el hilo. Luego allí espiraba todo; luego aquello había tenido principio; luego antes no había sido nada.
El doctor discurría una noche con tan cándida buena fe, que, al llegar a este punto, fue a la mesa de su bufete y sacó de un cajón su fe de bautismo. Quiso cerciorarse y se cercioró de que había nacido en el año 1816, y se declaró a sí propio que hasta entonces no había habido doctor Faustino, ni espiritual ni material, y que todos los seres que llenan el espacio sin límites, y todos los sucesos y cambios que traman y tejen la tela del tiempo, dentro de la eternidad inmutable, habían existido y ocurrido sin que él tuviese arte ni parte en cosa alguna.
Después continuó cavilando:
«En la corriente de la vida, en la serie de los casos y de los seres he aparecido poco ha. ¿Me hundiré, desapareceré para siempre, volveré a la nada de donde salí, o persistiré en lo futuro? Toda esta substancia que forma mi cuerpo, ¿no se ha renovado ya varias veces, y yo he permanecido? ¿Mi forma misma, no ha cambiado en lo accidental? Y sin embargo, ¿esencialmente no persiste hasta mi forma? Pues ¿por qué no ha de seguir persistiendo? Persistirá; pero ¿cuál será el modo de su persistencia? Como idea, no sólo persistirá, sino que preexistía. Como realidad, tal vez persista, pero no preexistió. En todo caso hasta su persistencia como idea será más firme, después de haber existido en realidad. Antes de ser yo realmente, era sólo, en la inteligencia infinita, una idea inmutable, eterna como esa inteligencia. Lanzado ahora en el seno de lo sucesivo y mudable, apareciendo mi ser en la corriente del tiempo, al menos vivirá también larga vida, ya que no vida inmortal, como idea y como recuerdo en otras inteligencias finitas. Algún efecto ha de producir esta vida mía; alguna huella ha de dejar; para algo he nacido; para algo soy. Sin embargo, no me contento con esta inmortalidad o con esta vaga duración de más allá del sepulcro. Quiero, no la duración de mi nombre, ni de mis pensamientos, ni de mis obras, sino de todo yo, con el recuerdo vivo de mi nombre, de mis pensamientos y de mis obras, aunque este recuerdo venga a ser un tormento sin fin de remordimiento y de vergüenza».
Aquí volvía el doctor a recordar la fecha de su nacimiento. Luego añadía:
«Nada; yo no era antes de 1816. Todo lo ocurrido hasta entonces, ni pena ni gloria para mí; pero de lo que he pensado y hecho, y amado, y sentido, y aborrecido desde entonces, quiero gloria y pena, y recuerdo perenne, y responsabilidad que no acabe. Yo me siento libre. Hay un poder en mí que no se doblega, ni cede, ni se humilla ante la misma omnipotencia. Si obedece sus decretos es porque quiere. Si no los obedece es porque quiere. Debe responder y responde de todos sus actos. Ya sea caduca, ya sea inmortal, la existencia de esto que llamo mi espíritu, en este instante fugaz, en esta vida que vivo ahora, no es un paso como otros muchos que voy haciendo en el camino de la perfección, sino que es trance que decide de todo mi destino, de toda la eternidad para mí. En esta vida he de hacerme adecuado a la idea eterna que hay de mí, si fuera de esta vida no soy más que una idea; o he de merecer en realidad todos aquellos grados de excelencia y de beatitud a que estoy llamado. Un poco de ciencia, un poco de vana curiosidad ha destruido en mí las creencias. Mi mente vuelve, con todo, por el discurso a coincidir en las más importantes de lo que por fe me enseñaron. Será esta vida un tránsito, una peregrinación a otra vida mejor; pero de esta vida depende todo. Lo esencial es esta vida. La acción del drama está en ella. Si queda para mí después una eternidad, toda ella se resume y cifra en este instante. Toda ella es sombra, reflejo, consecuencia, resultado de lo que ahora yo determine. Cielo e infierno, con su perdurable extensión, nacen ahora en el centro de mi alma, en el abismo de mi conciencia, la cual, por cima del torrente silencioso del tiempo que va pasando, vive en lo eterno. Es absurdo suponer que la vida es un ensayo, y que si sale mal venimos después a hacerlo mejor en otra. El vivir humano es más serio, más digno que todo eso. Toda la educación, todo el progreso, toda la purificación, todo el bien a que podemos aspirar ha de lograrse ahora o nunca. De esto vivo seguro, ya permanezca nuestro espíritu penando o gozando, pero inactivo después del drama, ya sobreviva sólo como concepto eterno con el recuerdo de las obras que hizo».
De esta suerte llegaba a persuadirse el doctor Faustino, no de que el espíritu de la coya no vagase por la casa y pudiese entenderse con él, sino de que la inmortal amiga, lejos de ser la coya, era un espíritu en cuerpo viviente, mil veces más real que la sombra, el recuerdo, el concepto de la coya revestido de forma sensible por la imaginación creadora de milagros.
Así volvía el doctor, después de mucho discurrir, a la pregunta del principio: ¿Quién era su inmortal amiga? ¿La habría visto, conocido y amado y se habría olvidado de ella?
A este propósito recordaba el cuento de doña Guiomar que le contaban las criadas cuando niño.
Una hechicera poderosa había robado a doña Guiomar, que era lindísima, y la tenía encerrada en una torre muy alta, sin puertas, porque la hechicera subía a la torre volando. La torre estaba en medio de solitaria llanura, donde casi nunca llegaban pies humanos. La suerte quiso, no obstante, que un hermosísimo príncipe, hijo de rey poderoso, se extraviase un día, yendo de caza y apartándose de sus monteros, halconeros y demás comitiva. El príncipe vino a encontrarse en la oculta y misteriosa llanura donde estaba la torre. El sol brillaba cerca del cenit. Doña Guiomar, en el elevado mirador de la torre, peinaba la sedosa madeja de sus cabellos rubios con un peine de plata. El reflejo del sol en aquellos lustrosos y dorados cabellos deslumbraba la vista. El rostro de doña Guiomar parecía circundado de refulgente aureola.
Doña Guiomar era de lo más bello que puede fingir la más discreta y generosa fantasía. El príncipe, galán, atrevido, elocuente y bello también. Nacidos el uno para el otro, se enamoraron y cautivaron al punto.
Con sábanas y colchas, con vestidos y otras telas, formó doña Guiomar una larga escala. Por ella se desprendió; llegó donde estaba el príncipe; se dieron ambos palabra de casamiento: la confirmaron con un apretado y prolongadísimo abrazo; y, puesta doña Guiomar a las ancas del caballo, huyó con el príncipe de su prisión y de la hechicera.
Aunque caminaban de prisa, doña Guiomar notó, al cabo de un rato, que la hechicera, que había vuelto a la torre y visto que ella se había escapado, venía en su persecución. Ya estaba cerca la hechicera, ya iba casi a tocar con su mano a doña Guiomar, cuando ésta tiró al suelo el peine de plata, con que se peinaba, y se formó de repente una cordillera de montañas altísimas, con las cumbres cubiertas de nieve y de hielo. La hechicera quedó del otro lado de las montañas: pero tal era su poder y tanta su cólera y su brío, que salvó las crestas nevadas, bajó al llano, y ya iba alcanzando de nuevo a doña Guiomar y a su amante. Doña Guiomar entonces tiró al suelo un puñado del perfumado afrecho con que se lavaba las blancas manos. Al punto se formó un intrincado matorral de jaras, espinos y zarzas, cubierto todo él de niebla muy espesa. La hechicera pudo, con todo, atravesar el matorral, aunque destrozándose las carnes, y sin extraviarse, a pesar de la niebla, se puso otra vez al alcance de doña Guiomar y de su raptor. Doña Guiomar tiró, por último, al suelo el espejito en que se miraba, y luego se extendió entre ella y su perseguidora un río profundo, rápido y caudaloso. La hechicera pasó a nado el río. Aunque desfallecida ya y sin fuerzas, llegó cerca de doña Guiomar. Doña Guiomar se tapaba la cara por no verla y los oídos por no oírla.
-¡Vuelve la cara, hija mía, vuelve la cara para que te vea la última vez antes de perderte para siempre! -decía la hechicera-. Hija mía, ten compasión de mí, que te he criado. Mírame una vez, ya que me abandonas.
Doña Guiomar no quería mirar; pero el príncipe la rogó que fuese compasiva y mirase. Volvió entonces la cara, y la hechicera dijo:
-Permita el cielo que quien te lleva te olvide.
Esta terrible maldición se cumplió. Llegados el príncipe y doña Guiomar cerca de la capital del reino, donde reinaba el padre del príncipe, dejó éste a doña Guiomar en una quinta, pensando volver allí por ella para que hiciese su entrada en la corte con gran pompa y aparato. Pero, no bien la dejó, se le borró su imagen, su nombre y su amor de la memoria, y así permaneció años, hasta que por otro caso milagroso, que forma la segunda parte del cuento, vino al fin a recordarla.
Este cuento, como todos los de hadas, encantamientos y asombros, puede con facilidad traducirse en símbolo y alegoría. Por esto el doctor fantaseaba que doña Guiomar era la poesía, la imaginación, la fe, que obra milagros con quien la lleva para salvarse de la fría razón que la tenía aprisionada. Un momento de abandono basta luego para que la fe se olvide y se desconozca.
La inmortal amiga era, pues, como doña Guiomar: era la fe, la poesía, el concepto más puro del alma del doctor, olvidado, desconocido por una maldición de la hechicera, que representaba y cifraba en sí ambición, ciencia profana, codicia, vanidad, orgullo y otras malas pasiones.
Fuese quien fuese en el mundo real la mujer vestida de negro, que una vez se le había aparecido, el doctor se sentía inclinado a convertirla en figura alegórica. Hecha esta conversión, todo se explicaba con facilidad. De la poesía no quedaba en el alma del doctor sino el egoísmo. En su desesperada modestia, creía que habían muerto en su alma la devoción y la fe.
En otra noche de insomnio, lleno el doctor del más doloroso abatimiento, se culpaba a sí mismo, y todo lo justificaba a la vez.
«Bien miradas las cosas -pensaba-, más amor he alcanzado de Costancita, que el que yo le daba y el que yo merecía. ¿Por qué fui a enamorarla y a ver si me casaba con ella sino por razones de conveniencia? Pues, si fue así, harta razón tuvo ella para mirar también por lo que le convenía y casarse con el marqués, a cuya elevación y fortuna no era probable que jamás hubiese yo llegado. Es cierto que algo de amor despertó en mi alma la hermosura y juventud de mi prima; pero amor tibio, vacilante, incierto. Si yo la hubiese amado con todo el corazón, mi amor se hubiera impuesto y hubiera hecho nacer en el corazón de ella otro amor capaz de sacrificio. ¿Por qué lamentarnos de la falta de amor, de amistad, de ternura, que guardan para nosotros las demás almas humanas? ¿Les prodiga la nuestra iguales tesoros para exigir el cambio? ¡Ah! Yo amo con amor inmenso; mas no para rendirme y sacrificarme en aras del objeto amado, sino para hacerle todo mío. La fuente del verdadero amor está seca para mí. El verdadero amor empieza por conceder a su objeto cuantas perfecciones y excelencias le hacen amable, y después que le ha dado tales excelencias y perfecciones, se postra ante él y le adora y se ofrece en holocausto. El amor egoísta, como el mío, anhela para sí un objeto dotado de todas esas perfecciones: pero examina, critica y jamás le halla. Entonces dice: «Si yo encontrase una mujer como la que sueño, ¿qué sacrificios no haría por ella, qué virtudes no mostraría, con qué afecto no la amaría?» Por desgracia, no la hallo, y nada de esto puedo hacer. Mi amor sin objeto es también un amor sin obras. Si yo creyese en el progreso de la humanidad, en el lazo estrecho que une las almas, en la comunión de los espíritus, en el movimiento ascendente de todos los corazones hacia la luz, el bien y la hermosura, ¿qué no sería yo capaz de hacer para contribuir en algo a este progreso, a esa ascensión, a esa ventura y grandeza del linaje humano? Por desgracia, no creo mucho en eso, y así es que no hago nada. Siento que haya en mi alma este amor de la humanidad tan estéril. Si yo considerase que esta patria, este pueblo o nación de que formo parte, es merecedor de todo amor, ¿quién sabe las hazañas y heroicidades que haría por elevarle a la mayor altura? Pero no hago nada, porque al cabo no estoy muy seguro de que esto que llamamos la patria sea más que un terreno, como otro cualquiera, donde por acaso he nacido, y de que esto que llamo mi nación pase de ser un conjunto de hombres venidos de mil diversas regiones, de varias castas y orígenes, y sin más vínculo que el de leyes, instituciones y creencias, forzosamente impuestas por los más poderosos a los más débiles. El amor de la patria queda también estéril y sin objeto, a pesar de su intensidad. El amor de la belleza y del bien es amor de abstracciones: es el amor de mí mismo, si no hallo objeto fuera de mí que me parezca bueno y hermoso. Mi alma, sin embargo, está enamorada. ¿A quién ama mi alma? Quizás ama un ideal inasequible, que trabajo de continuo en forjar dentro de mí, sin llegar nunca a dar el ídolo por terminado.
Otro objeto de amor más excelso, más comprensivo, reconocía el doctor que le convenía buscar para que su corazón se aquietase: pero no se atrevía a negar la realidad de la existencia de ese objeto, y, de miedo de encontrarse con un fantasma, no le buscaba.
El doctor había leído las poesías desesperadas que privaban en aquella época; pero aún no habían salido a luz o no habían llegado a su noticia las atrevidas especulaciones de los filósofos desesperados novísimos. Schopenhauer y Hartmann no habían penetrado en Villabermeja.
No habían, con todo, sido pocos los libros materialistas e impíos que el doctor había leído. Veía además el pro y el contra de todas las cuestiones, y la índole de su entendimiento le llevaba a dudar.
La melancolía de su alma, en aquellos días, le pintaba todo con los colores más negros.
Sin embargo, contra las negaciones que había hecho de todo objeto digno de su amor, él mismo se presentaba varios argumentos.
-Es muy cómodo -decía-, negar el objeto digno. Así se disculpa la pereza, la frialdad o la cobardía. ¿Seré tal vez un miserable, incapaz de todo arranque generoso, y para justificarme a mis propios ojos quiero persuadirme de que no creo que haya un objeto que merezca que yo me sacrifique por él: que iguale al amor?
Luego pensaba si los filósofos y los poetas pesimistas lo habían sido por discurso y reflexión serena, o por ser enclenques o pobres, por falta de salud o de dinero. Mas suponiendo esto último, no dejaba el doctor muy bien parado el orden de las cosas. ¿Por qué había de haber dolores físicos o miserias sociales de tal naturaleza, que cambiasen así la condición de los hombres? Por otra parte, afirmar tal influjo era el colmo del escepticismo: era afirmar lo vano e interesado y falso de todo sentimiento y de toda idea. Si un sistema filosófico impío pudo provenir de que su autor padecía del estómago o de que no tenía dinero bastante, o de que no comía bien, también un sistema filosófico muy religioso y optimista pudo provenir de que el autor gozaba de envidiable salud y tenía satisfechas todas sus necesidades.
Cuando el doctor llegó a este punto en sus cavilaciones, recordó sonriendo unos versos muy conocidos de Lope de Vega. Un lacayo, disfrazado de médico, es consultado por un caballero que padece honda tristeza, y se entabla este diálogo:
-Nada me parece bien;
-Todos me son importunos.
-¿Tenéis dineros?
-Ningunos.
-Pues procurad que os los den.
El remedio de la tétrica filosofía del doctor, ¿era el mismo de que hablaba el lacayo de Lope? En gran parte sí. El doctor tenía la ingenuidad de confesárselo, si bien la confesión le humillaba y vejaba. ¿Por qué un alma tan grande como la suya se conmovía y trastornaba por cosa tan accidental y de poco valer? Porque el doctor quería ir a Madrid, darse a conocer, brillar, hacerse famoso, y sin algún dinero no podía lograrlo.
El doctor procuraba consolarse de no ir a Madrid; procuraba desistir de sus sueños de ambición y de gloria. Entonces se hacía un argumento o discurso parecido al que hizo no recordaba bien qué sabio a Pirro, rey de Epiro, que se desvelaba e inquietaba, ansioso de conquistar el mundo. «Conquistaré primero toda la Grecia, -decía Pirro. -¿Y después? -preguntaba el sabio. -Después la Italia. -¿Y después? -El Asia menor y la Persia, y la Bactrianá y la India, y por último toda la tierra. -¿Y después? -volvía a preguntar el sabio. -Después me reposaré triunfante y seré dichoso. -Pues haz cuenta que ya lo conquistaste todo; sé dichoso y repósate.
Este coloquio, si tenía fuerza para convencer a Pirro, que al fin soñaba con la conquista del mundo, mayor fuerza debía tener para el doctor, quien, en sus mayores raptos ambiciosos, ni soñaba ni podía soñar sino con ser, por unos cuantos meses,
- uno de los cien ministros
- que al año vienen y van;
en un país que, lejos de conquistar los otros, no sabe conquistarse a sí mismo.
Algo más tranquilo el doctor, después de este razonamiento, pensó en dedicarse a la vida contemplativa: desechar la práctica por la teoría. ¿No está acaso en la teoría la suprema felicidad y el verdadero fin del hombre? El universo podrá estar mal, si se atiende al bien de los seres que le pueblan. La vida será un triste presente: el dolor físico y el dolor moral quedarán inexplicables. De todo esto prescindía el doctor, por lo pronto. Pero ¿cómo negar el grandioso espectáculo que nos ofrece esta máquina del mundo? ¿Cuánto no queda aún por descubrir, por investigar y hasta por ver en dicha máquina, así en las partes como en el conjunto? Y no sólo en lo que es ahora, sino en lo que ha sido y en lo que ha de ser. ¿Qué origen tuvo todo ello? ¿Cuál será su fin? ¿Dónde está el propósito? Dado que estas preguntas pudiesen tener satisfactoria contestación, lo mismo se podía escuchar la voz del oráculo revelador en Villabermeja que en la heroica villa de Madrid, capital de todas las Españas.
Aun sin meterse en honduras científicas ni en averiguaciones de ningún género, bien podía el doctor darse por pagado de ver las cosas como poeta, admirándolas y celebrándolas; limpiando bien el alma de malas pasiones para que fuese bruñido y claro espejo, que reflejase el mundo dentro de sí, no sólo en cuanto se extiende y dilata por los espacios, sino en su prolongación en los tiempos, con todas las series sucesivas de creaciones y de manifestaciones que en él ha habido. Confesemos que la hermosa casa solariega de Villabermeja era cómodo y regalado asiento para asistir a esta representación magnífica y perpetua. El alma del doctor además, al reflejar en sí todas las cosas, no lo haría sin gracia y desmañadamente, sino que las hermosearía y perfeccionaría según ciertas leyes de buen gusto y de elegancia, tachando defectos y errores, produciendo armonías, y creando, en suma, para sí un universo mil veces más bello. Aunque el doctor no hiciera más que esto en toda su vida, ¿quién ha de negar que cumpliría con una gran misión? ¿Pues de qué vale el universo y toda su hermosura si no hay inteligencia que le mire y le comprenda? Decidido el doctor a consagrarse a esto, no tendría ya que preguntarse con pena, ¿para qué sirvo? Serviría para justificar la creación.
Por desgracia, ahondando un poquito más el doctor en estas reflexiones y soliloquios, se encontró con una dificultad aterradora. Para la práctica ya había visto que sin amor nada podía: para la teórica halló también que era menester amor. Conforme Dios iba creando las cosas, las miraba con amor y veía que eran buenas. Para encontrarlas él también buenas, o al menos bellas, era menester que las mirase con amor. Mucho más amor era menester aún para reflejarlas en el espejo del alma con mayor hermosura de la que tienen. El amor es el grande artista, el creador, el poeta; y D. Faustino temblaba de pensar que no amaba. Quería convencerse primero, sin ningún amor, de que un objeto era bueno, muy bueno, y después amarle. No sentía el rapto generoso, la noble confianza del alma enamorada que se lanza con amor al objeto y luego le halla bueno y bello.
Crea el lector que me pesa ahora de haber elegido para mi cuento un personaje de tan enmarañado carácter como el doctor Faustino. Me obliga contra mi gusto a escribir este largo soliloquio, que debe aburrirle: pero ya no podemos retroceder. Yo procuraré ser breve, aunque mucho se quede por decir.
Desesperado el doctor de no amar lo bastante, así para la vida práctica como para la vida especulativa, en lo que tienen de más egregio, volvió a su tema de hacer una vida práctica y especulativa a la vez, más llana y más vulgar, y volvió a soñar con ir a Madrid en busca de aventuras y de triunfos. La falta de dinero, el grande obstáculo, apareció en seguida ante sus ojos.
Una sola bujía alumbraba el salón en que se hallaba. La luz iluminaba apenas los retratos de los ilustres Mendozas. Todos ellos eran menos que medianos, salvo el de la coya. El doctor los miró casi con ira, porque le habían dejado un nombre y no le habían dejado riqueza. Tuvo gana de pegarles fuego. También pensó en llevárselos a Madrid y ponerlos en un baratillo, a ver si los compraba algún usurero o algún publicano, que quisiera ennoblecerse y tener ascendientes, prohijándolos, o mejor dicho, propadrándolos. Pero ni esta esperanza le daban sus ascendientes. ¿Qué publicano o qué usurero es tan tonto en el día que busque ascendientes y no vea en sus contratas y suministros títulos de sobra para tener todos los títulos? Y no sin razón: pensaba el doctor. Desechadas mil preocupaciones, no había de conservar él la menos filosófica: la de la nobleza. Ya que había renegado de todo, se empeñó en renegar hasta de su casta. «Vosotros -dijo a sus ascendientes-, no valíais más acaso que el contratista que funda hoy su nobleza».
El largo insomnio había excitado de tal suerte sus nervios, que el doctor, en aquella soledad, en el silencio de la noche, con la luz de una sola bujía que, iluminando muebles y cuadros, formaba mil sombras caprichosas en las paredes, imaginó que todos sus ascendientes ofendidos se destacaban de los marcos y caminaban contra él, deslizándose como espectros. Hasta la coya se reía entre compasiva y burlona. El ambiente se hizo sofocante, como si respirasen allí todos los personajes de los retratos, vueltos a la vida, y como si su respiración fuese de fuego. El doctor tuvo calor y frío a la vez; pero no tuvo miedo, sino de volverse loco. Hubiera sido indigno de un filósofo suponer que retratos pintados habían de echar a andar para darle un susto o embromarle de alguna manera.
El doctor, no obstante, fue hacia la ventana que estaba cerrada, aunque era a principios de Mayo, y para respirar el aire libre abrió de par en par maderas y cristales.
El sitio a donde daba la ventana, que abrió el doctor, era poco risueño. En primer término la calle solitaria y sin salida. Las tapias del corralón, que servía de cementerio, enfrente. Y a la derecha uno de los torreones cilíndricos del castillo sobre el cual se apoyaba la casa. Más allá de las tapias del corralón se levantaban los muros de la iglesia y se veía un poco del arco y pasadizo que con el castillo la une. Antes del arco, formaba la casa un recodo. La luna llena iluminaba la calle sin gente y sin más ruido que el formado por un viento manso que doblaba la larga yerba que crecía en la misma calle y encima de las tapias del corralón.
En nada de esto se fijó el doctor al abrir la ventana. Otro objeto más importante absorbió toda su atención en el momento. Frente por frente de la ventana, junto a la tapia del corralón, iluminado el rostro por la luz de la luna, inmóvil como una estatua, con dolorosa expresión en el semblante, tal vez con lágrimas en los hermosos ojos, vio el doctor a una mujer alta, delgada, vestida de negro, y creyó reconocer a su inmortal amiga.
-¡María! ¡María! -exclamó; pero no le respondió la mujer. La mujer echó a andar hacia el arco.
-¡María! -dijo el doctor de nuevo.
Entonces creyó notar en todo el cuerpo de la mujer un temblor, un estremecimiento nervioso; pero ella ni contestó ni volvió la cara.
De buena gana se hubiera el doctor lanzado a la calle para perseguir a su visión. La gruesa reja de hierro que tenía la ventana impidió la realización de su deseo.
-¡María! -dijo el doctor por tercera vez; y entonces dio la vuelta a la esquina la mujer vestida de negro, y el doctor la perdió de vista.
Precipitadamente tomó el doctor el sombrero, salió al patio, abrió la puerta que daba al zaguán, y quitó la tranca que defendía la puerta exterior. La llave por fortuna estaba puesta. Abrió la puerta exterior, y fue corriendo en busca de su inmortal amiga, que debía estar aún a pocos pasos de distancia.
Eran las tres de la mañana. No había un alma en las calles. El doctor las pasó y examinó todas dos o tres veces. Dio vuelta a la iglesia y al castillo: saltó por cima de las tapias del corralón, y hasta en aquella mansión de los muertos buscó a su inmortal amiga. Todo fue en balde. Parecía que se la había tragado la tierra.
Pensó luego el doctor si estaría en el campo, y salió al campo, y anduvo por los caminos sin saber dónde iba, hasta que despuntó la aurora.
Las campanas tocaron a misa primera, y el doctor se decidió a oír aquella misa. Quizás vería en la iglesia a la mujer misteriosa, como la había visto la niña Araceli.
Tampoco vio en la iglesia a la mujer misteriosa.
El doctor estaba tan inconsecuente, tan fuera de sí, tan otro, que a pesar de su impiedad filosófica, hizo por modo extraño algo como oraciones y súplicas al Jesús Nazareno, de que era hermano mayor, y al santo pequeñito, patrono del pueblo, a ver si le ayudaban a dar con su inmortal amiga. Los poderes sobrenaturales fueron sordos a la voz del doctor y no le mostraron lo que buscaba.