Las flores de saúco

LAS FLORES DE SAÚCO

No me ruborizo al confesar que mi amor primero, lo engendró una mujer que por sus años podía ser mi madre que salí de él tan mal parado, que recién hoy, tras largos años, me atrevo a recordarlo.

Doce años tenía yo cuando fué a pasar con nosotros una temporada a nuestra quinta, aquella preciosa amiga de mi madre que se llamaba Adela y era viuda reciente de un gallardo coronel.

Su fisonomía ha quedado fijada en mi memoria y el tiempo ha sido impotente para borrarla.

Aún me parece ver su cara morena coronada por el cabello crespo y negro; su boca roja, de labios carnudos, que dejaban ver unos dientes blancos y chiquitos que daban a su rostro una expresión infantil; sus ojos pardos, velados por largas pestañas y que brillaban de un modo tan particular; los hoyuelos de sus mejillas cuando reía; su naricita ñata y de expresión zafada y luego aquel lunar pequeño que tenía entre la comisura, izquierda de su labio inferior y la barba.

Ese lunar fué el que me enloqueció; él y sólo él fué el autor de mi aventura desgraciada.

La tarde que llegó a la quinta llamóme mi madre y enseñándome a ella le dijo, mientras yo colorado hasta las orejas no me atrevía a mirarla y disimulaba mi bochorno manteniéndome tieso como una estaca.

— ¡Ese es Francisco... el mayor!

— Un bonito muchacho... ¡Vén, dáme un beso!

Me aproximé a ella y confuso le retribuí el que me diera y al recibirlo en los lábios, sentí que me dejaba un gusto tan encantador como grande fué el aumento de mi turbación.

Aquella frase «un bonito muchacho» me cantaba en el oído con tanta dulzura cuanto que estaba habituado a ser objeto de pullas por mi deliciosa fealdad.

Repuesto de mi primera impresión, miréla a la cara y desde ese momento cesó el revoloteo de mi pensamiento de niño, fijándose en una aspiración a algo que horas más tarde mi precocidad me hizo adivinar lo que era.

Aquel bonito lunar de la barba me atraía, me hacía estirar imaginativamente hasta él los labios y besarlo frenéticamente.

En todo el resto del día sentí en mi boca el buen gusto dejado por el beso de la viuda reciente del gallardo Coronel, y en todas partes veía un detalle de su cara graciosa.

Ocupó el cuarto vecino al mío y a través de la puerta medianera que se hallaba clavada, yo sentí en la noche como dormía; oí la respiración, el ruido de su cama que crujía bajo su peso cada vez que se movía y, más de una vez, mi imaginación, me hizo creer que sentía entre mis labios aquel lunar enloquecedor, mientras mis manos correteaban sobre carnes duras como el mármol y suaves como la seda.

¡Qué noche mártir la que pasé!

La imaginación no fué dominada ni un minuto. En esos momentos de fiebre, forjé el plan de agujerear la puerta para ver a la que me robaba mis pensamientos, hasta el momento en que apagara la luz.

Al otro día realicé mi idea de la noche y nunca esperé con tanta impaciencia la hora de dormir como entonces!

Llegada ésta, me instalé al lado de la puerta con mis ojos, fijos en los agujeros y comencé a observar a la amiga de mi madre como se aprestaba a acostarse, enardeciéndome la sangre cada detalle.

Soltó la cabellera negra, quitóse el vestido, luego dejó caer sus enaguas y para desprenderse el corset, fuese ante el espejo del tocador.

A cada uno de sus movimientos, oleadas de sangre subían a mi cabeza y cuando ví que soltaba los tesoros de su seno, que temblaban bajo la fina tela de la camisa cada vez que se inclinaba, tuve que cerrar los ojos temeroso de que se saltaran de las órbitas.

Después la ví trepar al lecho que al crujir me parecía que reía de placer al ser oprimido por aquel cuerpo encantador y en toda la noche no pegué los ojos pensando en mi vecina y recordando detalle por detalle, lo que habia visto a través de la puerta.

En la mañana confié a Santiago, el viejo cochero de la casa —un compadre que siempre se complacía en hacerme malas pasadas— la pasión que me agitaba.

Habiendo oído decir que había remedio para hacerme querer pedíle alguno y él riéndose me dijo:

— Vea... búsquese unas flores de saúco y échelas en la caldera de que ella toma mate... Lo va a buscar después... va a ver!... ¡el saúco es milagrosísimo para el amor!

Y yo inocente, seguí el consejo. A la tarde, después que ella había tomado mate con toda la familia, cebado con la infusión por mí preparada a escondidas de la sirvienta y de la cocinera, la observaba buscando en sus ojos una chispa de amor. Y como no lo viera, preparé para el mate de la noche una nueva dósis.

Acostóse, previa una nueva inspección mía a través de los agujeros de la puerta y sentíla inquieta en su cama.

Varias veces ví que se bajaba y abría la puerta que daba al patio.

— ¡Oh! ¡Ella me ha de buscar!... —me decía temblando de gozo...

Ella me ha de buscar.

Y confiaba en los efectos del saúco sin notar que mi padre mis tíos, mi madre, todos en fín, habían abierto las puertas de sus cuartos a altas horas de la noche.

¡Qué revolución al día siguiente en la casa!

Todos los habitantes mayores de edad andaban enfermos del estómago y yo, sin notarlo, continuaba a la espectativa del primer llamado que me hiciera mi adorada.

Como el hecho no se produjera, al medio día entré a la cocina a echar en la caldera mi yerba milagrosa.

Al ir a hacerlo, fuí sorprendido por la cocinera que inmediatamente fué a avisárselo a mi madre.

— Señora, el niño Francisco echa saúco en las calderas... ¡yo lo he visto con estos ojos que se comerá la tierra! ¡Con razón todos andamos de purga!

Y fuí llevado al escritorio de mi padre donde éste se encerró conmigo. Con gesto severo me comenzó a interrogar, e intimidado le confesé el móvil de mi acción.

Túvome encerrado unas dos horas y cuando me puso en libertad todos los habitantes de la casa me miraban y se reían a mandíbula batiente.

En cuanto a ella, la Diosa de mis pensamientos, al verme no pudo menos que ruborizarse y luego, como todos los demás, estallar en una carcajada y exclamar al ver a mi madre que atravesaba el patio.

— Magdalena!... Ahí tienes tu hijo, el enamorado del purgante.

Y las lágrimas se me saltaron de los ojos.

Cosechaba mi primer desengaño.