Esmeraldas: Cuentos mundanos (1921)
de Fray Mocho
Acúsome padre

ACÚSOME PADRE

Era ella una mujer de la vida alegre, como se decía antiguamente, a una horizontal, como se dice hoy en que afrancesarse es la moda.

Inteligente, instruída lo bastante para llamar la atención, y narradora admirable, se podían pasar momentos agradabilísimos en su compañía.

Yo cultivaba su amistad aún cuando con ciertas reservas, dada mi posición social.

En mis frecuentes conversaciones con ella había notado su gran animadversión hacia los miembros del clero, hacia los pollerudos como los llamaba, y, una noche en que, en la mayor intimidad tomábamos una botella de cerveza en su modesto comedor, le averigüé las causas.

— Vea, me dijo, los aborrezco porque a uno de ellos le debo el no ser una mujer honrada... o mejor dicho, ser lo que soy!

Y me refirió, poco más o menos, lo siguiente.

En 1872 tenía yo 13 años y era una pollita de las que ustedes llaman ricotonas ... no es por alabarme.

Mis padres gozaban de una posición no desahogada, pero sí mediana, querían hacer de mi una maestra de escuela y me tenían en un Colegio de Hermanas de Caridad situado en la parroquia de X... en que vivíamos y próximo a mi casa.

Todas las mañanas iba a él a las seis y lo dejaba a las cinco de la tarde, recorriendo sola el corto trayecto y teniendo por costumbre entrar a la venida y a la ida al templo parroquial, que me quedaba de camino a hacer mis oraciones.

Extremadamente religiosa por mi educación, encontraba en mi madre grande estímulo para observar las prácticas piadosas, pues, me hacía confesar casi diariamente ignorando la pobre que con ello cavaba la fosa en que había de sepultar la felicidad de mi vida.

Era mi confesor, el párroco del templo en que siempre oraba ¡un sacerdote extranjero como de treinta años de edad, bastante buen mozo y que dada la frecuencia con que me veía había llegado a tener conmigo cierta confianza.

Con motivo de mi primera comunión me atestiguó su afecto, regalándome varias estampitas iluminadas y un libro de misa lleno de viñetas y con los cantos dorados.

Esos obsequios como lo comprenderá, lo elevaron a grande altura en mi consideración de niña y estrecharon los vínculos de la especie de amistad que nos ligaba, imprimiéndole un sello de intimidad de que antes carecía.

Como prueba de amistosa distinción acabó por no oirme en el confesionario; lo hacía en la sacristía, y en la Secretaría y llegó hasta darme un beso en la frente varias veces, después de terminada la confesión.

Un día de tantos llevóme a la Secretaría y sentándose en el gran sillón forrado de seda punzó que había frente al escritorio, llamóme a su lado y levantándome en alto cuando yo menos lo pensaba, me colocó en sus faldas.

Este proceder me llenó de turbación, pero el respeto que le profesaba no dejó triunfar en mí la idea que tuve de separarme de su lado y buscar un asiento más propio y donde me hallara con más tranquilidad.

Me acuerdo que me latía el corazón muy ligero.

Después de arreglarme las ropas descompuestas por el esfuerzo hecho para alzarme, recuerdo que me dijo al mismo tiempo que me daba un beso en la boca sin que pudiera impedirlo:

— ¡Si vieras la sorpresa que te preparó para él próximo domingo!... Te voy a hacer un regalo precioso, a tí que eres la niña más buena, más piadosa y más linda de la parroquia... ¿A qué no adivinas lo que voy a regalarte?

Y su voz temblaba un poco.

— ¡No padre!... le contesté toda ruborizada porque sentí su mano izquierda apoyarse sobre mis rodillas, dulcemente y como al descuido, mientras que con la derecha me retenía en sus faldas.

— ¡Bueno!... ¡Adivina!... piensa en lo que más te guste... Y volvió a besarme, pero esta vez en el cuello.

Permanecí muda, me preocupaba aquella mano izquierda que me acariciaba cada vez con más franqueza y que se había ocultado a mis ojos.

— ¡Pues te voy a regalar un bonito relicario de oro con una reliquia milagrosísima!... Y apretándome al mismo tiempo contra sí, me dió un beso en la oreja que me mareó, mientras que aquella mano que me preocupaba, avanzaba... avanzaba... y me hacía deliciosas cosquillas.

Mi pudor revelándose súbitamente, pudo más que el placer que me causaba la promesa de mi confesor y sus cosquillas que me movían a risa. Repuesta del aturdimiento que me produjo su beso en la oreja y roja de vergüenza, me dejé caer de sus faldas y quise alejarme.

— ¿Qué tienes?... mo preguntó con un aire de inocencia que algo me tranquilizó, reteniéndome no obstante por la cintura, vuelta mi cara hacia él... ¿No te gusta mi regalo... eh?...

Y nuevamente comenzó a hacerme cosquillas aun cuando esta vez con ambas manos.

Yo me eché a reir.

También se rió él y continuó acariciándome.

Luego me pregunto si sus caricias me gustaban, en un momento en que me puse más encendida que nunca, y me dió un prolongado beso en los labios que yo recuerdo que devolví, sin saber ni lo que hacía y sin poder hablar una palabra.

Después volvió a colocarme sobre sus faldas sin que opusiera la menor resistencia una emoción desconocida paralizaba mis miembros.

Mis manos temblaban, y mi corazón lo sentía latir como nunca ¡la sangre me comenzó a subir a la cabeza y noté que mis mejillas ardían y mi boca se secaba al calor de aquel fuego de que era presa.

Lejos de hacerme experimentar cosquillas las caricias de mi confesor, me producían una sensación voluptuosa que apesar de mi turbación me deleitaba.

Largo rato estuvo besándome y yo devolviéndole sus besos; sus manos temblaban tantos como las mías.

De reprente mi boca se unió a la suya ardientemente y casi a mi pesar; algo como una nube pasó sobre mí y creo que me desmayé.

Solo sé que perdí la noción de mi propio ser y que en ese momento dí besos como jamás los he dado.

Me parece innecesario decirle que desde esa tarde me confesé todos los días en la Secretaría, con la puerta cerrada.

A los seis meses de confesión continua abandoné furtivamente esta ciudad acompa-ñada de mi confesor y me dirijí al Brasil de donde pasé a Europa.

Regresé a los nueve años y ya no encontré familia en Buenos Aires; mis pobres viejos habían fallecido!

— Y él, le pregunté, ¿qué se hizo?

— Me abandonó en Marsella... los curas son como todos ustedes... pan para hoy y hambre para mañana!