El ramito de nardos

EL RAMITO DE NARDOS

Tres meses hacía que Rosita, una íntima de mi mujer, y yo, sosteníamos unas relaciones algo más que amistosas, a escondidas ella de su consorte y yo de la mía.

Una tarde fuí a su casa, y como hiciera frío, encontréla extendida en un sillón, calentando en la estufa sus piecitos mononos y coquetamente calzados.

Al verme entrar exclamó:

— ¡Qué milagro!... ¡Tres días que no pisas por acá!

— ¡He estado sumamente ocupado!

(Arreglando su vestido y bajando la vista) ¿Si?... Pues me habían dicho que estabas entregado a la conquista de Josefina R... la mujer de...

— ¡Son habladurías!

(Con tono seco) ¿Habladurías?... Pues yo te he visto en el teatro la otra noche, mirándola con la boca abierta!

— ¡Bah!... ¿tenemos celos; mi negrita?

— ¿Celos?... Las mujeres como yo (arreglándose el pleguillo) no conocen eso... {Haciendo un gestito). Cuando nos ofenden tomamos nuestras medidas en medio de una sonrisa y.. nos vengamos alegremente... ¡cómo se nos engaña!

Y al decirme esto me miró de un modo tal y me hizo un pucherito tan salado con su pequeña boquita rosada, que no pude menos que acercar mi silla a su sillón y tomarle una mano, una de sus manos blancas y gorditas.

— ¿Pero mi Rosita... cómo puedes imaginarte que yo voy a jugar tu cariño contra el capricho de un instante? ¿Como crees que puedo desterrarme voluntariamente del paraíso en que vivo?

— ¡Palabras y nada más que palabras!... No me pruebas que no quieras tener dos paraisos, o mejor dicho mudarte a otro!

— ¡Pero no seas mala! (pasando mi brazo al rededor de su talle y atrayéndola hacia mi) ¿A ver?... mírame!... ¿a que no me repites esas palabras crueles?... Te apuesto un beso...!

— ¡No... no... déjame... Eres un falso! Pero déjate estar: yo te he de hacer corregir con tu misma mujer!

(Riéndome) —Bueno... haga lo que quiera mi negrita!... ¿Dame un besito ¿quieres?... uno sólo?

— ¡Oh... bah! ¿te has enloquecido?

— ¡Dame un besito! ¿Sí?

— ¡No!

— ¿Sí? (y diciendo esto me incliné hacia ella, haciendo resonar la estancia con un sonoro y prolongado beso). Qué lindos nardos esos que tienes en el pecho!... Dámelos!...

— ¡Pues no!... ¿Lo quieres mi hijito para regalárselos a tu Josefina R... no es verdad?

— ¡No seas mala! (besándola en los lábios repetidas veces)... ¡No seas mala!

(Riéndose). —¡Eres un gran pillo... un zalamero!

— ¡Bueno!... ¿Me das los nardos?

(Haciendo un movimiento para sacarlos). ¡Si no te puedo negar nada!

(Apresurado). ¡No, no, espera!... ¡Yo los voy a sacar con mi boca!

E inclinándome sobre su pecho y mirando su cuello alabastrino y terso como un raso, saqué de su seno el ramo de nardos blancos y fragantes que se expandía al calor de los encantos de Rosita.

Llegué a mi casa llevando en las manos aquella prueba de condescendencia con la íntima de mi mujer y fuí a sentarme al lado de ésta en el diván del comedor.

— ¡Qué bella está mi mujercita esta tarde!

— ¡Y mi esposo qué galante y que florido!

— Sí... son unos nardos...

— ¡Muy bonitos!...

— Que compré al salir de la oficina.

— ¿A verlos? (Y tomando el ramo lo examinó con todo cuidado)... ¿Lo compraste no?

— ¿Te gusta?

— ¡No... te pregunto si lo compraste!

— ¡Pero te he dicho que sí!... Lo compré al salir de la oficina con el objeto de obsequiarte!

— ¡Mientes!... Infame... Desleal!

(Y mi mujercita se me echó a llorar desesperada).

— Pero ¿qué tienes?

— ¡Ah! ¡Bien me lo sospechaba yo! Esa loca de Rosita...

— Pero ¿qué tienes?

— ¡Calla, infame! ¿Con que has comprado esos nardos no? (Sollozando). ¡Estos nardos que yo misma le puse en el pecho a Rosita, hoy cuando vino!... Yo voy a ver á mamá... ¡Dios mío!... ¡quién había de decirme que a los seis meses de casada!...

— ¡Por Dios!... mi mujercita... escucha! ¡Todos los nardos son iguales!

— Estos yo misma los até con este hilo verde y los puse en el pecho de esa loca... Ah!... Yo voy a ver a mí madre.

Me costó trabajo colosal disuadir a mi mujercita de la idea de contarle a mi suegra el suceso fatal y doble más probable que en adelante sería la imagen de la fidelidad conyugal y un acérrimo enemigo de su íntima, como ella lo sería.

En cuanto a Rosita, cada vez que la encuentro me mira con sus ojos negros y picarezcos y se sonríe de tal manera, que yo leo de corrido su intención de decirme!

— ¿Quieres los nardos mi hijito, quieres los nardos?