Las calles
Romance tercero
editarPara quién al día siguiente mira la muerte segura, el declinar de la tarde solemnidad tiene mucha. En el sol, que va a ponerse, y espeso vapor ofusca (semejante a un rey que el trono a su pesar desocupa, y dignidad conservando del mundo huye, y se sepulta donde los hombres no adviertan su dolor y desventuras), con honda atención los ojos clavó don Álvaro de Luna. Así que lo vio transpuesto lanzó un suspiro de angustia, como el que lanza el amante cuando el horizonte oculta el bajel en que su amada los desiertos mares surca para no volver. Ansioso lleva sus miradas mudas a los montes apartados cuyas cumbres aún relumbran; a los ya enlutados bosques, a las calladas llanuras, a los altos campanarios que entre nieblas se dibujan; retardar el despedirse de la perspectiva augusta que presenta el Universo, parece que sólo busca. Y al notar que poco a poco la luz menguante y confusa del crepúsculo confunde la escena que le circunda, piensa ya ver de la muerte la terrible sombra, en cuya oscuridad para siempre corre a hundirse, y se atribula. Sus pensamientos penetran los doctos frailes, y endulzan con eternas esperanzas su meditación profunda. Entre dos luces llegaron a Valladolid, y turba desordenada en las calles con sordo rumor circula. De Alonso López Vivero por la calle y casa cruzan, donde viven sus criados, donde llora su vïuda. Aquéllos, como canalla que si al poderoso adula, en cuanto le ve caído feroz le escarnece y burla, de la cabalgada el paso atajan con negra furia, y con denuestos y voces al ilustre preso insultan. Éste, furioso (presente el tiempo pasado, juzga que aún conserva el poderío, que aún domina a la fortuna), lleva soberbio la mano a buscar en su cintura la guarnición de la espada... Mas, ¡ay! en vano la busca. Va preso..., espada no lleva... ¡Ah!... Lo advierte, y furibunda mirada va a dar al cielo; mas se anonada y conturba. Queda con los ojos fijos, parece su faz difunta; tiembla, y en sudor helado sus miembros todos se inundan. Delante se halla un espectro... ¡Un espectro!... Sí, la mula algo ve también; esquiva, se recela, empina y bufa. ¿De Alonso López Vivero ha salido de la tumba la sombra? De que el maestre ante sí la vio, no hay duda. En confesión se lo dijo aquella noche con muchas lágrimas al padre Espina...; de Dios la venganza es justa. Con el cuento de la lanza a palos abre la turba Estúñiga denodado, y la atropella y asusta, y en salvo al ilustre preso condujo a la casa suya, en que estaba preparada una capilla segura, donde pasó el condestable con la espiritual ayuda noche serena, pidiendo a Dios perdón de sus culpas. Cenó, durmió cortos ratos, repitió también algunas trovas del famoso Mena que pintan como locuras las mundanas ambiciones; oró con fervor, en suma: fue un cristiano, un caballero, un hombre de fe y de alcurnia. Entre tanto, el que parece ser el reo, a quien la dura sentencia estaba leída, y a quien la cuchilla aguda del verdugo amenazaba, era el rey... ¡Mísero!, lucha, náufrago desventurado, en airado mar de angustias. Ama a don Álvaro, mira su sentencia como injusta; de la reina y de los grandes se la ha arrancado la furia. Que su trono se desploma, y hasta su existencia juzga, y que al morir el maestre abrazadas irán juntas el alma de aquel amigo y el alma afligida suya. ¡Grande mal es la flaqueza en hombre que cetro empuña! Revolcándose en su lecho, rasgando sus vestiduras, paseándose sin tino por la cámara, que alumbra una lámpara medrosa que en el cortinaje abulta vagas sombras..., ¡infelice! ¡Qué noche pasó!... Que ocupa ve un rincón de aquella sala, de pie, con la boca muda, su físico Fernán Gómez. A él se va, las manos juntas, y, suplicante, le dice: «Si es que mi salud procuras, anda a ver al condestable, así Dios te dé su ayuda.» El bachiller respondióle: «Le debo mercedes muchas; perdone vueseñoría, no oso verle en tal angustia.» Conmovido el rey, en llanto rompió y en voces confusas, que el alma a Gómez partieron, según dicen cartas suyas. Entró al estruendo la reina en la cámara, cual una aparición, como maga que viene a doblar astuta los encantos y conjuros con que alto preso asegura, y con que la empresa afirma, de que pende su fortuna. Calló el rey, quedó de mármol al verla; ella le pregunta: «¿Qué es esto?», y oyendo: «Nada», retiróse muy adusta. Largo rato el rey estuvo cual ligado por la oculta fuerza del prestigio. Luego torna a más reñida pugna de afectos; la amistad vence, llama con voz resoluta a Solís, su maestresala, dícele: «Al momento busca »a Diego Estúñiga, y dile...» En su garganta se anuda la voz, porque entra la reina otra vez..., calla y trasuda. La reina a Solís llevóse, y el rey abrió con presura el balcón, cual si quisiese gozar del aura nocturna; y el trono, cetro y corona maldiciendo en voces mudas, ojos de lágrimas llenos clavó en la menguante luna.